Capítulo X
La despreocupada predicción de Tarod acerca del mandato como Sumo Iniciado por parte de Chiro Piadar Lin resultó ser bastante cierta. La investigación del Círculo sobre los horripilantes sucesos ocurridos en la Residencia de la Matriarca fue interrumpida y, aunque algunas miembros de la Hermandad no se mostraron contentas con aquel brusco carpetazo, no tenían ni la confianza ni la convicción para discutir el decreto de Chiro, más cuando Blis Alacar hizo saber que se mostraba de acuerdo con el punto de vista del Sumo Iniciado.
La sucesora de Ria en el cargo de Matriarca fue Shaill Falada, una superiora popular y respetada, procedente de la provincia de Wishet. Tras un rostro rubicundo y unos modales muy normales, se escondía una mujer muy sabia, y, una vez terminada la pompa y ceremonia de su nombramiento, se puso a gobernar su orden femenina con tranquila eficacia. Se erigió un pequeño monumento a Ria en el jardín de la Residencia de la Matriarca, pero Ygorla, aunque se le guardó el luto que exigía el protocolo, pronto fue olvidada, y las preocupaciones cotidianas más importantes volvieron a ocupar el lugar de precedencia de siempre.
En el invierno del tercer año después de la muerte de Ria, los pescadores de las provincias de Shu y de la Perspectiva regresaron a sus puertos con historias de tormentas de una intensidad fuera de lo corriente y muy localizadas en la Bahía de las Ilusiones. Una embarcación había sido arrastrada contra las rocas en el estrecho de la Isla de Verano, se había hundido y habían perecido tres marinos; cinco días más tarde, un barco de pesca más grande se encontró con una galerna inesperada en la misma zona y se vio obligado a arribar a la misma Isla de Verano, a la que llegó con las velas hechas jirones y la bodega inundada. Rara vez pasaban siete días seguidos sin que se irguieran los conos de tormenta en los muelles de Shu-Nhadek, y, cuando fracasaron las plegarias y los rituales para atraer un tiempo más tranquilo, muchas tripulaciones de las flotas más pequeñas o de embarcaciones individuales se resignaron con filosofía a permanecer anclados hasta que terminara aquella peculiar temporada.
Pero, como siempre, había gentes más valerosas —o, según los cínicos, más temerarias— que se negaban a doblegarse ante los elementos. Con la mitad de las naves de la provincia amarradas en los puertos, el pescado fresco escaseaba y subía de precio, lo cual era tentación suficiente para un pobre o para un oportunista. Fue así que, cuando el Chica Sonriente zarpó de Shu-Nhadek en un brillante amanecer, sus tripulantes desplegaron las velas con gran expectación, orgullosos de su empresa y del valor que prevalecía allí donde otros habían abandonado.
Había mar gruesa, incluso agitada en algunas zonas, pero el cielo estaba despejado y el viento era fresco, de manera que pronto el Chica Sonriente se alejó en dirección este, siguiendo una ruta que lo apartaba lentamente de la costa de Shu, y lo llevaba a los ricos bancos de pesca que se encontraban al sur de la Isla de Verano. A media mañana se avistaron los escarpados acantilados de la otra tierra de la bahía, la Isla Blanca, alzándose a estribor, coronados por el cono truncado del volcán extinto, y el patrón se paró un instante junto al timón para preguntarse, como hacía a menudo, qué podría verse en aquel antiguo peñasco desierto. De niño, había oído historias sobre el lugar, contadas por aquellos que habían ido en uno de los barcos de peregrinos para regresar con asombradas descripciones de las enormes escalinatas y las cuevas laberínticas excavadas en la roca; pero, aunque el patrón se había prometido que un día satisfaría la curiosidad y visitaría la isla, nunca lo había hecho. Ahora ya no zarpaban los barcos de peregrinos, puesto que la isla no despertaba suficiente interés como para sacarle provecho, y ningún marino en plenas facultades intentaría pasar con una embarcación pequeña alrededor de las rocas con sus traicioneras mareas. El patrón se encogió de hombros, olvidó la isla y sus fantasías de juventud, y prestó su atención a asuntos más prácticos.
El aviso llegó minutos después, del vigía colocado en la proa para advertir de la presencia de bajíos, y cuando el patrón oyó el grito de ¡Tormenta! la sangre pareció pararse en sus venas. A ello siguió la ira, una reacción terrible, instintiva. El cielo estaba despejado como en un día de verano, y no se veía ni una nube en el horizonte; ¡no podía haber una tormenta!
Entonces miró de nuevo a través del ojo de buey de la cabina del timón, en dirección a estribor, y vio las enormes masas de nubes con forma de yunque que se elevaban más allá de la Isla Blanca.
Intentó soltar un juramento, pero se le quedó en la garganta cuando vio la masa que se movía. ¡Era imposible! No podía salir de un cielo despejado, como por ensalmo…
La primera ventada cogió al Chica Sonriente por el costado, y el patrón se tambaleó cuando el puente se movió bajo sus pies. Se alzó una ola cruzada que golpeó con fuerza el costado del barco y lo hizo balancearse salvajemente; el patrón recuperó sus sentidos con rapidez y gritó a los tripulantes que recogieran velas, al tiempo que comenzaba a girar el timón, intentando poner la embarcación de proa al viento. Pero, de repente, el Chica Sonriente no respondió. Más olas siguieron a la primera, golpeando el casco, y, en lo que parecieron ser sólo unos segundos, el viento se convirtió en galerna. El sol desapareció tragado por la masa de nubes que crecía y una enorme ala de sombras barrió el mar procedente de la isla, convirtiendo la superficie del agua en algo aceitoso, de tenebroso color oscuro. La lluvia y el granizo cayeron sobre el barco, mientras las olas subían y bajaban, empujándolo como un corcho. Se oyeron gritos de terror procedentes de proa, y el ruido brusco de un barril de agua al soltarse y caer por la borda; luego, por encima del aullido del viento, se oyó un crujido profundo, ominoso, cuando la vela mayor comenzó a golpear como un ala monstruosa. La botavara, fuera de control, giró en un arco como de guadaña, se estrelló contra la cabina del timón, y derribó al patrón sobre el puente.
El tumulto se adueñó de todo cuando el miedo se convirtió en pánico a ciegas. El patrón, aferrado a la borda sin poder hacer nada mientras una enorme ola intentaba arrastrarlo al mar, vio formas borrosas que se agitaban pasando vacilantes a su lado, oyó gritos de terror y un letal sonido de desgarro cuando la vela, venciendo todos los esfuerzos por plegarla, se soltó y se perdió en la tormenta. La proa de la embarcación bajaba y subía; estaba dando un giro completo y la botavara retrocedió y en su camino cogió a dos hombres y los lanzó por la borda como si fueran muñecos desmadejados. En algún lugar profundo de su torturada mente, el patrón todavía intentaba protestar ante la imposibilidad del terrible ataque, pero no había tiempo para la razón ni oportunidad para asimilar el horror de lo que les estaba sucediendo. Encabritado como un caballo enloquecido, el Chica Sonriente se hundió de nuevo entre dos olas y cuando volvió a alzarse, con el agua resbalando del puente, el patrón vio una enorme muralla que surgía del caos que tenía ante sí. La isla; intentó dar un grito de alarma, pero un remolino de granizo le golpeó la cara y transformó el grito en un aullido de dolor y asombro. ¡Rocas! —gritó su cerebro—, ¡los arrecifes!, pero nadie podía escucharlo ni detener la loca y precipitada carrera del barco hacia su destrucción.
El Chica Sonriente golpeó el primero de los arrecifes sumergidos, con una sacudida desgarradora que hizo que al patrón le rechinaran los dientes. El barco giró violentamente noventa grados mientras los arrecifes abrían longitudinalmente la mitad de su casco, y el profundo y terrible rugido del agua entrando en las bodegas resonó a través de las planchas del puente. Alguien comenzó a gritar ¡Abandonad el barco!, pero el patrón nunca supo si alguien oyó y obedeció aquel grito. Vio la botavara abalanzarse sobre él de nuevo y abrió los brazos en el momento en que el palo y una catarata de agua cayeron simultáneamente; después se vio volando. Le pareció que lo hacía lenta, muy lentamente, a través del aire huracanado, mientras el mar salía a su encuentro. Sus oídos se vieron llenos de un rugido y…
Recobró el sentido, tendido boca abajo en un saliente que quedaba fuera del alcance del mar. Una mano, agarrotada, sujetaba un trozo de madera astillado y la lluvia caía sobre su desprotegida espalda. El furor de la tormenta había cesado; ahora sólo había el rugir interminable de un mar allanado y domado por la copiosa lluvia y los riscos de la Isla Blanca que se alzaban vertiginosos, recortados contra un cielo gris.
No recordaba cómo había llegado a la orilla. No recordaba nada desde que la gran ola había arrancado la botavara de su punto de sujeción y se la había llevado por la borda, y a él con ella. Cuando volvió a tener un atisbo de raciocinio, pensó que debía de haberse agarrado instintivamente al palo y que milagrosamente habría sido arrastrado a través de los arrecifes hasta el pie resguardado de la isla, donde de alguna manera había sacado fuerzas para salir del agua antes de desmayarse. En cuanto a los demás…
No quería mirar, pero la compulsión a hacerlo era demasiado fuerte para resistirse. A través de la cortina de lluvia vio entre los arrecifes que sobresalían el mástil roto y fragmentos de madera, que eran todo lo que quedaba del Chica Sonriente. Cerca del límite de los arrecifes había unos cuantos restos flotantes; más allá, creyó ver algo de mayor tamaño que flotaba, pero volvió rápidamente la cabeza, negándose a reconocer qué era. A lo largo del saliente donde se encontraba, que se extendía siguiendo la curva de la isla, nada más se movía o interrumpía la simetría de las rocas. Estaba solo.
El patrón comenzó a temblar sin control, y pasó un buen rato hasta que pudo someter aquella reacción. Sin saber la posición del sol, no podía averiguar qué hora era, ni tampoco podía juzgar si la marea estaba subiendo o bajando. No tenía equipo de supervivencia, ni bengalas, ni cuerda, ni siquiera un trago de agua fresca, menos aún comida, y las probabilidades de que otro bajel se acercara a una distancia desde la que pudieran verlo eran tales que ningún jugador cuerdo las aceptaría. Si se quedaba donde estaba, moriría. Debía intentar alcanzar el interior de la isla.
Cuando se esforzó para ponerse a gatas, descubrió que, a pesar de tener el cuerpo magullado, lleno de cortes y contusiones, parecía no tener ningún hueso roto. El patrón cerró los ojos y dio fervorosas gracias a los dioses y luego añadió una oración para que, habiéndolo llevado hasta allí, siguieran apiadándose de él un poco más. Si fuera capaz de alcanzar algún punto alto en la isla y encontrar los medios para hacer fuego, entonces probablemente, sólo probablemente, el humo no tardaría demasiado en ser visto y un barco se acercaría a investigar. No quería morir. No allí, de aquella manera, solo, sin nadie que guardara luto por él, y asustado.
Con dolorosa lentitud comenzó a arrastrarse por el saliente, sin saber apenas qué esperaba encontrar, pero examinando con desesperación la imponente pared. Al fin llegó a lo que parecía ser una grieta en la cara del acantilado, donde las rocas se habían partido y separado, formando una empinada senda que ascendía. Durante bastante rato, lo único que fue capaz de hacer fue permanecer sentado y contemplar la grieta, preguntándose qué haría si después de la penosa ascensión se encontraba en un callejón sin salida. Pero la cuestión por el momento carecía de importancia. No tenía más remedio que intentarlo, por lo que por fin metió su cuerpo en la fisura y, ayudándose con las manos, comenzó a trepar por la senda con una determinación intensa, casi hipnótica, hacia lo que fervientemente deseaba que fuera su refugio.
En otra parte de la isla, unos ojos increíblemente azules miraban un pequeño espejo y observaban con intensa fascinación los avances del afligido marino.
Al cabo, juzgando que el hombre que se arrastraba alcanzaría el final de la senda en cuestión de minutos, unas manos pequeñas y blancas dejaron el espejo, y la única habitante de la Isla Blanca se levantó de su diván.
A los catorce años, Ygorla había sido bonita; a los diecisiete los últimos rasgos infantiles se desvanecían para revelar a una joven de extraordinaria belleza. Su piel era perfecta; su cabellera, como una rica cascada negra que enmarcaba un delicado rostro en forma de corazón. Y, si tres años de soledad en aquel paraje desolado podrían haber llevado a un mortal común al borde de la locura, Ygorla había prosperado y alcanzado la plenitud. Su padre había cumplido la promesa: tenía cuanto lujo pudiera desear; y, además de adornos materiales, poseía también un talento secreto y pujante que, al cabo de sólo tres años de estudio y práctica, ya había superado con creces los más fantasiosos sueños de su niñez. Su adiestramiento no había terminado todavía, ni mucho menos; pero ya podía decir de sí misma, con confianza, que era una hechicera. Y, aunque sus capacidades eran pequeñas comparadas con las metas que había fijado su padre demonio, habrían sorprendido a los adeptos superiores del Círculo si el Círculo hubiera sabido que seguía viva.
Pero lo único que no había tenido en todo aquel tiempo era contacto humano. Para ser sinceros, no había echado de menos la sociedad humana; las visitas de Narid-na-Gost eran frecuentes y, además, en Chaun Meridional había encontrado la compañía de otras personas más irritante que placentera. Pero aquellos nuevos acontecimientos la intrigaban. No había esperado que alguien sobreviviera al naufragio del barco, y el hecho de que el pescador siguiera aferrándose con tenacidad a lo que le quedaba de vida había despertado su curiosidad.
Miró a su alrededor y cogió una capa de pieles negras que días antes había dejado allí con descuido. Su refugio era una de las muchas cuevas del interior de la Isla Blanca, pero su burda naturaleza quedaba oculta por los opulentos adornos que su padre —y recientemente ella misma— había creado. Ygorla se echó la capa sobre los hombros y se detuvo unos instantes a contemplar la cámara. Necesitaría más espacio. Otra caverna, quizás una parecida a la pequeña antecámara que conectaba con ésta por medio de un corto túnel, y donde realizaba sus experimentos y estudios más privados. Al volver pensaría en ello con más atención. Pero primero debía atender a su más apremiante preocupación.
Con un roce de sedas se alejó por el túnel que llevaba a la ladera exterior del cráter y a un pórtico sin adornos, con cuatro columnas erosionadas por el paso de los siglos. Justo encima del dintel era posible percibir un dibujo grabado: un ojo abierto con un relámpago que surgía de la pupila, el antiguo símbolo de Aeoris del Orden. Décadas atrás, cuando la isla era un lugar sagrado y tabú, el bajorrelieve había estado recubierto de pan de oro; pero los restos que los peregrinos poco escrupulosos no habían robado, hacía tiempo que se habían desprendido y desaparecido. Ygorla sonrió al ver el bajorrelieve y refrenó un impulso infantil de sacarle la lengua; luego salió del pórtico al aire libre.
La lluvia seguía cayendo con intensidad, pero ni una gota la tocó mientras contemplaba lo que había llegado a considerar su dominio. Desde el pórtico, que en otros tiempos había sido la entrada ceremonial al cráter, descendía una gigantesca escalinata por la ladera del volcán. Según la leyenda, aquella escalinata había sido creada por Aeoris en los tiempos anteriores a la historia escrita, y los peldaños estaban tallados a una escala inhumana como para acoger los pies de un gigante. La vista quitaba el aliento. Muy, muy lejos era posible distinguir la estrecha ensenada del único puerto de la isla, poco más que una fisura en medio de los altos acantilados y que llevaba décadas sin ser utilizada, y más allá la vasta extensión gris del océano meridional llegaba a fundirse con el horizonte. En un día despejado podía ver a veces la silueta de la Isla de Verano, resplandeciente en la distancia, pero hoy sólo se veían el mar, las nubes y la lluvia.
Ygorla se detuvo un instante y examinó la escalinata y la red de entradas a las cavernas que aparecían como pústulas oscuras en las paredes de roca.
Después comenzó a bajar, saltando de peldaño en peldaño como una gacela, deteniéndose de vez en cuando para ladear la cabeza como si intentara escuchar algo. Por fin encontró el mirador adecuado, cerca de la boca de una de las cavernas más amplias, y allí se detuvo. La lluvia seguía cayendo a su alrededor, pero ella, a quien no mojaba, no le hacía caso. Sonriendo como si aquello fuera una broma particular, se sentó a esperar en la escalinata.
Durante su lenta y penosa ascensión, el pescador no había dejado de rezar ni un instante para que sus esfuerzos no resultaran en vano, y, cuando vio la boca del túnel ante sí, la impresión de alivio fue tan grande que su corazón casi se paró. Por un instante perdió el control de los músculos y su cuerpo se derrumbó sin nervio mientras intentaba calmar su respiración estertorosa y recuperar algo de energía. Al fin, musitando incoherentes gracias a los poderes que lo habían salvado, se adentró en el túnel.
La lluvia dejó de golpearlo, y sintió polvo seco bajo las crispadas manos. El túnel se volvía llano casi enseguida y, cuando miró en la penumbra, creyó atisbar un débil resplandor a lo lejos. Se frotó los ojos para apartar la mezcla de lluvia y lágrimas y, luchando contra el impulso de echarse al suelo y sencillamente dormir, siguió adelante.
Durante un rato no se oyó nada más que el sonido apagado de sus lentos pasos. Su mente estaba demasiado aturdida incluso para calcular la distancia que había recorrido, y, siempre que miraba hacia adelante, el resplandor de lejana luz no parecía más brillante. Perseveró, consciente de que no podía volver atrás, intentando no perder el ánimo… y entonces, de repente, se detuvo.
¿Eran imaginaciones suyas o había oído un débil y extraño sonido, imponiéndose por un momento al apagado ruido de sus pies y manos? Su pulso se aceleró y se hizo irregular y miró en torno a sí. No había nada que ver; tan sólo el túnel, ahora más amplio y más alto, pero sin nada que destacar. Debía de haber sido un eco, quizá de algún hueco más allá de la pared. Hizo ademán de seguir avanzando…
Y soltó un gritó cuando una violenta ráfaga de viento llegó por el túnel, lo alcanzó por la espalda y lo derribó al suelo.
Los ecos de su grito se alejaron por el túnel, tras la ráfaga de viento, y al irse desvaneciendo escuchó —o creyó escuchar— una risita a sus espaldas.
Permaneció en una especie de limbo terrible durante lo que le pareció una eternidad, atrapado entre el terror a mirar a sus espaldas y el horror equiparable de no saber qué podía haber allí. Al fin, al no oír más sonidos, se obligó a volver la cabeza.
Al principio creyó que el túnel estaba desierto, pero, cuando soltó el aire retenido y se preparaba para reanudar su lenta marcha, una sombra se movió en la pared. Entonces los ojos del patrón se movieron en sus cuencas cuando la sombra se convirtió en algo más sólido y vio lo que avanzaba por el túnel hacia él.
Su grito fue ensordecedor, penetró en sus propios oídos y convirtió el miedo en pánico. Levantándose —el túnel era suficientemente alto para permitirle ponerse en pie, aunque manteniendo la espalda bastante encorvada— comenzó a correr en zigzag por el túnel, chocando, tropezando, rebotando contra las paredes, dando traspiés. Escuchaba a sus espaldas el suave sonido de unas patas, trotando primero, corriendo después, y también pudo escuchar a la criatura, que jadeaba y babeaba. Por su mente se repetía la imagen que había tenido de ella: negra, ágil, un felino, pero al mismo tiempo no era un felino, no era real, no era mortal. Era algo procedente de otra horrible dimensión, con ojos de fuego y una boca llameante, que reía, gruñía y cada vez estaba más cerca…
De repente la luz se hizo más intensa y el túnel giró en una curva cerrada, de manera que casi se cayó al tomarla corriendo. Al enderezarse, sus ojos y su cerebro tuvieron tiempo de registrar la sorpresa del final repentino del túnel, antes de, con un grito, perder pie, y salir de la boca del túnel agitando los brazos para caer cuan largo era sobre el duro suelo, en un impacto que lo dejó sin respiración. Sintió un movimiento a sus espaldas, la sensación de algo oscuro y más grande de lo que implicaba su forma física, que saltaba por encima de él con una oleada de ardiente calor y se alejaba. La fría lluvia caía sobre el pescador que alzó la cabeza, parpadeando, para ver unos pies calzados con zapatillas negras a menos de un paso de donde él yacía tendido.
Zapatillas negras, el borde de una rica túnica de seda azul, unas pieles negras que brillaban como si poseyeran luz interior… El pescador alzó los ojos y vio con claridad la figura que tenía ante sí.
—¡Oh, pobre desgraciado! —Unos ojos de profundo azul en un rostro que podría haber estado hecho con la más delicada de las porcelanas; el hombre gruñó, convencido de que aquello era una terrible visión, enviada para tentarlo en sus últimos momentos, antes de ser despedazado y devorado. No podía asimilar su juvenil belleza, no podía creer en ella; era un fantasma, tenía que ser forzosamente un fantasma.
Pero la fina mano que le tocó los cabellos era muy real, y un agudo estremecimiento le recorrió desde la nuca toda la columna vertebral. Había soñado con mujeres como aquélla. ¿Se trataba de otro sueño?
—¡Cuánto has sufrido, pobre hombre indefenso! —La voz de Ygorla era como la miel y sus dedos trazaron un complicado dibujo sobre la mejilla derecha del pescador, haciendo que éste se estremeciera instintivamente con un deleite que no podía reprimir. Ella se inclinó, como un ave oscura, y su capa de piel encerró al pescador en pliegues intensamente perfumados—. Ahora no tienes nada que temer. Ahora eres mío.
Una gélida y punzante intuición inundó de terror el cerebro del hombre al escuchar aquellas palabras, pero reacciones más a flor de piel y más poderosas ahogaron la duda. ¡Era tan hermosa! No podía resistirse, no quería resistirse.
—Te quedarás aquí conmigo. Serás mi mascota. —Ahora la voz de Ygorla cambiaba, la dulzura se veía atenuada por algo más que el hombre, confuso y aturdido, no acababa de aprehender. Ansia; pero mezclada con otra emoción, otro deseo.
«Codicia —dijo una parte de él, que todavía retenía la cordura—. Poder.»
—Uhhhh… —Era una protesta inarticulada, pero no era capaz de nada más. El frío, el cansancio y el miedo se estaban combinando en una mezcla irresistible, y cuando ella se inclinó más sobre él y sus blancos dedos comenzaron a jugar con sus cabellos y a tirar de sus ropas y tocarle la piel, el pescador no pudo hacer otra cosa que retorcerse impotente mientras el deseo animal y el pánico ciego pugnaban por imponerse.
—Te guardaré y te tendré y jugaré contigo cuando me apetezca. ¡Puedo enseñarte tantas cosas! —Puso tres dedos bajo su barbilla y lo obligó a levantar la cabeza; le hacía daño, y el pescador gimió al ver aquel rostro hermoso cada vez más cerca, los labios entreabiertos que mostraban unos dientes perfectos y una lengua lista para un beso estremecedor y angustioso…
—¡Hija!
Ygorla se giró con rapidez. Dos peldaños más arriba, envuelto en un aura que pulsaba en un tono carmesí oscuro, se encontraba Narid-na-Gost.
—Padre… —El instinto y una vieja costumbre la hicieron retroceder y ponerse en pie, recogiendo la capa en torno a su cuerpo. Sus mejillas se arrebolaron.
La puerta sobrenatural por la que había llegado el demonio se cerró y desapareció, y él la miró con encendidos ojos carmesíes.
—¿Qué es esto, Ygorla? —inquirió, señalando al pescador humillado, quien se había quedado rígido y lo contemplaba con horror.
Ygorla encogió sus pequeños hombros, pero sus ojos mostraron un destello nervioso.
—Nada importante, padre. Una simple diversión. —Su voz adquirió un tono que era a la vez defensivo y ligeramente suplicante—. Me aburría.
El demonio giró lentamente sobre un pie, y el pescador se encogió cuando los terribles ojos inhumanos parecieron atravesarle el cráneo para mirar su cerebro. Intentó gritar una queja, consciente de que aquello debía de ser una tremenda pesadilla de la que pronto despertaría, pero lo único que su lengua y su garganta pudieron emitir fue un débil gruñido.
—Aburrida —dijo con desprecio Narid-na-Gost, y el aura parpadeó en torno a su silueta deforme—. De manera que desperdicias tus poderes para causar un pequeño desastre con un barco y con esta criatura que se retuerce, ¡sólo para satisfacer un capricho infantil! —Se encaró de nuevo con Ygorla, y su voz estalló con furia—. ¿Es que no has aprendido nada?
—Padre…, no, por favor… —Ygorla retrocedió al ver que el demonio alzaba la mano izquierda.
Algo, que al hombre petrificado le pareció un rayo, saltó en el espacio que separaba a padre e hija; Ygorla gritó, giró sobre sí misma y cayó de rodillas cuando el rayo la alcanzó. Su cabello se alzó alrededor de la cabeza, desprendiendo chispas, y se vieron danzar luces por la crujiente piel de su capa.
—Aaahh… —Su cuerpo se agitó de forma convulsiva, mientras intentaba ponerse en pie. El demonio se colocó ante ella.
—¡Te castigo por tu estupidez! —dijo con furia—. ¡He sido paciente e indulgente, pero no voy a tolerar esto! ¿Crees que te he criado y que te he educado para ver cómo pones en peligro tu destino y el mío con estas lamentables distracciones en las que te complaces? Tormentas y naufragios; ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que el mundo sepa que algo se está tramando? Y, cuando lo sepa el mundo, ¡lo sabrán los dioses! Pero no; ¡tú tenías que desobedecer mi autoridad y practicar juegos para satisfacer tu vanidad! —Se agachó y le cogió con fuerza la barbilla, entre su pulgar y su índice acabados en garras—. ¿Sabes lo que me ha costado envolver esta isla en un velo de secreto? Secreto: ¡ésa debe ser nuestra consigna, Ygorla! ¿De quién es el poder que ha mantenido el secreto? ¿De quién es el poder que ha mantenido en secreto todas nuestras actividades, incluso para el mismo Yandros? ¡Respóndeme!
Lágrimas de dolor corrían por las mejillas de Ygorla; los dientes le rechinaban.
—T… tuyo.
—Mío. Y, si lo vuelves a olvidar, si te atreves a olvidarlo, ¡no seré tan magnánimo una segunda vez!
—Lo s… siento…, lo siento, ¡lo siento!
Además de miedo, había verdadero arrepentimiento, observó Narid-na-Gost, y su tono de voz se hizo más tranquilo.
—Muy bien. La vanidad tiene su lugar, niña, pero de esta manera. ¿Lo comprendes?
Ella hizo un gesto de asentimiento.
—Bien.
De una manera fría e inhumana, la furia del demonio se había evaporado con tanta rapidez como había venido y, poniéndose en pie, contempló al pescador, quien durante todo aquel rato había sido incapaz de moverse, hablar o siquiera de pensar con coherencia. Narid-na-Gost lo señaló despreocupadamente y dijo:
—Mátalo.
La mirada del hombre era desorbitada.
—N… no… —Era un sueño. Tenía que serlo; tenía un ataque de fiebre, no estaba en aquel lugar de locura, sino que yacía enfermo en el saliente por encima del mar, y aquello era una pesadilla. No era real, ¡no podía estar ocurriendo!
Ygorla sorbió por la nariz y dijo con voz vacilante:
—¿No podría quedármelo, padre? Mi mascota…, pensé que podría ser mi mascota.
—Y, si aflojaras tu vigilancia y se escapara, ¿qué ocurriría entonces? —Los ojos de Narid-na-Gost comenzaron a llamear otra vez—. ¿Entonces qué, hija?
—No podría escapar. No tiene forma de abandonar la isla.
—Puede ser… pero no podemos permitirnos ningún riesgo. Ninguno.
Ella inclinó la cabeza.
—Sí, lo comprendo. Perdóname.
—Entonces haz lo que te digo. ¿O es que no tienes estómago para hacerlo?
Ella disimuló su resentimiento rápidamente.
—Lo tengo, padre. Pero no sé si tengo el poder. Un poder así, no lo sé todavía.
—¡Ah! —dijo Narid-na-Gost en voz baja—. De manera que eres lo bastante lista para conocer tus limitaciones. Eso está mejor, me satisface. Muy bien. —Se volvió hacia el pescador, y el cerebro del hombre se paralizó en un rictus de terror total. En su mente, gritaba y babeaba, las palabras se amontonaban unas sobre otras: «No, por favor, haré cualquier cosa, te adoraré seas lo que seas, no, por favor, ten piedad, déjame…».
La incoherente súplica nunca sería pronunciada. Vio la luz carmesí y sintió un fuego desgarrador, y tuvo tiempo de lanzar un loco aullido de agonía antes de que el hilo de su vida fuera cortado.
Ygorla contempló el cadáver carbonizado con una especie de fascinación carente de emociones. Sentía una cierta pena por haber perdido su juguete, pero su padre tenía razón; no podían correr riesgos. Había sido una tonta al pensar lo contrario.
—Ven, hija —dijo el demonio, cogiéndola del brazo—. Ven conmigo. Quiero enseñarte algo.
Ella se apartó del muerto y, al hacerlo, dos formas sombrías se materializaron y se dirigieron con pasos silenciosos hacia los restos. Los felinos demoníacos que había conjurado para atraer a su presa eran poco más que criaturas fantasmales, pero incluso los fantasmas ansían alimento, y sus criaturas se cebarían bien con el cadáver. El pescador ya no significaba nada para Ygorla y, olvidándolo, siguió a su padre y comenzó a subir la inmensa escalinata. Cuando alcanzaron la cima y el gran pórtico cuadrado, Na-rid-na-Gost se detuvo y se volvió para contemplar la isla y el mar.
—Mira a lo lejos —indicó en voz baja—. Dime qué ves.
Ella miró a través de la lluvia.
—El océano.
El demonio soltó una risita y, colocándose detrás de ella, tocó las sienes de Ygorla con los dedos.
—Mira otra vez.
Un estremecimiento sacudió a Ygorla, la sensación de poder que despertaba en lo más profundo de su alma, y de repente la escena que tenía ante sus ojos adquirió una increíble nitidez. Las rocas de la Isla Blanca la deslumbraron; vio a través de la lluvia, a través de las nubes grises hasta donde el sol flotaba en el cielo. Y lejos, muy lejos vio un resplandor blanco que interrumpía el horizonte, reflejando la monótona luz del día como una atalaya.
—La Isla de Verano… —Su voz denotaba asombro y arrobamiento.
—Sí. Mírala bien, hija mía; absorbe la visión. ¿Recuerdas que te dije que un día tendrías un poder que superaría a todos los sueños mortales? Ahí está el centro de ese poder, Ygorla; allí se encuentra el trono de tu futuro reino.
Ella aspiró con fuerza y excitación, sintiendo de nuevo el estremecimiento orgásmico. La Isla de Verano. Era la corona del poderío y majestad humanos, la meta definitiva de los logros mortales.
—Sí, es todo eso y más. —Narid-na-Gost conocía sus pensamientos, y sus labios se abrieron en una sonrisa mortífera y brutal—. Pero para ti no será más que el principio. Se acerca la hora, Ygorla. Cada día que amanece te acerca un paso más a tu destino.
Se apartó, dejándola sola durante unos instantes, mientras sus quedas palabras resonaban en la mente de Ygorla y arraigaban. Vio cómo le temblaban las manos al verse casi vencida por sus sentimientos, y sonrió otra vez, una sonrisa más privada, una sonrisa de satisfacción. Ella estaba muy excitada ante lo que él le había contado, pero sólo le había dicho una pequeña parte de la verdad. El resto —y sobre todo la revelación final— llegaría a su debido tiempo. Pero aún no. Todavía no.
Se adelantó de nuevo y puso las manos sobre los hombros de Ygorla.
—Es hora de tu próxima lección, Ygorla.
Ella se volvió y el demonio se rió por lo bajo, para sus adentros, al ver el ansia y la ambición y el deleite que centelleaban en sus brillantes ojos.
—Sí —dijo ella con ansiedad—. Sí, padre. Muéstrame. ¡Enséñame todo lo que pueda aprender!
La mirada carmesí de Narid-na-Gost ardió de satisfacción. Estaba orgulloso de su hija. No le fallaría. Y, en tiempos venideros, el mundo mortal —y más, mucho más que el mundo mortal— aprendería a temer tanto el nombre de Ygorla como el suyo.