Capítulo XIV
El viaje de regreso del grupo del Círculo a la Península de la Estrella no resultó ser el alegre trayecto que había sido el de ida. Las prolongadas celebraciones de la boda habían sido seguidas por una gran fiesta para celebrar el vigésimo primer cumpleaños de Calvi, de manera que, cuando terminaron todos los festejos, los visitantes del Castillo habían pasado un total de once días en la Isla de Verano, y para Tirand ya eran más que suficientes. Sufría una creciente ansiedad por lo que pudiera estar ocurriendo en el Castillo durante su ausencia, y según pasaban los días comenzó a ponerse irritable y a desear la partida con impaciencia. Karuth se habría quedado de buena gana un poco más, para disfrutar de la rara oportunidad de estar tranquila y relajada en el delicioso clima sureño; la Matriarca y su séquito no tenían pensado partir de manera inmediata, y Karuth no veía por qué no habían de seguir su ejemplo. Pero Tirand se negó a considerar la idea y ni siquiera el Alto Margrave consiguió hacerlo cambiar de opinión. El deber lo llamaba de vuelta al hogar, decía Tirand, y el deber era lo primero. De manera que, a regañadientes, Karuth hizo su equipaje y se dispuso para partir.
La travesía marítima fue mala. El buen tiempo se había terminado, dejando paso a lluvias a ráfagas y vientos tempestuosos del noroeste que convirtieron la Bahía de las Ilusiones en una agitada pesadilla gris, y, cuando su barco llegó a Shu-Nhadek, después de luchar durante muchas horas contra los vientos predominantes, incluso los más marineros del grupo estaban mareados y sin ganas de enfrentarse a la siguiente etapa del viaje sin un descanso previo. Luego, una vez recuperados e iniciado el viaje por tierra, pareció que todo estaba en su contra. Los caballos cojeaban, los escoltas contratados resultaron no ser de fiar, las inundaciones primaverales en las llanuras de Han los obligaron a dar un largo y penoso rodeo. Y el humor del grupo se vio todavía más amargado por el talante taciturno del Sumo Iniciado y por la evidente preocupación de Karuth, motivada por algún asunto privado que parecía no querer discutir con nadie.
Karuth estaba verdaderamente preocupada, y por primera vez en su vida se encontraba con que no podía discutir sus problemas con Tirand. Su reticencia no tenía nada que ver con la pelea en la fiesta de la boda, que por lo que a ella concernía era algo pasado y olvidado; surgía sencillamente de darse cuenta con consternación que Tirand no comprendería la naturaleza del problema al que se enfrentaba. Si intentaba explicarlo, temía que él se sentiría obligado, por una preocupación mal entendida, a prohibirle hacer investigaciones por su cuenta.
Por pura casualidad, Karuth había descubierto que su inquietante visión en la noche de la boda no había sido un incidente aislado. Había visto a Strann una única vez antes de su partida hacia el continente —como músico pagado más que invitado, no le habían pedido que se quedara— y, durante su breve despedida, él dijo de repente algo que dejó a Karuth completamente aturdida. Podía recordar sus palabras, y ver mentalmente su taimado rostro, desprovisto de pronto de la normal sonrisa despreocupada.
—Creo —había dicho— que no seré tan propenso a demostrar mi talento interpretando «Cabellos de Plata, Ojos de Oro». —De pronto la sonrisa volvió, pero era un poco forzada—. La música y el vino son una mezcla embriagadora, dama Karuth, pero he de decir con franqueza que nunca antes había estado tan borracho como para tener una visión semejante durante el sueño.
Karuth se había quedado muy quieta y había preguntado:
—¿Qué queréis decir?
—Oh, no es nada importante, estoy seguro. No parecía que la dama quisiera hacerme daño: incluso me sonrió, aunque dudo de querer ver en sueños esa sonrisa de nuevo. Aun así, me lo tomaré como un cumplido, y rezaré unas cuantas oraciones al Caos para asegurarme. —Se inclinó sobre la mano de Karuth—. Adiós, señora. Que los dioses os acompañen.
Con eso se marchó, sin que Karuth tuviera oportunidad de hacerle más preguntas. Sus palabras habían sido enigmáticas, pero Karuth no tenía la menor duda de lo que debía de haber ocurrido. Y cuando, más tarde, aquel mismo día, Calvi Alacar fue en su busca para pedirle una infusión que sirviera para alejar los sueños espantosos, las alarmas mentales volvieron a dispararse.
Había tenido más éxito en sonsacarle la verdad a Calvi, y descubrió que su visión —que, al igual que a Strann, le había llegado en sueños— era casi idéntica a la que Karuth había tenido. Una mujer de pelo blanco, con extraños ojos de color bronce, según relató Calvi, lo esperaba en los jardines de palacio al fin de la noche, y le sonreía. No parecía tener ni idea de quién era, pero el sueño lo había aterrorizado, y para Karuth aquello significó la confirmación definitiva.
Ella, Strann, luego Calvi. ¿Habría otros? No lo sabía y no se le ocurría la manera de descubrirlo sin despertar sospechas. Pero una y otra vez la pregunta resonaba en su mente: ¿Por qué? ¿Por qué había el Caos enviado la misma visión a tres personas tan diferentes? ¿Y qué mensaje había querido transmitir la visión?
Desde entonces no había tenido más visitas de aquel tipo, y, por lo que sabía, tampoco las había tenido Calvi. Sin embargo, el recuerdo de aquella experiencia la acosaba como si fuera a repetirse cada noche y había dado lugar a otros recuerdos inesperados. No había relación evidente entre ellos, pero Karuth no conseguía deshacerse de la sospecha de que existía una conexión y que, de alguna manera inquietante y arcana, era importante: sus sueños en la casa del Margrave en Shu-Nhadek la noche antes de zarpar hacia la isla; su miedo irracional a la lejana y desierta Isla Blanca; antes, el asunto de la terrible muerte de la vieja Matriarca y de la desaparición de su pupila; y, si se remontaba más en el pasado, llegaba al recuerdo infantil de las últimas horas de Keridil Toln, de pie junto a la cama de la madre muerta de Ygorla Morys, pronunciando su comentario poco claro.
Era extraño que aquellos recuerdos destacaran con tanta claridad entre los incontables incidentes y acontecimientos decisivos de su vida. Aunque debían de haber transcurrido cinco años o más, recordaba todavía las palabras del acertijo que el elemental conjurado por ella había propuesto y que, como el misterio de la Residencia de la Matriarca, nunca se había resuelto. ¿Sería posible que los incidentes de los últimos días fueran un nuevo eslabón en la vieja cadena? No había conexión lógica, pero Karuth sentía en los huesos que los acontecimientos del pasado y del presente no eran tan dispares como parecían.
Ahí estaba el núcleo del problema. Lo sensible y razonable habría sido discutir sus sospechas con Tirand. No sólo era el confidente íntimo de toda una vida; también era su Sumo Iniciado, y aquello debería ser un asunto para el Círculo. Sin embargo, conocía lo suficiente a Tirand para saber que, en el mejor de los casos, reaccionaría ante su historia de manera equívoca. Querría algo más que sus endebles sospechas sin fundamento antes de aprobar cualquier investigación y, en todo caso, argumentaría que el Círculo ya había realizado dicha investigación hacía cinco años, sin resultados. Karuth podía intentar persuadirlo para que un intérprete de sueños hiciera una pequeña salida a los planos astrales inferiores, pero era posible que se mostrara tan contrario a resucitar aquellas cuestiones viejas y olvidadas que prohibiera cualquier tipo de indagación. Si hacía eso, Karuth tendría las manos atadas, a menos que decidiera romper el juramento de lealtad del adepto y desafiarlo.
De manera que estaba a solas con su dilema, y, a medida que el grupo se acercaba cada día más y más al Castillo, se sentía más oprimida por sus pensamientos. Tirand también se pasaba las horas del día en una oscura meditación, pero, mientras que Karuth no parecía percibir el humor de su hermano, él, por el contrario, era muy consciente del comportamiento de su hermana y había interpretado de manera totalmente equivocada sus razones.
El Sumo Iniciado estaba muy enfadado y resentido con su hermana. Su pelea en la boda había sido breve y trivial, pero ahora le parecía que, a pesar de que ella decía no guardar ningún resentimiento, Karuth seguía de mal humor. Desde aquella noche se había mostrado distante y evasiva y, cuanto más se acercaban a casa, más y más hosca se volvía. Aquello no era propio de ella, y le resultaba imposible creer que de verdad se hubiera tomado tan en serio algo tan insignificante. Unas palabras duras acerca del presuntuoso comportamiento de aquel engreído baladista… En nombre de los catorce dioses, ¿qué le pasaba a aquella mujer?, se preguntaba Tirand indignado. ¿Quién creía que era él? ¿Un niño pequeño todavía, dispuesto a ceder una y otra vez ante su hermana porque le llevaba unos pocos años? Karuth no tenía derecho a comportarse de ese modo. Ni derecho, ni motivo.
Pero, aunque deseaba expresar sus quejas e intentar despejar el ambiente, no se veía con ánimo de enfrentarse a Karuth. Algo en el talante de ésta impedía el menor acercamiento y, sumándose a la confusión mental de Tirand, estaba la sensación ineludible de que cualquier cosa que dijera provocaría otra discusión. No quería volver a pelearse con ella; sólo deseaba cerrar la herida y volver a la normalidad. Pero, dado el presente estado del humor de Karuth, aquello parecía imposible. Y, acechando como un depredador venenoso y sin forma, en el rincón más oscuro de la conciencia de Tirand, estaba el miedo de que algo le había ocurrido a su hermana en la Isla de Verano. Algo que podía agrandar la herida en lugar de cerrarla y que, en un día aciago, podría arrebatársela para siempre.
Así, acallados por una incomprensión total de la situación del otro, Tirand y Karuth siguieron adelante con su séquito, cruzando la punta norte de la provincia de Chaun para entrar por fin en la Tierra Alta del Oeste y con ello en la última etapa del triste viaje. El tiempo era terrible, como si los elementos septentrionales se negaran tozudamente a reconocer la proximidad del verano, y varios miembros del grupo habían caído víctimas de una enfermedad febril que había surgido recientemente en la Provincia Vacía y que comenzaba a extenderse hacia el oeste. Conociendo desde siempre estas fiebres virulentas, Tirand decidió continuar hacia la Península de la Estrella en lugar de desviar al grupo hacia La Residencia de la Hermandad, en la Tierra Alta del Oeste, que quedaba más cerca. Si todo el grupo contraía las fiebres, lo que parecía probable dadas sus continuas desgracias, el Castillo estaba mejor preparado y sus sanadores más calificados para tratar una epidemia. Las hermanas estarían más que dispuestas a cuidar a los enfermos, pero sería injusto llevar la fiebre a su hogar sin necesidad. Sólo rezaba con pesimismo para que nadie muriera antes de que llegaran a su destino.
Nadie murió, pero, cuando el grupo llegó por fin a la Península de la Estrella, mientras llovía a cántaros en un anochecer empapado y triste, nadie quiso ni remotamente celebrar el regreso al hogar. Para entonces, seis personas padecían la fiebre, incluido Calvi, que iba en su caballo envuelto en mantas, temblando, y que miraba con desánimo el peligroso puente de roca que unía el macizo del Castillo con el continente. Cruzaron en una silenciosa fila india, Karuth sin quitar el ojo de uno o dos de los enfermos cuyas mentes habían comenzado a divagar con la enfermedad. Al acercarse al final del puente de piedra, todos oyeron el primer y débil sonido ululante que llegaba resonando del norte, más allá del horizonte barrido por la lluvia.
Tirand, que abría la marcha, lanzó un juramento por lo bajo, y entrecerró los ojos para protegerse de la lluvia mientras contemplaba el mar. Al principio no vio nada más que una grisura sin rasgos, y por unos instantes, en que el rugido del mar ahogó los lejanos y macabros ecos, tuvo la esperanza de haber imaginado aquel aviso revelador. Pero entonces, de una manera tenue, con el cielo cargado de nubes como fondo, los primeros colores horribles y antinaturales comenzaron a adquirir forma, y las bandas de luz y de sombra iniciaron su recorrido, girando lentamente por los cielos mientras el débil ulular se convertía en algo más terrible.
—¡Un Warp! —Tirand hizo bocina con una mano para gritar al grupo, aunque ya todos habían visto el horror que se acercaba—. Entrad en el Castillo, ¡deprisa!
Los caballos, impelidos por un miedo mucho mayor que la posible cautela, iniciaron un rápido trote. Tirand fue el primero en llegar al refugio del macizo y se detuvo para observar y contar las cabezas a medida que el grupo pasaba junto a él en dirección a las puertas abiertas del Castillo. Sólo quedaba un jinete rezagado. Vio a Karuth, cuya montura pateaba y sudaba mientras ella sujetaba con fuerza las riendas y miraba fijamente al cielo tenebroso que se iba oscureciendo.
—¡Karuth! —El viento arrastró la voz de Tirand hacia ella, pero no hizo caso—. ¡Karuth!
Al ver que seguía sin hacerle caso, Tirand, maldiciendo, espoleó a su reticente caballo para acercarse a su hermana. Al aproximarse, ella salió del trance; los ojos muy abiertos, asombrados, que se clavaron en Tirand fueron los de una desconocida.
—¡Dioses! —De repente, Karuth se dio cuenta del peligro y aflojó las riendas. Los dos caballos galoparon tras sus compañeros, atravesaron el gran arco negro y entraron en el familiar patio del Castillo cuando el primer rayo esmeralda surcó el cielo, en tanto unos hombres corrían a cerrar las puertas tras ellos. Criados y mozos acudieron apresuradamente a recibir al grupo; surgieron atropelladas conversaciones mientras la gente desmontaba, se descargaba el equipaje y se ayudaba a los afectados por la fiebre a llegar hasta el cálido refugio. Karuth seguía montada en su caballo, contemplando las cosas como si no reconociera lo que la rodeaba. No reaccionó cuando se acercó un mozo de las cuadras para ayudarla a desmontar, y Tirand dejó su caballo y se acercó apresuradamente a ella.
—Karuth, Karuth, ¿qué pasa?
Ella lo miró y arrugó la frente. Entonces, de pronto, rechazando toda ayuda, pasó una pierna por encima de la silla y desmontó.
—No pasa nada —contestó con un tono peculiarmente lejano—. Sólo estoy cansada.
—Ve a tu habitación y descansa. Haré que te envíen algo de comer.
—No. —Lo miró con cansancio y, según le pareció a Tirand, con cierta amargura—. Hay enfermos a los que atender y es mi deber supervisar sus cuidados. Al fin y al cabo, el deber es lo primero.
Antes de que Tirand pudiera responder, dio media vuelta y se alejó en dirección a la puerta principal.
Karuth no quería atender a su trabajo. Lo único que deseaba era tumbarse y olvidarse del mundo hasta que desaparecieran el dolor de sus músculos y el cansancio de sus huesos. Pero no podía hacer eso. Tenía obligaciones que cumplir. Había seis afectados con la fiebre, y debía atender sus necesidades iniciales y preocuparse de que sus subordinados supieran qué hacer después.
Lamentó haber hablado de manera tan hosca a Tirand, y esperó que no se hubiera tomado su comentario sobre el deber como una pulla personal. No lo había dicho con esa intención; pero no estaba segura de que su hermano se diera cuenta y lo entendiera.
Su ventana tenía los postigos cerrados y la cortina echada, evitando cualquier visión del Warp que se desataba sobre sus cabezas. Pero incluso a través de los gruesos muros del Castillo escuchaba el canto terrible y siniestro y, lo que era peor, sentía su presencia que le invadía el cuerpo y el alma. Por mucho que lo intentara, nunca había conseguido liberarse del miedo innato a aquellas tormentas surgidas del Caos, ni del sentimiento de insignificancia e impotencia que despertaban en ella. Se sentía expuesta a poderes que escapaban a su comprensión y que, desde luego, no podía ni soñar en controlar, y aquella sensación le desagradaba intensamente.
En ese momento llamaron a la puerta con suavidad. Suspiró, alzó la vista y dijo:
—Adelante.
Sanquar, su ayudante superior, entró en la habitación y vaciló al ver que ella todavía no había terminado de cambiarse las ropas del viaje. El destello melancólico que apareció en sus ojos antes de que pudiera disimularlo no pasó inadvertido a Karuth, quien le dio la espalda y, cogiendo la túnica que había extendido sobre la cama, se la puso sobre su ropa interior.
—¿Están bien acomodados nuestros inválidos? —preguntó con tono indiferente.
—Sí, Karuth. Yo… —Desde que ella lo había rechazado unos cuantos meses atrás, Sanquar se sentía algo incómodo en su presencia, y ahora casi tartamudeaba—. Venía a decirte que todo está bien y que no es necesario que vayas a verlos personalmente. La mayoría de ellos dormirá hasta mañana, y tú debes de estar muy cansada.
Karuth se ató la túnica, ciñéndose el cinturón más de lo necesario. Al ver que tenía las manos tensas y los nudillos blancos, se esforzó en relajar los dedos.
—Iré a verlos de todas maneras —replicó. Advirtió que su tono era irritado, aunque no era ése su propósito, y respiró hondo antes de volver a hablar—. Y quiero revisar la farmacia. Tengo entendido que andamos escasos de algunos antipiréticos.
—Gustosamente puedo hacer eso por ti.
El autocontrol de Karuth desapareció de nuevo, pues el evidente deseo de su ayudante de agradarle agotaba de manera irracional su paciencia. Se encaró con él, hablando con tono ácido.
—Gracias, Sanquar, pero, ya que por lo visto no hubo nadie que se ocupara de que nuestro almacén fuera renovado mientras estaba ausente, creo que será mejor que lo haga yo.
De inmediato se arrepintió de aquella réplica dura e injusta, pero en aquel momento no se sentía con ánimos de retractarse o de pedir disculpas por usar a Sanquar como cabeza de turco. Se calzó las zapatillas, se echó hacia atrás el pelo, despeinado y húmedo, y se dirigió a la puerta. Sanquar, sonrojado, se apartó, y Karuth se detuvo en el umbral.
La gata blanca estaba sentada en el pasillo, delante de su habitación. Ya había pasado la época de criar y disfrutaba de una cómoda vejez entre los humanos, que se lo permitían sin ningún reproche. Los grises ojos de Karuth se encontraron con los verdes del animal, que abrió la boca, mostrando sus pequeños dientes y una lengua rosada, y dio un maullido de bienvenida.
Karuth se estremeció. Le gustaban los gatos, pero su relación con aquella criatura en particular había sido ambigua desde aquella vez, hacía cinco años, en que había conjurado al elemental. Nunca había podido desechar la convicción de que la gata sabía algo que no podía, o que no quería, comunicar. Su aparición, enfrentándose a ella, recordándole aquella corriente soterrada de desasosiego, fue la gota que colmó el vaso.
Se volvió y miró a Sanquar.
—Lleva ese animal a las cocinas y asegúrate de que se queda allí. No quiero volver a verlo por aquí arriba.
Sanquar y la gata la miraron mientras se alejaba a grandes pasos por el pasillo. Karuth sintió el desánimo de Sanquar, la curiosidad de la gata y reprimió el estremecimiento que amenazaba con sacudirla. Le dolía la cabeza, le dolían los brazos y las piernas; quería descansar, quería dormir. Pero no podía descansar, no mientras el Warp siguiera aullando por encima del Castillo y mientras cada uno de sus nervios pareciera crispado, estirado hasta el límite de su aguante. El sudor le perlaba el rostro, aunque hacía frío en el pasillo, y de pronto se dio cuenta de que estaba sufriendo los primeros síntomas de la fiebre, tal como había temido. Ahora lo sabía, y ello explicaba, aunque no disculpaba, su humor. Maldición. Haría lo que pudiera antes de que la fiebre la incapacitara, y, cuando fuera demasiado alta, se enfrentaría a la fiebre, a la debilidad y al delirio e intentaría superarlos cuanto antes.
Ante ella estaba la escalera principal. A la luz de las antorchas tenía un aire vagamente irreal, con la perspectiva distorsionada y un tenue halo que parecía envolver todo aquello en lo que posaba la vista. Sintió vibrar el Warp a través del suelo, en sus huesos, y comenzó a sentirse enferma. No cedería ante él, se dijo. No lo haría.
El pozo de la escalera pareció acercarse. Karuth se agarró a la barandilla y el mareo momentáneo pareció ceder, dejándole un pequeño sentimiento de triunfo. Estaba bien. La fiebre todavía no la había vencido.
Respiró con fuerza tres veces seguidas y comenzó a descender a la planta baja.
Kiszi estaba mohína. Vestida con su breve camisa, se encontraba arrodillada en la cama, con una pierna exquisitamente torneada colocada en un ángulo provocativo, contemplando con resentimiento a través de sus espesos rizos a su amante, que le daba la espalda, sentado con las piernas cruzadas en el suelo.
Al final no pudo mantener más el silencio. Había discutido con él, pero en vano. Había intentado halagarlo y seducirlo para que abandonara sus preocupaciones, y eso también había fallado. El prolongado y frío silencio que había empleado como última arma había surtido el mismo efecto que la presencia de una mosca en la cara de un acantilado de granito. Rodó sobre su estómago emitiendo un gruñido y apoyó la barbilla sobre los brazos cruzados.
—¿Cuánto tiempo más? —Su tono era a la vez enfadado y mimoso.
Strann no volvió la cabeza.
—No lo sé. Quizás unos minutos. Ten paciencia.
—¡Ya he tenido paciencia! ¡He tenido paciencia desde que se hizo de noche, y desde entonces han pasado horas! —Su labio inferior temblaba de autocompasión—. ¡Oh, Strann, esto es tan estúpido! Ya sabes por lo que he tenido que pasar para salir de casa sin que se enterara papá. He de regresar mucho antes de que amanezca si no quiero que me descubran, y ésta es nuestra última noche, porque mañana te vas, y ni siquiera quieres decirme por qué, y, además, no hay razón para que te marches, y…
Su voz se perdió. Strann se había vuelto para mirarla, y a la luz del candelabro de una sola vela que ella había colocado ingeniosamente al pie de la cama, su rostro tenía una expresión de paciencia hastiada.
—Ya te lo dije, Kiszi. No quiero quedarme más tiempo en Shu-Nhadek. Ni siquiera quiero quedarme en la provincia. Necesito marcharme.
—¿Por qué? No has hecho nada —replicó, dedicándole una sonrisa lasciva—. O, al menos, no te han cogido haciéndolo.
—Aun así, quiero marcharme. —Hizo una pausa y la miró, con cierto desafío en sus ojos de color avellana—. Te he invitado para que vengas conmigo.
Ella hizo una mueca con la boca.
—Y sabes muy bien que no puedo hacer tal cosa. Papá enviaría a la milicia a buscarme antes de que hubiéramos andado un kilómetro.
—Bueno, ése es el precio que tienes que pagar por ser una chica rica.
—¡Yo no pedí nacer de buena cuna! —exclamó, casi saltándosele las lágrimas, lágrimas de furiosa frustración—. ¡Odio ser rica! Quisiera…
—Kiszi, Kiszi… —Strann se levantó soltando un suspiro y se acercó a la cama. Los ojos de Kiszi se iluminaron al instante y se tumbó boca arriba, pero Strann se limitó a sentarse en el borde del lecho y a cogerle una mano.
—Lo siento, gatita.
—¡No me llames así!
—Pero lo eres —insistió él, cogiéndole un mechón de cabello y jugueteando con él—. Una gatita. Una gatita de pelaje amarillo.
Kiszi comenzó a olfatear la victoria, pero no estaba dispuesta todavía a ceder del todo.
—De pelaje dorado —lo corrigió con burlona aspereza.
—Ah, sí, claro. Las prostitutas tienen el pelo amarillo, las chicas ricas lo tienen dorado. Había olvidado esa sutil distinción.
—Ohhh… —El disimulo coqueto de Kiszi se vino abajo; ahora estaba de verdad enfadada con él, y amargamente desilusionada—. ¡Cerdo! No tienes derecho a ensañarte conmigo, no es justo. Sólo porque algo desagradable ocurrió en la Isla de Verano y volviste a toda prisa a Shu-Nhadek, antes de que terminaran las fiestas…
—No me invitaron a quedarme, si recuerdas —la interrumpió Strann. Entonces su mirada adquirió una rara introspección y añadió en voz baja—: y tampoco me habría gustado hacerlo.
—¿Qué quieres decir?
Strann abrió la boca para contestar de mala manera, pero la cerró porque su sentido de la justicia consiguió salir a la superficie. Estaba siendo injusto. Kiszi no tenía la culpa de la inquietud que lo atenazaba desde la noche de la boda del Alto Margrave, y convertirla en blanco de su mal humor era una vergüenza. Pero no podía expresarle las complicaciones de su actual estado de ánimo, porque en todo menos en las cosas más obvias Kiszi era una ingenua y, sencillamente, no lo entendería.
Volvió a mirar el lugar donde se alzaba incongruente en el suelo la pequeña pirámide de monedas. Abajo, en el bodegón de la posada, y antes de la furtiva llegada de Kiszi y la apresurada fuga de ambos al dormitorio de Strann, había estado repasando mentalmente el viejo truco de feria. No lo había querido probar entonces, a la vista de todos los parroquianos, que lo habrían importunado pidiéndole una actuación; pero, si lo había recordado fue, según sospechaba, porque era el único truco de su repertorio que nunca le había salido bien. Según la anciana que se lo había enseñado, hacía tantos años que no podía recordarlos, era una versión degradada de una auténtica habilidad paranormal, practicada por los lectores de piedras de las grandes llanuras del este. Muchos «milagros» de buhonero tenían un origen parecido, pero aquel truco en particular, a pesar de la destreza de Strann, parecía resistirse a ser degradado; como si algo extraño, inexplicable, se encontrara demasiado cerca de la superficie y no consintiera en ser mal empleado.
Aquella noche, sin un motivo lógico, recordó el truco y tuvo una intuición. No estaba del todo seguro de que le gustara la sensación, e intentó convencerse a sí mismo para no efectuar el experimento. Pero la curiosidad —que, se recordó, había causado la caída de hombres más importantes que él— ganó la partida, como ocurría casi siempre, y no fue capaz de resistir la tentación de probar. Algo, le decía su persistente intuición, sería distinto esta vez. Algo sucedería.
Pero todavía no había ocurrido nada. Intentó enseñar el truco a Kiszi, quien, suponiendo que era un juego tonto como preludio al verdadero juego amoroso, le siguió la corriente de buena gana en un principio. Sin embargo, igual que en sus viejos días en las ferias, Strann no consiguió que funcionara la prestidigitación. Primero reaccionó ante su fracaso encogiéndose de hombros, sin darle demasiada importancia, y decidió intentarlo una vez más antes de desechar su intuición como una tontería y dedicarse a asuntos más placenteros. Pero, cuando también falló su segundo intento, el propósito dejó paso al orgullo herido. No se daría por vencido. No eran más que triquiñuelas de prestidigitador, y él era tan buen prestidigitador como el que más; siempre se había sentido orgulloso de su habilidad. Maldita sea, antes de que su talento le abriera las puertas del gremio, se ganaba la vida con aquello.
Mientras intentaba una y otra vez que le saliera el truco, una vocecita interior no cesaba de repetirle que aquello era ridículo. A dos pasos tenía una chica bonita y adorable, y cada vez más impaciente, que lo esperaba en la cama, y aquélla era su última oportunidad de pasar unas horas íntimas y deliciosas con ella. ¿Qué locura era aquello de permanecer en cuclillas sobre la mugrienta alfombra con aquella tontería sin sentido, aquella chuchería, aquel juguete? Seguramente había vuelto a beber demasiado anoche, la bebida trajo de nuevo los sueños, y los sueños evocaron el recuerdo de un montón de monedas y de un truco que no quería salir. Y allí estaba Kiszi, que, para cuando él regresara a Shu-Nhadek —¿y quién podía saber cuándo sería eso?—, seguramente habría encontrado un esposo joven y rico y habría olvidado su breve pero feliz relación. Su última oportunidad y la estaba desaprovechando. «Eres un idiota», se dijo Strann.
Miró de nuevo a Kiszi.
—Lo siento, gatita. Tienes razón: soy un cerdo o algo peor —dijo—. ¿Qué hora crees que es? —añadió, mirando hacia la ventana.
—Todavía es temprano —aseguró ella, enroscando los brazos alrededor del cuello de Strann—. Deja tus trucos, Strann. Yo te enseñaré uno realmente bueno.
Strann hizo ademán de acercarse más a ella, pero se detuvo. Aquellas malditas monedas resplandecían a la luz de la vela como ojos de gato incorpóreos que lo observaran… Rápidamente se inclinó para dar a Kiszi un beso que prometía mucho más y luego se apartó de la cama y recogió el montón de monedas de plata con un diestro movimiento. Incapaz de resistirlo, lanzó las siete monedas con gesto de consumado malabarista, y las miró caer en su mano.
—Malditos sean los trucos de prestidigitador —exclamó, y con otro rápido movimiento de muñeca arrojó las monedas en un arco descuidado. Subieron… y se detuvieron flotando en el aire. Luego, con tanta velocidad que Strann no pudo reaccionar y Kiszi sólo fue capaz de lanzar un apagado aullido de temor, comenzaron a girar sobre sí mismas, en círculo.
»¡Dioses! —Strann fue incapaz de recobrar el control a tiempo para detener el movimiento reflejo de coger las monedas voladoras. Algo lo golpeó con fuerza en el pulgar, de forma punzante y dolorosa, y el músico dio un salto hacia atrás, lanzando una maldición. Las monedas giraban cada vez más deprisa, volviéndose borrosas con la velocidad, y de pronto vio cómo se formaba un rostro en el diminuto torbellino, de plata y sombra incolora, una boca que sonreía con cinismo, unos ojos —ojos enormes— que lo miraban, traspasándolo hasta llegar a su alma.
Strann lanzó un grito. El rostro desapareció, y las monedas cayeron al suelo con un sordo sonido metálico.
Su grito quedó resonando en medio de un silencio abrumador, y miró las monedas como si fueran serpientes venenosas. No se movieron. Ahora no tenían vida, detenida su momentánea animación tan repentina y violentamente como había comenzado. Pero formaban un dibujo, y Strann lo reconoció de forma inmediata. Era una notación musical, la breve secuencia que, en el Código de la Mano del gremio, significaba: Estoy vigilando.
Un sonido inarticulado a sus espaldas rompió el ensimismamiento de Strann. Giró sobre sí mismo y vio a Kiszi estirada sobre la cama, pataleando sin coordinación alguna, mientras intentaba alcanzar el otro lado del colchón, donde estaban sus zapatos y su vestido.
—Kiszi… —Se dirigió hacia ella en el mismo momento en que recogía su vestido y comenzaba a ponérselo por la cabeza—. ¡Kiszi!
—¡No pienso quedarme aquí! —musitó, y su voz ahogada tenía un tono aterrorizado—. ¡No, desde luego que no! —Su cabeza emergió entre los pliegues del vestido, y una mirada desorbitada se clavó en Strann—. ¿Qué hiciste?
—¡No hice nada! Kiszi, tú lo has visto, ¡has visto lo que pasó!
Kiszi tuvo una arcada, como si fuera a vomitar, y metió los brazos en las mangas de su túnica. Buscando frenéticamente, encontró un zapato, se lo puso en el pie equivocado, soltó una palabrota que habría escandalizado a sus padres, y buscó a tientas el otro zapato.
—¡No! —exclamó cuando Strann quiso interceptarla—. ¡Me marcho!
Salió de la cama, tropezó con el dobladillo de su vestido y cayó sobre una rodilla; Strann oyó cómo se rasgaba el caro tejido. Ella volvió a levantarse, fue tambaleándose hasta la puerta y forcejeó con el pomo hasta conseguir abrirla.
—Lo siento —dijo, mirándolo de nuevo a los ojos; estaba de pie y temblando en el umbral, y parecía una niña pequeña muy asustada—. Algo te ha pasado, Strann. No sé lo que es ni creo que tú lo sepas tampoco. Lo he sentido desde que volviste de la Isla de Verano. Algo te tocó. ¡Y no quiero saber nada más!
Dejó la puerta girando sobre sus goznes mal engrasados, y Strann oyó el ruido de sus pasos por el pasillo y luego por la escalera trasera. Algo te ha pasado, Strann. Ella había alcanzado el meollo del asunto, sin saberlo, inocentemente. Un atisbo de sabiduría, un atisbo de intuición, algo tan poco común en Kiszi que sonaba extraño en sus labios. Algo ha pasado. Lo sabía, y tuvo una sensación fría en la boca del estómago.
A su espalda, las velas del candelabro goteaban y una ráfaga inoportuna procedente del pasillo hacía oscilar sus llamas. Las monedas estaban en el suelo, todavía con aquel dibujo: Estoy vigilando. En dos zancadas, Strann atravesó la habitación y alzó un pie para dar una patada a las monedas y esparcirlas, pero se contuvo en el último momento. No quería tocarlas. Que se quedaran allí. Que se pudrieran.
Sus pertenencias eran pocas: una manta enrollada, una mochila que contenía algunas cosas básicas, y su precioso manzón. Como solía hacer, las había dispuesto ordenadamente junto a la ventana, siempre listas para ser recogidas, cargadas y llevadas al siguiente destino. Dónde sería eso, no lo sabía, y en aquel instante no le importaba; lo importante era salir de Shu-Nhadek sin más dilación. Se había quedado por los ojazos de Kiszi y por sus amables abrazos, aunque el instinto le había dicho que partiera. Ahora deseó fervientemente haber hecho caso a su intuición, porque, de haber sido así, a aquellas horas habría habido muchos kilómetros entre él y la ciudad. O, para ser más exactos, entre él y la Isla de Verano. De hecho, ojalá no hubiera aceptado nunca la invitación para ir a la Isla de Verano.
Si un deseo fuera un buen caballo, pensó con ironía Strann, ahora estaría a mitad de camino en dirección a la Provincia Vacía, cabalgando en el mejor corcel jamás visto. Demasiado tarde para lamentaciones. Lo hecho, hecho estaba, y ahora lo único que tenía sentido era dar la espalda al sur y ponerse en camino. Probablemente podría alcanzar el cruce de las principales pistas para ganado al amanecer si iba a buen paso, y allí no sería difícil conseguir que algún carretero lo llevara hasta la provincia de Han o incluso más lejos. Aparte de eso, sólo podía esperar —pero no rezar, porque, por encima de todo, no quería llamar la atención de ninguno de los catorce dioses— que al abandonar Shu-Nhadek dejara también atrás aquel rastro de maquinación sobrenatural, innombrable, incalificable, que lo perseguía desde la noche en que él y Karuth Piadar habían tocado a dúo en la Isla de Verano.
Strann no era un hombre religioso. Si se lo hubiera obligado a escoger, su carácter lo habría inclinado más hacia el Caos que hacia el Orden; pero, desde que había alcanzado la edad para comprender aquel tipo de cosas, había mantenido una pragmática determinación de no mostrar fidelidades ni escoger bando. Aparte de la pequeña ofrenda a Yandros y a Aeoris en los festejos del Primer Día de Trimestre, no prestaba especial atención a los dioses, y siempre había esperado que, a cambio, ellos tampoco se fijarían demasiado en él. Pero ahora comenzaba a preguntarse si podría seguir confiando en eso.
Pero ¿por qué yo?, preguntaba la lógica. Podría mostrarse vanidoso de vez en cuando, pero en el fondo era lo bastante inteligente para saber que nada había en él que pudiera interesar a los grandes poderes. No era mago, no tenía capacidades extrasensoriales. No anhelaba el poder ni los conocimientos arcanos. No predicaba. Simplemente, era un hacedor de canciones e historias, aunque, eso sí —Strann era tan poco inclinado a la falsa modestia como a la vanagloria—, con un talento fuera de lo común. No era una amenaza para nadie, ni era el peón de nadie. Fuera lo que fuese lo que se estaba tramando en dominios que iban más allá de su entendimiento, no quería tener nada que ver con ello.
Pero, lo quisiera o no, algo lo había tocado. Y la cosa había empezado en la Isla de Verano, cuando la hermana del Sumo Iniciado había accedido a tocar aquella pieza musical, rara y difícil, con él y cuando el relámpago había surgido, una sola vez, en un cielo rutilante de estrellas.
Strann echó un último vistazo a la habitación que había sido su hogar durante los últimos veintidós días. Por primera vez se dio cuenta de su pobre aspecto: de la alfombra gastada y agujereada en algunos sitios; de los muebles maltrechos y desconchados, que pedían a gritos una mano de pintura; de la barra de la cortina, torcida con respecto a la ventana, que ofrecía un aspecto desconcertante, como de borracho. Incluso la cama en la que Kiszi y él habían disfrutado era desigual, verdaderamente incómoda si había que ser sincero. No le iba a costar nada marcharse.
La vela seguía ardiendo, pero torcida, y la cera goteaba del candelabro y formaba charcos. Las siete monedas de plata resplandecían donde habían caído. Seguro que el posadero las encontraría por la mañana y serían pago más que suficiente de la cuenta de Strann.
Salió al descansillo. El bodegón estaba en silencio; hasta los más intransigentes se habían ido tambaleándose a sus camas. Una ventana entreabierta en el otro extremo del pasillo golpeó con una súbita brisa, y Strann abrió las fosas nasales y olió a pescado rancio, brea, salmuera y algas secas en la bahía. No quería ver de nuevo el mar, al menos durante una temporada. Y, aunque enseguida apartó el pensamiento, no pudo evitar pensar por un instante qué cosas extrañas podrían estar acechando los sueños de Karuth Piadar aquella noche.
Cerró la puerta y se dirigió en silencio hacia la escalera.