Capítulo VII

—Entonces, soy… —Ygorla no reconoció su propia voz. Venía de demasiado lejos, era demasiado extraña, y de pronto sintió como si unas enormes manos invisibles la hubieran agarrado y partido en dos. Una parte, la adolescente frustrada y con los pies en el suelo, cuyo mundo giraba, lo quisiera o no, en torno a la Residencia de la Hermandad, no podía menos que temblar ante la inminencia del trauma. Pero la otra parte —y ella sabía bien que ésa era la verdadera Ygorla— sentía una corriente desbocada de salvaje excitación que lanzaba su mente a un mundo de posibilidades asombrosas.

La gloriosa exultación no duró más que un instante antes de que la razón forzara su mente a regresar a la coherencia. Aquello era una locura. La historia de un bufón, increíble, imposible. No podía creerlo. No se atrevía a creerlo, no sin pruebas. De repente su excitación se vio eclipsada por una enorme desilusión.

—¡No! —dijo con aspereza.

—¿No? —Narid-na-Gost repitió la palabra con mucha suavidad. Había observado su lucha, el rápido juego de emociones en su rostro, pero la expresión del demonio no revelaba nada.

Ygorla apretó los labios hasta que su boca se convirtió en una delgada línea.

—¡No me fío de ti! ¿Cómo sé que no estás burlándote de mí? Puede que ni siquiera seas lo que dices ser. ¡Puede que seas un íncubo que ha venido a engañarme, igual que dices que le ocurrió a mi madre!

—¿Eso crees?

—Yo… —Ygorla se interrumpió, al advertir que no podía responder a la pregunta. Sencillamente, no lo sabía. Y su confusión era peor por el hecho de que deseaba que lo que él le había dicho fuera verdad, con una intensidad que casi era un dolor físico.

Narid-na-Gost dijo en voz baja:

—Puedo demostrarlo.

Ella alzó la cabeza con rapidez y lo miró con desconfianza.

—¿Cómo? —Su corazón palpitaba descontrolado.

El demonio hizo un gesto en dirección a la ventana.

—Mostrándote algo del poder que yace durmiente en tu interior y que espera a ser despertado. —Esbozó una sonrisa débil, lobuna—. Dices que deseas el poder por encima de todo. Tienes poder, Ygorla. Más poder que esos miserables entrometidos que se hacen llamar adeptos de los dioses. Más poder que el Sumo Iniciado y todos sus acólitos juntos. Más poder que ningún mortal de este mundo. Lo único que te falta es el conocimiento para utilizarlo.

Ygorla dejó escapar el aire lentamente, entre los dientes apretados.

—Entonces —contestó con una fría tranquilidad que estaba muy lejos de sentir—, enséñamelo. Demuéstramelo, si eres capaz.

El demonio soltó una risita.

—Dudas de mi promesa. Bien. Te habría despreciado si no lo hubieras hecho. Acércate a la ventana.

Ella comenzó a andar, pero luego vaciló. Narid-na-Gost la miró con aire de burla, la cabeza ladeada como la de un ave.

—¿De qué tienes miedo? ¿Del fracaso… o del éxito?

Ygorla alzó la barbilla.

—¡No tengo miedo! —Se recogió la enagua que se doblaba en torno a los tobillos y fue a colocarse junto a él. Sus rostros quedaron al mismo nivel. Narid-na-Gost sonrió.

—Mira por la ventana, Ygorla. Dime qué ves.

Ella volvió la cabeza.

—El patio. Las ventanas del refectorio. El monumento.

—Ah, sí, el monumento. Siento tu desprecio por ese memorial a la piedad humana. Quémalo. Invoca tu poder y redúcelo a cenizas.

Sorprendida, Ygorla miró rápidamente de nuevo al demonio.

—¿Quemarlo? ¡Eso es imposible! La piedra no arde.

—Quizá no con fuego mortal. Pero las llamas del Caos son otro asunto. —El demonio sonrió de nuevo—. Quémalo, Ygorla. ¡Enfréntate a tu verdadero linaje y aprende lo que eso significa!

Mientras hablaba, las brasas carmesíes que eran sus ojos llamearon como un fuego reavivado, e Ygorla sintió una corriente de energía que la atravesaba en el momento en que la mente del demonio conectó con la suya. Durante una fracción de segundo, la sensación fue tremendamente extraña, pero después un increíble sentimiento de familiaridad la alcanzó, como si una llave hubiera girado en la cerradura de su percepción para abrir de par en par la puerta de su yo más profundo. Lanzó un grito, el asombro se transformó en monstruoso júbilo, y sus ojos llamearon al tiempo que algo enorme, incontenible, no humano, estallaba en su conciencia y se concentraba…

El monumento estalló en una cortina de fuego verde azulado. Una luz cegadora llegó a la ventana e inundó la habitación, al tiempo que un rugido como de catarata hacía temblar las paredes. Ygorla retrocedió, tambaleándose y gritando, mientras el poder que había surgido de su mente la abandonaba. Giró sobre sí misma, chocó contra una silla y cayó a cuatro patas; después miró a Narid-na-Gost, quien a su vez la contemplaba impasible. Una infernal danza de luces y sombras procedente de las llamas del Caos iluminaba la silueta retorcida del demonio y convertía su piel en una extraña y terrible mezcla de colores. Ygorla sabía ahora que le había dicho la verdad.

—Yo… —comenzó, pero no encontró más palabras. Aquella afirmación de sí misma, su identidad, su conocimiento, eso era todo. No era del todo humana. Era la semilla del Caos. Era el puente tendido sobre el tremendo abismo que separaba a los mortales de sus dioses. Por fin, por fin, después de catorce años de esperar sin saberlo, estaba realmente viva.

Giró la cabeza en un espasmo reflejo cuando nuevos sonidos interrumpieron aquella oleada de aturdida comprensión. Voces que aullaban, que gritaban; los invitados a la fiesta habían visto el incendio en el patio y una maraña de siluetas difusas salía del refectorio. Una voz en particular intentaba hacerse oír por encima del tumulto, e Ygorla reconoció el frenético tono de su tía abuela que gritaba pidiendo agua y ramas para apagar el fuego. La boca de Ygorla dibujó una terrible sonrisa. El agua y las ramas no les servirían para nada; el monumento ardía con un fuego que no podía ser apagado, y saberlo hizo que surgiera en su interior un torrente de risa. Echó hacia atrás la cabeza —su negra cabellera reflejó cien colores cuando el resplandor infernal la iluminó— y la risa estalló salvaje, alegre en su garganta. Por encima de ella, y por encima del chasquido de las llamas y de los gritos de las atemorizadas hermanas y sus invitados, oyó la voz de Narid-na-Gost, áspera y triunfante.

—¡Ahora lo comprendes! ¿Verdad, hija mía?

—¡Sí! —gritó—. ¡Oh, padre, sí!

No oyó el ruido de la puerta exterior. Había vuelto a ponerse en pie y regresado a la ventana, y contemplaba con rostro exultante el frenesí en el exterior, por lo que el sonido fue uno más dentro del clamor general. Sólo cuando unos pasos apresurados resonaron en el pasillo, cada vez más fuerte y más cerca, volvió la cabeza, alerta. Cuando se apartaba de la ventana, se abrió la puerta de su habitación y en el umbral apareció Ria Morys, despeinada y con el borde de su hábito desgarrado.

—¡Ygorla! —El alivio venció al miedo en la voz de la Matriarca—. ¡Gracias a Aeoris y a Yandros que estás a salvo! Creí… —Entonces se interrumpió súbitamente, al ver a Narid-na-Gost. El color huyó de sus mejillas y alzó una mano extendida en un signo para protegerse del mal—. ¡Dioses…!

La emoción y la reacción que la siguió golpearon a Ygorla como un Warp. Odio. Se concentró en Ria, en todo lo que representaba, y sintió que el poder volvía a surgir rugiente de lo más profundo de su alma. Se condensó en un rayo de energía ululante, y la Matriarca lanzó un aullido en el instante mismo en que una bola de fuego blanca estallaba en su rostro. Las llamas lamieron el techo, se ciñeron a su cuerpo; sus ropas y sus cabellos se desintegraron en un instante, con el ruido sordo y terrible del aire al ser consumido, y el aullido alcanzó un agudo horrísono cuando la carne de Ria ardió hasta los huesos. En algún lugar, la niña que había sido Ygorla gritaba horrorizada al unísono con la Matriarca que ardía, pero aquella niña se ahogaba en el poder y el triunfo de la hija del demonio, que abrió la boca y gritó con diabólica alegría mientras la mujer que durante catorce años la había criado aullaba su agonía a los dioses y moría.

De pronto, con una tremenda conmoción, las llamas lanzaron su última furia contra el techo y se extinguieron. Ygorla vio luces danzar ante sus ojos, cuando la penumbra, rota sólo por el resplandor procedente del patio, inundó la habitación. Pero esta vez no se tambaleó, no retrocedió; sencillamente permaneció inmóvil, totalmente controlada, y contempló lo que había hecho.

Podría haberse tratado de un cadáver humano, o del de un animal, o de un montón de harapos quemados. Respiró hondo y olió el hedor dulzón de la carne quemada, que para ella fue como el perfume de un vino embriagador. No sentía remordimiento, sólo satisfacción, y con ella una tremenda conciencia de su propio potencial. Narid-na-Gost no había tomado parte en aquello. El poder había sido sólo de ella. Y, ahora que lo había probado, anhelaba más. El Caos había despertado en su interior, y sus llamas, al igual que las que devoraban el monumento, no podían ser apagadas.

Apartó la vista de los restos quemados del suelo y se enfrentó con la mirada carmesí de Narid-na-Gost.

—Vendrá más gente —dijo éste en voz baja.

Ygorla sonrió, mostrando los dientes.

—Que vengan. Les daré el mismo trato que le he dado a eso. —Hizo un gesto descuidado con la mano, en dirección al cadáver.

El demonio sacudió la cabeza.

—No, hija. Todavía no es momento para eso.

El triunfo la había hecho osada; ladeó la cabeza en un gesto desafiante.

—¿Qué? ¿Crees que no puedo…?

—Escúchame —el tono del demonio cambió de modo brusco al interrumpirla, y una afilada punta de puro hielo atravesó el ardiente calor de su satisfacción. Por un instante, una imagen desoladora, que no podía asimilar, mucho menos nombrar, se movió en los límites de su conciencia, y por primera vez tuvo miedo. Luchó contra la sensación que parecía aplastar sus órganos vitales, pero los ojos del demonio no se apartaban de ella y su voluntad se derrumbó ante la amenaza del pánico. La frente se le perló de sudor; apretó los puños y se obligó a desviar la mirada.

—Eso está mejor —el tono de Narid-na-Gost era amable ahora, pero la amenaza permanecía e Ygorla no se atrevió a mover ni un músculo—. Me escucharás, hija, y me harás caso. Sí, eres poderosa, pero por el momento tus capacidades no son nada comparadas con las mías. Tienes mucho que aprender, y yo no he esperado todos estos años para verte echar a perder tu herencia, igual que haría un mortal, borracho de vino joven, con su fortuna. ¿Me comprendes?

Algo intentaba cerrarle la mandíbula, pero ella lo combatió.

—S… sí. Sí…, padre.

—Bien. Entonces escúchame y obedece. Ha llegado el momento de que abandones este lamentable lugar y hagas tu morada en otro sitio. No —dijo al ver que ella abría los ojos asustada—, no en el reino del Caos. Aún faltan muchos años para eso. —Alzó una mano con autoridad—. Tengo otros planes más importantes para ti. Dame la mano, Ygorla.

Todo su cuerpo comenzó a temblar. Se dijo que no era miedo, sino una reacción instintiva, y se esforzó para entrelazar sus dedos con los del demonio, cuya mano parecía quemar.

—Despídete, hija mía —dijo Narid-na-Gost, sonriente—. Si vuelves a ver a tus amigos, será en circunstancias muy distintas.

Ygorla contempló el dormitorio que había sido su refugio durante tanto tiempo. Sus posesiones —ropas, cartas, adornos, recuerdos, todas las pequeñas piezas del mosaico de su vida— le parecieron por un instante a la deriva. Eran el resumen de todos sus recuerdos y experiencias, los reflejos físicos de su identidad y su lugar en el mundo. Sin ellas, no tendría nada que la anclara, ningún punto de referencia. Entonces, de repente, la duda desapareció. La Matriarca no era más que un resto abrasado en el suelo a sus pies y, tras aquellos muros cerrados, ardía el incendio y se oía el griterío. Ella, ella era la causante de aquel tumulto, y, con aquel poder a su disposición, ¿qué más necesitaba para saber lo que era verdaderamente?

Ante la nueva comprensión, se despejaron sus últimas dudas, y la alegría la inundó como una marea. Miró al demonio a los ojos, esbozando una sonrisa terrible y ávida.

—Sí, padre… ¡Estoy dispuesta!

Narid-na-Gost miró hacia el techo y de pronto el tejado de la Residencia pareció disolverse, de manera que la habitación de Ygorla quedó expuesta al vasto cielo nocturno. Un aire frío y con un ligero toque de hielo y sulfuro barrió la habitación, como si fuera el aliento de un gigante invisible, y una sombra ominosa cubrió a Ygorla. La atmósfera se oscurecía, se espesaba, comenzaba a agitarse. El demonio le cogió la otra mano y la atrajo hacia sí, e Ygorla escuchó un débil aullido hueco, como un torbellino lejano. El suelo pareció estremecerse, y de improviso empezaron a ascender; ella agitaba los pies al elevarse, hacia arriba, arriba mientras la negra ala de energía se apoderaba de ellos y los lanzaba a la noche como dos hojas secas en una galerna.

En medio del frenesí que cundía en el patio, pasaron algunos minutos antes de que la ausencia de la Matriarca fuera advertida. Sólo cuando la hermana Corelm, que atendía las quemaduras de uno de los impotentes luchadores contra el fuego, se dio cuenta de que Ria no había regresado después de ir en busca de Ygorla, se envió a una joven novicia a la habitación de la chica, para ver si todo iba bien.

Los gritos de la novicia atrajeron a Corelm y a cuatro compañeras más, que fueron corriendo hasta los aposentos de Ygorla. Más tarde, cuando se hubo administrado un potente sedante a la novicia, y el muñón ennegrecido del monumento ya sólo despedía humo como un pequeño volcán malicioso, Corelm encontró por fin el tiempo para derramar lágrimas, mientras permanecía agachada en la enfermería, con las primeras luces heladas del amanecer, y vomitaba la bilis provocada por el trauma retardado y el horror.

Ahora sabía cómo debía de sentirse un halcón al liberarse del confinamiento de la triste tierra para surcar los cielos del mundo. La Residencia había quedado muy atrás, y sus edificios no eran más que diminutas casas de muñecas blancas que se perdían en la lejanía; el monumento en llamas, un último ojo iracundo que parpadeaba y que al cabo también se desvaneció en la oscuridad. Volaron por encima de las fértiles llanuras de Chaun Meridional, por encima de viñedos y granjas, por encima de las frías y resplandecientes cintas que eran los ríos, e Ygorla se rió en armonía con la voz del viento que los llevaba, el cabello suelto, los brazos alzados hacia el cielo, mientras el demonio la sujetaba por la cintura. Pasaron la ciudad de Wester, la elegante y antigua capital de la provincia, con la gran mansión del Margrave solitaria en la colina central. Sólo unas pocas luces brillaban a aquella hora, y deseó que Narid-na-Gost lanzara un rayo de su desprecio para acabar con la serenidad soñolienta de la ciudad, pero el rostro del demonio era impasible, y Wester ya se había convertido en una mancha borrosa a sus espaldas, mientras seguían volando más rápido que cualquier criatura mortal. Delante quedaba la frontera de la provincia y la enorme boca helada del Estuario de la Perspectiva, donde el río se encontraba con el mar en un resplandeciente espejo. Después pasaron sobre Perspectiva, con sus bosques desplegados como una capa negra, hacia el sur, y luego sobrevolaron el límite de una brillante costa, donde los rompientes derramaban plata sobre la cambiante superficie del océano. Vinieron después páramos, desolados y desiertos, con la única excepción del trazado de un solitario camino. Y por fin, brillando en la distancia como una atalaya, las luces de la ciudad que nunca dormía, el puerto mayor y más animado de todo el mundo: Shu-Nhadek.

Ygorla fue presa de nueva excitación y se giró para ver el rostro de Narid-na-Gost. El demonio sonreía, su mirada carmesí fija en algo que todavía estaba lejos, demasiado lejos para que ella pudiera verlo. Pero ella creyó adivinar por fin cuál iba a ser su destino. No sería Shu-Nhadek, sino lo que había más allá de Shu-Nhadek, en el resplandeciente mar meridional.

—¡La Isla de Verano! —gritó excitada.

—No —replicó Narid-na-Gost, sonriente.

La esperanza y la imaginación dejaron paso a la confusión. Ahora estaban encima del puerto, y sus luces se volvían borrosas dada la velocidad a la que volaban. En el horizonte, allá donde el cielo se encontraba con el mar a una distancia incalculable, una aurora tenue y fantasmagórica surcaba los cielos y se oían lejanos truenos de tormenta —de una tormenta natural, no de un Warp— que se iban aproximando. Ygorla no lograba comprender. Había estado totalmente segura de que su destino sólo podía ser la Isla de Verano, la sede del Alto Margrave, pero más allá de la costa de Shu sólo quedaba el fin del mundo.

Shu-Nhadek iba quedando atrás, y la noche se tragaba las luces, los muelles y los barcos que se balanceaban anclados en el refugio de la bahía. La Isla de Verano, Ygorla lo sabía, quedaba al oeste, invisible en la oscuridad, pero era una joya, una meta. Pero delante de ellos se aproximaba otra isla; y de pronto Ygorla recordó el catecismo, una vieja historia de los tiempos del Cambio.

«Y así fue decretado que estos tres, sobre cuyos hombros podría descansar al fin el destino del mundo, se reunieran en solemne cónclave en el lugar señalado por Aeoris como su fortaleza y dominio. Y allí, en aquella isla, que ahora conocemos, y que ya entonces se conocía como Isla Blanca, el Alto Margrave, el Sumo Iniciado y la Matriarca acudieron a su cita decisiva con los dioses en persona…»

Ahora podía verla. Se alzaba del mar como un dedo romo y acusador que apuntara al cielo, áspera y desolada, contrastando con el negro flujo de la marea. Las olas se estrellaban con furia contra los dentados acantilados que formaban los baluartes a los pies de la isla, y dominando aquellos baluartes había un único risco, escarpado y titánico. Eones atrás, el mar había dado a luz a la Isla Blanca en un rugiente cataclismo de fuego, pero ahora, extinguida su furia hacía largo tiempo, acabada su temible vida, todo lo que quedaba del antiguo volcán era un único cráter apagado.

Pero Ygorla sabía que aquello era —o había sido— mucho más que una simple isla yerma de basalto. Porque era allí donde Aeoris había colocado un artefacto sagrado al cuidado de sus adoradores humanos, un cofre dorado que, en las ocasiones de gran peligro, cuando se viera amenazado el gobierno del Orden, podría ser abierto por el Sumo Iniciado en cónclave con el Alto Margrave y la Matriarca para hacer que los señores del Orden regresaran al mundo. En aquel lugar, en la caldera desolada del antiguo cráter, Keridil Toln había puesto su mano sobre el cofre sagrado, y así había interpretado su parte en la última batalla sobrenatural que había traído consigo el Equilibrio.

El corazón de Ygorla, que ya latía alocado, dio un nuevo gran salto cuando la Isla Blanca se aproximó y pudo ver por fin con claridad el cráter. Su cara norte se había abierto, y parecía una boca idiota y enorme abierta a la noche, y recordó las historias acerca del conflicto final entre el Caos y el Orden. La leyenda decía que había sido la mano del propio Yandros la que había abierto el cráter en su enfrentamiento con su archienemigo Aeoris, y las imágenes del tumulto se agolparon vertiginosas en su imaginación. Qué época aquélla, qué poder debía de haber azotado el mundo…

De repente se dio cuenta de que su veloz vuelo se hacía más lento. Las manos de Narid-na-Gost tiraron de ella para hacerla girar en el aire, y la sensación física hizo que volviera a fijarse en el presente. Flotaban muy alto por encima del iracundo mar, e Ygorla pudo oír el tonante silbido de las olas al romper contra los acantilados. El cráter roto se abría ante ellos, con impresionante cercanía; hacia el este, un relámpago llameó en silencio en el horizonte, y más allá del relámpago el cielo comenzaba a clarear en un tono plateado grisáceo con las primeras luces del amanecer.

Narid-na-Gost le sonrió e hizo un gesto en dirección al cráter. No dijo nada; Ygorla conocía ahora con certeza sus intenciones y no hacían falta palabras. Empezaron a descender, planeando en una suave espiral, sin esfuerzo. El olor desconocido de la sal y las algas llenó la nariz de Ygorla y con él sintió un estremecimiento de terror: nacida y criada lejos de las costas, el mar era para ella un desconocido implacable y hostil, y experimentó un vertiginoso impulso de pánico cuando su enorme mole pareció alzarse contra ella. Entonces la escena cambió porque Narid-na-Gost volvió a girar en el aire. Una mancha más pálida flotó delante de Ygorla, y de pronto las olas se perdieron de vista y se encontraron justo encima del volcán, pasando por encima del labio partido del cráter para flotar sobre éste. De nuevo descendieron en un movimiento espiral, las paredes de roca se cerraron en torno a ellos y acallaron el amenazador sonido del mar. Ygorla vio estratos de vívidos colores oscuros en las paredes y, debajo de ella, la gran caldera del cráter, desierta y desolada, con enormes fragmentos de ruinas que manchaban el suelo petrificado.

Sus pies se posaron en el suelo. Por un instante, la perspectiva vaciló y se retorció, como último vestigio del poder del Caos que los había llevado hasta allí y que ahora los abandonaba; luego el mareo desapareció y los sentidos de Ygorla se fueron aclarando, mientras permanecía de pie, aunque algo vacilante, sobre tierra firme.

Narid-na-Gost la soltó y ella dio un paso atrás. Había algo semejante al humor en los ardientes ojos del demonio cuando dijo:

—Bienvenida a tu nuevo hogar, hija.

Ygorla aspiró profundamente. Todavía podía oler el mar, aunque ya no podía escucharlo, y mezclados con su perfume distinguía los olores de la roca antigua y de un ambiente de decadencia húmedo y lóbrego. Miró a su alrededor y por fin volvió a posar la mirada en el demonio. La voz de Ygorla sonó débil y asombrada.

—¿Esto?

Narid-na-Gost sonrió.

—Sí, Ygorla, esto. Reconozco que no es muy impresionante, pero tiene una ventaja que no puede ofrecer ningún otro lugar en el mundo mortal.

Incómoda, ella frunció el entrecejo.

—No comprendo.

El demonio dio unos pasos y se detuvo junto a una roca grande y de peculiar simetría que parecía haber sido partida por la mitad. Tocó la piedra con un pie y soltó una risa ronca y desagradable.

—Así terminan las vanidades de los dioses —dijo con voz suavemente venenosa—. ¿Sabes lo que es esto?

Ygorla negó con la cabeza.

—Este trozo de roca sin valor alguno —declaró con desprecio Narid-na-Gost— es todo lo que queda de la pretensión del señor Aeoris de gobernar este mundo. En años pasados, cuando el Orden se mostraba autocomplaciente y el Caos no tenía poder para desafiar su predominio, esta isla estaba consagrada —recalcó la última palabra con hiriente desdén— a Aeoris y su insípida raza. Y en esta piedra colocó Aeoris un artefacto para que sus esclavos humanos lo veneraran.

—El cofre —musitó Ygorla.

El demonio la miró de reojo.

—¿Tanto te enseñaron las piadosas hermanas?

—Me enseñaron lo que querían que yo supiera —replicó ella con resentimiento al recordar las muchas preguntas que había hecho y que sus tutoras no habían querido responder.

—Claro. —Narid-na-Gost se encaminó despacio al extremo más alejado de la piedra rota y de repente, como una serpiente cuando ataca a su presa, se agachó con rapidez y cogió algo de entre los desperdicios que rodeaban la losa. Se enderezó, con el puño cerrado, luego abrió la mano y mostró lo que había encontrado en su palma.

Titubeante, Ygorla se acercó a él y vio su hallazgo. Con un brillo mortecino, apagado por las sombras que anuncian el amanecer, en su mano había un pequeño broche de oro. Tenía la forma de un círculo seccionado por un rayo.

—Parece… —entonces se calló al darse cuenta de qué era lo que no estaba bien.

A lo lejos se oyeron truenos, aunque no se habían visto destellos de relámpagos en el cráter. El demonio sonrió.

—¿A qué se parece?

—Pensé que era la insignia de rango de un iniciado del Círculo. Pero el diseño no es el correcto. No tiene la estrella del Caos.

—No, Ygorla. Eres tú la que se equivoca. Sí que es la insignia de un iniciado, pero hace casi un siglo que ningún iniciado luce una insignia como ésta. De hecho, los últimos mortales que pisaron este lugar y que podrían haber llevado una insignia semejante en sus hombros fueron los que presenciaron la apertura del cofre sagrado y el final del gobierno del Orden.

Ygorla abrió mucho los ojos.

—¿En la época del Cambio?

—Exactamente. —Narid-na-Gost soltó otra vez su ronca risa—. ¡Qué reliquia para adornar el altar de algún devoto religioso si alguien hubiera sido lo bastante observador para encontrarlo! En lugar de eso, ha permanecido aquí sin ser descubierto, un recuerdo lastimoso y no cantado, que no ha tenido a nadie que se maraville ante él. Quizás ahora comprendas por qué he escogido este lugar como tu refugio —dijo, arrojando el broche de oro con un gesto descuidado; luego hizo un amplio gesto que abarcó toda la vacía superficie de la caldera—. El cofre de Aeoris ya no está. El altar ha sido roto, la eterna lámpara votiva se apagó y los ascéticos hombres que en otros tiempos dedicaron sus vidas a custodiar el santuario hace mucho que murieron. La Isla Blanca se ha convertido en un lugar al que los historiadores pueden acudir para saciar su curiosidad, pero incluso la curiosidad se ha transformado en indiferencia con el paso de los años. —Se volvió y sus ojos parecieron concentrarse en un saliente que se encontraba a unos 60 metros por encima del suelo del cráter. Detrás del saliente parecía haber la entrada de un túnel, pero éste estaba vacío e Ygorla no podía imaginar qué podría haber allí que llamara la atención del demonio.

»Ha pasado casi una década desde la última vez que un pie humano mancilló esta isla —prosiguió Narid-na-Gost—. Ahora nadie recuerda lo que ocurrió aquí, y por lo tanto a nadie le importa. —Una fina y tortuosa sonrisa se insinuó en su rostro—. Incluso sospecho que mis propios amos casi han olvidado su existencia. No cabe duda de que tienen asuntos más importantes de los que ocuparse; y eso es justo lo que yo deseo. —La sonrisa se convirtió en una mueca lobuna—. Soledad, Ygorla. Libertad lejos de miradas inquisitivas y mentes curiosas. Eso es lo que ofrece la Isla Blanca y por eso deseo que tengas aquí tu hogar.

Una vez más, Ygorla miró a su alrededor, la caldera del cráter. Cualquier chica normal de catorce primaveras, al igual que muchas personas adultas, se habría quedado anonadada ante la perspectiva de vivir en un lugar tan desolado. Existir en soledad entre aquellas inmensas rocas resonantes, sin compañía o comodidades humanas, sería un camino seguro para el derrumbe y la locura. Pero la psique más profunda de Ygorla, aunque todavía en estado embrionario, comenzaba a despertar en ella una expectación excitada. Confiaba en Narid-na-Gost. El demonio ya le había mostrado una parte del potencial que encerraba su alma, y, si aquél era el precio que debía pagar para aprender más, entonces daría la bienvenida a la Isla Blanca y a la soledad con los brazos abiertos.

Se volvió hacia el demonio y dijo con entusiasmo:

—¿Qué haré aquí, padre? ¿Qué planes tienes para mí?

Pasaron unos instantes antes de que Narid-na-Gost respondiera. La luz del amanecer se iba haciendo cada vez más intensa y merced a su iluminación Ygorla vio que los ojos carmesíes del demonio parecían absortos, como si contemplaran algo que quedaba fuera del alcance de los sentidos humanos. Pero al fin su mente pareció regresar al presente y la miró de nuevo.

—¿Cuán grande es tu ambición, Ygorla? ¿Es, me pregunto, tan grande como la mía?

—¿Qué quieres decir? No comprendo.

—Claro que no. Y todavía no estoy dispuesto a contártelo todo. —De repente, sus ojos se convirtieron en crisoles gemelos—. Primero debes aprender qué eres, y aprender a controlar el poder que posees y a moldearlo según tu voluntad.

Frustrada, Ygorla inició una queja:

—¡Puedo controlarlo! Anoche yo…

—Anoche utilizaste tus talentos al azar y sin coherencia. Eso no servirá, hija. Por ejemplo, ¿cómo harían frente tus capacidades no desarrolladas a esto? —Mientras hablaba, hizo un gesto rápido y complejo, e Ygorla aulló de terror. Con un chillido que resonó en toda la caldera, una quimera cobró vida justo encima de su cabeza. Una mezcla horripilante de águila, sabueso y serpiente sacudió sus grandes alas, levantando una tormenta de polvo y fragmentos de roca que cegó a Ygorla y casi la asfixió. La chica volvió a gritar, y la quimera respondió con una horrible y burlona parodia de un grito humano mientras se abalanzaba sobre ella con las garras extendidas.

—¡Nooo! ¡Por favor, no! —chilló; en su terror, tropezó y cayó, y agitó los brazos en un esfuerzo frenético por protegerse la cabeza.

La quimera desapareció, y el polvo se posó. Ygorla, de rodillas, miró a Narid-na-Gost y rezó en silencio para no vomitar.

—¿Te das cuenta? —La voz del demonio era engañosamente suave—. Ni pensamiento ni control; sencillamente, reaccionaste como el animal asustado que eres.

En la mente de Ygorla el miedo y la furia lucharon por imponerse. Intentó hablar pero no fue capaz. Y, aunque la sublevaba la idea, no tuvo más remedio que admitir para sus adentros que el demonio tenía razón.

Sus ojos mostraron sumisión. Narid-na-Gost sonrió y luego extendió una mano hacia ella. El aire pareció hacerse borroso por un instante y, cuando Ygorla volvió a mirar, vio que el demonio tenía en la mano una copa rebosante de vino.

—Bebe —le indicó—. Recuperarás la compostura.

No tuvo que repetírselo. Temblorosa todavía por el susto, bebió a grandes tragos el vino, cerrando los ojos mientras lo sentía bajar por su garganta y comenzar a calmar sus alterados nervios. Tenía un sabor que nunca antes había probado: fuerte, pero con una peculiar dulzura de fondo que no tenía nada que ver con el dulzor de las uvas. Sospechó que aquél no era un brebaje terrenal, sino que por el contrario procedía del Caos.

—Tienes mucho que aprender —le dijo Narid-na-Gost—, y tu adiestramiento requerirá tiempo, resolución y coraje. El arte de la magia no es un juego de niños, y la magia que yo te enseñaré es muy distinta de la que practican los estúpidos humanos de la Península de la Estrella. Mirarás al Caos cara a cara, Ygorla, y es necesario que estés preparada para hacerlo sin miedo.

El pulso de la chica se aceleró y se hizo irregular.

—¿Quieres llevarme al reino del Caos?

—Ah, no, me has entendido mal. Yo seré tu único maestro, y nuestro trabajo se realizará únicamente en el mundo mortal. Mis amos —de nuevo su tono fue de desprecio, con un toque de venenosa amargura— no saben nada de tu linaje y menos aún de los planes que tengo para ti. Me aseguraré de que estés protegida de su interés hasta que llegue el momento adecuado.

—¿Qué momento, padre? —suplicó Ygorla—. Por favor, ¡dímelo!

—No —el demonio negó con energía—. Sólo te lo diré cuando tenga la certeza de que estás preparada para saberlo. Pero, mientras tanto, te prometo esto. Si eres diligente y me obedeces en todo, y si conviertes en realidad la promesa que he visto en ti, entonces, antes de que pasen muchos años más, tendrás un poder que ni siquiera en tus más fantásticos sueños has podido imaginar. ¿Te contentarás con esto durante un tiempo?

Ygorla permaneció callada. Mientras Narid-na-Gost hablaba, había experimentado una súbita furia interior, como si se hubiera prendido fuego en sus entrañas. Lo que él le había prometido, lo sabía sin duda alguna, no era un simple alarde, y en su referencia indirecta y feroz a los dioses del Caos había dado a entender la existencia de una maquinación mucho más tenebrosa que el mero deseo de enseñar a su hija medio humana las artes de la magia que eran suyas por derecho de nacimiento. Había más, mucho más, y todo en su interior gritaba de frustración al no saber la verdad completa. Pero no se atrevía a presionarlo. Hasta entonces, recordó, había sido una prisionera del control bienintencionado pero asfixiante de la Hermandad, cercada por reglas y leyes, tratada como una niña, enjaulada. Ahora, Narid-na-Gost había abierto la jaula y le había concedido una libertad nunca soñada. Una vocecita disidente en su interior intentaba decirle que no había hecho nada más que cambiar una jaula por otra, pero desechó con desprecio esa idea. Narid-na-Gost no le cortaría las alas; más bien al contrario: le enseñaría a volar. Si eso implicaba que ella debía frenar su avidez y aprender a tener paciencia, así sería. Era, sin lugar a dudas, un precio pequeño.

—Sí, padre —contestó por fin—. Será suficiente.

—Muy bien —aprobó el demonio, acercándosele—. Entonces te dejaré durante un tiempo para que reflexiones sobre tu futuro.

—¿Me dejas? —exclamó ella desolada.

—Desde luego. —Esta vez su sonrisa era astuta y tenía aire de conspiración—. Debo ser prudente y regresar al Caos antes de que se note mi ausencia. Pero pronto regresaré —prometió; le tocó el brazo e hizo una pausa—. Tienes la piel fría.

Vestida sólo con su ropa interior, la verdad es que Ygorla se encontraba helada hasta la médula, pero había estado demasiado preocupada para darse cuenta. Sacudió la cabeza.

—Estoy bien.

—Aun así… —Bajó la mano por su hombro hasta sus pequeños pechos, y en torno a la chica se materializó una larga capa, que le envolvió el cuerpo con calidez. Sorprendida, Ygorla se miró. La capa tenía casi el aspecto y el tacto de ricas pieles y su intensa negrura se veía salpicada por un brillo suave y opalescente. Movió los hombros, encantada con las brillantes ondulaciones que ello provocó en la vestimenta, y Narid-na-Gost se rió con suavidad.

—Aquí no te faltará nada, Ygorla. Buena comida, buen vino, buenas ropas; todo lo que desees será tuyo. No deseo más que lo mejor para mi amada hija.

De pronto un resplandor surcó las paredes del cráter. Momentos después se escuchó un trueno que resonó en la desierta cámara de roca, y comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. Narid-na-Gost cogió la mano de Ygorla y señaló el saliente que ella había visto antes.

—Hay una senda que lleva al saliente, y el túnel que allí se inicia da a muchas cavernas. Escoge una como tu refugio y, cuando lo hayas hecho, pronuncia mi nombre en voz alta. Aparecerán todas las comodidades mundanas que pudieras desear. Disfrútalas hasta que volvamos a vernos.

La lluvia se hacía más intensa y repiqueteaba en el suelo de la caldera. A espaldas de Narid-na-Gost, la atmósfera tembló y se distorsionó, y la puerta por la que había entrado en el mundo mortal reapareció, suspendida en el aire. Una gama de colores oscuros se agitó alrededor del portal mientras éste se abría lentamente.

El demonio la atrajo hacia sí.

—Adiós —dijo—, por el momento.

Sus rostros estaban a la misma altura. Ella podía ver las marcas que afectaban su pálida piel, y percibía el olor a almizcle que lo rodeaba, mezclado con algo que recordaba al hierro candente. Por un instante, los ojos como brasas de Narid-na-Gost se clavaron en los suyos; entonces los labios del demonio se entreabrieron y la besó, deliberadamente, con apetencia. Ella se quedó un instante parada; pero entonces algo en su interior respondió y le devolvió el beso con un ansia igual a la del demonio.

Por fin, Narid-na-Gost se apartó. No dijo nada; sólo sonrió con total satisfacción y luego retrocedió hasta el óvalo de luz estremecida. El óvalo se volvió rojo sangre y lanzó una espeluznante radiación sobre la deforme silueta del demonio cuando éste se detuvo en el umbral. Después, un sonido suave, de implosión, afectó al siseo de la lluvia, y Narid-na-Gost y el portal desaparecieron.

Ygorla se quedó bajo la lluvia, mirando el lugar donde había estado la puerta. Después del beso de despedida de su padre, tenía la mente entumecida, incapaz de poner orden a los confusos pensamientos que surgían en su cabeza. Sólo cuando el agua comenzó a resbalarle por el cabello empapado y a caerle por el rostro, consiguió volver a la realidad y, con un estremecimiento, sintió que sus sentidos recobraban el control consciente.

La lluvia era ahora un diluvio. Ygorla alzó la vista a tiempo para ver un relámpago que rasgaba el cielo sulfuroso, cuyo trueno escuchó tan sólo un instante más tarde. La tormenta estaba casi encima de la isla, y ella se recogió la capa alrededor del cuerpo y se dirigió hacia la senda que la conduciría al saliente y a refugio. Al volverse, algo en el suelo lanzó un resplandor dorado a la luz momentánea de un segundo relámpago e Ygorla se paró.

Era el broche del iniciado. Su padre lo había tirado con desprecio, pero Ygorla se agachó y lo recogió. El recuerdo de una era perdida, el símbolo del Orden triunfante. ¿Quién, se preguntó, habría llevado aquella insignia en el día en que los dioses caminaban por el mundo? ¿Podría haber pertenecido a Keridil Toln en persona? Apenas importaba: Sumo Iniciado o mero acólito, sus huesos se estarían deshaciendo ahora, sus sueños convertidos en polvo. Una sonrisa cruel se dibujó lentamente en el rostro de Ygorla. Conservaría aquella chuchería como recuerdo. Se lo pondría en el hombro, como burla de los orgullosos hombres y mujeres que se habían creído tan sabios e invencibles y que tan equivocados estaban. Ella, sola en aquel paraje desolado, solitaria Margravina de la Isla Blanca, hechicera, demonio, ostentaría el símbolo del Orden y se reiría en la cara del Orden mientras reclamaba su herencia del Caos. Cerró con fuerza la mano en torno al broche mientras el trueno sacudía de nuevo las paredes del cráter. Después recogió su capa y, riéndose de la tormenta y de sus propios feroces pensamientos, comenzó a correr bajo la intensa lluvia hacia el sendero.