Capítulo V
—¡No comprendo por qué razón tengo que saberlo! —Unos ojos azules, en una cara con forma de corazón cuya belleza infantil quedaba estropeada en aquel momento por una expresión de irritación, miraban acusadores a la superiora Corelm Simik—. ¡Me importa un comino si puedo o no nombrar todas las provincias y sus Margraves sin equivocarme! ¡Y también me importan un comino el Alto Margrave, su padre y su abuelo! ¡Me importa un comino si se van todos a…!
—¡Ygorla! —Los labios de la hermana Corelm se tensaron y la reprimenda surgió con más dureza que de costumbre, al tiempo que daba una palmada en la mesa. Pero tras la furia de su mirada acechaba una cansada desesperación, y sospechaba que su alumna de diez años era consciente de ello.
—Ygorla —repitió, recuperando el autocontrol—. No te lo repetiré. ¡No voy a tolerar esa mala educación ni esa falta de respeto para con el Alto Margrave! Estás aquí para aprender, y el hecho de que la Matriarca te haya concedido el privilegio de estudiar en la Residencia, en lugar de acudir a la escuela de la Hermandad junto a otros niños, no significa que no espere el máximo rendimiento por tu parte; al contrario. —Se levantó, y la larga falda blanca de su túnica barrió el suelo mientras andaba por la pequeña aula; luego se detuvo y volvió a mirar con severidad a su alumna—. ¿Quieres ser una niña sin educación, Ygorla? ¿Quieres que en el futuro tus iguales te señalen con el dedo y se rían de tu ignorancia?
El ataque surtió efecto y la niña se encogió de hombros a la defensiva, aunque su mirada seguía siendo de resentimiento.
—Pero ¡es tan aburrido! —protestó.
—Aburrido o no, es preciso si quieres mantener tu posición en la sociedad a la que estás destinada. —La hermana Corelm detectó el primer signo de debilitamiento y siguió atacando; había aprendido que era la única manera de enfrentarse a Ygorla. Suavizó un tanto su tono de voz—. Hija mía, cuando yo tenía tu edad me gustaban tan poco las clases como a ti, pero te aseguro que en el futuro agradecerás mi insistencia. Cuando alcances la edad de casarte…
La niña levantó la cabeza con rapidez.
—Nunca me casaré.
—Bueno, sólo tienes diez años; no es un tema que deba preocuparte todavía.
—Preocupa a tía Ria. Oí cómo se lo decía a la hermana Fiora.
La paciencia de la hermana Corelm comenzó a agotarse nuevamente.
—Bueno, Ygorla, ¡ya está bien! Las discusiones privadas de la Matriarca con la hermana Fiora no son para que las oigan las niñas, y no deberías haber estado escuchando sobre asuntos que no puedes comprender a tu edad.
—No pude evitarlo —repuso Ygorla, parpadeando—. Era tarde por la noche, no podía dormirme y fui al refectorio en busca de un vaso de agua. Tenía que pasar por delante del estudio de tía Ria, y ella y la hermana Fiora estaban hablando de mí. No pude evitar oír lo que decían. Lo siento, hermana Corelm.
Tenía una expresión de candor absoluto y la hermana Corelm exhaló un suspiro. No había estado cerca de la pobre madre de la niña durante su estancia en la Residencia, y sabía que no era correcto pensar mal de los muertos, pero recordaba aquella mirada dulce e inocente demasiado bien. Avali Troi no había tenido escrúpulos en usar el encanto para evitar la censura, y estaba claro que su hija había heredado aquel rasgo, si bien pocas cosas más. Cuando Ygorla ponía su «cara de penitente», como decía Corelm, y aunque no fuera más que un truco, era imposible seguir enfadada con ella.
Corelm regresó a su silla y se sentó.
—Bueno, si me prometes que no lo volverás a hacer, no hablaremos más de ello.
La expresión de Ygorla se iluminó.
—Lo prometo.
—Muy bien, entonces volvamos a la lección, y en pocos minutos podrás cerrar el libro y te preguntaré las provincias y sus Margraves.
Obediente, la niña inclinó su morena cabeza sobre el libro, y durante un rato hubo silencio. La hermana Corelm se centró en su trabajo, la corrección de un examen que había hecho a alumnas mayores unos días antes. A la vista de las desgarbadas caligrafías, y mientras escribía duras observaciones al lado de las respuestas más estúpidas, reflexionó con ironía que, a pesar de su tenaz resistencia a los estudios formales, Ygorla poseía una inteligencia por encima de la media. ¡Si tan sólo la aplicara y trabajara de verdad!
De pronto tuvo la incómoda sensación de que la observaban. Alzó la vista con rapidez y se encontró con la mirada seria y pensativa de Ygorla, fija en ella. La hermana Corelm lanzó un suspiró y dejó su plumilla.
—¿Qué ocurre, hija? ¿Hay algo que no comprendes?
—No, hermana. —Ygorla sonrió con dulzura—. Estaba pensando quién podría «casar» conmigo si algún día decido hacerlo.
Corelm enarcó las cejas ante la incorrecta construcción gramatical, pero lo dejó estar. Se dio cuenta de que tenía poco sentido hacer que la niña volviera a sus estudios; una vez que su mente se distraía era imposible lograr que se concentrara de nuevo, por lo que cedió.
—¿Y quién —preguntó divertida— llama tu atención en este momento?
Los hombros de Ygorla se alzaron en un gesto coqueto.
—Oh… creo que pensaría en Blis Alacar. Puede que me gustara ser Alta Margravina algún día. O quizá el hijo del Sumo Iniciado, Tirand Lin, aunque dicen que no es muy guapo.
Corelm disimuló su sonrisa con la mano.
—Bueno, querida, no se puede decir que no seas ambiciosa. Pero Blis Alacar tiene ahora 26 años; creo que para cuando tú tengas edad de casarte él ya habrá encontrado esposa. ¿No sería mejor su hermano menor?
Ygorla no entendió su ironía; o eso o prefirió no darse por enterada. Ladeó la cabeza y miró con súbita intensidad a su profesora.
—Quizá. Pero ten en cuenta que Blis Alacar será Alto Margrave muy pronto.
Unos dedos helados y duros parecieron aferrarse a la columna vertebral de Corelm, que dijo con brusquedad:
—¿Qué quieres decir?
—Solas Jair Alacar va a morir —repuso Ygorla sin expresión alguna.
—¡Tonterías! ¿Qué estás…?
—De verdad. Lo soñé. Por eso lo sé.
Aquello era demasiado; la sensibilidad de la hermana Corelm llegó al límite. Primero, falta de respeto y ahora la pretensión de vaticinar el futuro, de una manera que parecía simplemente mala intención. No podía tolerarse.
—¡Ygorla! —su voz crujió como una espada helada—. ¡Ya está bien! —Se alzó como un ángel vengador y se encaminó hacia la mesa a grandes pasos; cogió los libros de Ygorla, los cerró de golpe y se inclinó amenazadora, mientras sus nudillos se ponían blancos al agarrar el borde de la mesa. La niña retrocedió como si estuviera asustada, pero esta vez Corelm estaba demasiado enfadada para dejarse engatusar.
—¡Vas a escucharme y, si tienes dos dedos de frente, me harás caso! —dijo con aspereza—. ¡No voy a tolerar, repito, no voy a tolerar que vayas haciendo esas afirmaciones fantasiosas y sin sentido! Sueños… ¡Dioses, eso es algo que casi suena a traición! —Advirtió que su tono de voz se había vuelto estridente y, esforzándose por calmarse, se apartó de la mesa y cruzó los brazos.
»Nuestro Alto Margrave Solas Jair Alacar sólo tiene 57 años —prosiguió, algo más tranquila, pero todavía irritada—. Goza de una salud inmejorable y, por la gracia de los dioses, vivirá todavía muchos años, como sabes bien por tu catecismo. ¡No está bien que una niña malcriada y caprichosa se deje llevar por lamentables fantasías de manera tan poco correcta! ¿Me entiendes, Ygorla? ¿Me entiendes?
La morena cabecita de Ygorla hizo un único gesto de asentimiento.
—Sí, hermana Corelm.
—Bien. Y ahora, como castigo, te quedarás aquí sola hasta que hayas escrito siete veces siete los nombres de cada una de nuestras provincias y sus Margraves. Se abrirá la puerta de esta habitación dentro de una hora. Espero que entonces me traigas tu trabajo y espero que no haya ni un solo fallo. —Guardó silencio por unos instantes—. ¿Ha quedado bien claro?
—Sí, hermana Corelm.
Docilidad, sumisión. Corelm hizo una pausa tensa por unos instantes; la parte más desconfiada de su naturaleza esperaba alguna nueva treta de Ygorla, pero, por una vez, parecía que la chica no iba a discutir. Satisfecha, aunque no del todo convencida ante aquella demostración de arrepentimiento, la hermana recogió los libros de texto y, dejando a Ygorla sólo con material de escritura y su memoria para realizar la tarea, salió de la habitación y cerró la puerta con llave.
Al llegar al relativo frescor del pasillo encalado, Corelm se detuvo, cerró con fuerza los ojos y se pellizcó el puente de la nariz en un esfuerzo por frenar el dolor de cabeza que le acuchillaba el cráneo. Toda su columna vertebral vibraba tensa y tenía el pulso acelerado, incapaz de serenarse hasta un ritmo normal. Sabía que era una estúpida al permitir que una simple niña la alterara de aquella manera, pero Ygorla parecía más intratable con cada día que pasaba, y también le iba encontrando el truco a encontrar y explotar todos los puntos débiles en la armadura protectora de Corelm. Aquella mañana había sido la gota que colmaba el vaso; algo tendría que hacerse, o se vería obligada a presentar la dimisión como tutora de Ygorla, para recomendar que la niña pasara a manos más firmes.
Al andar por el pasillo, sus zapatos de suela de madera claquetearon apresuradamente sobre el suelo de piedra, y ese ruido le renovó el dolor de cabeza. Tendría que tomarse uno de los preparados de hierbas de la hermana Fiora antes de que el dolor la incapacitara; conocía muy bien sus migrañas. Pero antes, cuando todavía estaba reciente aquel último altercado, era imperioso que hablara con la Matriarca. Ya era hora.
A pesar de que casi estaban en pleno invierno, el sol meridional seguía conservando algo de su calor y fue un agradable bálsamo para Corelm cuando salió del edificio bajo y cruzó el patio en dirección a la casa de la Matriarca. En el refugio de tejado a dos aguas, situado frente a la Sala de Oración, las campanillas tintinearon con un sonido dulce y tenue. Corelm vio a un halconero con una de las aves mensajeras que se utilizaban para cruzar mensajes urgentes entre las provincias. Recordó que el halcón había llegado un poco antes, aquella misma mañana, con despachos para la Matriarca, y por un momento su andar se hizo indeciso, al preguntarse si Ria no estaría demasiado ocupada para atenderla. Pero seguro que podría concederle algunos minutos. No necesitaba más que eso.
La casa de la Matriarca era un edificio pintado de blanco, de una sola planta, situado en el lado oeste del patio, de manera que sus altos ventanales recogieran la luz del atardecer. La puerta principal estaba abierta como siempre, y Corelm atravesó el recibidor de la manera más silenciosa posible y luego siguió por el pasillo embaldosado que conducía al estudio de la Matriarca.
La puerta del estudio, acolchada con cuero para amortiguar los ruidos, mostraba un ramillete de palitos sobre el picaporte, señal de que Ria estaba ante su escritorio, dispuesta a recibir visitas. Aliviada, Corelm llamó educadamente, esperó la respuesta —que tardó unos momentos en llegar— y entró.
—Corelm… —Ria alzó la vista de la hoja de pergamino que tenía ante sí, con las cejas arqueadas por la sorpresa—. ¿Se trata de algo urgente? No quiero que me molesten.
Desconcertada, Corelm hizo un gesto en dirección a la puerta.
—Perdonadme, Matriarca, pero la señal…
—¿Sigue ahí? Oh, cielos, creí que la había quitado. No —dijo cuando vio que Corelm, avergonzada, daba la vuelta para marcharse—, no, hermana, no te preocupes. El error es mío —añadió, esforzándose por sonreír—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Los años se habían portado bien con Ria. Aunque ya rondaba los sesenta y tantos, una buena estructura ósea le había mantenido el cuerpo en buena forma, y su rostro sólo mostraba las arrugas debidas a un buen envejecer y al sol del sur. El reumatismo que asolaba a los de su generación más al norte, casi no aparecía en el suave clima de Chaun Meridional y, aunque su cabello era gris, no le importaba teñirlo de vez en cuando para mostrar el color que había tenido en otros tiempos. Y la edad también tenía sus beneficios; uno de ellos era la sabiduría y la experiencia, que le hicieron comprender enseguida que la hermana Corelm estaba muy agitada.
—Siéntate, querida —le dijo con amabilidad—. ¿Qué te inquieta?
—Bien… —Corelm se desplomó en la silla, y retorció las manos—. No quiero importunaros, Matriarca, sobre todo si ya estáis ocupada con otros asuntos…
—Otros asuntos. —Ria repitió las palabras como si encerraran una ironía sin gracia y volvió a mirar el pergamino—. Por desgracia, no hay nada que pueda hacer para alterar estas tristes noticias, así que…
Era algo totalmente impensable que una hermana interrumpiera a la Matriarca, pero en aquel instante una terrible premonición desató la lengua de Corelm, quien habló con voz tensa:
—¿Tristes noticias, señora?
—Sí. No importa que lo sepas ahora, Corelm. Dentro de una hora haré el comunicado a toda la Residencia. —Ria puso una mano sobre el pergamino, y de pronto Corelm se sintió como un nadador arrastrado sin previo aviso por una corriente que podía ahogarlo. Oyó las siguientes palabras de la Matriarca como si estuviera hundiéndose en una pesadilla.
—Acabo de recibir un mensaje de la Isla de Verano, Corelm. Hace dos días, nuestro Alto Margrave se mató al caerse del caballo mientras galopaba por los terrenos de su corte.
Corelm se quedó mirándola y sintió que el mundo se deslizaba hacia un abismo.
—¡Corelm! —Ria, sorprendida, hizo ademán de ponerse en pie—. Corelm, ¿estás bien?, ¿qué te ocurre?
Corelm emitió un sonido que ni siquiera podía comenzar a expresar el negro y ciego remolino que surgía del pozo en que se había convertido su mente. Por un instante, volvió a ver el rostro de Ygorla, los ojos azules e inocentes, y escuchó otra vez la predicción de aquella voz infantil pero totalmente segura. Luego, por primera vez en su vida, cayó al suelo sin sentido.
—Una noche de sueño y quedarse mañana por la mañana en la cama. —Dictaminó Fiora, cerrando la puerta de la habitación de Corelm, y sonrió tranquilizadoramente a Ria mientras se dirigían hacia la puerta principal de los aposentos de las hermanas superioras—. Sólo necesita descansar, Matriarca. Y la oportunidad para recuperarse de este desagradable trauma.
Ria asintió, pero su expresión siguió siendo severa; pensaba en la historia que les había contado Corelm cuando se recuperó del desmayo. Fiora, que quizá la conocía mejor que nadie de la Residencia, esperó, sabiendo que diría lo que tenía que decir en su momento. Por fin, Ria habló:
—Nos queda todavía el problema de Ygorla.
—Sí, Matriarca. —Fiora había esperado eso, y también esperaba los argumentos que se opondrían a lo que tenía que decir. Sin embargo, debía hablar con franqueza—. Creo que sabéis lo que pienso, y me temo que este incidente sólo sirve para reforzar mi opinión. Creo sinceramente que Ygorla posee un gran talento innato. También creo que una vez que alcance la adolescencia, la Hermandad no será suficiente para satisfacerla.
Ria hizo un gesto de asentimiento.
—Habría preferido que escogiera un camino más seglar y que hiciera un buen matrimonio dentro de unos años, pero me parece que no será así. Qué pena.
Fiora sonrió.
—Si os referís a que habrá muchos jóvenes defraudados en su camino, Matriarca, estoy completamente de acuerdo. Ya ha destrozado varios corazones, y sólo tiene diez años. Aun así… —Miró de reojo a la Matriarca y vaciló—. Perdonad por favor que os hable con tanta crudeza, pero creí que vos seríais la última persona en desear que Ygorla fuera tan sólo una esposa, en lugar de desarrollar completamente sus talentos.
—Entiendo tu punto de vista, Fiora. Pero, al mismo tiempo, tampoco querría que ella renunciara a lo que, al fin y al cabo, es el camino natural y el deleite de una mujer. —Estuvo tentada de añadir como hice yo, pero se reprimió. Fiora sabía exactamente lo que quería decir; era una vieja herida, y la sanadora era muy consciente de ello.
Fiora habló con suavidad.
—¿Estáis pensando en Karuth Piadar en el Castillo?
Ria se dijo que Fiora siempre había sido muy diplomática.
—Sí —contestó y esbozó una mínima sonrisa, lo suficiente para dar a entender a la hermana que la comprensión era mutua—. Pienso en Karuth, claro está. Tanto tiempo y energías dedicados a las demandas de su trabajo y a sus responsabilidades que ya a los veinticuatro años parece destinada a ser una solterona toda la vida. No quisiera ver a Ygorla seguir el mismo camino, a menos que lo desee de verdad.
—Pero ¿y si es así?
—Entonces no me opondré. Sólo quiero que esté segura.
Se sumergieron en un silencio reflexivo hasta que entraron otra vez en la casa de la Matriarca y se detuvieron en la estancia de altos techos. Entonces, cerrando las manos ante sí, Ria se volvió a su vieja amiga.
—No importa lo que el futuro depare a mi sobrina, Fiora. Es algo que debe esperar nuevas reflexiones. Por ahora, tenemos asuntos más serios de los que ocuparnos. Quiero que convoques a todas las hermanas dentro de veinte minutos en el refectorio y les dirigiré la palabra para comunicarles el fallecimiento del Alto Margrave. Daremos el toque de difuntos a mediodía y los rituales fúnebres comenzarán inmediatamente después. ¡Oh! Y, dado que la hermana Corelm estará ausente, dile a la hermana Mirrio que se asegure de hacer correr la voz para que todas las escuelas de la Hermandad cierren en señal de duelo. —Paseó la mirada por la sala, pareciendo enfocarla no en los contornos limpios y modestos de sus paredes, sino más allá, en algo que Fiora no podía ver—. Apenas conocía a Solas, y parece que no haya pasado casi el tiempo desde que presenciamos el fallecimiento de su padre, Fenar. Supongo que ése es uno de los castigos por la reclusión de nuestro Alto Margrave en la Isla de Verano; lo vemos tan pocas veces que, para nosotras, es más un nombre que una persona. Ah, bien…, que los dioses le otorguen la paz.
Fiora hizo la señal de reverencia con los dedos extendidos.
—Así sea, Matriarca. ¿E Ygorla?
Ria suspiró.
—Sácala del aula y encárgale alguna tarea que la tenga sin hacer travesuras durante un rato.
—¿Debe acudir al refectorio con las demás?
Ria frunció el entrecejo, meditando un instante.
—Mejor que no —contestó al cabo, alzó la cabeza y su mirada fue de completa franqueza—. De hecho, preferiría que se enterara de la noticia cuanto más tarde mejor. No sé qué instinto o poder vidente la hizo predecir la muerte de Solas Jair Alacar de manera tan sorprendente, pero no quiero que se dé cuenta todavía de lo exacta que resultó su predicción. —Vaciló un momento y luego añadió—. Creo que será mejor que le ocultemos la verdad durante un tiempo. Por su propio bien.
La noticia de la muerte del Alto Margrave llegó a la Península de la Estrella al día siguiente. Una vez recibida la noticia y anunciada con la debida solemnidad a sus compañeros adeptos, el Sumo Iniciado Chiro Piadar Lin se puso a preparar, a regañadientes, los temas prácticos del viaje hacia el sur que le esperaba.
El hecho de que una parte de él se resintiera de aquella necesidad ritual, le ocasionaba a Chiro más de un remordimiento de conciencia. Pero la verdad es que apenas había conocido al Alto Margrave —en total, se habían encontrado en tres ocasiones— y lo poco que había visto no le había gustado. Solas había heredado de su padre la debilidad de carácter y a Chiro le había parecido una especie de aficionado, más preocupado por las diversiones triviales de la vida cortesana que por los asuntos de estado, de los cuales no tenía una idea cabal. Su hijo, Blis, a pesar de ser joven, sería un gobernante más sabio y más dedicado a su papel. En privado, Chiro sospechaba que no sería el único en acudir a los ritos funerales cuyo dolor sería más cuestión de deber que verdadero sentimiento.
Así y todo, había que guardar las formas. No le gustaba la idea de tener que cruzar las montañas septentrionales en pleno invierno; aunque los desfiladeros estaban abiertos —apenas, en realidad—, la nieve y el hielo harían el viaje peligroso y sumamente incómodo. ¡Y había tanto que hacer en el Castillo! Siempre había mucho que hacer, pero en aquel momento el destino parecía mostrarse especialmente perverso, puesto que, además de las infecciones invernales que parecían afectar a la mitad del Círculo, estaba a punto de llegar un nuevo grupo de estudiantes para comenzar sus tres años de aprendizaje de las artes y ciencias que enseñaban los eruditos del Círculo. Aun así, no tenía más remedio que partir. Era impensable que el Sumo Iniciado no estuviera presente para acelerar el viaje del alma de Solas Jair Alacar hacia los dioses.
Fue Karuth, como de costumbre, la que apaciguó las preocupaciones de Chiro y quien logró convencerlo de que el tejido social del Castillo no se colapsaría durante su ausencia, de manera que, al fin, él y su séquito cruzaron el puente en una luminosa y helada mañana, con el sol brillando sobre ellos como un furioso ojo carmesí. Desde la muralla, encima de las puertas del Castillo, Tirand, el hijo de Chiro, contempló su partida; después, frotándose las manos —a pesar de llevar gruesos guantes, el frío del invierno mordía como una serpiente—, bajó al patio para dirigirse al despacho del Sumo Iniciado.
Karuth ya estaba allí. Ordenaba papeles en el escritorio de su padre, no de manera nerviosa, sino con tranquila y segura eficacia. Tirand observó agradecido que había encendido el fuego y se detuvo para quitarse los guantes y calentar las manos ante la llama, mientras sonreía a su hermana.
—Han partido sin novedad. Que los dioses los acompañen; no será un viaje agradable.
Karuth asintió. De ser una adolescente piernilarga y desgarbada, se había convertido en una mujer joven, alta y elegante, con un cuerpo hermoso, aunque quizás algo corpulento, con bellos ojos grises y una espléndida melena castaña. Nunca vestía de manera llamativa y hoy llevaba una túnica lisa de lana, adornada únicamente con la insignia de adepto, mientras que el pelo lo llevaba recogido en una sencilla y práctica trenza. Y los cambios de la última década eran más profundos, puesto que la timidez que había observado Ria Morys había cedido lugar ante una personalidad que, pese a la calma exteriorizada, interiormente era fuerte y decidida, con la confianza adquirida tras once años de adiestramiento en el Círculo. Ahora era adepta de cuarto grado; sólo dos por debajo del grado máximo que podía esperar alcanzar, puesto que, aunque el Círculo tenía en teoría siete grados, en la práctica no se recordaba a nadie que hubiera alcanzado las formidables habilidades de un séptimo nivel, de manera que el rango era sobre todo honorario, reservado para el Sumo Iniciado o su posible sucesor. Karuth también era miembro del Consejo de Adeptos, si bien su participación en él era esporádica, pues hacía dos años que había sido calificada como médico y, al estar ya Carnon Imbro prácticamente jubilado, ella era, de hecho, la sanadora jefe del Castillo.
—He sacado las notas que padre hizo para tu discurso de bienvenida a los nuevos alumnos —dijo—. Creo que será mejor pronunciar el discurso durante el banquete en la gran sala; de esa manera combinarás ambos acontecimientos y perderás menos tiempo.
Tirand se acercó a la mesa y miró con cierta inquietud los pergaminos.
—Estoy seguro de que no lo haré bien. Nunca he sido un orador innato como padre.
—Tonterías, lo harás muy bien —aseguró Karuth, dándole unas palmaditas en el brazo, con aquel aire un poco de dueña que había desarrollado durante la infancia. Tirand sabía que, para ella, era y siempre sería el hermano pequeño, a quien debía cuidar, apoyar y guiar de manera suave y sutil. Ahora que había cumplido los veinte años y que la infancia quedaba muy atrás, encontraba divertida esa protección, aunque ésta aumentaba más que disminuía su cariño por ella. Se pasó la mano por los rizados y oscuros mechones de su cabellera y dijo:
—Bueno, será mejor que me ponga a trabajar. Tenemos un Rito Inferior al anochecer, un conjuro elemental para ver si averiguamos qué hay detrás de esas inundaciones inexplicables en la provincia Wishet. ¿Asistirás?
—Oh, sí —afirmó Karuth. Tenía un talento poco corriente para tratar con los espíritus elementales inferiores, algo muy valioso para el Círculo—. Esta tarde tengo que escribir y enviar algunas cartas, pero asistiré.
—¿Cartas? —Tirand había comenzado a hojear los documentos que exigían su atención. Parecía un montón enorme.
—A los patrocinadores de posibles candidatos al Círculo. Hay una serie de peticiones que necesitan respuesta; padre no tuvo tiempo de verlas antes de partir.
—Ah. ¿Algún candidato interesante en tu opinión?
—No lo sé todavía; apenas las he leído. Además, no podemos juzgar a un potencial iniciado a partir de una carta. Deberemos posponer las entrevistas por lo menos hasta la festividad de inicio de la primavera, o quizá más si padre se ve retenido en el sur.
—Oh, pero… —Se volvió, buscó en el escritorio y cogió un rollo de pergamino que todavía conservaba los restos de un sello roto—. A propósito de candidatos, anoche llegó una carta de la Matriarca.
—¿La Matriarca? —Tirand alzó los ojos de sus papeles—. ¿La ha visto padre?
—No, pero, como era su sello normal, me tomé la libertad de abrirla por si fuera algo que necesitara respuesta urgente. —Karuth alisó el documento—. Se refiere a su sobrina nieta, una niña de diez años. ¿Recuerdas, Tirand, hace diez años, cuando la Matriarca visitó el Castillo y trajo a una joven consigo? La chica estaba embarazada y el bebé nació aquí.
Tirand frunció el entrecejo.
—Algo recuerdo. ¿No falleció la madre?
—Sí. —Karuth adoptó una expresión pensativa—. Fue cuando murió el viejo Sumo Iniciado. Es extraño, ¿no crees?, que cuando la muerte flota en el aire siempre parece hacernos recordar las épocas de otras muertes. La Matriarca adoptó el bebé y creo que había cierto misterio en cuanto a la identidad del padre, aunque yo entonces era demasiado joven para saber mucho de esos asuntos. —Volvió a mirar pensativamente el pergamino—. Ahora la niña tiene diez años. Y la Matriarca solicita a padre que considere su posible iniciación en el Círculo.
—¿A los diez años? Eso es muy raro en un candidato que es de fuera del Castillo.
—Sí —repuso Karuth, con un tono extraño; muchos no lo habrían percibido, pero a Tirand, que la conocía mejor que nadie, no se le escapó. Ella pareció debatir por unos momentos, en silencio, si debía o no decir lo que pensaba; la sinceridad se impuso a la prudencia.
—Tirand, no puedo demostrarlo con exactitud, pero detecto una gran preocupación soterrada en la carta de la Matriarca. Dice que la niña tiene talentos nada usuales; eso puede ser cierto, pero tengo la sensación de que en su petición hay algo más.
Tirand la miró con fijeza.
—Tu intuición suele ser de fiar.
—Quizá, pero… —sacudió la cabeza—. No lo sé, la verdad es que no lo sé. —Hizo una pausa antes de proseguir—: La noche en que murió la madre de la niña, ocurrió algo muy extraño. Yo estaba velando el cadáver con Carnon y la hermana Fiora, la sanadora de Chaun Meridional, cuando el Sumo Iniciado nos visitó de manera inesperada y…
—¿Padre?
—No, no, el antiguo Sumo Iniciado, Keridil Toln. Dijo algo acerca de presagios. No puedo recordar sus palabras exactamente, pero entonces me estremecieron, Tirand. Fue una especie de premonición. Nunca he comprendido lo que quiso decir y ni siquiera había pensado en ello durante años. Pero ahora que el recuerdo ha sido despertado… —Se volvió, como buscando en la habitación algo que no estaba allí, y a Tirand le pareció que su mirada mostraba una sensación inusual de acoso—. Lo vuelvo a sentir. No sé lo que es, pero lo percibo.
Si aquello lo hubiera dicho alguien que no fuera Karuth, Tirand habría reaccionado con sano escepticismo. Aunque carecía de talentos psíquicos innatos, sintió, mientras su hermana hablaba, como si algo frío, oscuro y de una antigüedad inimaginable hubiera exhalado un gélido suspiro en la cálida habitación.
Karuth había dejado caer otra vez la carta de la Matriarca sobre el escritorio. Tirand la cogió y leyó la escritura limpia y familiar.
Mi sobrina nieta Ygorla… dones innatos… no quiero entorpecer su desarrollo… que los adeptos evalúen su potencial… si ella está dispuesta…
Alzó la mirada.
—Si ella está dispuesta —repitió en voz alta la última frase—. Parece implicar que la Matriarca está más ansiosa por ver a su protegida colocada a salvo en el Círculo de lo que lo está la niña.
Karuth asintió con seriedad.
—Tengo la misma impresión. Y no dejo de preguntarme por qué habría de ser así.
—La Matriarca quiere lo mejor para la niña. Es comprensible, ¿no?
—Claro. Pero hay algo más. Incluso si Ria Morys no lo sabe, hay más. Creo… —Karuth vaciló, para seguir después con convicción—. Creo que deberíamos convencer a padre para que dé largas al asunto, al menos por ahora. Algo me dice… —Su voz se perdió y entonces Tirand habló:
—¿Algo te dice…?
Karuth se mordió el labio inferior.
—Llámalo intuición; no me atrevería a decir que es más que eso —dijo, con una expresión franca y preocupada en los ojos—. Pero algo me dice, Tirand, que el Círculo no debería correr el riesgo de aceptar a esta niña en su seno. Todavía no. No hasta que estemos seguros de que es lo adecuado.