Capítulo I
El médico Carnon Imbro no solía reaccionar bien cuando lo sacaban de la cama a horas intempestivas, entre la primera y segunda puesta lunar. Pero la naturaleza de aquel recado en particular, y el hecho de que hubiera sido Chiro Piadar Lin en persona quien se lo llevara, se impusieron a consideraciones más egoístas. Carnon se despertó totalmente, se entretuvo sólo para echarse una túnica por encima de la camisa de dormir para protegerse del frío otoñal y siguió apresuradamente a Chiro en dirección al ala norte del Castillo.
Caminaron apresuradamente por el laberinto de pasillos, oscuros y desiertos a aquella hora. El rostro de Chiro, enmarcado por su rizada cabellera castaña, mostraba una expresión decidida y severa y, cuando comenzaron a descender una escalera, Carnon dijo en voz baja:
—¿Has despertado a alguien más?
—No. Creí más prudente consultar contigo en lugar de alertar a los otros adeptos. —Esbozó una sonrisa rápida e indecisa—. Lo siento, Carnon. Son gajes de tu oficio.
Carnon soltó un gruñido de asentimiento.
—Todavía no me has dicho qué ha ocurrido exactamente.
—Vino a mi habitación; hará cosa de media hora, quizás un poco más. Me desperté y lo vi ahí, a los pies de mi cama… ¡Dioses, por un instante pensé que algo había venido a buscar mi alma! Y tenía un aspecto muy extraño, Carnon. A duras penas lo reconocí; por eso me impresionó tanto.
—¿Extraño? —preguntó Carnon.
Chiro se encogió de hombros.
—Resulta difícil expresarlo con palabras; o al menos con palabras que no resulten un absurdo para la lógica.
—Olvidas —dijo Carnon con sequedad— que además de médico soy un adepto de quinto grado. Al igual que tú, yo no busco necesariamente la lógica en mis tratos con el mundo.
—Sí, claro…, perdóname. —Chiro se relajó un tanto, pero su mirada tenía todavía una expresión de acoso—. Pero de verdad, Carnon, esto era algo muy extraño.
—Cuéntame.
—Bien… ¿Conoces el retrato que está colgado en la galería, encima del comedor? ¿El que se pintó unos pocos años después del Cambio?
—Lo conozco bien.
—El mismo hombre de ese retrato estaba en mi habitación.
El médico le lanzó una penetrante mirada.
—¿Estás seguro de que no soñabas?
—Completamente seguro. Era Keridil; pero Keridil tal y como era hace más de cincuenta años. Sé con qué facilidad puede engañarse la vista, sobre todo a la luz de la luna, pero no era una ilusión. Sé que no lo era.
Carnon permaneció en silencio durante unos instantes. Si había un hombre poco susceptible a las fantasías o ilusiones, ése era Chiro Piadar Lin; era sobrio y práctico casi hasta resultar impasible, y, si decía que una cosa era de tal manera, es que así era. Por lo tanto, la visión había sido verdadera, y para Carnon estaban claras sus implicaciones. Aquél era el primer signo seguro de que el alma de Keridil Toln, quien durante sesenta años había gobernado como Sumo Iniciado a la elitista casta de magos conocida como el Círculo, comenzaba a liberarse de las ataduras mortales y se preparaba para su último viaje. A pesar de que todos sabían que aquel momento tenía que llegar, eso no impedía que el saberlo fuera como una punzada helada y acerada en el corazón del médico.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó.
—Se limitó a mirarme… —repuso Chiro—. Ya sabes qué peculiar intensidad tiene a veces su mirada; como si viera una dimensión extra a la que los demás somos ciegos. Le pregunté si algo andaba mal, si podía ayudarlo…
—¿Seguías viéndolo como un hombre joven?
—No. Ese fenómeno duró sólo un instante. Le pregunté si podía ayudarlo y me dijo: «Chiro, ahora voy al Salón de Mármol».
—¿Nada más?
—Nada más —dijo Chiro, mirando a su alrededor—. No tenía que decir nada más, Carnon. Sabía que yo entendía lo que quería hacer.
—¿Y no intentaste disuadirlo?
—No, no lo hice. —Chiro se detuvo y se volvió para mirar al otro con fijeza—. Es una búsqueda personal, Carnon, algo que lleva medio siglo intentando resolver. Por mucho que su mente se haya deteriorado, hubo un tiempo en que fue un mago formidable. ¿Quién puede decir que los dioses no decidan concederle lo que busca, ahora que su vida casi ha llegado a su fin? —Comenzó a andar nuevamente—. Además, sigue siendo el Sumo Iniciado. Aunque quisiera, no tengo la autoridad para detenerlo.
—Muy cierto —concedió Carnon—. Pero eso hace que me pregunte por qué escogió decirte lo que pretendía hacer, antes que a nadie más.
Chiro frunció el entrecejo.
—¿Quieres decir a mí en particular?
—Bueno, a cualquiera en realidad. Al fin y al cabo, poca lógica hay en la idea de despertar a un colega en mitad de la noche por una razón aparentemente tan nimia. —Carnon miró de reojo a su compañero y luego sonrió con cierta severidad—. Sé lo que estás pensando y también sé que no lo dirás en voz alta, de manera que yo lo haré por ti: la lógica no es el punto fuerte de Keridil en estos días, aunque me duela decirlo. Pero, de verdad, Chiro, creo que sabes tan bien como yo por qué eligió hablar contigo y no con algún otro esta noche.
—No, Carnon. Eso no lo acepto.
—Te guste o no, tendrás que afrontarlo y aceptarlo antes de que pase mucho tiempo. Sabes que el punto de vista de Keridil coincide con el de todos los adeptos de alto nivel…
—La decisión final dependerá del Consejo del Círculo, no…
—Y de Keridil, y de la Matriarca y del Alto Margrave. No tienes por qué decirme lo que ya sé tan bien como tú. Pero es una conclusión prácticamente ya sabida, y no tiene sentido que intentes negarla. Eres un adepto de sexto grado, el penúltimo en importancia; estás a punto de someterte a las pruebas de iniciación para el séptimo grado y poca duda hay de que las superarás. Eres un hábil mago y un soberbio diplomático. En resumen, eres el mejor de entre todos nosotros. Y Keridil quiere que seas Sumo Iniciado cuando él… no, no pongas esa cara de pena, viejo amigo; es un hecho, y tendremos que afrontarlo… cuando él muera. Así que si te preguntas por qué él, con su mente confundida, te escogió a ti antes que a ningún otro para confiarte sus secretos, ya tienes la respuesta.
Chiro no respondió. Su rostro había adquirido una expresión rígida como el cemento, cosa que ocurría a menudo cuando se enfrentaba a algo que lo desconcertaba, y Carnon suspiró para sus adentros. El mayor defecto de Chiro Piadar Lin, pensó, era una tozuda incapacidad para reconocer sus propias virtudes, ni siquiera ante sí mismo. Era un rasgo paradójico que Carnon, ante todo, un pragmático, no envidiaba.
Pero, como hombre pragmático, sabía que presionar a Chiro sobre el tema traería más mal que bien. Con el tiempo aceptaría los hechos: no tendría más remedio. Hasta entonces, lo mejor era dejar estar el asunto. Tenían cosas más urgentes de las que ocuparse.
—Bien —dijo—, sean cuales sean las razones que tuviera Keridil para hacer lo que hizo, hiciste bien en avisarme. Será mejor que lo encontremos sin más dilación.
Los dos hombres salieron al patio del Castillo y se dirigieron hacia una avenida entre columnas que flanqueaba el muro norte. El patio era un pozo enorme y silencioso de profundas sombras, que empequeñecían el brillo de la linterna de Chiro; los antiguos muros negros parecían abrumarlos y la más pequeña de las dos lunas, casi llena, brillaba como un ojo helado y aislado. Encogiéndose para hacer frente al viento ligero pero frío, Carnon echó un vistazo a la enorme y tenue mole de una gigantesca torre, la más septentrional de cuatro colocadas en los puntos cardinales del Castillo. No se veía ninguna luz, pero atisbó —o imaginó que atisbaba, no estaba seguro— un resplandor peculiar en el aire, en torno al pináculo de la torre, como si alguna energía no terrenal hubiera cobrado vida por un instante. Desvió la mirada y no hubiera pensado más en ello, pero de repente Chiro se detuvo y su frente se arrugó levemente.
—Chiro…
El adepto alzó una mano. Parecía estar escuchando, aunque Carnon sólo oía el silbido del viento en las parras que trepaban por los muros del Castillo y, a lo lejos, el omnipresente murmullo del mar. Pero entonces, transcurridos unos segundos, también él escuchó, o más bien lo sintió. Una vibración, débil, pero que aumentaba, que parecía emanar de las baldosas bajo sus pies, recogida por las viejas piedras y transmitida a sus huesos.
Chiro miraba al cielo, y muy pronto el médico hizo lo mismo. Un halo fantasmal de colores oscuros y ligeramente irreales comenzaba a rodear la luna, cuya silueta había comenzado a deformarse como si su luz estuviera siendo refractada y distorsionada. Entonces Carnon vio que algo se movía contra el fondo negro peltre del cielo, ocultando las estrellas, tiñendo la noche de inquietantes tonos que parecían encontrarse en el límite del espectro visible. La vibración ganaba intensidad y ya era casi audible, como un lejano y tembloroso lamento. Consternado, Carnon cogió a Chiro del brazo.
—Dioses, Chiro, ¿cuánto tiempo ha pasado?
—Dos años. Quizá más. Casi había olvidado cómo eran…
—¿No podría tratarse de una tormenta normal?
—No. —La larga experiencia había enseñado a Chiro que no había, ni podía haber, comparación entre una tormenta natural y el fenómeno, con una antigüedad de eones, que ahora se dirigía hacia ellos procedente del norte. La más vieja y la más enfática de las manifestaciones del poder dirigido por el Caos; la voz, decían algunos, de los mismos dioses.
—No —repitió—. Que no te quepa duda, Carnon. Se acerca un Warp.
Hacía sesenta años, antes del Cambio, las enormes tormentas sobrenaturales conocidas como Warps habían sido el azote del mundo. En una edad gobernada únicamente por los siete dioses del Orden, los Warps habían sido la única manifestación superviviente del Caos, cuyos señores consiguieron, contra viento y marea, mantener aquella cabeza de puente a pesar de todos los esfuerzos de los humanos siervos del Orden por erradicarla. Desde la titánica y catastrófica batalla que significó el fin del gobierno del Orden, el triunfante regreso de los dioses del Caos y, por último, el establecimiento de un nuevo equilibrio entre las fuerzas en eterno conflicto, el terror de los Warps había disminuido; porque, allí donde los señores del Caos habían sido en otros tiempos temidos y vilipendiados, ahora eran reverenciados junto a sus opuestos del reino del Orden. Y nadie —excepto, recordó Carnon, los últimos supervivientes de la era pasada, cuyo número disminuía de año en año— podía recordar ahora cómo era antes el mundo.
Pero, a pesar de su conocimiento y experiencia, que le decían que no tenía nada que temer, algo parecido a una memoria ancestral se despertó en su interior en cuanto el primer heraldo del Warp silbó en sus tuétanos y, al mirar intranquilo a Chiro, vio que éste experimentaba la misma inquietud. Los Warps se habían vuelto muy raros en las últimas décadas: los dioses habían cumplido su promesa y no hacían ostentación de su poder en el mundo mortal sin una buena razón para ello. Aquello no encajaba con el esquema establecido y a Carnon no le gustaba.
—¿Por qué ahora, Chiro? —dijo en voz muy baja—. ¿Por qué ahora, cuando ha pasado tanto tiempo?
Chiro le lanzó una mirada inquieta. Sobre sus cabezas, de repente, un resplandor de brillante luz carmesí rasgó los cielos, silencioso pero lo suficientemente chocante para hacer que Carnon se sobresaltara al ver el rostro de su compañero iluminado por un instante. Lejos, muy lejos, el rugido vibrante comenzaba a tomar la forma de un sonido que recordaba a ululantes voces atormentadas.
—No lo sé —dijo el adepto, tenso—. Pero se me ocurre pensar que alguien ha llamado y el Caos ha respondido.
En el cielo se iban formando bandas de tenue color, girando lenta pero firmemente, como los radios de una enorme rueda fantasmal cuyo eje quedaba más allá del horizonte septentrional. Otro resplandor, de un azul verdoso enfermizo, puso de crudo relieve el patio, y una red de estrías de plata centelleó a través de la noche. Los dedos del médico, que seguían aferrando el brazo de Chiro, se tensaron sin querer.
—¿Crees que Keridil puede…?
—¿Haber invocado al Caos? Lo dudo, amigo mío. No creo que lo haya hecho Keridil precisamente. Pero, si está intentando realizar un rito, ¿quién puede decir lo que podría acudir a su llamada? —Su mirada se hizo más acerada al contemplar la avenida—. Creo que no debemos perder más tiempo.
Apretaron el paso y alcanzaron las columnas enseguida, para ponerse bajo el abrigo de los arcos. En el extremo del paseo había en la muralla una puerta pequeña y en apariencia insignificante; al acercarse vieron que estaba entreabierta y entraron por ella. Una escalera de caracol descendía; los escalones estaban gastados por el paso del tiempo, y Chiro blasfemó cuando casi perdió pie a la incierta luz de la linterna. Aquí, rodeados por los cimientos del Castillo, los sonidos quedaban apagados, pero la vibración seguía presente con fuerza y la creciente intensidad del Warp podía sentirse como una presencia casi física.
—Habrá gente que no dormirá esta noche en el Castillo —observó Carnon, intentando disimular su propia inquietud con un comentario intrascendente.
Chiro lo miró pero no dijo nada. Consciente de su desaprobación, el médico guardó silencio y siguieron bajando hasta llegar al final de la escalera y a otra puerta rematada por un arco. Tras ella se hallaba la biblioteca del Castillo, silenciosa y oscura, con su atmósfera impregnada del familiar olor del cuero, el polvo y los viejos pergaminos. Andando con cuidado para no tropezar con alguna de las mesas de lectura, Chiro atravesó la estancia en dirección a una esquina llena de telarañas donde se encontraba una tercera puerta, negra como la piedra que la rodeaba y casi petrificada de puro antigua, que comunicaba la biblioteca con un pasadizo estrecho de extraña simetría. En el umbral, Chiro se detuvo un instante para hacer con los dedos un gesto rápido y reflejo que indicaba respeto a los catorce dioses, y luego siguió avanzando.
Al punto, el pasadizo comenzó a bajar perceptiblemente. Un resplandor de luz grisácea impedía la oscuridad absoluta, y fue ganando cada vez más intensidad hasta hacer innecesaria la linterna. Chiro apagó la llama y continuaron hasta que la luz se convirtió en un brillo fluorescente y su destino, la última puerta, apareció ante ellos.
Por lo que Carnon sabía, nadie había averiguado nunca la naturaleza del metal que constituía la puerta que se abría al Salón de Mármol. Más duro que una gema, pero con una calidez peculiar al tacto, brillaba suave, firmemente, arrojando sombras alargadas tras los dos hombres plantados ante la puerta. El único adorno de la puerta era una cerradura sencilla pero efectiva; la llave sólo la tenía el Sumo Iniciado, pero, antes de que la puerta cediera ante el empujón tentativo de Chiro, Carnon ya había supuesto que aquella noche no haría falta la llave. Keridil debía de saber que iban a venir; si no ¿por qué habría alertado a Chiro de sus intenciones? Para tener un testigo de confianza, o para sentirse acompañado. No había querido estar totalmente solo en lo que intentaba hacer.
La puerta giró sobre silenciosos goznes, y Carnon lanzó un involuntario suspiro al contemplar el Salón de Mármol. Por muchas veces que hubiera entrado en aquel lugar, desde que había sido iniciado en el Círculo, el asombro que le producía no podría verse nunca disminuido por la familiaridad. Aquél era el santuario más íntimo del Círculo, el corazón de su fortaleza, el principal manantial de su poder. Las manos que lo habían construido en una lejana época perdida no habían sido completamente humanas; las dimensiones que contenía escapaban a la capacidad humana de comprensión. Era el lugar del más sagrado culto, prohibido a todos excepto a los iniciados y que ahora sólo se utilizaba para los rituales más elevados y solemnes.
Una luz que pulsaba lentamente inundaba la sala, una niebla de colores pastel que brillaba como reflejos sobre aguas tranquilas. Esbeltas columnas de piedra se alzaban aquí y allí, surgiendo del suelo de mosaico, con sus capiteles ocultos por la niebla, mientras que los confines de la estancia se perdían en la neblina. Los documentos más antiguos e incompletos de la biblioteca apuntaban de manera indirecta el hecho de que la estancia no obedecía completamente las leyes conocidas del tiempo y el espacio, y Carnon sintió a su alrededor una inmensidad que parecía desafiar las limitaciones físicas.
—¿Debemos entrar? —inquirió en un susurro, mirando a Chiro.
El adepto asintió.
—Sí, pero con cautela. Preferiría no molestar al Sumo Iniciado a menos que no nos quede otro remedio.
Comenzaron a andar despacio y en silencio. Al avanzar, algo surgió ante ellos en la niebla: siete formas, enormes pero indefinidas, y, aunque sabía lo que eran y las había contemplado muchas veces, Carnon sintió una punzada conocida en el estómago. Siete estatuas, que doblaban con creces la estatura de un hombre y representaban a dos figuras, espalda contra espalda, que se mezclaban de una manera extraña y vagamente inquietante. Las figuras tenían apariencia humana, pero un examen más detallado revelaba en ellas el aire de algo mucho más allá de la mortalidad. El halo especial de los orgullosos rostros, la definición de los huesos esculpidos, la desdeñosa lejanía en los tranquilos ojos y en las curvas bocas: todo ello hablaba de una inspiración profundamente arcana detrás de la maestría de sus creadores. Los mejores artesanos del mundo habían esculpido aquellas estatuas en homenaje al amanecer del Equilibrio, y ahora los siete señores del Orden y los siete señores del Caos miraban eterna y enigmáticamente a los adeptos que les rendían culto en este lugar.
Carnon se había detenido y seguía mirando las estatuas casi hipnotizado. Entonces la mano de Chiro se posó en su brazo y lo hizo volver bruscamente a la realidad.
—Allí —susurró Chiro—, junto a la estatua más alejada.
Carnon miró y vio una figura solitaria agachada ante la séptima escultura. La cubría una capa con ribete de piel, que parecía demasiado grande para su frágil cuerpo, y largos mechones de cabellos blancos caían sobre sus encorvados hombros. Estaba inmóvil y silencioso, pero Carnon tuvo la certeza de que era consciente de la presencia de los dos hombres. Se sintió incómodo de repente y miró a Chiro, inseguro.
—Chiro, estamos entrometiéndonos. Quizá sería mejor que nos retiráramos.
Antes de que Chiro pudiera responder, la figura envuelta en la capa alzó la cabeza y miró por encima del hombro. Incluso a aquella distancia eran visibles los efectos de la emoción en su rostro, y Carnon se sintió avergonzado al saber que habían interrumpido un instante tan íntimo. Pero, cuando iba a retroceder, el hombre agachado se enderezó torpemente y se volvió hacia ellos.
Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo durante sesenta años y miembro del triunvirato que gobernaba el mundo, miró a sus dos mejores amigos. Luego, inquisitivamente, dijo:
—¿Chiro? —Su voz, tan frágil como su cuerpo, provocó ecos susurrantes en toda la estancia.
Chiro inclinó la cabeza.
—Sumo Iniciado…, perdonadnos. No teníamos intención de molestaros. No obstante, estábamos preocupados.
—Claro. —Keridil hizo un vago gesto de apaciguamiento—. Aprecio tu preocupación. —Su mirada se posó en Carnon—. Y la tuya, Grevard. Sois muy amables.
Carnon y Chiro intercambiaron incómodas miradas al reconocer el nombre. Grevard había sido el médico principal del Castillo antes de que ninguno de los dos naciera, y un buen amigo del Sumo Iniciado durante los turbulentos tiempos del Cambio. Pero Grevard llevaba muerto cuarenta años; era un viejo fantasma que Carnon creía ya olvidado incluso en la confusa mente de Keridil.
Se adelantó y cogió con suavidad el brazo del Sumo Iniciado, para proporcionarle a Keridil el apoyo que su orgullo le impedía solicitar. Los ojos de color avellana de Keridil, descoloridos por la edad pero todavía intensos y atentos en el rostro hundido, se encontraron con los de Carnon.
—Ella no ha venido —dijo el anciano—. Pensé que esta vez sería distinto, pero… no. No pude alcanzarla.
—Keridil —Chiro se había colocado al otro lado del Sumo Iniciado—, se acerca un Warp. Si vuestro asunto aquí ha concluido creo que sería mejor que saliéramos de la estancia.
—¿Un Warp? —Por un instante, un antiguo recuerdo pareció agitarse, pero luego desapareció y Keridil frunció el entrecejo—. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?, desde la última vez que tuvimos una visita semejante. —Se volvió a mirar las estatuas—. Me pregunto si… pero no. —Meneó la cabeza—. No cambiará nada, ahora no.
Miró a Chiro y se dio cuenta, sin importarle, que ahora sus ojos estaban al mismo nivel. Chiro no era muy alto; no hacía muchos años, Keridil le sacaba la cabeza. Pero la edad había agostado su estatura del mismo modo que había agostado su mente. Sonrió con tristeza al adepto.
—Creo que por fin he perdido el talento que tenía, Chiro. Sabía que llegaría ese día, pero intenté resistir. Creo que fue un error.
—Keridil…
—No, no, escúchame y no intentes ser amable. Tengo ochenta y cuatro años y mis facultades empiezan a vacilar. —La sonrisa se tiñó de desprecio hacia sí mismo—. Soy muy consciente de que hace un momento le he dado a Carnon el nombre de un muerto, y también soy consciente de que he tenido otros lapsos parecidos en los últimos meses. Y esta noche me he enfrentado a la confirmación definitiva de mi declive —añadió, señalando las estatuas tras ellos—. Esta noche intenté celebrar un Rito Superior, algo que he hecho más veces de las que pueda recordar, pero esta vez no pasó nada. Ni trance, ni exaltación psíquica: nada. Se acabó, amigo mío. Mi capacidad como mago, mi poder… se acabó.
—Keridil —Chiro le cogió la mano y sintió la fragilidad apergaminada de su piel—, me apena oíros decir algo semejante. Sois un adepto de séptimo grado, el más alto…
—Ahora sólo de nombre, Chiro. Tu lealtad me conmueve, pero hay ocasiones en las que la lealtad debe ceder ante la razón. Ya no tengo la capacidad que un día poseí de invocar los poderes. Ya no puedo representar un papel útil en nuestras actividades ocultas. A partir de ahora alguien deberá representarme en todos los ritos del Círculo.
Chiro miró a Carnon en busca de ayuda, pero el médico no quiso devolverle la mirada. Sin saber qué hacer, Chiro dijo:
—¡Keridil, un fracaso no significa necesariamente que vuestros poderes os hayan abandonado!
—Oh, creo que sí. Y al menos en esto creo que puedo confiar en mi instinto.
El Sumo Iniciado se volvió otra vez para contemplar las siete estatuas. Desde el plinto central, los dos dioses supremos contemplaban en silencio la estancia. Los rasgos aquilinos y crueles, aunque con cierto toque de humor, de Yandros del Caos contrastaban fuertemente con la serenidad severa de Aeoris del Orden. Pero la atención de Keridil no se centraba en los dioses supremos. Estaba fija en la séptima y última escultura. Uno de los rostros de esta estatua tenía un cierto parecido con Yandros, pero los ojos eran más felinos, la boca más estrecha y la expresión más contemplativa. Lentamente, el Sumo Iniciado se acercó a la estatua y se quedó frente a ella, observando los inmóviles rasgos esculpidos.
—Le quitaste la vida —dijo, y su voz fue repentinamente más dura, la fragilidad reemplazada por el dolor y la ira—. Podrías reunirnos. Tienes ese poder. Pero mantienes tu silencio. Sesenta años y todavía guardas silencio, no importa lo que yo haga. Incluso esta noche, cuando pensé que por fin tendría una respuesta, no me has dicho nada; sólo has hecho que me dé cuenta de que no me queda ni poder ni fuerza para ni siquiera invocarte. ¿Es ésta tu última burla? ¿Ésta es tu venganza?
Chiro y Carnon no osaron mirarse. Aunque aquélla era la primera vez que ambos presenciaban los ritos privados de Keridil en el Salón de Mármol, sabían de ellos hacía tiempo y también conocían la amarga historia de Sashka, que había sido su prometida antes del Cambio. Su nombre nunca se pronunciaba en el Castillo, pero la historia de cómo —y por qué— había muerto no era ningún secreto. Keridil había vivido con aquel recuerdo desde entonces, pero nunca había podido borrar la esperanza, por fútil que fuera, de que un día los poderes del Caos, que se la habían arrebatado, le permitirían regresar. Y durante todos aquellos años no había deseado a otra mujer.
De pronto, los hombros del Sumo Iniciado se doblaron, como aceptando la derrota completa. Dio la espalda bruscamente a la estatua, y Carnon se adelantó con celeridad, porque parecía que el anciano fuera a perder el equilibrio y caer. Miró a Keridil al rostro, preocupado, y por un momento vio que éste no lo reconocía. Luego, en un instante, la mirada perdida del Sumo Iniciado se borró; parpadeó, sonrió, y Carnon se dio cuenta de que no recordaba lo que acababa de pasar.
—Carnon, ¿pasa algo? —preguntó Keridil.
—No…, nada. Estabais… —Carnon se aclaró la garganta—. Hablabais de asuntos del Círculo, de los ritos. —Dirigió una mirada admonitoria a Chiro para que éste no dijera nada.
—Ah, sí. —El rostro de Keridil adquirió por fin una expresión serena—. Como decía, en esto puedo confiar en mi instinto. Te elijo a ti, Chiro, para que seas mi sustituto —dijo, mirando al adepto—. Creo que sabes, mi buen amigo, lo que quiero decir, ¿verdad?
Chiro fue incapaz de mirar a Carnon o de ofrecer una respuesta. Clavó la vista en el suelo, y el Sumo Iniciado siguió hablando con voz suave.
—También quiero que escribas dos cartas en mi nombre, Chiro. Una para el enviado personal del Alto Margrave en la Isla de Verano y otra para la Matriarca en Chaun Meridional. Ruégales que acudan a la Península de la Estrella tan pronto como sus obligaciones lo permitan. —Vio la expresión apenada de Chiro y añadió—: Sé que no es una tarea que te agrade, pero el protocolo de estos asuntos impide que las cartas sean de mi puño y letra.
—Sumo Iniciado, yo… —Chiro calló, comprendiendo que no había nada que decir.
Keridil flexionó los hombros.
—Bien. Debe de ser tarde y os estoy entreteniendo. —Contempló la niebla pulsante que los rodeaba en la estancia—. Volveré a mis aposentos y quisiera que vosotros hicierais lo mismo. Lamento haber interrumpido vuestro descanso durante tanto tiempo.
Apartó la mano de Carnon, con educación pero con firmeza, y comenzó a andar con dignidad hacia la puerta.
—El Warp puede estar ya encima de nosotros —comentó, deteniéndose—. Será emocionante presenciar uno después de tanto tiempo. Pero desde un mirador seguro, ¿eh, Chiro?
—Sí, señor —repuso Chiro débilmente—. Desde un mirador seguro.
Bastante después de que la segunda luna hubiera desaparecido en el oeste, una solitaria luz seguía ardiendo en una ventana del ala norte del Castillo. El Warp había llegado aullando, como un furor de brillo y truenos, y había seguido en dirección al sur, pero Keridil Toln seguía sentado junto a la ventana de su habitación más íntima, con el codo apoyado en el alféizar de piedra, agachado sobre su única vela, contemplando la noche. Faltaba poco para el amanecer, pero no sentía necesidad de descansar. Su deseo y necesidad de sueño habían ido menguando con los años, y aquél era el único momento del día en el que podía estar verdaderamente a solas, sin las constantes interrupciones de los bienintencionados siervos o adeptos.
Aunque se sentía agradecido por la preocupación mostrada por Carnon y Chiro, le alegraba que se hubieran marchado. Aquella noche no había estado precisamente en forma; mencionar a Grevard había sido un error imperdonable, y esperaba que ése hubiera sido el peor de los errores cometidos. Aquellos lapsos eran cada vez más frecuentes; Carnon decía que eran una consecuencia inevitable de su declinar, pero Keridil seguía encontrándolos muy frustrantes. La mayor parte del tiempo seguía tan lúcido como siempre, pero empezaba a ser imposible saber cuándo su mente se deslizaría de nuevo a aquella cenagosa tierra de nadie entre la realidad y la imaginación, confundiendo el pasado y el presente en una mezcla imposible.
No debería haber ido al Salón de Mármol aquella noche. Debería haber aceptado la realidad hacía tiempo: que ni todas las plegarias y rituales del mundo podrían conseguir lo único que anhelaba y que permanecería para siempre fuera de su alcance. Pero, en vez de eso, se había mostrado tenaz, no había querido escuchar a su propia voz interior que lo prevenía, y acababa de sufrir la humillación definitiva al darse cuenta de que ya no podía controlar ni siquiera las habilidades más sencillas de lo oculto. Su poder —tal y como lo había disfrutado— había desaparecido.
Por un instante consideró la posibilidad de salir de aquella habitación, ensillar un caballo y alejarse por la elevada calzada que unía el Castillo con el continente, sin decir nada a nadie. No importaría el destino: sería sencillamente degustar por última vez la libertad. Pero no; pensando con realismo, dudaba de tener las fuerzas para ensillar un caballo sin ayuda, mucho menos para montarlo. Y ser egoísta ahora, cuando el final estaba tan cerca, sería eludir su última obligación.
El deber. Sonrió al pensar en ello. Durante más de sesenta años, desde que la muerte de su padre lo había lanzado —joven, inexperto e idealista como era entonces— al papel de cabeza de lo oculto y lo religioso en el mundo, había antepuesto el deber a todo lo demás. La obligación de seguir el ejemplo de su padre, el deber para con el Círculo, el deber para con la tradición…
Se movió un poco, y, a la luz de la vela, algo brilló en su hombro con un pequeño destello dorado. Keridil miró y vio que todavía tenía prendida a su capa ribeteada de piel la insignia del rango de Sumo Iniciado. La tocó, palpó los contornos del símbolo que incluso después de tantos años no acababa de aceptar del todo. Una estrella de siete rayos forjada en filigrana dorada, y un rayo dorado que partía la estrella. En los días antiguos el rayo iba encajado en un doble círculo, pero desde el Cambio se acordó que el emblema estrellado del Caos debería fundirse con el del Orden con el propósito de simbolizar la postura oficial del Círculo como servidores de los dos titánicos poderes.
Keridil, que había mirado a la cara tanto a Aeoris del Orden como a Yandros del Caos, sabía que, en lo más hondo de sí, su aceptación externa del Equilibrio era una farsa. Mucho tiempo atrás, cuando el Caos había resultado victorioso en la última batalla por la supremacía entre los dioses, había respondido al burlón desafío de Yandros a su lealtad prometiendo que no cambiaría de bando para salvar el cuello o el alma. Había mantenido ese juramento durante más de medio siglo, lo que era un rescoldo de alivio en sus últimos días. No sabía qué sería de él después de muerto. Pero su conciencia, al menos, estaba tranquila.
¿O no? De pronto, un lejano recuerdo apareció en la divagadora mente de Keridil. Un compañero iniciado, su amigo de la infancia, traicionado, no por el deber que había sido el yugo de toda su vida, sino por los celos amorosos. Un amigo que, triunfante al fin y revelando su verdadero poder, había intercedido ante Yandros para salvar la vida de Keridil y devolverlo a su lugar en la Península de la Estrella.
Y que había matado a la única mujer que Keridil había amado.
La vela chisporroteó y silbó. Keridil parpadeó y advirtió a su pesar que las lágrimas habían empezado a correr por su rostro, hasta caer sobre el alféizar. Lágrimas. Dioses, eran el último refugio de un anciano. Pero ¿por qué no habría de llorar? ¿Por qué no habría de guardar luto por ella? Fuera lo que fuese: una conspiradora, una traidora, incluso una asesina… Oh, sí, de nada servía negar la verdad; todos en el Castillo conocían la historia. También había sido hermosa y encantadora, y él la había amado. Pero había muerto de manera horrible, tremenda, castigada por el mal que su retorcida mente había traído. Todas las ceremonias, todos los rituales, todas las plegarias que su alma repudiaba incluso en el mismo momento en que las formulaba, no habían servido para hacerla regresar, porque sólo el Caos tenía ese poder, y el Caos no era amigo de Keridil.
¿No es amigo?
No fue un sonido; fue un hálito intangible y sobrenatural que pareció deslizarse por la habitación en silencio, acariciando la superficie de la conciencia de Keridil, sobresaltándolo como si fuera un animal sorprendido por el cazador. Esa voz —eran imaginaciones suyas, nada más, se dijo a sí mismo— resultaba terriblemente familiar. No era la voz de Sashka, que ya no podía recordar, sino otra, una que nunca podría olvidar.
Keridil se volvió de espaldas a la ventana y miró la habitación envuelta en sombras.
—¿Tarod…? —preguntó en voz baja.
Sólo el silencio le respondió. Los doseles de la cama se estremecieron como movidos por una brisa y luego volvieron a quedar inmóviles. No había una presencia sobrenatural, ni una mano invisible en el pomo de la puerta, ni el brillo de unos felinos ojos verdes o la suave risa y la negra luz del Caos abriéndose paso a través de la máscara humana. Tarod, cuyo cuerpo mortal había ocultado el alma de un dios, que había enviado a Sashka a su perdición, estaba tan ausente de aquella habitación como de la fría piedra de la estatua en el Salón de Mármol unas horas antes. Tarod habitaba ahora en otro reino; no escuchaba, no respondía. No tenía nada que decir.
La vela goteó de pronto —nada más que una gota— y se apagó. La oscuridad se cernió sobre la habitación y borró la débil e insustancial sombra de Keridil, quien por un momento agradeció las tinieblas, porque eran un lugar donde podía ocultarse.
Pero nada ganaría sentado allí sin propósito alguno. No había tenido ni visiones ni visitas; pronto el sol saldría y comenzaría otro día. Otro día. Ya no quedaban muchos más. Mañana, el bueno y leal Chiro escribiría las dos cartas y las aves mensajeras las llevarían hacia el sur. Sus destinatarios entenderían el significado del mensaje y vendrían para ayudarlo a escoger al hombre que, pronto, ocuparía su lugar. Keridil estaría contento, muy contento, de abandonar por fin su pesada carga.
Se puso en pie y se acercó lentamente a la cama. Aunque no le llegara el sueño, por lo menos estaría más cómodo entre las frescas sábanas y almohadas, y quizá durante un breve lapso podría descansar sin soñar con cosas que era mejor olvidar.