A UN MUCHACHO ANDALUZ

Te hubiera dado el mundo,

Muchacho que surgiste

Al caer de la luz por tu Conquero,

Tras la colina ocre,

Entre pinos antiguos de perenne alegría.

¿Eras emanación del mar cercano?

Eras el mar aún más

Que las aguas henchidas con su aliento,

Encauzadas en río sobre tu tierra abierta,

Bajo el inmenso cielo con nubes que se orlaban

de rotos resplandores.

Eras el mar aún más

Tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;

Eras forma primera,

Eras fuerza inconsciente de su propia hermosura.

Y tus labios, de fulmíneo bisel,

Eran la vida misma,

Como una ardiente flor

Nutrida con la savia

De aquella piel oscura

Que infiltraba nocturno escalofrío.

Si el amor fuera un ala...

La incierta hora con nubes desgarradas,

El río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,

La rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,

Te enviaban a mí, a mi afán ya caído,

Como verdad tangible.

Expresión armoniosa de aquel mismo paraje,

Entre los ateridos fantasmas que habitan nuestro mundo,

Eras tú una verdad,

Sola verdad que busco,

Más que verdad de amor verdad de vida;

Y olvidando que sombra y pena acechan de continuo

Esa cúspide virgen de la luz y la dicha,

Quise por un momento fijar tu curso ineluctable.

Creí en ti, muchachillo.

Cuando el mar evidente,

Con el irrefutable sol de mediodía,

Suspendía mi cuerpo

En esa abdicación del hombre ante su dios,

Un resto de memoria

Levantaba tu imagen como recuerdo único.

Y entonces,

Con sus luces el violento Atlántico,

Tantas dunas profusas, tu Conquero nativo,

Estaban en mí mismo dichos en tu figura,

Divina ya para mi afán con ellos,

Porque nunca he querido dioses crucificados,

Tristes dioses que insultan

Esa tierra ardorosa que te hizo y deshace.

SOLILOQUIO DEL FARERO

Corno llenarte, soledad,

Sino contigo misma...

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,

Quieto en ángulo oscuro,

Buscaba en ti, encendida guirnalda,

Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,

Y en ti los vislumbraba,

Naturales y exactos, también libres y fieles

A semejanza mía,

A semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta

Como quien busca amigos o ignorados amantes;

Diverso con el mundo,

Fui luz serena y anhelo desbocado,

Y en la lluvia sombría o en el sol evidente

Quería una verdad que a ti te traicionase,

Olvidando en mi afán

Cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos

Con nubes sobre nubes de otoño desbordado

La luz de aquellos días en ti misma entrevistos,

Te negué por bien poco;

Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,

Por quietas amistades de sillón y de gesto,

Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,

Por los viejos placeres prohibidos

Como los permitidos nauseabundos,

Útiles solamente para el elegante salón susurrado,

En bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona

Que yo fui,

Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;

Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos

Limpios de otro deseo,

El sol, mi dios, la noche rumorosa,

La lluvia, intimidad de siempre,

El bosque y su alentar pagano,

El mar, el mar como su nombre hermoso;

Y sobre todos ellos,

Cuerpo oscuro y esbelto,

Te encuentro a tí, tú, soledad tan mía,

Y tú me das fuerza y debilidad

Como al ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,

Oigo sus oscuras imprecaciones,

Contemplo sus blancas caricias;

Y erguido desde cuna vigilante

Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,

Por quienes vivo, aun cuando no los vea;

Y así, lejos de ellos,

Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,

Roncas y violentas como el mar, mi morada,

Puras ante la espera de una revolución ardiente

O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo

Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,

Transparente pasión, mi soledad de siempre,

Eres inmenso abrazo;

El sol, el mar,

La oscuridad, la estepa,

El hombre y su deseo,

La airada muchedumbre,

¿Qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;

En ti, mi soledad, los amo ahora.

EL VIENTO DE SEPTIEMBRE ENTRE LOS CHOPOS

Por este clima lúcido,

Furor estival muerto,

Mi vano afán persigue

Un algo entre los bosques.

Un no sé qué, una sombra,

Cuerpo de mi deseo,

Arbórea dicha acaso

Junto a un río tranquilo.

Pero escucho; resuena

Por el aire delgado,

Estelar melodía,

Un eco entre los chopos.

Oigo caricias leves,

Oigo besos más leves;

Por allá baten alas,

Por allá van secretos.

No, vosotros no sois,

Arroyos taciturnos,

Frágiles amoríos

Como de sombra humana.

No, clara. juventud,

No juguéis mi destino;

No busco vuestra gracia

Ni esa breve sonrisa.

Corre allí, entre las cañas,

Delirante armonía;

Canta una voz, cantando

Como yo mismo, lejos.

Hundo mi cabellera,

Busco labios, miradas,

Tras las inquietas hojas

De estos cuerpos esbeltos.

Ávido aspiro sombra;

Oigo un afán tan mío...

Canta, deseo, canta

La canelón de mi dicha.

Altas sombras mortales:

Vida, afán, canto, cedo.

Quiero anegar mi espíritu

Hecho gloria amarilla.

NO ES NADA, ES UN SUSPIRO

No es nada, es un suspiro,

Pero nunca sació nadie esa nada

Ni nadie supo nunca de qué alta roca nace.

Ni puedes tú saberlo, tú que eres

Nuestro afán, nuestro amor,

Nuestra angustia de hombres;

Palabra que creamos

En horas de dolor solitario.

Un suspiro no es nada,

Como tampoco es nada

El viento entre los chopos,

La bruma sobre el mar

O ese impulso que guía

Un cuerpo hacia otro cuerpo.

Nada mi fe, mi llama,

Ni este vivir oscuro que la lleva;

Su latido o su ardor

No son sino un suspiro,

Aire triste o risueño

Con el viento que escapa.

Sombra, si tú lo sabes, dime;

Deja el hondo fluir

Libre sobre su margen invisible,

Acuérdate del hombre que suspira

Antes de que la luz vele su muerte,

Vuelto él también latir de aire,

Suspiro entre tus manos poderosas.

POR UNOS TULIPANES AMARILLOS

Tragando sueño tras un vidrio impalpable,

Entre las dobles fauces,

Tuyas, pereza, de ti también, costumbre,

Vivía en un país del claro sur

Cuando a mí vino, alegre mensaje de algún dios,

No sé qué aroma joven,

Hálito henchido de tibieza prematura.

No se advertía el eco de un remoto clima celeste

En la figura del etéreo visitante,

Veíamos tan sólo

Una luz virgen, pétalo voluptuoso toda ella,

Que ondulaba en sus manos bajo la sonrisa insegura

Como si temiera a la tierra.

Con gesto enamorado

Me adelantó los tiernos fulgores vegetales,

Sosteniendo su goteante claridad,

Forma llena de seducción terrestre,

En unos densos tulipanes amarillos

Erguidos como dichas entre verdes espadas.

Por un aletear de labio a labio

Sellé el pacto, unidos el cielo con la tierra,

Y entonces la vida abrió los ojos sin malicia,

Con absorta delicadeza, como niño reciente.

Tendido en la yacija del mortal más sombrío

Tuve tus alas, rubio mensajero,

En transporte de ternura y rencor entremezclado;

Y mordí duramente la verdad del amor para que no pasara

Y palpitara fija

En la memoria de alguien,

Amante, dios o la muerte en su día.

Arrastrado en la ráfaga,

Al cobrar pie entre los mirtos misteriosos

Que sustentan la tierra con su terco alimento de sombras,

El claro visitante ya no estaba,

Sólo una ligera embriaguez por la casa vacía.

Aún allí, sobre el cristal acuoso,

Con esos bajos rayos que vierte un sol aterido,

Los tulipanes de bordes requemados

Dejaban escapar el terso espíritu.

Dura melancolía,

No en vano nos has criado con venenosa leche,

Siempre tu núcleo seco

Tropiezan nuestros dientes en la elástica carne de la dicha,

Como semilla en la pulpa coloreada de algún fruto.

¿Dónde ocultar mi vida como un remordimiento?

Tú, lluvia que entierras este día primero de la ausencia,

Como si nada ni nadie hubiera de amar más,

Dame tierra, una llama, que traguen puramente

Esas flores borrosas,

Y con ellas

El peso de una dicha hurtada al rígido destino.

LA GLORIA DEL POETA

Demonio hermano mío, mi semejante,

Te vi palidecer colgado como la luna matinal,

Oculto en una nube por el cielo,

Entre las horribles montañas,

Con una llama a guisa de flor taras la menuda oreja tentadora,

Blasfemando lleno de dicha ignorante,

Igual que un niño cuando entona su plegaria,

Y burlándote cruelmente al contemplar mi cansancio de la tierra.

Mas no eres tú,

Amor mío hecho eternidad,

Quien deba reír de este sueño, de esta impotencia, de esta caída,

Porque somos chispas de un mismo fuego

Y un mismo soplo nos lanzó sobre las ondas tenebrosas

De una extraña creación, donde los hombres

Se acaban como un fósforo al trepar los fatigosos años de sus vidas.

Tu carne como la mía

Desea tras el agua y el sol el roce de la seda;

Nuestra palabra anhela

El muchacho semejante a una rama florida

Que pliega la gracia de su aroma y color en el aire cálido de mayo;

Nuestros ojos el mar monótono y diverso,

Poblado por el grito de las aves grises en la tormenta,

Nuestra mano hermosos versos que arrojar al desdén de los hombres.

Los hombres tú los conoces, hermano mío;

Mírales cómo enderezan su invisible corona

Mientras se borran en la sombra con sus mujeres al brazo,

Carga de suficiencia inconsciente,

Llevando a comedida distancia del pecho,

Como sacerdotes católicos la forma de su triste dios,

Los hijos conseguidos en unos minutos que se hurtaron al sueño

Para dedicarlos a la cohabitación, en la densa tiniebla conyugal

De su cubiles, escalonados los unos sobre los otros.

Mírales perdidos en la naturaleza,

Cómo enferman entre los graciosos castaños a los taciturnos plátanos,

Cómo levantan con avaricia el mentón,

Sintiendo un miedo oscuro morderle los talones;

Mira cómo desertan de su trabajo el séptimo día autorizado,

Mientras la caja, el mostrador, la clínica, el bufete, el despacho oficial

Dejan pasar el aire con callado rumor por su ámbito solitario.

Escúchales brotar interminables palabras

Aromatizadas de facilidad violenta,

Reclamando un abrigo para el niñito encadenado bajo el sol divino

O una bebida tibia, que resguarde aterciopeladamente

El clima de su fauces,

A quienes dañaría la excesiva frialdad del agua natural.

Oye sus marmóreos preceptos

Sobre lo útil, lo normal y lo hermoso;

Óyeles dictar la ley al mundo, acotar el amor,

dar canon a la belleza inexpresable,

Mientras deleitan sus sentidos con altavoces delirantes;

Contempla sus extraños cerebros

Intentando levantar, hijo, a hijo, un complicado edificio de arena

Que negase con torva frente lívida la refulgente paz de las estrellas.

Esos son, hermano mío,

Los seres con quienes muero a solas,

Fantasmas que harán brotar un día

El solemne erudito, oráculo de estas palabras mías ante alumnos extraños,

Obteniendo por ello renombre,

Más una pequeña casa de campo en la angustiosa

sierra inmediata a la capital;

En tanto tú, tras irisada niebla,

Acaricias los rizos de tu cabellera

Y contemplas con gesto distraído desde la altura

Esta sucia tierra donde el poeta se ahoga.

Sabes sin embargo que mi voz es la tuya,

Que mi amor es el tuyo;

Deja, oh, deja por una larga noche

Resbalar tu cálido cuerpo oscuro,

Ligero como un látigo,

Bajo el mío, momia de hastío sepulta en anónima yacija,

Y que tus besos, ese venero inagotable,

Viertan en mí la fiebre de una pasión a muerte entre los dos;

Porque me cansa la vana tarea de las palabras,

Como al niño las dulces piedrecillas

Que arroja a un lago, para ver estremecerse su calma

Con el reflejo de una gran ala misteriosa.

Es hora ya, es más que tiempo

De que tus manos cedan a mi gloria

El flamígero puñal codiciado del poeta,

De que lo hundas, con sólo un golpe limpio,

En este pecho sonoro y vibrante, idéntico a un laúd,

Donde la muerte únicamente,

La muerte únicamente,

Puede hacer resonar la melodía prometida.

DANS MA PENICHE

Quiero vivir cuando el amor muere;

Muere, muere pronto, amor mío.

Abre como una cola la victoria purpúrea del deseo,

Aunque el amante se crea sepultado en un súbito otoño,

Aunque grite:

Vivir así es cosa de muerte.

Pobres amantes,

Clamáis a fuerza de ser jóvenes;

Sea propicia la muerte al hombre a quien mordió la vida,

Caiga su frente cansadamente entre las manos

Junto al fulgor redondo de una mesa con cualquier triste libro;

Pero en vosotros aún va fresco y fragante

El leve perejil que adorna un día al vencedor adolescente.

Dejad por demasiado cierta la perspectiva de alguna nueva tumba solitaria,

Aún hay dichas, terribles dichas a conquistar bajo la luz terrestre.

Ante vuestros ojos, amantes,

Cuando el amor muere,

La vida de la tierra y la vida del mar palidecen juntamente;

El amor, cuna adorable para los deseos exaltados,

Los ha vuelto tan lánguidos como pasajeramente suele hacerlo

El rasguear de una guitarra en el ocio marino

Y la luz del alcohol, aleonado como una cabellera;

Vuestra guarida melancólica se cubre de sombras crepusculares;

Todo queda afanoso y callado.

Así suele quedar el pecho de los hombres

Cuando cesa el tierno borboteo de la melodía confiada,

Y tras su delicia interrumpida

Un afán insistente puebla el nuevo silencio.

Pobres amantes,

¿De qué os sirvieron las infantiles arras que cruzasteis,

Cartas, rizos de luz recién cortada, seda cobriza o negra ala?

Los atardeceres de manos furtivas,

El trémulo palpitar, los labios que suspiran,

La adoración rendida a un leve sexo vanidoso,

Los ay mi vida y los ay muerte mía,

Todo, todo,

Amarillea y cae y huye con el aire que no vuelve.

Oh amantes,

Encadenados entre los manzanos del edén,

Cuando el amor muere,

Vuestra crueldad, vuestra piedad pierde su presa,

Y vuestros brazos caen como cataratas macilentas,

Vuestro pecho queda como roca sin ave,

Y en tanto despreciáis todo lo que no lleve un velo funerario,

Fertilizáis con lágrimas la tumba de los sueños,

Dejando allí caer, ignorantes como niños,

La libertad, la perla de los días.

Pero tú y yo sabemos,

Río que bajo mi casa fugitiva deslizas tu vida experta,

Que cuando el hombre no tiene ligados sus miembros por las encantadoras

mallas del amor,

Cuando el deseo es como una cálida azucena

Que se ofrece a todo cuerpo hermoso que fulja a nuestro lado,

Cuánto vale una noche como ésta, indecisa entre

la primavera última y el estío primero,

Este instante en que oigo los leves chasquidos del bosque nocturno,

Conforme conmigo mismo y con la indiferencia de los otros,

Solo yo con mi vida,

Con mi parte en el mundo.

Jóvenes sátiros

Que vivís en la selva, labios risueños ante el exangüe dios cristiano,

A quien el comerciante adora para mejor cobrar su mercancía,

Pies de jóvenes sátiros,

Danzad más presto cuando el amante llora,

Mientras lanza su tierna endecha

De: Ah, cuando el amor muere.

Porque oscura y cruel la libertad entonces ha nacido;

Vuestra descuidada alegría sabrá fortalecerla,

Y el deseo girará locamente en pos de los hermosos cuerpos

Que vivifican el mundo un sólo instante.

EL JOVEN MARINO

El mar, y nada más.

Insaciable, insaciable.

Con pie desnudo ibas sobre la olvidadiza arena,

Dulcemente trastornado, tal el hombre cuando un placer espera,

Tu cabello seguía la invocación frenética del viento,

Todo tú vuelto apasionado albatros:

A quien su trágico desear brotaba en alas,

Al único maestro respondías:

El mar, única criatura

Que pudiera asumir tu vida poseyéndote.

Tuyo sólo en los ojos no te bastaba,

Ni en el ligero abrazo del nadador indiferente;

Lo querías aún más:

Sus infalibles labios transparentes contra los tuyos ávidos,

Tu quebrada cintura contra el argénteo escudo de su vientre,

Y la vida escapando,

Como sangre sin cárcel,

Desde el fatal olvido en que caías.

Ahí estás ya.

No puedes recordar,

Porque ahora tú mismo eres quieto recuerdo;

Y aquella remota belleza,

En tu cuerpo cifrada como feliz columna;

Hoy sólo alienta en mí,

En mí que la revivo bajo esta oscura forma,

Que cuando tú vivías

Sobre un ara invisible te adivinaba erguido.

No te bastaba

El sol de lengua ardiente sobre el negro diamante de tu piel,

A lo largo de tantas lentas mañanas, ganadas en ocio celeste,

Llenas de un áureo polen, igual que la corola de alguna flor feliz,

De reposo divino, divina indiferencia;

Caído el cuerpo flexible y seguro, tal un arma mortal,

Ante la gran criatura enigmática, el mar inexpresable,

Sin deseo ni pena, como un dios,

Que sin embargo hubiera conocido, a semejanza del hombre,

Nuestros deseos estériles, nuestras penas perdidas.

Mira también hacia lo lejos

Aquellas oscuras tardes, cuándo severas nubes,

Denso enjambre de negras alas,

Silencio y zozobra vertían sobre el mar;

Y en tanto las gaviotas encarnaban la angustia

del aire invadido por la tormenta,

Recuérdale agitado, sacudiendo su entraña,

Como un demente que quisiera arrancar en la luz

El núcleo secreto de su mal,

Torciendo en olas su pálido cuerpo

Su inagotable cuerpo dolido,

Trastornado ante tu amor, también, inagotable,

Sin que pudieras llevar sobre su frente atormentada/

La concha protectora de una mano.

Las gracias vagabundas de abril

Abrieron sus menudas hojas sobre la arena perezosa;

Una juventud nueva corría por las venas de los hombres invernales.

Escapaban timideces, escalofríos, pudores

Ante el puñal radiante del deseo,

Palabra ensordecedora para la criatura dolida en cuerpo y espíritu

Por las terribles mordeduras del amor,

Porque el deseo se yergue sobre los despojos de la tormenta

Cuando arde el sol en las playas del mundo.

Mas ¿qué importan a mi vida las playas del mundo?

Es esta solamente quien clava mi memoria,

Porque en ella te vi cruzar, sombrío como una negra aurora,

Arrastrando las alas de tu belleza

Sobre su dilatada curva, semejante a una pomposa rama

Abierta bajo la luz,

Con su armadura de altas rocas

Caída hacia las dunas de adelfas y de palmas,

En un lánguido país del perezoso sur.

Aún ven mis ojos las salinas de sonrosadas aguas,

Los leves molinos de viento

Y aquellos menudos cuerpos oscuros,

Parsimoniosamente movibles,

Junto a los luminosos bueyes fulvos,

Transportando los lunáticos bloques de sal

Sobre las vagonetas, tristes como todo lo que pertenece a los trabajos de la tierra,

Hasta las anchas barcas resbaladizas sobre el pecho del mar.

Quién podría vivir en la tierra

Si no fuera por el mar. . .

Cuántas veces te vi,

Acariciados los ligeros tobillos por el ancho círculo de tu pantalón marino,

El pecho y los hombros dilatados sobre la armoniosa cintura,

Cubierto voluptuosamente de lana azul como de yedra,

El desdén esculpido sobre los duros labios,

Anegarte frente al mar en una contemplación

Más honda que la del hombre frente al cuerpo que ama.

Cambiantes sentimientos nos enlazan con estío aquel cuerpo,

Y todos ellos no son sino sombras que velan

La forma suprema del amor, que por sí mismo late,

Ciego ante las mudanzas de los cuerpos.

Iluminado por el ardor de su propia llama invencible.

Yo te adoraba como cifra de todo cuerpo bello,

Sin velos que mudaran la recóndita imagen del amor;

Más que al mismo amor, más, ¿me oyes?

Insaciable como tú mismo,

Inagotable como tú mismo;

Aun sabiendo que el mar era el único ser de la creación digno de ti

Y tu cuerpo el único digno de su inhumana soberbia.

Era el atardecer. Las aves del día

Huyeron ante el furtivo pensamiento de la sombra.

Los hombres descansaban en sus cabañas,

Entre la mujer y los hijos,

Desnudos los pies bajo la luz funeral del acetileno;

Acechando el sueño de sus yacijas junto al mar;

Como si no pudieran dormir lejos de lo que les hace vivir

Y de lo que les hace morir.

Un gran silencio, una gran calma

Daba con su presencia el mar;

Pero también latía por el aire adormecido y fresco del letal anochecer

Un miedo oscuro

De no sabemos qué pálidos gigantes,

Dueños de grisáceas serpientes y negros hipocampos,

Abriendo las sombrías aguas,

En lucha sus miembros retorcidos con rebeldes potencias animales del abismo.

Las barcas, como leves espectros,

Surgían lentamente desde la arena soñolienta

Sus voluptuosos cuerpos tibios,

Con la gracia animal que sabe volver los ojos implorantes

Hacia las manos de su dueño, dispensadoras de protección y de caricias,

Pensando tristemente que se alejan sin poder retenerlas.

No a estas horas,

No a estas horas de tregua, cobarde,

Al amanecer es cuando debías ir hacia el mar, joven marino,

Desnudo como una flor;

Y entonces es cuando debías amarle, cuando el mar debía poseerte,

Cuerpo a cuerpo,

Hasta confundir su vida con la tuya

Y despertar en ti su inmenso amor

El breve espasmo de tu placer sometido,

Desposados el uno con el otro,

Vida con vida, muerte con muerte.

Y una vez, como rosa dejada,

Flotó tu cuerpo, apenas deformado por las nupciales caricias del mar,

Más pálidos los labios, lo mismo que si hubieran dado paso

A toda su pasión, el ave de la vida;

Igualmente bello así, joven marino,

Desgarradoramente triste con tu belleza inhabitada,

Como al tornasolar la vida tus miembros melodiosos.

Cambian las vidas, pero la muerte es única.

Aún oigo aquella voz exangüe, que en su vago delirio

Llegó hasta mí, a través de las velas caídas en la

arena, como alas arrancadas;

Alguien que conocía tu ausencia, porque sus ojos te vieron muerto, tal una rosa

abandonada sobre el mar,

Decía lentamente: Era más ligero que el agua.

Qué desiertos los hombres,

Cómo chocan sin verse unos a otros sus frentes de vergüenza,

Y cuán dulce será rodar, igual que tú, del otro lado, en el olvido.

Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte,

Como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida.

HIMNO A LA TRISTEZA

Fortalecido estoy contra tu pecho

De augusta piedra fría,

Bajo tus ojos crepusculares,

Oh madre inmortal.

Desengañada alienta en ti mi vida,

Oyendo en el pausado retiro nocturno

Ligeramente resbalar las pisadas

De los días juveniles, que se alejan

Apacibles y graves, en la mirada,

Con una misma luz, compasión, y reproche;

Y van tras ellos como irisado humo

Los sueños creados con mi pensamiento,

Los hijos del anhelo y la esperanza.

La soledad poblé de seres a mi imagen

Como un dios aburrido;

Los amé si eran bellos,

Mi compañía les di cuando me amaron,

Y ahora como ese mismo dios aislado estoy,

Inerme y blanco tal una flor cortada

Olvidándome voy en este vago cuerpo.

Nutrido por las hierbas leves

Y las brillantes frutas de la tierra,

El pan y el vino alados,

En mi nocturno lecho a solas.

Hijo de tu leche sagrada,

El esbelto mancebo

Hiende con pie inconsciente

La escarpada colma,

Salvando con la mirada en ti

El laurel frágil y la espina insidiosa.

Al amante aligeras las atónitas horas

De su soledad, cuando en desierta estancia

La ventana, sobre apacible naturaleza.

Bajo una luz lejana,

Ante sus ojos nebulosos traza

Con renovado encanto verdeante

La estampa inconsistente de su dicha perdida.

Tú nos devuelves vírgenes las horas

Del pasado, fuertes bajo el hechizo

De tu mirada inmensa,

Como guerrero intacto

En su fuerza desnudo tras de broquel broncíneo,

Serenos vamos bajo los blancos arcos del futuro.

Ellos, los dioses, alguna vez olvidan

El tosco hilo de nuestros trabajados días,

Pero tú, celeste donadora recóndita,

Nunca los ojos quitas de tus hijos

Los hombres, por el mal hostigados.

Viven y mueren a solas los poetas,

Restituyendo en claras lágrimas

La polvorienta agua salobre,

Y en alta gloria resplandeciente

La esquiva ojeada del magnate henchido,

Mientras sus nombres suenan

Con el viento en las rocas,

Entre el hosco rumor de torrentes oscuros,

Allá por los espacios donde el hombre

Nunca puso sus plantas.

¿Quién sino tú cuidas sus vidas, les da fuerzas

Para alzar la mirada entre tanta miseria,

En la hermosura perdidos ciegamente?

¿Quién sino tú, amante y madre eterna?

Escucha cómo avanzan las generaciones

Sobre esta remota tierra misteriosa;

Marchan los hombres hostigados

Bajo la yerta sombra de los antepasados,

Y el cuerpo fatigado se reclina

Sobre la misma huella tibia

De otra carne precipitada en el olvido.

Luchamos por fijar nuestro anhelo,

Como si hubiera alguien, más fuerte que nosotros,

Que tuviera en memoria nuestro olvido,

Porque dulce será anegarse

En un abrazo inmenso,

Vueltos niebla con luz, agua en la tormenta;

Grato ha de ser aniquilarse,

Marchitas en los labios las delirantes voces.

Pero aún hay algo en mí que te reclama

Conmigo hacia los parques de la muerte

Para acallar el miedo ante la sombra.

¿Dónde floreces tú, como vaga corola

Henchida del piadoso aroma que te alienta

En las nupcias terrenas con los hombres?

No eres hiel ni eres pena, sino amor de justicia imposible,

Tú, la compasión humana de los dioses.

A LAS ESTATUAS DE LOS DIOSES

Hermosas y vencidas soñáis,

Vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,

Mirando las remotas edades

De titánicos hombres,

Cuyo amor os daba ligeras guirnaldas

Y la olorosa llama se alzaba

Hacia la luz divina, su hermana celeste.

Reflejo de vuestra verdad, las criaturas

Adictas y libres como el agua iban;

Aún no había mordido la brillante maldad

Sus cuerpos llenos de majestad y gracia.

En vosotros creían y vosotros existíais;

La vida no era un delirio sombrío.

La miseria y la muerte futuras,

No pensadas aún, en vuestras manos

Bajo un inofensivo sueño adormecían

Sus venenosas flores bellas,

Y una y otra vez el mismo amor tornaba

Al pecho de los hombres,

Tal un ave fiel que vuelve al nido

Cuando el día, entre las altas ramas,

Con apacible risa va entornando los ojos,

Eran tiempos heroicos y frágiles,

Deshechos con vuestro poder como un sueño feliz.

Hoy yacéis, mutiladas y oscuras,

Entre los grises jardines de las ciudades,

Piedra inútil que el soplo celeste no anima,

Abandonadas de la súplica y la humana esperanza.

La lluvia con la luz resbalan

Sobre tanta muerte memorable,

Mientras desfilan a lo lejos muchedumbres

Que antaño impíamente desertaron

Vuestros marmóreos altares,

Santificados en la memoria del poeta.

Tal vez su fe os devuelva el cielo.

Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la peste

Una triste humanidad decaída;

Impasibles reinad en el divino espacio.

Distraiga con su gracia el bello copero

La cólera de vuestro poder que despierta.

En tanto el poeta, en la noche otoñal,

Bajo el blanco embeleso lunático,

Mira las ramas que el verdor abandona

Nevarse de luz beatamente,

Y sueña con vuestro trono de oro

Y vuestra faz cegadora,

Lejos de los hombres,

Allá en la altura impenetrable.