Capítulo IV
Avali murió a medianoche, cuando la segunda luna alcanzaba su cénit. Su bebé, una niña diminuta casi sin pelo, que apenas tenía fuerzas para llorar, fue extraído de su cuerpo sin vida por Carnon, Karuth y Fiora, y llevado a la habitación contigua para que descansara junto al fuego en una cesta con sábanas de lino mientras las hermanas se sentaban llorosas a su alrededor.
Ria estaba conmocionada. Al principio, se negó tenazmente a manifestar su dolor y también rechazó el calmante que Carnon intentó darle; tan sólo fue capaz de sentarse en una silla de respaldo alto, cogidos los brazos, balanceando el cuerpo adelante y atrás, mientras el sentimiento de culpa que no podía expresar se delataba lastimeramente en su mirada. Karuth consiguió por fin que bebiera la infusión y la metió en la cama, completamente vestida. Después llamó a una criada del Castillo para que velara su sueño.
Cuando por fin abandonó el dormitorio de la Matriarca, Karuth se detuvo un instante en el pasillo para recobrar la serenidad antes de volver junto a Carnon, en la habitación donde yacía la chica muerta. No era la primera vez que atendía a moribundos —Carnon no creía que fuera bueno evitar a sus aprendices los aspectos más desagradables de la profesión— pero ver a aquella pobre criatura, apenas mayor que ella, sucumbir al fin tras horas de agonía, la había alterado de una manera que nunca antes había experimentado. ¡Qué trágico desperdicio! En cuanto a la niñita diminuta e indefensa, había oído el rumor de que era de padre desconocido y ahora su madre también se había ido. ¿Qué le depararía el futuro?
Karuth se estremeció y se frotó con fuerza los ojos. Estaba cansada, y nada le habría gustado más que retirarse al calor y seguridad de su habitación, donde podría refugiarse durante un rato de las crueldades de la vida, pero eso quedaba totalmente fuera de lugar. La hermana Fiora estaba con el bebé, por lo que el médico Imbro la necesitaría para ayudarlo a amortajar el cadáver. Sus necesidades tendrían que esperar.
Respiró hondo y abrió la puerta de la habitación de Avali.
Un tenue perfume almizclado flotaba en el aire. Carnon había quemado incienso en un pequeño brasero cerca del fuego, y el humo subía despacio y comenzaba a formar un manto en el techo. La tarea de Karuth, que no le agradaba pero que había aprendido a no eludir, sería vestir a Avali con una túnica fúnebre de color púrpura, peinarla por última vez y pintar en su rostro los símbolos que harían más rápido el viaje hacia los dioses. Después iría a buscar a la hermana Fiora y los tres —era costumbre que fueran todos los que se encontraban presentes en el momento del fallecimiento— se sentarían para velar el cadáver de Avali hasta el amanecer.
Se puso a trabajar en silencio, mientras musitaba oraciones a Aeoris y Yandros. Percibía de reojo los movimientos de Carnon al fondo. Su sentido del tiempo había desaparecido, distorsionado por el cansancio y por el silencio de la habitación poco iluminada; podrían haber transcurrido una o cuatro horas hasta que acabó su labor y entró la hermana Fiora y ocuparon sus lugares alrededor de la cama, con las cabezas inclinadas en señal de respeto y meditación.
El tiempo pasó y la agotada mente de Karuth vagó a un mundo de fantasmas errabundos, a medio camino entre el sueño y la vigilia. Sólo una vez se sobresaltó un instante, escapando al principio de una pesadilla, y al alzar la vista, parpadeando soñolienta, vio la habitación inmóvil y escuchó el débil chisporroteo del brasero. La ventana de aquella habitación estaba orientada hacia el oeste, por lo que no pudo ver el primer rayo de sol, cuando éste apareció, lejos en el este y sobre el mar. Pero, en el Castillo que despertaba lentamente, hubo un hombre que vio el resplandor del amanecer así como el débil brillo de una luz sobrenatural incolora, aunque a la vez parecía recoger todas las variaciones del espectro, que se movía fugazmente entre dos de las grandes torres del Castillo. Desapareció en un instante, como el reflejo lejano de un relámpago, pero el atisbo quedó fijo en su mente. Le dijo algo que había estado esperando conocer. Y también despertó otra intuición, extraña…
El suave movimiento del picaporte hizo que Karuth se despertara por completo y alzara la cabeza mientras los vestigios del sueño desaparecían totalmente. La luz del día entraba en la habitación, el brasero estaba apagado y el fuego casi extinto. Frente a ella, al otro lado de la cama, la hermana Fiora se frotaba los ojos. Carnon, también despierto, se incorporó un poco en su asiento y estiró los brazos; y se quedó de piedra cuando vio a Keridil Toln en el umbral.
—Sumo Iniciado… —Carnon se puso en pie, Karuth hizo lo mismo un instante después, y Fiora, mirando rápidamente por encima del nombro, se incorporó e hizo una apresurada reverencia.
—Carnon… —Los debilitados ojos de Keridil mostraban una peculiar intensidad—. Señoras… —Miró la cama y la estudió atentamente durante unos instantes—. Lamento profundamente esta tragedia. ¡Pobre niña! Apenas tenía dieciocho años, según tengo entendido. —Su mirada abandonó la inmóvil silueta de Avali y se fijó uno por uno en los rostros de quienes la velaban—. Sé que hicisteis cuanto estaba en vuestras manos para salvarla. Debe de haber sido una noche dolorosa para los tres.
Karuth y Fiora bajaron la vista. Carnon asintió sombríamente.
—Gracias, Keridil. Tu amabilidad me conmueve.
—¿Amabilidad? —La mirada de Keridil se hizo ligeramente burlona—. Ah, me pregunto… —Se acercó para ver a Avali con más claridad—. ¿El bebé está vivo?
—Sí. Es una niña. Prematura, pero creo que sobrevivirá.
—Ah —repitió Keridil. Estaba al pie de la cama. Fiora se apartó para dejarlo pasar, y las huesudas manos del Sumo Iniciado agarraron el extremo de la cama hasta que sus nudillos se marcaron blancos.
—Presagios. —Lentamente, desapareció la expresión de desconcierto y en su lugar surgió el ceño. Karuth se atrevió a mirar a Carnon; sus miradas se encontraron y ella vio, como esperaba, inquietud en el médico. Carnon hizo ademán de coger al Sumo Iniciado por el brazo y apartarlo de la cama, pero Keridil volvió a hablar.
—No, no. Eso pasó hace mucho tiempo. —De repente, con un estremecimiento, Karuth tuvo la sensación de que hablaba a alguien que no estaba en la habitación. Entonces Keridil movió la cabeza y sonrió débilmente—. Si hay presagios, que sean otros quienes los descubran. Doy gracias a los dioses por no tener que afrontar ya esa responsabilidad.
—Keridil —Carnon lo interrumpió en voz baja—, deberías descansar. Todos deberíamos hacerlo. Ha sido una noche muy larga.
Pasó una mano bajo el brazo de Keridil. Éste asintió y dejó que lo apartara de la cama y lo dirigiera hacia la puerta. Entonces, cuando estaban a medio camino, se detuvo de pronto y lanzó una dura mirada al médico, y Karuth vio que Carnon retrocedía.
—Pero ¿qué dioses, Carnon? —dijo con dureza Keridil—. ¿Puedes responderme? ¿Qué dioses?
Karuth no podía ver el rostro del Sumo Iniciado y no sabía —y nunca se atrevería a preguntar— qué había visto el médico Imbro en ese instante. Pero, cuando Keridil comenzó de nuevo a andar lenta y cansinamente hacia la puerta, Carnon la miró y ella interpretó el mensaje de su mirada.
«Ve a tu habitación, Karuth —le decía en silencio—. Duerme mientras puedas. Creo que no tardaré mucho en volver a necesitarte.»
—Matriarca, lamento ser el portador de más noticias tristes. —Chiro Piadar Lin cogió las manos de Ria y las apretó suavemente—. Pero ha preguntado por ti. Sólo quiere que estén presentes sus amigos más íntimos, y sería una gran amabilidad por tu parte.
Sólo sus amigos más íntimos… ¿Entonces la contaba a ella dentro de ese reducido círculo? Ria se sintió muy emocionada y cerró los ojos para que no surgieran nuevas lágrimas. Aquella mañana se habían roto sus barreras y por fin había llorado por Avali. El llanto había ayudado a disminuir el dolor de la pena y el sentimiento de culpa que sentía, al menos lo suficiente para recuperar la compostura y presentar un rostro tranquilo a quienes la rodeaban. Incluso había comenzado a pensar en las tristes necesidades que se derivaban de la muerte de su sobrina. Dar la noticia a sus padres, los arreglos para el funeral, el futuro del bebé: todo aquello era responsabilidad suya, y su carga, y debía afrontarlo y ser fuerte.
Pero ahora, tras una tragedia, venía otra.
Era otro golpe cruel, pero no podía eludirlo. Keridil había pedido que acudiera, y no podía negarle su último deseo.
Se levantó, alisó su túnica y con ella el fajín de púrpura bordada que era símbolo de luto.
—Claro, Chiro —dijo y se sintió aliviada al comprobar que no le temblaba la voz—. ¿Quieres que te acompañe ahora mismo?
—Carnon piensa que sería lo más conveniente.
Se oyó un ruidito de respiración nasal al otro lado de la habitación, y Ria se volvió. Desde donde estaba, no podía ver al bebé en la cesta; dos hermanas estaban inclinadas sobre ella, acunándola, y en una silla entre ellas sonreía el ama de cría. La Matriarca no les dijo nada —no hubiera sabido qué decir en aquel momento— y dejó que Chiro la acompañara fuera de la habitación, al pasillo.
La luz del sol entraba sesgada por los grandes ventanales; las criadas atendían sus tareas, y varios niños jugaban en el patio. Parecía un día normal y corriente, pero Ria era muy consciente de lo que se ocultaba bajo aquel barniz. La noche pasada los dioses habían dejado el murmullo de la muerte en un alma; hoy volvería el murmullo y para Ria el espléndido día estaba fuera de lugar. Pero Keridil quería que fuera así. Podrían apagar las luces, había dicho, y silenciar el Castillo y guardar luto por él cuanto quisieran una vez que su espíritu hubiera partido en el último viaje; pero, mientras la mortalidad siguiera aferrándolo, no quería lamentaciones. Quizá, pensó Ria, aquél era su más sabio consejo, porque ¿de qué servía la pena a los muertos o a los agonizantes? Avali ya no necesitaba su llanto o su preocupación. Y había una nueva vida que tener en cuenta, una preciosa nueva vida. De la tristeza —pensó, recordando el catecismo que a tantas novicias había enseñado— puede surgir la alegría. De la oscuridad del invierno siempre surge el verdor de la primavera…
—Avali está en paz, Ria —dijo Chiro—. Podemos estar seguros de ello. Y su hija crecerá.
Había vuelto a adivinar sus pensamientos, con aquella extraña capacidad que tenía, y Ria sonrió.
—Lo sé, Chiro. Y Keridil…
—Espera con alegría. Un final, pero también un principio. Para todos nosotros.
Dieron unos pasos en silencio, y luego Chiro preguntó:
—¿Has decidido cómo vas a llamarla?
—¿Al bebé? —Aquel súbito cambio de tema cogió desprevenida a Ria, pero le agradó—. La verdad es que no he pensado en ello. Las hermanas quieren llamarla Ygorla, pero… —se mordió el labio—. Ojalá supiera qué hubiera preferido Avali. Nunca hablaba de nombres; ella… ¡Oh, cielos! —Se limpió los ojos con la manga de su túnica.
Él la abrazó con suavidad.
—Ria, no debes atormentarte. Ya oíste a Carnon; no puedes ser considerada culpable bajo ningún aspecto. El estado de Avali no podía haber sido diagnosticado o previsto, y los rigores del viaje hasta aquí no ejercieron ninguna influencia.
—Lo sé. Carnon me lo explicó todo esta mañana. También sé que no habría recibido mejores cuidados en ningún otro lugar. En realidad fueron mejores que si se hubiera quedado en Chaun Meridional. Pero no puedo dejar de pensar… —Movió la cabeza, impotente.
—Debes dejar de pensarlo. De verdad, Ria, debes hacerlo —le dijo Chiro con severidad; luego su expresión se hizo más suave—. ¿Recuerdas lo que nos dijimos en el banquete? ¿Recuerdas tu brindis?
Lo recordaba, y creía que a lo mejor él tenía razón. Tenían que pensar en el futuro. De la oscuridad del invierno… La pena acabaría por desaparecer y ella todavía tenía mucho que dar, sobre todo a la huerfanita que ahora dormía en el ala este. Pronto acabaría aquel tiempo triste y la vida volvería a su cauce normal.
Pero, de todos modos, al mirar el brillante sol Ria sintió que algo helado y temible la tocaba con una mano gélida.
Keridil no había querido morir en su lecho. Habría preferido pasar su última hora sentado en su sillón favorito junto al fuego, rodeado por sus amigos y colegas más íntimos, pero al final su cuerpo se reveló demasiado débil y a regañadientes hizo caso a Carnon y yació, apoyado en almohadas, en la gran cama con cuatro postes que había sido su lecho durante casi toda su vida, y, antes que él, el de incontables predecesores en el cargo.
Nada más entrar en la habitación con Chiro, Ria supo que la muerte estaba muy cerca de Keridil. La piel del anciano Sumo Iniciado había adquirido aquel peculiar aspecto traslúcido que tan a menudo anunciaba que un alma abandonaba su prisión mortal. Cuando Keridil giró la cabeza y le sonrió, Ria vio certeza en su mirada.
—Querida Matriarca —la saludó, alargando una mano; la presión fue sorprendentemente enérgica, pero en cierto modo efímera—. Gracias por venir a verme.
Ria no consiguió hablar, pero se llevó la mano de Keridil a los labios y la besó. Chiro se acercó a la cama y le dijo algo al oído a Keridil y Ria. Cuando retrocedió, ésta vio que sólo había otras tres personas en la habitación: Carnon, como ya esperaba, y junto a la ventana, cogidos de la mano, los dos hijos de Chiro, Karuth y su hermano Tirand.
Tirand sólo tenía nueve años, pero ya era la viva imagen de su padre cuando era joven. Sostuvo un instante la mirada de la Matriarca antes de bajar la vista nervioso, para concentrarse en sus pies. No estaba muy ducho en el protocolo, aunque sabía que debía haber hecho una reverencia ante ella. Ria, consciente de la solemnidad de la ocasión, se apiadó de él, y se acercó cruzando la habitación hasta cogerle la mano que el niño tenía libre.
—¿Cómo estás, Tirand? —le susurró.
—Bien, gracias, señora —le respondió el niño, también en un susurro—. Al menos… —Su rostro adquirió una expresión de tristeza y no pudo evitar fijar la mirada en la cama.
—Está bien, hijo. Sé lo que quieres decir. Y el Sumo Iniciado no quiere que estemos tristes. Aunque debemos quedarnos atrás, ésta es para él una ocasión de alegría, porque alcanzará la paz.
Por un instante se preguntó si sus palabras no sonaban huecas, pero el cambio en la expresión de Tirand, de triste confusión a dubitativo alivio, desvaneció sus dudas. Miró después a Karuth y se dio cuenta de que la chica la estaba evaluando con mirada profesional y preocupada. Sonrió.
—Estoy mucho mejor, Karuth. Gracias por tu amabilidad.
—Me alegro, señora. ¿Está bien la niña?
—Sí, gracias a la benevolencia de los dioses.
Karuth hizo un gesto en dirección a la frágil figura de Keridil.
—El Sumo Iniciado ha preguntado por ella, Matriarca. Antes de que llegarais. Parece preocupado por ella.
Ria sabía que Keridil había visitado inesperadamente al amanecer el velatorio de Avali. Quizá, pensó, Keridil veía en la niña un símbolo de nueva esperanza, un nuevo principio.
El pensamiento se vio interrumpido de forma brusca cuando Karuth la cogió del brazo.
—Matriarca…
—¿Qué pasa?
Entonces Ria lo sintió a su vez: un aliento frío que pasó por delante de ellos y cruzó la soleada habitación. Por instinto miró hacia la cama, y vio los ojos de Keridil abrirse perceptiblemente y cambiar de enfoque, de manera que parecía contemplar, con intensa claridad y una inteligencia nuevamente despierta, un punto preciso entre los dos pies de la cama. Después pensó que tal vez lo había imaginado, aunque nunca podría saberlo con certeza, pero en ese punto parecía haber un débil resplandor, y la sensación de una presencia, una inteligencia, que llenaba la habitación e iba más allá de sus dimensiones físicas, hasta otro plano inimaginable de la existencia.
La intuición se convirtió en certeza e, incapaz de contenerse, Ria avanzó.
—Keridil… —las restantes palabras murieron en su garganta.
Keridil se sentó muy derecho. La vívida inteligencia de su mirada se intensificó y, de pronto, se vio que en su rostro luchaban por sobreponerse la felicidad, el dolor y una extraordinaria comprensión. Ria sintió que Karuth estaba pegada a ella, vio a Chiro retroceder, oyó un brusco suspiro de Carnon.
—¡Espera! —No era la voz normal del Sumo Iniciado, sino más potente, más joven, casi irreconocible—. Hay algo que debo…
—¡Keridil, no te esfuerces! —Carnon lo cogió por los hombros, e intentó que se volviera a acostar. Pero, para asombro del médico, Keridil lo apartó violentamente. Seguía con la mirada fija en el mismo punto entre los postes de la cama. Carnon y Chiro siguieron su mirada pero no vieron nada, mientras que Ria y Karuth tan sólo intuían una cierta luz que se mezclaba con oscuridad, la presencia de un poder inmenso.
Pero Keridil veía con mucho más que sus sentidos físicos. Cuando el frágil hilo que lo unía con el mundo mortal se estremeció y comenzó por fin a ceder, miró más allá de la habitación, más allá de las antiguas piedras del Castillo, a un reino en el que extraños colores pulsaban y cambiaban en un arco iris enorme y chispeante, y contempló una figura alta, rodeada por un espectro sobrenatural de colores, que se erguía ante él y que lenta, muy lentamente, alzó una mano para llamar su atención y darle la bienvenida.
—Ah, sí. —Pronunció las palabras en voz alta, las oyó caer como piedras lanzadas desde un acantilado, caer y caer hacia un distante mar, siempre hambriento. Si los amigos y compañeros de este mundo, aquellos a quienes dejaba atrás, oían o entendían, no lo sabía, y no era ya una cuestión relevante. Habían caído sesenta años y Keridil Toln hablaba de nuevo con un ser de otro orden, que al fin había acudido para llevárselo.
Una cabellera como de plata fundida caía en rizos sobre unos poderosos hombros, unos ojos como dos crisoles dorados lo miraban a través de la piel, la carne y el hueso; una boca exquisitamente simétrica le sonreía. Keridil alzó una mano, queriendo tocar la aparición…
De repente, un nuevo destello captó la atención de su mirada, en el límite de su campo de visión. Giró bruscamente la cabeza y vio otra figura, aún más familiar, allí donde hacía unos instantes veía los rostros preocupados de Carnon y de Chiro.
Keridil sintió que algo se relajaba en lo más profundo de su ser. Aquél era el momento que su intuición le había dicho que llegaría. Aquello era lo último que le quedaba por hacer, el mensaje que tenía que entregar. En memoria de una vieja amistad perdida, en memoria de una lealtad que había tenido que esperar sesenta años para ser pagada.
Unos ojos verdes, invisibles para todos menos para él, observaron al Sumo Iniciado que agonizaba, y, después de tanto tiempo, Keridil sintió otra vez la presencia del amigo al que había traicionado, el amigo que había recuperado su verdadera identidad y regresado, en el amanecer de la nueva era de este mundo, al reino al que debía su existencia.
El hombre mortal y el señor del Caos se contemplaron por encima del abismo del tiempo y el recuerdo, y Keridil Toln pronunció sus últimas palabras.
—No es como Sashka. Ten cuidado, Tarod. Ten cuidado.
Unos labios finos se curvaron, los ojos como esmeraldas se cerraron y la visión se desvaneció. Keridil giró de nuevo la cabeza y miró hacia donde todavía lo esperaba, inmóvil, la aparición de resplandeciente cabellera de plata. Escuchó el suspiro final que se escapó suavemente de sus pulmones —sin estertores, tal como habrían podido esperar los médicos—, y con aquella exhalación la habitación adquirió nuevas dimensiones y su conciencia partió libre de su mortaja.
Se alzó. Su cuerpo, la mortaja que estaba abandonando, se estremeció una vez y luego se hundió lentamente en las almohadas de la cama. La mano extendida de Keridil cogió la otra mano inhumana y ya no oyó el suave llanto de una mujer cuando abandonó los límites del mundo.
Siete prismas de luz cegadora giraban lentamente por encima de un paisaje cambiante. Sus colores iridiscentes centelleaban y se mezclaban en un arco iris gigantesco que temblaba surcando el inquieto cielo. Surgió un sonido, una nota larga y sobrenatural, que se convirtió en silencio interrumpido tan sólo por el gemido intermitente del viento.
Desde donde se hallaba, sobre un gigantesco acantilado negro que a su retorcida manera recordaba los bloques de granito de la Península de la Estrella, el mundo mortal no era más que una diminuta llama que flotaba en el límite de la percepción, casi perdida contra el telón de fondo titánico y siempre cambiante del Caos. En el núcleo de aquella llama, un alma humana exhalaba sus últimos suspiros y su breve transición desde la vida a lo que esperaba más allá de ésta había tocado una fibra que despertó sus recuerdos.
Su forma era tan impredecible como su caótica mente pero, al renovarse los recuerdos, adoptó el aspecto de un hombre. Era el único de los Siete que alguna vez había sabido lo que significaba ser humano. Aquella manifestación era un homenaje a los viejos tiempos, aunque algo irónica; un homenaje al hombre que agonizaba en la Península de la Estrella, puesto que era el último superviviente del Cambio, el último de los mortales que habían contemplado el rostro de un señor del Caos. Una larga cabellera negra enmarcaba un rostro orgulloso y ascético; unos ojos verdes se volvieron lentamente para contemplar los últimos instantes del Sumo Iniciado, y unos labios finos sonrieron con una expresión que se movía entre la compasión, el desprecio y el afecto.
Podría haber llevado consigo a Keridil Toln al Caos. Era algo que estaba al alcance de sus poderes, puesto que el statu quo entre los dioses, que los hombres y mujeres denominaban ingenuamente Equilibrio, había sido alterado desde el día siempre bien recordado en que Yandros había triunfado sobre Aeoris del Orden y había rehecho las leyes del mundo mortal para que siguieran los propósitos del Caos. Pero, por muy grande que fuera la tentación de seguir ese capricho, se contentó con dejar que la decisión de Keridil fuera el árbitro final. Sesenta años antes, según el cómputo humano del tiempo, al Caos le había divertido trastocar las restricciones largo tiempo impuestas por los señores del Orden y conceder al mundo un grado de libertad desconocido en toda su historia. La oposición, como había dicho una vez Yandros, era un factor a tener muy en cuenta para prevenir que cualquier poder cayera en la autosatisfacción. Ahora, cada individuo podía elegir a quién servir y el Caos, con toda la perversidad propia de su naturaleza, se había mostrado firme a la hora de mantener su juramento de contenerse y no manipular las vidas de los humanos. Aunque externamente Keridil había cumplido con su deber de dar a cada parte lo suyo, en el fondo siempre había permanecido fiel al Orden. Que fuera con Aeoris, tal y como había rogado en sus oraciones. Hubo un tiempo en que había sido un amigo y, aunque la amistad acabó en traición, Tarod no le guardaba rencor.
Pero, mientras la chispa que era la vida de Keridil se apagaba, pareció de pronto que algo quería gritar a través de las dimensiones, que quería tocar por última vez los ecos y recuerdos que una vez habían atado al agonizante Sumo Iniciado a otra devoción. El tiempo se detuvo y, desde la cama de la silenciosa habitación del Castillo, se asomó un rostro del que habían desaparecido bruscamente las huellas de los años, y una mente asolada con viejas culpas y anhelos y confusiones proyectó un último mensaje urgente.
No es como Sashka. Ten cuidado, Tarod. Ten cuidado.
Las palabras lo alcanzaron como un dardo helado, y el viento que soplaba a través del reino del Caos se alzó un instante hasta convertirse en aullido huracanado. Tarod levantó un brazo y lo apaciguó; después su mano se cerró en torno a la llama del mundo, como si ésta fuera una luciérnaga que hubiera atrapado en la palma de la mano. Su conciencia se movió, volvió a centrarse y contempló al anciano, el que antaño había sido su compañero, y vio que los envejecidos ojos de color avellana lo reconocían y que el hombre sabía que había escuchado sus palabras.
El contacto no duró más que un instante. Otra presencia esperaba al alma de Keridil, y Tarod se retiró elegantemente, dejando tan sólo una ligera turbulencia en el aire del dormitorio y una caricia en la mente del Sumo Iniciado que era su forma de despedirse. Se había terminado. El último defensor de las viejas costumbres del Círculo se había ido, y el futuro se abría a nuevas influencias. Sería, pensó, una era interesante.
Se volvió y dejó atrás el desolado acantilado, permitiendo que regresara hacia el espectro de luz y oscuridad siempre cambiante a partir del cual lo había creado. Reflexionó en el extraño mensaje de Keridil: No es como Sashka. Le intrigaba aquella referencia, porque hacía mucho tiempo que nada le recordaba aquel nombre. Por mera curiosidad, formó una imagen a partir de las resplandecientes neblinas que lo rodeaban, la imagen de una mujer joven, alta y adorable, con ojos marrones y una melena de cabellos castaño rojizos. Como ejemplo de egoísmo humano, codicia y corrupción, Sashka no había tenido rival. También había poseído una exquisita belleza, una rara inteligencia y la capacidad de ocultar a los hombres la verdad que acechaba tras su máscara. Había sido maligna, lo cual era una noción divertida, teniendo en mente las acusaciones que en época de Sashka se habían hecho contra los que eran como él.
Pero hacía tiempo que Sashka había sido expulsada del mundo mortal y de los otros mundos. Incluso el gusano que habitaba el núcleo de su corazón debía de haberse convertido ya en nada, en el infierno sin dimensiones al que la había enviado. Era una lástima que Keridil no hubiera sabido cortar los últimos lazos para abandonar su vana esperanza de volverla a encontrar. Se habría merecido algo mejor, pero incluso con su último aliento había musitado su nombre.
No es como Sashka. Ociosamente, Tarod se preguntó qué espejismo, qué fantasía distorsionada había estado en la mente de Keridil en aquel momento. Parecía haber querido avisarle algo, pero sus pensamientos habían sido demasiado débiles y confusos para que el mensaje tomara forma y consistencia. ¿Un fantasma del pasado? ¿Algún demonio amante creado por su propia mente? Tarod sonrió con cierta compasión. El Caos no tenía nada que temer de los fantasmas.
Hizo desaparecer la hermosa imagen de Sashka, que giraba lentamente sobre sí misma, y alzó la vista al ominoso cielo. Un relámpago rojo sangre estalló en el firmamento y, siguiendo un capricho, Tarod lanzó su conciencia hasta unirse con él, mientras los fragmentos de su forma humana se esparcían como un millón de diamantes. Uno de los siete prismas que seguían pulsando con ritmo lento e incansable en el vasto horizonte resplandeció repentina y brevemente; después el relámpago se repitió y rasgó la bóveda celeste, y una oscura sombra se extendió sobre el paisaje cambiante y luminoso para desaparecer en el chisporroteante arco iris, muy arriba.