Capítulo IX
—… De manera que si me llega palabra de otro desgraciado incidente… uno solo, tenedlo en cuenta… no vacilaré en informar sobre vosotros al Sumo Iniciado de manera inmediata. —Tirand hizo una pausa y miró con dureza a los tres jóvenes bellacos de la noche anterior, colocados en línea ante él en una de las antesalas del salón principal del Castillo. Ninguno se atrevió a devolverle la mirada—. No creo que sea necesario que os explique las medidas que él puede estimar convenientes como resultado de ello. ¿He hablado claro?
Hubo un murmullo de asentimiento y uno de ellos soltó un «Sí, señor».
—Muy bien. Entonces podéis dar el asunto por concluido. Y consideraos afortunados si por esta vez habéis escapado sólo con una reprimenda.
Se volvieron y echaron a andar hacia la puerta, pero Tirand habló de pronto:
—Calvi…
—¿Señor? —El más pequeño y joven de los tres se detuvo y lo miró. Sus azules ojos, bajo una mata de pelo rubio, mostraban preocupación.
—Una palabra más, por favor. —Tirand se dio cuenta de repente de que su expresión seguía siendo dura, y se esforzó en relajar los músculos de la cara para adquirir un aspecto más benigno. Calvi Alacar, el hermano de quince años del Alto Margrave, llevaba ya casi un año estudiando filosofía en el Castillo, y, aunque no poseía las capacidades mágicas para convertirse en iniciado del Círculo, Tirand creía que tenía muchas posibilidades como maestro y profesor seglar. No se le habían concedido privilegios especiales —el Castillo juzgaba a sus alumnos estrictamente por sus méritos, no por su rango—, pero Tirand pensaba que cierto grado de interés especial por el chico era obligado, aunque sólo fuera por mantener las buenas relaciones entre la Península de la Estrella y la corte de la Isla de Verano. No le gustaba la relación que parecía estar surgiendo entre Calvi y algunos de sus compañeros de estudios más alborotadores, y, si bien sabía que el tema debía ser tratado con cuidado, estaba ansioso por cortar de raíz cualquier problema potencial.
Calvi se le acercó vacilante y él condujo al chico hacia la chimenea, donde ardía un fuego para hacer frente al frío otoñal de la mañana. La puerta se había cerrado al salir los otros jóvenes, y Tirand colocó una mano protectora sobre el hombro de Calvi.
—Estrictamente, no debería decirte esto, Calvi —le dijo—, pero creo que has aprendido la lección y no veo el motivo de prolongar tu inquietud. Sólo quiero comunicarte que es muy poco probable que este incidente llegue a oídos de Lias Barnack. De manera que puedes contar con que el único informe de tus progresos que llegará al Alto Margrave será favorable.
Las pálidas mejillas de Calvi, que ya estaban sonrojadas por la vergüenza tras la reprimenda recibida, se ruborizaron aún más.
—Gracias, señor —repuso mirando al suelo.
—Pero —continuó Tirand— sí que estoy seguro de que tu hermano se vería muy afectado si llegara a pensar que no estás aprovechando al máximo las oportunidades que aquí se te ofrecen. —Sonrió—. Está orgulloso de ti y anhelante de que tengas todas las posibilidades para desarrollar al máximo tu talento. Sé que tú no quieres decepcionarlo.
Por fin, Calvi consiguió mirarlo a los ojos. Su sonrisa era titubeante, pero Tirand creyó que el sermón estaba calando.
—Nosotros también tenemos mucha fe en ti, Calvi —añadió—. No malgastes aquello que los dioses te han concedido; asegura el orden de tus prioridades y no te apartes de él.
—Eso haré, señor. Gracias.
—Bien, entonces será mejor que vayas al comedor ahora que todavía debe de quedar algo para desayunar —concluyó, haciendo un gesto en dirección a la puerta—. Ve.
Al marcharse Calvi, Tirand se volvió hacia el fuego y exhaló un suspiro. No había llevado bien la última parte de la entrevista; su intención había sido ofrecer un consejo amistoso, pero lo había expresado de una manera que para un chico de la edad de Calvi debía de haber sonado a rígido y pomposo. Pensó con ironía que nunca había tenido ni tendría la facilidad natural de Karuth para hacer que otros se encontraran a gusto, y sólo deseaba no haber hecho más mal que bien al hablar con Calvi.
En conjunto, pensó, no había sido un día propicio hasta el momento. Anoche apenas había dormido, porque las cuestiones planteadas en la reunión, y después en su charla con Karuth, le habían zumbado en la cabeza como un enjambre de abejas. Se había levantado al amanecer, lleno de energía reprimida a la que no podía dar salida; había querido ver a Karuth para saber los resultados de su conjuro, pero no podía ni pensar en molestarla a aquellas horas. Su padre también seguía todavía en la cama y por el Castillo sólo andaban unos cuantos siervos adormilados, de manera que Tirand no había tenido más remedio que aceptar que los acontecimientos se sucederían a su propio ritmo, y había intentado acallar su inquietud dando un paseo madrugador por el exterior de los muros del Castillo.
Había salido por la puerta principal y había cruzado el césped en dirección al delgado brazo de roca que unía la Península de la Estrella con el continente. El sol naciente brillaba con todo esplendor en un cielo despejado, convirtiendo en plata el mar oriental y haciendo que el rocío que cubría el césped resplandeciera como gemas. Tirand respiró hondo, disfrutó del áspero frescor del aire en sus pulmones y del hormigueo que el frío le producía en las manos y en la cara; luego se detuvo al llegar a un trozo de césped que destacaba de cuanto lo rodeaba, formando un rectángulo aislado y peculiar. Allí la hierba era de un color verde más intenso, más rico, como si un jardinero excéntrico hubiera cuidado atenta y deliberadamente aquel fragmento y descuidado lo demás. Tirand, dubitativamente, frotó con un pie la fina capa de rocío.
El Laberinto. No había sido utilizado en toda su vida ni, por lo que sabía, en la de su padre, y se preguntó si quedaba vivo algún adepto que conociera el sortilegio que lo haría despertar de su letargo. Muchos siglos antes de que se iniciaran los primeros archivos escritos, cuando los dioses del Caos —que dominaban entonces el mundo sin rival alguno— dieron forma al Castillo, Yandros quiso colocar el gran edificio desplazado una fracción del tiempo y el espacio normales, de manera que atravesar sus portales era entrar en una dimensión que difería ligeramente de la norma. El Laberinto hacía de puente entre las dos realidades, de la misma forma que el brazo de roca unía el continente con el macizo de la península. Si estaba abierto, unía el Castillo con el resto del mundo, pero cuando se cerraba restablecía la alteración dimensional, de forma que sólo podían entrar en el Castillo quienes sabían cómo salvar aquel obstáculo. Según los archivos del Círculo, cuando el Laberinto permanecía cerrado, el Castillo era invisible para quienes se encontraran al otro lado del puente de piedra. Tirand se volvió para mirar la gran masa oscura e intentó imaginar —aunque no lo consiguió— qué aspecto tendría el macizo sin la imponente presencia del Castillo. Antes del Equilibrio, el Laberinto había permanecido siempre cerrado, excepto cuando algún suceso importante atraía a gran número de extranjeros a la Península de la Estrella. Pero en los años posteriores, con el Castillo abierto a los visitantes como nunca lo había estado antes, la tradición se perdió y el Laberinto llevaba sin ser usado más de medio siglo.
Tirand apartó el pie y observó la estrecha senda que había aplanado en la hierba. El Castillo contenía tantos secretos que sus habitantes ni siquiera alcanzaban a comprender, aunque hubieran aprendido a encauzarlos en su propio beneficio… Tirand se preguntó qué otras propiedades desconocidas podrían descansar ocultas y no reveladas entre sus muros o bajo sus cimientos. Era una conjetura familiar, pero, ahora que miraba el único signo evidente de la existencia del Laberinto, lo inquietó de una manera renovada, que no consiguió explicarse; como si, en algún lugar, detrás de toda aquella maraña de pensamientos y especulaciones, se hallaran las respuestas a muchas más cosas que a una simple pregunta ociosa.
Una fuerte ráfaga de aire que sopló desde el mar hizo que los cabellos de Tirand le cubrieran el rostro, anunciando un frío más intenso. Alzó la cabeza para mirar más allá del Castillo; las nubes se estaban arremolinando en el horizonte septentrional, adquiriendo los tintes rosados y púrpuras que presagiaban mal tiempo. Sus cenicientos e inquietantes colores le recordaron a los primeros heraldos de un Warp, y, pese a saber que aquello era un fenómeno más natural, no por eso dejó de sentirse inquieto. Fijando de nuevo la vista en el Castillo, volvió sobre sus pasos y atravesó el enorme arco negro de la puerta principal.
En los escasos minutos en que había abandonado su recinto, el Castillo había comenzado a despertar, y la intranquilidad de Tirand encontró por fin una salida. Se lavó, se afeitó y después mandó llamar a los tres alborotadores, y durante un rato olvidó sus preocupaciones para ocuparse en asuntos cotidianos. Pero ahora, terminado el sermón y con nada más que ocupara su atención, la inquietud volvía a surgir, insidiosa, negándose a dejarlo en paz.
Los ruidos procedentes del comedor empezaban a filtrarse en su conciencia e iban subiendo poco a poco de volumen, a medida que más y más residentes del Castillo se iban sentando a las largas mesas para la comida comunal de la mañana. Tirand abandonó la antesala y anduvo por el corto pasillo, abrió las puertas de doble hoja del comedor y entró. La estancia estaba llena en más de una cuarta parte, y la mayoría de la gente buscaba asiento cerca del fuego que llameaba con viveza en la gran chimenea. Paseó la mirada, revisando los rostros, con la esperanza de que Karuth ya hubiera despertado y hubiera bajado.
No estaba, pero llegó al cabo de media hora, cuando Tirand estaba acabando de desayunar. La vio y le hizo señas; estaba sentado solo, habiendo rechazado con educación a posibles compañeros. Ella se acercó a su mesa, se sentó y se echó para atrás su suelta cabellera pasándose por ella los dedos cansinamente.
—Me siento como si no hubiera comido nada en tres días —dijo—. ¿Qué tenemos? ¿Alguna cosa apetecible?
Tirand hizo que un criado trajera una bandeja, y Karuth escogió un cuenco de harina de avena endulzada, empanada de carne de caza y un trozo de pastel de frutas pasas. Tirand sirvió cerveza para ambos e intentó contener su impaciencia mientras su hermana comía. Le observó la cara y pensó que parecía agotada y un poco ojerosa aquella mañana, y sintió un atisbo de culpabilidad. Ella terminó por fin y apartó los platos lanzando un suspiro.
—No sé por qué, pero siempre me despierto muerta de hambre después de una actividad mágica —comentó—. La última vez me pasé todo el día siguiente yendo y viniendo de las cocinas picoteando cosas. Es una maravilla que no esté tan gorda como una vieja yegua en un campo de maíz.
Tirand se miró las manos entrelazadas.
—Los trabajos a solas siempre consumen más energía que un ritual ortodoxo del Círculo. No debería habértelo pedido. Lo siento.
—No, no —negó ella, mientras se limpiaba la boca con una servilleta; luego lo miró fijamente—. Después de lo que averigüé anoche, te estoy agradecida por haberlo hecho. Algo está pasando, Tirand, algo extraño. Y no me gusta.
Él arrugó el entrecejo.
—¿Qué ocurrió?
Karuth se lo contó, narrando el miedo del elemental y su negativa o incapacidad para responder a las preguntas a pesar de las amenazas que le hizo, y por último repitió el peculiar acertijo que le había dado.
—«El intrigante… y quien se sienta a los pies del intrigante» —repitió Tirand, confundido—. No se me ocurre qué puede querer decir.
—A mí tampoco. A menos que contenga una referencia directa a la chica.
—¿Quieres decir que ella fuera la intrigante? Parece poco probable. Es una niña de catorce años. O lo era.
—Lo sé; no parece un camino probable, ¿verdad?
Tirand iba a contestar, pero sus palabras se convirtieron en una exclamación de sorpresa cuando algo se apretó contra su pierna, debajo de la mesa. Miró y se encontró con la intensa mirada de ojos verdes de un gato blanco.
—¿Qué pasa? —preguntó Karuth.
—Nada —contestó riendo, pasado el susto momentáneo—. Es uno de nuestros felinos que busca un corazón compasivo y un plato lleno.
La expresión de Karuth cambió con rapidez.
—¿La gata blanca?
—Sí. ¿Por qué?
—Anoche vino a mi dormitorio con otro gato.
—Bueno —repuso Tirand, al advertir la súbita tensión de su voz—, ya sabes cómo son. Sienten cuando alguno de nosotros está trabajando y eso los atrae.
—Lo sé. Pero seguía allí cuando desperté, y desde entonces ha estado siguiéndome. Me mira, y siento que su mente me sondea, como si quisiera decirme algo. Y no hago más que pensar en algo que dijiste anoche —explicó, alzando la vista—. Sabemos que los gatos son más bien criaturas del Caos que del Orden; está en lo fundamental de su naturaleza. Anoche me comentaste que padre piensa que el Caos podría haber tenido algo que ver en lo ocurrido en la Residencia de la Matriarca.
—¿Quieres decir que quizá fue el Caos quien colocó un vínculo sobre el elemental? ¿Que quizá deberíamos buscar en esa dirección al «intrigante» del acertijo?
—No lo sé, Tirand. Pero es la única posibilidad distinta que se me ocurre por el momento.
Se estaban agarrando a un clavo ardiendo, pensó Tirand. Pero aun así…
—¿Le has contado esto a padre? —inquirió.
—No he tenido oportunidad. Por lo visto ha estado desayunando en su estudio con Lias Barnack, y desde luego no he considerado prudente ir a verlo allí.
—No, con el agudo sentido del oído de Lias cerca para escucharlo todo —se mostró de acuerdo Tirand—. Sin embargo, creo que deberíamos hablar con él, Karuth. Esto podría pesar bastante en la actitud del consejo respecto al Rito Superior.
Ella lanzó un suspiro.
—Me gustaría estar de acuerdo contigo, pero dudo que haya algo de valor en todo esto.
—De todos modos, vale la pena explorarlo. —Tirand se volvió y aguzó la vista para mirar por la ventana iluminada por el sol y calcular la hora—. Padre ya debe de haber terminado con Lias. Vayamos a buscarlo.
Se levantaron e hicieron ademán de irse. Cuando Karuth se alejaba del banco, la gata blanca saltó de pronto sobre la mesa. Su cola estaba tiesa y los bigotes le temblaban, mientras miraba a Karuth y lanzaba un maullido suplicante. Karuth le devolvió la mirada, intentando comprender qué quería comunicarle el animal, pero sin conseguirlo. Al final, con un movimiento nervioso y nada elegante, se ciño más su chal y siguió a Tirand que salía del comedor.
—Aeoris, señor de las horas del día; Yandros, señor de todas las horas de la oscuridad, oh, vosotros, los más grandes de entre los dioses, cuyas manos sobrenaturales colocan y mantienen las balanzas del Equilibrio: con verdadera y justa reverencia os rendimos pleitesía y adoramos y os damos gracias por vuestra justicia y vuestra luz. —Chiro Piadar Lin alzó las manos y los brazos, y las amplias mangas de su túnica ceremonial cayeron, perfiladas por el nacarado tono de las envolventes neblinas de la Sala de Mármol—. Por el poder y el deber que me han sido investidos en el nombre del Orden y en el nombre del Caos, cierro este círculo y pido a todos los siervos de los éteres superiores e inferiores que partan ahora hacia sus moradas. Aire y Fuego, Tierra y Agua, Tiempo y Espacio, Vida y Muerte: exijo que todos los que observan me obedezcan, puesto que soy el Orden y soy el Caos, y soy el avatar elegido de la obra y la palabra de los dioses en el mundo mortal. ¡Siervos, marchaos!
El Sumo Iniciado dio una palmada que sonó como el restallar de un látigo, y Tirand sintió una corriente de energía que parecía implosionar a través de la amplia sala, con la rígida figura de su padre en el núcleo. Las nieblas giraron, formando un centenar de columnas como torbellinos, las imágenes se deformaron y algo parecido a un tremendo suspiro inhumano resonó alrededor de él. Entonces, de repente, su visión se hizo clara, las neblinas se tranquilizaron, el suelo de mosaico recuperó sus proporciones ordinarias y Tirand se sintió de nuevo en el mundo real, con las palmas de las manos húmedas en el momento de soltar a los adeptos que tenía a cada lado y dejar caer los brazos.
Durante un minuto quizá, reinó el silencio. Se intercambiaron miradas, pero, tal y como exigía un Rito Superior, nadie debía hablar hasta que todo el grupo hubiera salido de la estancia y alcanzara los dominios esotéricos de la biblioteca, más allá del pasadizo resplandeciente. Tirand vio a Karuth en el otro extremo del círculo, entre dos de los adeptos más ancianos. Estaba frotándose los antebrazos como si le dolieran; ansió que ella mirara en su dirección para poder juzgar sus pensamientos, pero Karuth tenía la vista clavada en el suelo. Cuando Chiro se volvió, los adeptos se colocaron en dos filas, flanqueándolo. El Sumo Iniciado ni siquiera miró a nadie, sino que se dirigió con prisa por el pasillo que todos formaban en dirección a la puerta de plata. Antes de seguirlo, Tirand lanzó una última mirada a las siete enormes estatuas que asomaban en la neblina. Sabía que eran imaginaciones suyas, pero le pareció que el rostro de Aeoris tenía una expresión un poco más severa de lo normal, y que la sonrisa de Yandros era un poco más cínica.
Karuth, al pasar, le rozó el brazo con los dedos y Tirand se dio cuenta de que quienes estaban detrás de él esperaban para salir. Apresuradamente, Tirand apartó la vista de las estatuas y echó a andar detrás de sus iguales.
La biblioteca estaba vacía e iluminada por una única vela, lo suficiente para que la sala pasara de la oscuridad completa a las sombras polvorientas, pero poco más. Los adeptos se reunieron ante Chiro. Aunque ya no regía la ley de silencio, parecía que ninguno quería romperlo, y por fin fue el Sumo Iniciado quien habló.
—Amigos míos —su voz era sombría, y la luz de la vela se reflejaba en las gotas se sudor que le perlaban la frente—, tan sólo puedo confirmar lo que ya habéis visto. Los dioses no nos han concedido ninguna señal esta noche. Puede que nos llegue algún mensaje más tarde, quizá críptico, pero no me siento optimista, puesto que no sentí ninguna presencia divina en el Salón de Mármol. A pesar mío, debo sugerir que Aeoris y Yandros no han querido atender nuestra súplica, y por lo tanto debo concluir que el asunto escapa a su atención o bien que, por razones que no podemos plantearnos, han estimado que debemos solucionar el enigma nosotros solos. Sea lo que sea, el Círculo no puede hacer nada más. Os doy a todos las gracias y os deseo un buen sueño.
Hubo asentimientos y murmullos, pero nadie dijo nada. Al volverse para ser el primero en salir de la biblioteca, Chiro cruzó brevemente una mirada con Tirand, y un movimiento casi imperceptible de sus ojos indicó a su hijo que quería hablar con él en privado. La pequeña procesión subió la escalera y salió al helado anochecer; el grupo se separó deseándose las buenas noches sin hablar, y cada adepto siguió su camino.
Tirand se quedó atrás, esperando a Karuth. El patio estaba tan desierto como lo había estado la biblioteca, aunque la oscuridad se veía aliviada por el brillo de las luces en las muchas ventanas del Castillo. El aire olía a helada, por debajo del omnipresente aroma a sal, y la profunda e inquieta voz del mar parecía cercana y clara, de manera casi sobrenatural. Sus pasos resonaron con fuerza cuando Tirand cogió del brazo a su hermana y juntos se encaminaron hacia la puerta principal.
—Padre quiere hablar con nosotros en privado —le dijo Tirand en voz baja.
—Lo sé, vi su gesto. —La mirada de Karuth se posó un instante en la silueta de Chiro, que andaba delante de ellos—. Será mejor esperar a que los demás se hayan dispersado, entonces iremos a su estudio. —Hizo una pausa y luego continuó—. De manera que los dioses han guardado silencio.
—Sí. Y creo que eso lo ha afectado. Era un poderoso ritual y debe haber sido advertido en los reinos superiores, si es que todas nuestras creencias y dogmas no son una broma. Pero no hubo nada, ni siquiera un susurro de poder, aparte del nivel de los guardianes elementales. No lo comprendo, Karuth.
Karuth iba a responder, pero se interrumpió y se puso tensa.
—Mira.
Se había parado de repente, y señaló la primera de las columnas que flanqueaban el muro. Tirand pudo ver un movimiento en la penumbra, algo pequeño y claro que rápidamente desaparecía de la vista.
—Era ese gato otra vez —dijo Karuth en voz baja—. Debe de haber estado esperando en la puerta exterior mientras se realizaba el Rito. Tirand, sabe algo, ¡estoy segura!
Incluso el escepticismo inicial de Tirand acerca del extraño comportamiento del gato comenzaba a ceder. Desde hacía tres días, seguía a Karuth allá donde fuese, observando, escuchando, sondeando. Karuth había intentado sacar algún sentido de las inciertas señales que sentía emanar de su mente, pero sus esfuerzos no habían dado ningún resultado. No poseía capacidad especial para la telepatía y, además, incluso el ser humano más dotado psíquicamente poco podría sacar del extraño territorio que constituía la conciencia de un gato.
Tirand le apretó el brazo con fuerza.
—Déjalo estar —le aconsejó—. De nada sirve darle vueltas a algo que no puede ser resuelto.
Un poco a regañadientes, Karuth apartó la mirada del lugar donde el gato había estado sentado, y subieron juntos los escalones hasta la puerta principal. Al llegar arriba, ella miró por encima del hombro. Pero el patio estaba desierto.
Chiro los esperaba en su estudio, y lo que tenía que decirles era breve, sin preámbulos.
—Es cuestión de pura lógica —les dijo—. Los dioses no han estimado conveniente el darnos información o ayuda, y no somos nosotros quienes debamos cuestionar su sabiduría. Voy a poner fin a todas las investigaciones. —Miró a ambos y su expresión era desolada—. Hemos intentado solucionar el misterio y hemos fracasado. No podemos hacer nada más, y esta tragedia ya ha sembrado demasiadas inquietudes. La gente busca seguridad en el Círculo, y, ante la ausencia de guía por parte de los reinos superiores, nuestro primer deber es calmar la intranquilidad y alejar los temores infundados.
—¿Infundados? —se extrañó Karuth. Chiro la miró con preocupación.
—Sé lo que piensas, hija mía, y claro que tienes razón. No podemos garantizar nada. Pero, por otra parte, no conseguiremos nada permitiendo que los rumores den lugar a nuevos rumores sin propósito. —Se volvió hacia su hijo—. Tú me comprendes, ¿verdad, Tirand?
Tirand asintió.
—Sí, padre, y estoy de acuerdo —declaró, haciendo caso omiso de la mirada que le dirigió Karuth—. La gente quiere mirar hacia adelante, no hacia atrás. Hay muchas cosas prácticas que hacer, después de esta tragedia, y opino que debemos centrar nuestros pensamientos en esas cosas en lugar de darle vueltas a algo que ya no tiene remedio.
—Exacto.
—Pero, padre —protestó Karuth—, ¿qué hay de Ygorla Morys?
El Sumo Iniciado del Círculo movió tristemente la cabeza.
—Está muerta, Karuth. Debe de estarlo. —La miró con expresión sincera y apenada—. Olvídala, querida. Ninguno de nosotros puede ya hacer nada por ella, y las conjeturas insanas sólo traerán daño. Apénate por ella y por la Matriarca, pero no le des más vueltas a su destino ni intentes descifrar un enigma insoluble. No tiene sentido.
Más tarde, a solas en la cama, Karuth meditó sobre las palabras de Chiro. No era fácil acallar sus sentimientos acerca del misterio o resignarse a abandonar sus investigaciones. Había caminos que todavía no había explorado, e, incluso si algunos de ellos implicaban demasiados riesgos, no le gustaba la idea de que ahora debían permanecer cerrados para ella. Pero ¿cómo ir contra el mandato? Chiro no sólo era su padre sino también Sumo Iniciado del Círculo, al que ella estaba ligada como adepta; por lo tanto, estaba doblemente obligada a obedecer. Pero se rebelaba ante el hecho de dejar estar aquel asunto.
La raíz de su dilema, Karuth lo sabía, era una convicción absurda pero tenaz de que Ygorla Morys no había muerto. Lo que eso implicaba no podía saberlo, pero la ambigüedad en la afirmación del elemental, ha desaparecido, era una preocupación que le arañaba la mente con pequeñas garras afiladas. ¿No estaría la criatura refiriéndose a algo que no se atrevía a decir abiertamente? Ha desaparecido. No muerta: desaparecida. No tenían por qué ser necesariamente la misma cosa. Y luego estaba el críptico acertijo que le había dado y que, estaba segura, tenía más importancia para el destino de la chica desaparecida de lo que ella o cualquiera pudieran imaginar. Pero las pistas eran demasiado escasas; necesitaba más información si quería descifrar el misterio. Antes del Rito Superior y del posterior juicio de su padre, había pensado en hablar con la hermana Fiora y con la hermana Corelm, para averiguar todo lo posible acerca del carácter y el historial de Ygorla. Eso estaba ahora fuera de lugar; mañana partirían y ella no podía desafiar abiertamente la orden de Chiro, ni se atrevía a hacerlo. Si iba a hacer algo, tendría que hacerlo en secreto y sin que la ayudara nadie.
Pero ¿qué podía hacer? Karuth se volvió y apretó su almohada, sintiéndose inquieta y desgraciada. Había rituales y conjuros que iban mucho más allá del pequeño sortilegio que había realizado tres noches atrás, y seres superiores a los elementales que podrían acercarla más a las respuestas que buscaba, pero no sabía si tenía el valor para adentrarse en aquellos dominios sola. Si llegara a sobreestimar su capacidad y su fuerza, podría verse enfrentada a algo demasiado mortífero para tenerlo a raya. Lo mejor —al menos por el momento— sería concentrar sus esfuerzos en la medida de lo posible en los planos más cotidianos.
Soltó un largo suspiro y cerró los ojos, intentando relajar el cuerpo. Sin que lo pidiera, se formó en su mente una imagen de la estatua central del Salón de Mármol y volvió a ver los rostros de los dioses principales, Aeoris y Yandros. Los ojos de ídolo de Yandros parecían observarla, enfatizando el malévolo humor de su sonrisa, y Karuth suspiró de nuevo.
Ah, ser supremo, ¿me encuentras divertida? —pensó—. Quizá yo debería participar del chiste y reírme de mí misma y de mis estúpidas preocupaciones. Esta noche te has burlado de todos nosotros con tu silencio, Yandros. ¿Tan poca importancia tenemos que no merecemos un poco de seguridad? ¿O me engaño a mí misma al pensar que te tomas la molestia de observarnos y que sabes lo que hacemos?
La imagen persistía; como había esperado, no recibió respuesta alguna. Pero el rostro esculpido del gran señor del Caos pareció adquirir por un instante un aspecto más humano, contrastando de repente con fuerza con la pétrea indiferencia de Aeoris, y su sonrisa había desaparecido. Karuth se sobresaltó, y el latido de su corazón se interrumpió dolorosamente por un instante. Entonces una sombra pasó ante sus párpados cerrados como si una mano se hubiera movido ante su rostro. Creyó sentir un mínimo movimiento de aire desplazado, pero, antes de que pudiera preguntarse qué era, o mirar su origen, las tinieblas le envolvieron la mente y su conciencia se hundió en un profundo sueño.
Afuera, en un estrecho saliente que formaba parte de su misterioso e inaccesible mundo nocturno, una pequeña silueta fantasmal parpadeó con brillantes ojos y, desviando su atención de la ventana de Karuth, miró más allá del patio y más allá de los negros muros, al lugar donde flotaban las dos lunas, bajas en un cielo salpicado de estrellas. La gélida luz se reflejó en los iris de sus ojos, y por un momento la gata pareció mirar más allá del firmamento a otra dimensión, antes de retorcer la cola, ponerse en pie y deslizarse con la seguridad de los de su especie por los atajos de su refugio en los tejados.
El instinto le advirtió a Yandros que su hermano se acercaba, y su forma y cuanto lo rodeaba cambiaron violentamente antes de que unos ojos rasgados, que brillaban con todos los colores del espectro visual, se volvieran a mirar el arco de fuego que tenían detrás.
Durante un instante, Tarod fue una silueta que arrojaba cinco sombras que se movían por las paredes traslúcidas como si tuvieran vida propia. Luego su alta figura emergió de las llamas y sonrió a modo de saludo, antes de volverse para introducir a su acompañante, que adquirió la forma de una mujer joven, pequeña y delgada, con una resplandeciente cabellera blanca y enormes y desconcertantes ojos de color ámbar. Al verla, Yandros se alzó e hizo una reverencia con puntillosa cortesía; ella le devolvió la reverencia, inclinando la cabeza con solemnidad.
Tarod cruzó el cambiante suelo y miró por una ventana que daba a un paisaje aturdidor.
—El Círculo parece muy agitado con el asunto de Chaun Meridional —comentó.
—Sí. —Yandros dio forma a un dulce y lo masticó pensativo. La comida era una irrelevancia en el dominio del Caos, pero a Yandros lo divertía imitar las costumbres humanas de vez en cuando.
—¿Por qué decidiste no responder, Yandros?
Yandros examinó el paisaje al otro lado de la ventana durante un instante; después hizo un pequeño gesto con una mano. La escena cambió y descendió ondulándose suavemente hasta el horizonte, bajo la luz de tres estrellas azules e iridiscentes.
—Tenía mis dudas sobre si responder o no —dijo por fin—. He de confesar que hay algo en ese misterio que me interesa. Pero el Círculo es tan poco sutil y tan poco imaginativo en su proceder… Inmediatamente nos buscan para que les demos ayuda y consejo, sin pararse por un momento a considerar si podrían resolver el enigma por sí mismos. Es un rasgo que me aburre, y que es una burla al orgullo que profesan por su libertad.
Tarod sonrió.
—¿Y el hecho de que el Sumo Iniciado también invocara a Aeoris y su anémica parentela también añadió su nota amarga?
—Yo no lo diría con tanta contundencia —repuso Yandros, enarcando una ceja en un gesto irónico—. Pero, si el Sumo Iniciado quiere ser tan rígidamente imparcial, entonces, por una vez, me inclino a permanecer sentado y dejar que Aeoris tenga el placer de ayudarlo.
—Si es que puede —observó Tarod—. Personalmente, dudo que los señores del Orden sepan más acerca de este misterio que nosotros. Es un interesante rompecabezas, Yandros. Si la niña poseía poderes innatos, ¿de dónde procedían?
Yandros se encogió de hombros.
—No de Aeoris, de eso puedes estar seguro. Y de nosotros tampoco. Imagino que fue la influencia de algún elemental travieso o de cualquier otro ser inferior. —Sonrió astutamente—. Si era tan lanzada como algunas de las chicas que se crían en las provincias, no me sorprendería lo más mínimo que hubiera caído en las garras de un íncubo o algo parecido. Ha pasado otras veces, cuando criaturas curiosas han intentado experimentar con cosas que no comprenden, y sólo es necesario un falso movimiento para que sus «juguetes» se vuelvan en su contra o en contra de cualquiera que se encuentre en ese instante en su camino. Pero francamente, hermano, ni lo sé ni me importa. Sea cual sea la verdad en ese tema, no es asunto nuestro. Si los mortales desean la libertad que les hemos otorgado para resolver sus asuntos, entonces, siempre y cuando esos asuntos no nos afecten, pueden hacer frente a sus problemas de la manera que quieran. Que el Círculo saque las conclusiones que le sean más satisfactorias, y ya está. No cabe duda de que la chica ha muerto, y, una vez que Chiro Piadar Lin y sus amigos comiencen a pelearse sobre quién debería suceder a la Matriarca, olvidarán a la chica enseguida.
Tarod sonrió levemente al notar el rencor en su voz.
—El Sumo Iniciado está resultando ser una pequeña decepción, ¿verdad?
—Desde luego, no es de la misma madera que Keridil Toln. Incluso cuando ya era anciano, he de confesar que sentía cierto respeto por Keridil, que al menos tenía unos principios firmes y se negaba a comprometerlos. Podría haber sido un estúpido, pero desde luego no era un hipócrita. Chiro es un caso totalmente distinto. Sabemos perfectamente hacia dónde va su verdadera lealtad, pero insiste en mantener la fachada de ofrecer la misma reverencia a nosotros que al Orden, mientras que los principios personales quedan en un segundo término. Encuentro ese pragmatismo despreciablemente débil; preferiría mucho más un adversario declarado como Keridil en vez de un hombre que nos rinde pleitesía de palabra sólo por mantener su seguridad.
—Al menos, su estancia en el cargo debería ser relativamente tranquila —dijo Tarod—. A no ser que se produzcan otros incidentes como éste, dudo que el Círculo nos moleste sin necesidad durante los próximos diez o veinte años.
La mujer de ojos ambarinos, que hasta aquel momento había escuchado la conversación sin hacer comentarios, dijo de repente:
—No estoy tan segura de que eso sea cierto.
Yandros se volvió y la miró intrigado.
—Cyllan, me sorprendes. —Su mirada se hizo más intensa—. ¿Qué te hace estar insegura?
Un arco iris de luz se reflejó en los cabellos de la mujer cuando ésta movió la cabeza.
—No lo sé, mi señor, sin embargo intuyo que hay algo que no va del todo bien en el reino de los mortales, aunque los signos no se hayan manifestado todavía. —Miró a Tarod; luego sostuvo la mirada de Yandros y se atrevió a sonreír—. Quizá sea un resurgir de las viejas intuiciones humanas.
Yandros también sonrió.
—Claro, últimamente tiendo a olvidar que hubo un tiempo en que fuiste mortal —repuso—. ¿Qué opinas, Tarod? ¿Tiene razón Cyllan al estar preocupada?
Tarod pasó un brazo por los hombros de Cyllan.
—Vale la pena tener en cuenta lo que dice. En asuntos humanos, su intuición puede ser mejor guía que nuestro conocimiento; y hace ya mucho tiempo que aprendí a no subestimar el carácter taimado de algunos mortales. Pero, con toda franqueza, no creo que debamos preocuparnos demasiado. Si hay algo más en todo este asunto de Chaun Meridional, lo sabremos a su debido tiempo. Sugiero sencillamente que mantengamos una vigilancia normal ante lo que vaya ocurriendo en esa provincia.
Yandros asintió.
—Creo que tienes razón. Bien, entonces dejaremos que el Círculo se las apañe solo, pero no descuidaremos totalmente nuestros intereses en Chaun Meridional. —Volvió a mirar a la ventana. Nubes tormentosas se reunían, moviéndose a una velocidad antinatural, borrando los tres soles azules—. Al menos será divertido.