Epílogo

La prueba del arenque

Lady Rothewell estaba sentada a su escritorio, tan absorta examinando el balance de cuentas de la compañía, que no oyó el leve crujido de los goznes de la puerta, ni sintió la ráfaga de aire fresco que subió por la escalera y agitó las cortinas a su espalda.

—¿Dónde está mi princesita? —preguntó con dulzura una voz desde el umbral.

Ella se volvió rápidamente y vio un rostro enjuto y familiar que la miraba desde la puerta.

—¡Papá! —exclamó, dejando el lápiz—. ¡Qué agradable sorpresa!

—Buenos días, querida.

Lord Halburne entró al tiempo que su hija se levantaba apresuradamente para abrazarlo.

—No esperaba verte hoy —dijo Camille, apartándose un poco para poder escrutar su arrugado semblante—. ¿Qué te trae a Wapping?

Él la miró con ternura.

—Mi princesa, por supuesto —respondió, depositando su capa sobre una silla—. Esta mañana sentí de repente el deseo de verte. Recuerda, hija, que soy un anciano y debes satisfacer mis deseos.

Camille se rió y lo besó ligeramente en la mejilla.

—Nada me complace más que satisfacer tus deseos —dijo—. Isabella está en el cuarto de al lado. ¿Quieres tomar una taza de café antes de entrar a verla?

—Me encantaría. —Halburne miró alrededor de la habitación—. Sigo sin comprenderlo, querida —dijo con tono pensativo, pero no de desaprobación—. El hecho de que vengas aquí, a esta zona portuaria, para... ¿Qué es lo que haces, exactamente?

—¡Papá! —contestó ella con tono de reproche, acercándole una silla—. Sólo vengo dos veces a la semana, y lo hago porque quiero, no porque...

—No te lo censuro, querida —le interrumpió Halburne, dándole una afectuosa palmadita en la mano y sentándose—. Quizá no comprenda lo que haces, pero sé que es lo que deseas.

—Merci.

Camille sonrió y se sentó.

Halburne miró el mapa que cubría la pared contigua.

—Yo imaginaba para ti, Camille, una vida de ocio como corresponde a una dama de tu posición... Pero ahora comprendo que no es lo que quieres.

Camille se rió.

—Llevo una vida de ocio cinco días a la semana.

—No es cierto, y tú lo sabes —contestó él—. Los días restantes de la semana los dedicas a examinar los papeles y libros de cuentas que te envían los abogados de tu abuelo. He visto los montones de papeles en el estudio de Berkeley Square, hija mía.

—Kieran me ayuda con todo eso —respondió Camille—. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay entre una fábrica de algodón y un ingenio azucarero? Estamos aprendiendo a avanzar juntos.

Su padre apartó la vista del mapa y volvió a mirarla con ternura.

—Tienes un buen marido, querida —dijo con tono afable—. Si yo tuviera el honor de elegir un marido para ti, no habría podido escoger uno mejor. Me considero muy afortunado de que hayas conseguido todo lo que tienes, y que lo hayas conseguido tú sola.

Camille le dio una afectuosa palmadita en la mano mientras pestañeaba para reprimir una lágrima. Su padre —el padre que había recuperado y al que adoraba, que había llegado a su vida por un curioso capricho del destino—, era una de las muchas bendiciones de que gozaba en su vida. Y desde el nacimiento de Isabella, pensó para sus adentros, la mujer que rara vez lloraba se había convertido en una auténtica llorona.

Después de tomar café, conversaron durante unos momentos sobre cosas intrascendentes, con el fin de ponerse al día, pues habían pasado una quincena sin verse, y sobre la visita que había hecho Halburne a su finca rural. El conde había permanecido casi todo el año en la capital, asistiendo incluso a algunos eventos sociales, en un par de ocasiones con su hija del brazo. Los chismorreos sobre Valigny se habían disipado mediada la temporada social, y con ellos la melancolía y la vida de recluso de Halburne.

Éste acababa de abordar el tema de un caballito mecedor que quería regalar a Isabella cuando entró el señor Bakely con el correo matutino, que distribuyó sobre las tres mesas que ahora ocupaban el despacho.

—Bien —dijo el padre de Camille, levantándose—. Deduzco que Bakely te ha traído trabajo. Te dejaré para que sigas con tus tareas. Confío en que la niñera de Isabella me permita leerle un ratito.

—No se atreverá a impedírtelo —respondió Camille, levantándose y besándolo de nuevo en la mejilla. A Isabella, que sólo tenía tres meses, no le interesaban los libros, pero conocía el ritmo de la voz de su abuelo, que la adoraba—. ¿Vendrás el miércoles a cenar, como de costumbre?

Después de dejar a Halburne cómodamente instalado en el cuarto de la niña, Camille regresó a su mesa y a sus balances de cuentas, pero su intento de reanudar su tarea no duró mucho. Al cabo de unos momentos apareció Kieran, sosteniendo un voluminoso cesto de mimbre que apenas pasaba por la puerta.

—Naranjas —anunció, depositando el cesto en la mesa—. Acaba de arribar el Queen Anne. Escogí estas naranjas del mejor barril.

—Kieran, mon amour. —Camille se levantó, apoyó las palmas de las manos en las solapas de su levita y lo besó suavemente en los labios—. ¿Cómo va todo en el puerto?

—Todo está en orden, como dijo Xanthia. —Kieran ladeó la cabeza y observó la capa de color gris oscuro que reposaba sobre una de las sillas—. ¿Ha venido Halburne?

Camille sonrió.

—Acaba de regresar del campo y estaba impaciente por ver a Isabella.

—Su princesita —dijo Kieran, observando el rostro de su mujer.

Ella se rió.

—Sí, la trata como a una princesa.

Kieran besó a su esposa de nuevo, rápida pero intensamente.

—Creo que mereces que alguien te trate a ti como una princesa —dijo con tono insinuante—. ¿Qué te parece esta noche?

Camille se acercó más a él.

—Por supuesto que puedes hacerlo, mon amour —le susurró al oído—. Pero yo no soy una princesa.

Para sorpresa de Camille, él le acarició la mejilla con ternura.

—Yo creo que sí —murmuró con insólita dulzura—. Es más, creo que en el fondo siempre lo has sabido.

Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas la historia que me contaste una vez? ¿De que eras una princesa a la que habían raptado?

Ella asintió con la cabeza.

—Era la fantasía de una niña. Me temo que los niños que se sienten solos se inventan muchas historias.

Él apoyó las manos ligeramente en sus hombros.

—Pero si lo piensas, Camille, te darás cuenta de que ésta ha resultado ser cierta —dijo Kieran—. Fuiste raptada por el malvado conde de Valigny. Te arrebataron a tu padre. Quizá... Quizá lo has intuido siempre en tu corazón. Quizá sabías que te faltaba algo.

A Camille no se le había ocurrido nunca. Sonaba muy trágico.

—Pero hay una diferencia entre la fantasía y la realidad —dijo, sonriendo—. En la realidad, no fue mi padre, el rey, quien me rescató de manos del malvado conde, sino un apuesto príncipe, alto y moreno. Yo lo llamo el Príncipe Negro.

—Y tú, querida, eres mi Reina Negra —respondió él, mirándola a los ojos—. En cualquier caso, así es como yo te consideraba. Tan morena. Tan distante y majestuosa en tu desdén hacia mí. De hecho, me hacías sentir como un humilde plebeyo.

—Kieran, mon coeur, tú nunca serás eso —murmuró ella, escrutando su rostro—. Cada mañana, cuando me despierto y te veo junto a mí, me siento inmensamente afortunada. Hoy, cuando papá se presentó de improviso, pensé de nuevo en lo afortunada que soy de teneros a los tres en mi vida, cuando hace poco más de un año no tenía nada. Menos que nada.

Su marido sacudió la cabeza.

—No, querida —contestó—. Somos nosotros tres los afortunados de tenerte en el centro de nuestro pequeño universo. El eje alrededor del cual giramos. Lo que nos proporciona luz y calor.

Ella apartó los ojos, turbada por la vehemencia de su voz. Después de más de un año de matrimonio, Kieran seguía siendo un hombre serio y parco en palabras, pero de vez en cuando... decía unas cosas que hacían que ella se sonrojara.

—Nos estamos poniendo demasiado sentimentales, querido —dijo ella, regresando a su mesa de trabajo—. No te entretengas. El señor Hayden-Worth te espera para almorzar, ¿n’est-ce-pas?

Kieran asumió un gesto más serio.

—Sí, hemos quedado para comer a la una con los de la Sociedad Antiesclavitud —respondió, echando un rápido vistazo al reloj—. El señor Buxton desea impulsar la ley de la abolición, y nosotros queremos ayudarle.

—No lo entiendo —dijo Camille, irritada—. ¿Por qué no se decide el Parlamento a promulgarla? ¿Quién puede dudar sobre la justicia de la causa de Buxton?

Kieran meneó la cabeza con gesto grave.

—En Whitehall han estado dando largas al asunto negociando con los gobiernos coloniales —dijo, echando una ojeada a su correo—. Hayden-Worth dice que ha llegado el momento de atizar el fuego, y estoy de acuerdo con él.

Camille arqueó las cejas.

—Vaya —murmuró—. ¿A qué clase de fuego se refiere Anthony?

—Buxton dice que debemos exponer nuestro caso al público inglés. —Kieran arrojó las cartas sobre la mesa, como si el correo no le interesara, y se acercó a la ventana que daba al Pool de Londres—. Cuando la gente comprenda lo que significa la esclavitud —dijo, contemplando la fría y luminosa mañana—, cuando los ciudadanos comprendan que no basta con detener el comercio de esclavos, y que esta infamia continuará hasta que consigamos una abolición total, el Parlamento tendrá que actuar. La presión les obligará a hacerlo.

Camille se reunió con él frente a la ventana, hombro con hombro. Así era como vivían ahora. Constituía los fundamentos de su matrimonio. Hombro con hombro.

Se sentía muy orgullosa de él, y de las numerosas actividades a que se dedicaba. Aquí, en Neville Shipping, ayudando a Xanthia con la gestión de la naviera. En casa, ocupándose de la finca y demás intereses de negocios que requerían su constante atención. Pero se sentía especialmente orgullosa de su nueva colaboración con Anthony Hayden-Worth, un político lo bastante joven y vitalista para creer que todos los males del mundo podían remediarse si uno se empeñaba en ello. Quizás estaba en lo cierto.

—Con Anthony en la Cámara de los Comunes, y tú y Nash en la Cámara de los Lores... —observó Camille con tono pensativo—. Bueno, creo que los tres formáis una fuerza imbatible, aliados con el señor Buxton.

Él se volvió hacia ella, sonriendo levemente.

—A propósito de esa alianza: debo regresar ya a Westminster. —Kieran se detuvo y la abrazó de nuevo—. Iré a dar un beso a Isabella, y os veré a las dos en casa.

—Espera, Kieran —dijo ella, siguiéndole hasta la puerta—. ¿Qué quieres que haga con todas estas naranjas?

Él la miró cariacontecido.

—Como sabes, me muero de ganas de comer uno de los bizcochos de naranja de Obelienne —confesó—. Al fin y al cabo, no estoy gordo. Y se me ha ocurrido..., que si hacemos un puré con una de esas naranjas y le añadimos un poco de azúcar, quizá le guste a Isabella.

—¡Pero si es muy pequeña! Kieran! —contestó Camille, riendo—. Además, Isabella no es una mascota a la que puedas darle bocaditos de comida de tus bolsillos. A propósito de bocaditos, ¿has dado esta mañana a Chin-Chin un arenque picante?

Kieran la miró fingiendo que no comprendía.

Camille le dirigió una mirada de advertencia.

—No te hagas el inocente, cariño —dijo poniéndose seria—. Son muy indigestos, como dice el señor Kemble. Trammel descubrió la prueba junto al aparador, la cual, dicho sea de paso, ha manchado la alfombra.

Kieran la abrazó y besó de nuevo, esta vez con más ardor.

—No me regañes —dijo, cuando separó los labios de los suyos—. Ya te lo advertí cuando te casaste conmigo.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella—. ¿Qué es lo que me advertiste?

—Que era un malvado —respondió él—. Un malvado impenitente.

—Bueno, al menos eso hará feliz a Chin-Chin —dijo Camille, con ojos risueños—. Él aprueba tus malos hábitos.

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