Capítulo 2

En el que el conde organiza una partida de cartas

Los delgados dedos del conde de Valigny se movían como pequeñas anguilas blancas mientras barajaban las cartas con destreza. Sus invitados observaban con ojos cansinos y hastiados el movimiento de cada una de las cartas mientras las repartía, y los destellos de color rojo sangre que emitía su sortija de rubíes a la luz de la lámpara.

Esta noche había cinco jugadores sentados a la mesa del salón del conde, a cual más disoluto. Valigny había organizado una partida de vingt-et-un, con una apuesta mínima de cincuenta libras, y al cabo de varias horas el salón apestaba a humo de tabaco rancio y a sudor aún más rancio. Al fin, lord Rothewell se levantó de su silla y abrió una de las ventanas de guillotina.

—Merci, mon ami. —Valigny le dirigió una sonrisa socarrona mientras deslizaba la última carta a través de la mesa de madera con adornos dorados—. La partida se ha puesto al rojo vivo, ¿verdad?

Dos de los caballeros sentados a la mesa parecían desesperados. El propio Valigny debía de sentirse así, pero en todos los meses que lord Rothewell llevaba jugando con el conde, nunca le había visto vacilar, ni siquiera cuando debía hacerlo. Valigny apostaba fuerte, perdía con frecuencia y repartía sus pagarés casi tan alegremente como las cartas. Pero sus ganancias, cuando las obtenía, eran legendarias. Así nace el adicto.

—Bonne chance, messieurs.

Una vez repartidas las cartas y hechas las apuestas iniciales, cada jugador pediría una. El conde seguía sonriendo mientras tamborileaba con un dedo sobre su carta puesta boca arriba: la dama de picas.

—Maldita sea. —Sir Ralph Henries arrastraba las palabras mientras observaba con ojos entrecerrados la reina negra—. ¡La ha obtenido dos veces seguidas! ¿Ha barajado bien, Calvert? ¿Está seguro?

—Usted mismo me ha visto hacerlo —replicó Calvert—. Cielo santo, ¿de qué se queja? Yo estoy a un paso de acabar en la cárcel de deudores. Sírvale otro trago, Valigny. Quizás eso evite que siga quejándose toda la noche.

Sir Ralph le miró con ojos vidriosos.

—No me quejo —balbució—. Un momento..., ¿qué ha sido de esas chicas? Eran muy guapas. A mí me gustaba la que llevaba..., ¿cómo se llama? Esa cosa negra de cuero y el..., no, un momento... ¿Me estoy haciendo un lío, Vallie?

—Eso fue hace varias noches, mon ami. —Valigny le dio una afectuosa palmadita en la mano—. Esta noche jugamos a las cartas, ¿de acuerdo? Termine la mano, Ralph, o váyase a casa.

Después de echar un breve vistazo a sus cartas, Rothewell se volvió a medias en su silla y paseó la mirada por los rincones en sombra de la habitación. No estaba seguro por qué había dejado que Valigny le convenciera para que acudiera aquí esta noche. Los compinches del conde eran una pandilla cuyo grado de depravación era difícil de imaginar, incluso para Rothewell. Pero últimamente se codeaba con tipos de lo más indeseables, como si buscara en el viscoso lodo que se halla en el fondo del pozo negro de la sociedad.

En consonancia con esta filosofía, el barón se había topado con Valigny, aunque había estado demasiado borracho para recordar dónde. Pero el conde era el tipo de hombre con el que uno se encontraría sólo en un garito en Soho, pues Valigny no pertenecía a ninguno de los clubes londinenses más exclusivos. Ni a ninguno de los menos exclusivos. Si Rothewell apenas frecuentaba la alta sociedad, Valigny no tenía trato alguno con ella. Tiempo atrás se había producido un escándalo referente a una condesa arruinada y un duelo a pistola, al menos eso le había contado Christine Armstrong a Rothewell en cierta ocasión. Pero a él eso le tenía sin cuidado.

—¿Otra, milord?

El conde acercó una carta de la baraja con el pulgar, moviendo la mano de forma que su elegante puño de encaje le cubría la mitad de la misma. Rothewell asintió con la cabeza. Valigny deslizó la carta a través de la pulida superficie de la mesa.

En alguna parte de la casa, un reloj dio la una. La partida se animó, las apuestas eran cada vez más temerarias. El señor Calvert, el más decente de ellos, estaba a punto de arruinarse, la recompensa a su virtud, pensó Rothewell cínicamente. Valigny consiguió un veintiuno dos veces consecutivas, una vez con su reina de picas, tras lo cual volvió a perderlo todo.

Uno de sus lacayos trajo más brandy y otra caja de los puros oscuros y amargos que le gustaban al conde. Rothewell encendió uno. Un segundo criado apareció con una bandeja de sándwiches. Calvert se levantó para orinar —o quizá vomitar— en el orinal que había dentro del aparador. Todo estaba al alcance de la mano, para conveniencia de los jugadores. Nada debía demorar la partida organizada por Valigny.

Lord Enders era un consumado jugador. Sabía cómo tentar al conde, a quien manipulaba a su antojo. Rothewell no tardó en perder seis mil libras, una miseria comparado con lo que habían perdido Valigny y Calvert. Pero estaba aún lo bastante sobrio como para enojarse por ello. Indicó a uno de los lacayos que le sirviera más brandy.

La siguiente mano acabaron disputándola Rothewell y Valigny, quien apostaba como si tuviera una mano imbatible. Rothewell alzó la esquina de su carta. El dos de corazones y el rey de diamantes estaban boca abajo. El cuatro de tréboles estaba expuesto. Quizás había abusado de su suerte.

—¿No sabe qué hacer, mon ami? —le preguntó Valigny con tono burlón—. ¡Vamos, atrévase! No es más que dinero.

—Dicho por un hombre que nunca ha tenido que ganarse la vida —contestó Rothewell con gesto hosco.

Se bebió de un trago la mitad de su brandy, preguntándose si debía darle un escarmiento a Valigny.

—Quizá la fortuna de Rothewell no sea tan cuantiosa como se rumorea —comentó Enders con tono frívolo.

El conde miró a Rothewell sonriendo.

—Quizá prefiera conservar su dinero, milord —dijo—. Si lo desea, podemos apostarnos algo más interesante que dinero.

—Lo dudo —respondió Rothewell irritado—. ¿Qué es lo que propone?

El conde se encogió de hombros, un gesto de deliberada indiferencia.

—¿Quizás una noche en buena compañía?

—No es usted mi tipo, Valigny —contestó el barón, deslizando una pila de billetes de banco hacia el centro de la mesa.

—No me ha entendido, mon ami. —Valigny apoyó los dedos sobre la mano de Rothewell para detenerlo, rozando con su vistoso puño de encaje blanco la bronceada piel de Rothewell—. Guárdese su dinero, y muestre su carta. Si pierde, sólo le pido una cosa.

Rothewell apartó la mano del conde.

—¿Qué?

El conde arqueó una ceja.

—Un favor insignificante, se lo aseguro.

—Hable de una vez, Valigny. Está interrumpiendo la partida.

—Deseo pasar una noche, sólo una, con la deliciosa señora Ambrose.

La respuesta enojó a Rothewell pero no le sorprendió.

—Interpreta mal mi relación con esa dama —contestó, irritado—. La señora Ambrose no es mi amante.

—¿Non? —dijo el conde sinceramente confundido.

—No. —Rothewell dejó su dinero en la mesa—. La señora Ambrose puede ofrecer sus favores a quien desee.

—Como hace a menudo —comentó Enders con tono desenfadado.

—¡Ah, pero imagino qué tipo de favores! —dijo Valigny llevándose las yemas de los dedos a la boca y besándolos—. Entonces juguemos por dinero, milord. Creo que voy a necesitarlo. La señora Ambrose tiene aspecto de ser una mujer cara.

—Pero sin duda merece la pena —dijo Enders, mirando a Rothewell de refilón—, si a uno no le importa que ya no esté en la flor de su vida.

El conde emitió una risita nerviosa. Rothewell alzó la vista y miró a Enders.

—Confío, señor, que no haya hecho ese comentario con ánimo de ofenderla, como me ha parecido —dijo sin perder la calma—. No me gustaría tener que abandonar esta partida temprano para encontrarme de nuevo con usted al amanecer en circunstancias menos halagüeñas.

Enders se tensó.

—En tal caso le pido disculpas —dijo—. Su puntería, y su mal genio, le preceden, Rothewell. Pero a diferencia de usted, la señora Ambrose no ha llegado recientemente a la ciudad. Hace años que la conocemos todos. Personalmente, prefiero a las mujeres más jóvenes.

—Mais oui, mucho más jóvenes, si lo que he oído decir es cierto —apostilló Valigny con tono risueño—. Unas jóvenes en edad escolar peinadas con trenzas, ¿no? Pero ¿qué tiene eso de particular? Muchos hombres las prefieren así.

Enders era un viudo de mediana edad, corpulento, de labios gruesos y dedos aún más gruesos. A Rothewell le había caído mal desde el primer momento, y a medida que avanzaba la velada se reafirmaba en su opinión sobre él. Le desagradaba el giro que había tomado la conversación.

Enders miró al conde con gesto hosco.

—Si un hombre tiene suficiente dinero, puede conseguir lo que desea, Valigny —dijo—. Usted debe de saberlo mejor que nadie.

Valigny se rió, pero era una risa forzada.

Rothewell ganó casi de milagro la mano, a la que siguieron varias más. Pero la conversación le había dejado un sabor agrio.

Era algo tarde para empezar a tener escrúpulos. ¿Qué le importaba con quién follaba Enders, o lo que Valigny opinaba al respecto? Él era la última persona en este mundo que podía señalar a otros con el dedo. No obstante, se sentía molesto. Y era innegable que Enders tenía fama de ser aficionado a todo tipo de perversiones.

El conde y Enders seguían discutiendo.

—Caballeros, no nos peleemos —terció sir Ralph, que estaba lo bastante borracho para mostrarse caritativo con toda la humanidad—. Acostarse con una persona joven no tiene nada de malo. Pero en estos momentos, una mujer rica me vendría de perilla. Me he quedado casi sin blanca.

—Le deseo suerte —dijo Enders con displicencia—. Créame, las esposas ricas escasean en esta época del año.

—Oui, no hay nada más reconfortante que una esposa rica. —El conde se inclinó hacia delante—. Verán, últimamente no dejo de darle vueltas a este tema. Pero usted es un hombre casado, ¿no, sir Ralph? Y usted también, señor Calvert.

Ambos hombres asintieron con la cabeza.

—Tant pis —observó el conde con cierta melancolía—. Pero ¿usted, Enders, no ha tenido suerte esta temporada en el mercado matrimonial?

—Abundaban las muchachas pobres y feas —respondió Enders malhumorado—. Como siempre. Pero las jóvenes con dinero son unas pécoras.

El conde esbozó una sonrisa irónica.

—Oui, la vida puede ser muy dura, ¿verdad, amigo mío? —dijo—. ¡En fin! ¡Sigamos jugando, messieurs!

Pero Rothewell sintió de pronto el deseo de dejar su montón de dinero sobre la mesa y marcharse. El dinero nunca le había importado demasiado, y de un tiempo a esta parte aún menos. Curiosamente, deseaba regresar a casa.

No obstante, sabía que cuando llegara a su casa y empezara a pasearse por las inmensas y desiertas estancias, la desazón le induciría a salir de nuevo. Ir a cualquier parte. Hacer cualquier cosa. Lo que fuera con tal de ahogar las voces de esos demonios que le atormentaban por las noches.

Indicó al lacayo de Valigny que rellenara su copa y trató de relajarse. Durante una hora se dedicó más a beber que a participar en la partida, pues no quería abusar de su suerte con otra mano mediocre. Calvert tuvo la prudencia de retirarse, pero siguió sentado a la mesa con su copa de oporto. Sir Ralph estaba demasiado borracho para ser una amenaza.

Durante la próxima docena de manos, las apuestas aumentaron y la partida se puso al rojo vivo. Si el conde había jugado desde el principio como un chiflado, daba la impresión de que se proponía terminar haciéndolo como un loco. Su desesperación —y su propósito al organizar esta disparatada partida de cartas— empezaba a delatarlo. Todo indicaba que estaba a punto de acabar en la cárcel de deudores.

De repente, Valigny cometió un grave error, obteniendo un ocho junto con la reina de picas y el cinco de corazones. Lord Enders recogió sus ganancias: dos mil libras en una sola mano.

—¡Por desgracia, mi reina negra me ha fallado! —dijo el conde—. Las mujeres son unas criaturas volubles, ¿no es así, lord Rothewell? ¡Sigan jugando, messieurs!

Jugaron otra mano, y todos pidieron otra carta. Al cabo de unos momentos, sir Ralph, que había sido el primero en pedir carta, se pasó los dedos por el interior del cuello como si su corbatín le asfixiara. Fue el gesto de un aficionado. Valigny lo captó y se apresuró a aprovecharse de la situación, aumentando de nuevo la apuesta.

Sir Ralph soltó un eructo y contempló sus cartas.

—¿Ralph? —preguntó el conde—. ¿Se planta?

—¡Maldita sea! —contestó Ralph, mostrando sus cartas—. ¡Me he pasado! Debí dejarlo después de la última mano. —Se levantó torpemente de su silla—. Creo que es mejor que me vaya. No me siento bien.

Rothewell miró las cartas de Ralph. Sumaban veintitrés, y él parecía estar a punto de ponerse a vomitar como un descosido. Valigny se encogió de hombros con aire afable y se apresuró a conducir a su tambaleante invitado hacia la puerta antes de que éste vomitara sobre la alfombra.

Aparte de Ralph, a Rothewell no le pasó inadvertido el sudor que perlaba el rostro del conde cuando éste pasó junto a él. El clima de desesperación que reinaba en la habitación se había intensificado. Sí, Valigny necesitaba dinero, y con urgencia. Pero era una estupidez tratar de conseguirlo jugando con Enders o con él. Ambos se contaban entre los jugadores más curtidos de Londres. Dentro de una hora habrían logrado arruinar al conde, lo cual no le producía satisfacción alguna.

Lo cierto es que toda la velada había sido desagradable. Estaba perdiendo el tiempo, aunque, en cierto sentido, ése era el propósito de la iniquidad. Saciarse con juergas —alcohol, sexo o un centenar de otras diversiones prohibidas— hasta aturdirse y olvidar en qué se había convertido su vida.

Pero para ser sincero, Rothewell tenía que reconocer que los placeres prohibidos ya no ocultaban a sus ojos en qué se había convertido, y empezaba a temer que el alcohol ya no embotara sus sentidos.

¿Había empezado con la marcha de Xanthia? No precisamente. Pero después de eso, todo se había ido al traste en mil pequeños detalles.

En cualquier caso, no tenía sentido seguir aquí. Puesto que el pecado no daba resultado, siempre quedaba el recurso de la pólvora. Si un hombre deseaba agilizar la voluntad de Dios, quizá fuera menos doloroso irse a casa y saltarse la tapa de los sesos que seguir aquí escuchando cómo se peleaban Enders y Valigny.

El conde regresó a la mesa, mostrando una expresión entre divertida y consternada.

—Por desgracia, messieurs, Madame Fortuna me ha abandonado esta noche, ¿n’est-ce-pas?

—Y sir Ralph ya no cuenta —dijo Rothewell, levantándose de la mesa—. Caballeros, contemos nuestras ganancias y pérdidas y pongamos fin a la velada.

—¡Non! —Algo análogo al temor se pintó en el semblante de Valigny. Indicó a Rothewell que volviera a sentarse, sonriendo de nuevo—. Presiento que Madame Fortuna ha regresado a mí. ¿Van a negarme la oportunidad de recuperar lo que he perdido?

—¿Con qué dinero? —replicó Enders—. Mire, Valigny, no puedo aceptarle otro pagaré. Aunque usted ganara esta mano, para mí representa una miseria.

La tensión en la habitación era palpable. El conde se pasó la lengua por los labios.

—He reservado la mejor apuesta para el final —se apresuró a decir—. Algo que sin duda les interesará, y que a mí puede beneficiarme.

El señor Calvert alzó ambas manos.

—Yo soy un mero espectador.

—Lo sé —respondió el conde—. Me dirigía a Enders y... a Rothewell.

—Hable de una vez —dijo Rothewell con calma—. La partida se está enfriando.

Valigny apoyó las dos manos en la mesa y se inclinó hacia delante.

—Propongo que juguemos una última mano ahora que se ha ido sir Ralph —dijo, mirando a los dos hombres—. El ganador se llevará todo lo que haya sobre la mesa esta noche. Calvert, que es neutral, repartirá las cartas. Jugaremos uno contra el otro.

—Una curiosa forma de hacer las cosas —masculló Calvert.

—¿Qué se apuesta? —preguntó de nuevo Enders.

El conde alzó un dedo mientras dirigía una rápida mirada a los lacayos.

—Tufton —dijo con tono áspero—, ¿está mademoiselle Marchand todavía en su saloncito?

El criado le miró sorprendido.

—Lo ignoro, señor.

—¡Mon Dieu, ve a buscarla! —le ordenó Valigny.

—¿Está... seguro, milord?

—Sí, maldita sea —le espetó el conde—. ¿A ti qué te importa? ¡Dépêchez-vous!

El lacayo abrió la puerta y despareció.

—Maldito insolente —murmuró el conde. Después de ordenar a los otros sirvientes que rellenaran las copas de todos, empezó a pasearse de un lado a otro del salón. Calvert también parecía sentirse incómodo. La mano seguía sobre la mesa, intacta.

—No sé qué se propone con esto, Valigny —se quejó Enders mientras el lacayo le rellenaba la copa—. Rothewell y yo estamos ganando, de modo que no tenemos nada que perder. Más vale que su apuesta sea decididamente tentadora.

El conde se volvió para mirarlo.

—Lo es, milord —dijo con tono persuasivo—. Se lo aseguro. ¿Cree que no conozco sus... llamémoslos apetitos?

—¿Quién diablos es esa señorita Marchand? —inquirió Rothewell, irritado.

—Le gustaría saberlo, ¿eh? —El conde regresó a la mesa y alzó su copa para proponer un brindis—. Es mi bella hija, lord Rothewell. Mi hija ilegítima medio inglesa. ¿No recuerdan los viejos chismorreos sobre ese escándalo?

—¡Su hija! —exclamó Enders—. Cielo santo, ¿va a apostársela en una partida de cartas?

—Ha ido usted demasiado lejos, Valigny —dijo Rothewell, fijando la vista en el fondo de su copa de brandy—. Una joven criada en un ambiente refinado está fuera de lugar aquí.

El anfitrión volvió a encogerse de hombros.

—No tan refinado, mon ami —respondió con frialdad—. La chica ha pasado toda su existencia en Francia, con la estúpida de su madre. Ha visto lo bastante para saber cómo es la vida.

Enders lo miró con ojos como platos.

—¿Insinúa que es hija de lady Halburne? —preguntó—. ¿Se ha vuelto loco?

—No, pero usted quizás enloquezca cuando la vea —respondió Valigny, exhibiendo su habitual sonrisa—. Vraiment, mes amis, es digna hija de su madre. Su rostro, su dentadura, sus pechos..., oui, todo en ella es perfecto. Lo único que necesita es un hombre capaz de colocarla en su lugar, y retenerla allí.

—Una belleza, ¿eh? —La expresión de Enders había cambiado, y su voz era más ronca—. ¿Cuántos años tiene?

—Es más mayor que las jovencitas que le gustan a usted —reconoció Valigny—. Pero quizá le divierta.

—En tal caso —dijo Enders con tono sosegado—, explíquenos qué es lo que nos ofrece exactamente, Valigny.

En ese momento, la puerta del salón se abrió.

—Oui, una idea excelente —dijo la joven, entrando y dirigiéndose hacia el conde. Se detuvo en la penumbra más allá de la mesa y señaló a los invitados de éste—. ¿Qué te propones esta vez, Valigny? Supongo que llenar tus bolsillos.

El conde respondió rápidamente en francés. Rothewell no comprendió lo que decía, pero la expresión de Valigny se había agriado de repente. La muchacha, que estaba de espaldas a ellos, soltó otra perorata en francés al tiempo que sacudía el dedo ante el rostro del conde. Tenía la voz grave y un tanto sensual, una voz de alcoba que hacía que a un hombre le subiera la temperatura.

El lacayo permanecía al fondo de la habitación, palideciendo a medida que la disputa se intensificaba. Rothewell comprendió que estaba preocupado por la joven.

—¡Sacré bleu! —exclamó ésta—. Haz lo que quieras. No me importa.

Acto seguido hizo un gesto de indignación, se volvió y se acercó a la mesa. Al verla, Enders contuvo el aliento.

Era comprensible. Valigny no había mentido. Rothewell sintió una extraña mezcla de excitación sexual y un deseo casi visceral. La muchacha —la mujer— era de una belleza exquisita. Sus ojos oscuros emitían fuego, y había alzado un poco el mentón en un gesto desafiante. Tenía la nariz fina, los ojos muy separados, y su espesa cabellera formaba un pico de viuda sobre su frente despejada.

A la tenue luz de la lámpara, su tez mostraba una sorprendente y exquisita tonalidad, su cabello era casi negro. Era muy alta. Tanto como Valigny, a quien en ese momento parecía pasar una cabeza. Pero era un efecto óptico, producido por su furioso talante.

Rothewell apartó su brandy. Le disgustaba la reacción que había tenido al ver a esa mujer.

—Haga el favor de explicarse, Valigny.

El conde hizo una teatral reverencia.

—Igualo sus apuestas, mes amis —declaró—, con una bella y rica esposa. Confío en no tener que sentarla sobre la mesa.

—Está loco —dijo Rothewell con aspereza—. Llévesela de aquí. Ninguno de nosotros, unos borrachos y libertinos, somos dignos de estar en presencia de una dama. Hasta yo me doy cuenta de ello.

El conde extendió las manos.

—Pero mi querido lord Rothewell, tengo un plan.

—¡Oui, un plan brillante! —terció la joven, alzando un poco sus faldas para hacer una burlona reverencia—. Permítanme que empiece de nuevo. Bonsoir, messieurs. Bienvenidos a casa de mi estimado y devoto padre. Entiendo que voy a ser..., ¿cómo se dice?..., subastada, ¿oui? Lamentablemente, soy une mégère, una auténtica arpía, por así decir, y hablo una mezcla de inglés y francés. Pero soy muy rica —dijo recalcando la palabra—, y soy pasablemente atractiva, ¿no? Alors, ¿quién será el primero en pujar por mí? Soy una yegua que va a ser subastada, messieurs, que espera a que se decidan.

—¡Vamos, mon chou! —dijo su padre con tono de reproche—. ¡Exageras!

—¡Je ne pense pas! —replicó la joven.

Rothewell se pasó la mano por su incipiente y negra barba, bastante apreciable debido a lo avanzado de la avanzada hora. No estaba acostumbrado a ser la única persona cuerda en una habitación.

Valigny seguía mostrándose muy satisfecho de sí. La chica se había acercado al aparador y se había servido un poco de whisky como si fuera lo más natural del mundo, pero la mano, según observó Rothewell, le temblaba cuando tapó de nuevo la licorera de cristal tallado.

Rothewell se volvió para mirar a Enders, quien seguía contemplando a la muchacha boquiabierto. Un depravado sinvergüenza. Pero ¿acaso era él mejor que Enders? No, pues apenas había apartado los ojos de la mujer desde el momento en que ésta había entrado en la habitación. Tenía una boca que podía llegar a obsesionarle, y esa voz un poco ronca hacía que le ardieran ciertas partes del cuerpo.

Entonces, ¿por qué le irritaba tanto Enders? ¿Por qué deseaba propinarle un puñetazo para obligarle a cerrar su boca de labios gruesos? Al bajar la vista observó que Enders tenía la mano debajo de la mesa y se toqueteaba la bragueta.

¡Cielo santo!

—Mire usted, Valigny —dijo Rothewell, aplastando su puro con violencia—, he venido para emborracharme y jugar a las cartas, no a...

—¿Cuánto vale esta mujer? —le interrumpió Enders de improviso—. Y no estoy dispuesto a tolerar su insolencia, Valigny, de modo que ya puede dejar de comportarse como la arpía que ella misma confiesa ser. Dígame qué ganaré con esta potranca si la consigo.

Si la consigo. Las palabras tenían un sonido grotesco, incluso a los oídos de Rothewell.

—Como he dicho, la chica cuenta con una generosa dote —respondió el conde para tranquilizar a Enders—. Vale más que todo el dinero que nos hemos apostado esta noche.

—¿Nos toma por idiotas? —preguntó Enders—. Halburne se divorció de su esposa. Ésta no tenía ni un orinal donde orinar cuando él la dejó, y usted la instaló en un viejo y destartalado castillo en Limousin, en un lugar dejado de la mano de Dios, de modo que sabemos que esa mujer se hallaba en graves apuros económicos.

Valigny extendió las manos en un elocuente gesto.

—Oui, es cierto —confesó—. Pero cabe preguntarse, estimado lord Enders, ¿por qué se casó Halburne con ella? ¡Porque era una rica heredera! ¡Fábricas de algodón! ¡Minas de carbón! Mon Dieu, nadie lo sabe mejor que yo.

—Eso no nos interesa, Valigny —dijo Rothewell.

—Quizá no tarde en interesarle, mon ami —contestó el conde con tono despreocupado—. Porque una parte de ese patrimonio le corresponde a la chica. Es el último miembro que queda de la familia de su madre. Pero primero debe encontrar un marido, un marido inglés, y un hombre de..., ¿cómo se dice?, sang bleu.

—Un hombre de sangre azul —murmuró Rothewell—. Pardiez, Valigny, es su hija.

—Oui, ¿y acaso los ingleses no entregan siempre a sus hijas al mejor postor para que críen como yeguas? —El conde soltó una carcajada, acercó su silla y se sentó—. Yo lo hago sin tapujos.

—Eres un cerdo, Valigny —murmuró su hija fríamente desde el aparador—. Flaco, sí, pero no dejas de ser un cerdo.

—¿Y eso en qué te convierte, mon chou? —replicó él—. En una cerdita, ¿n’est-ce-pas?

Calvert, que hasta ahora había guardado silencio, carraspeó para aclararse la garganta.

—Mire usted, Valigny —dijo—, si quiere que yo haga de banca, no puedo proceder sin el consentimiento de mademoiselle Marchand.

El conde soltó otra carcajada.

—Estoy seguro de que accederá, ¿verdad, mon chou?

Al oír eso, la joven se apartó del aparador y se inclinó sobre la mesa con ojos centelleantes.

—¡Mon Dieu, por supuesto que accedo! —respondió, descargando un puñetazo sobre la mesa con tal fuerza que las copas brincaron—. Deseo que uno de ustedes, viejos libertinos, se case conmigo, immédiatement, antes de que lo mate. Ninguno de ustedes podría ser peor.

Enders rompió a reír, emitiendo un sonido nasal, como el rebuzno de un asno resfriado.

—Esa chica es una deslenguada, ¿eh, Valigny? En efecto, es muy divertida.

La joven hizo ademán de enderezarse, pero de pronto se volvió hacia Rothewell y sus miradas se cruzaron. Él esperó a que ella desviara la vista, pero la chica lo miró con insolencia. Tenía los ojos grandes, unos límpidos estanques de color castaño oscuro que traslucían una intensa furia, además de otra emoción inescrutable. ¿Qué ocultaban esos hermosos ojos? ¿Rebeldía? ¿Odio puro? Fuera lo que fuere, en todo caso le impidieron fijar la vista en sus marfileños pechos, que de repente parecían a punto de saltar de su ceñido corpiño.

—¡Vamos, mon chou! —dijo el conde con tono zalamero—. Ponte recta y ten cuidado con lo que dices. Si pierdo, quizá te conviertas pronto en una baronesa.
—¡Bah! —le espetó ella, enderezándose bruscamente—. Entonces procura perder. Deseo acabar cuanto antes con este asunto.

—Muy bien —dijo Calvert, que seguía mostrándose incómodo con la situación—. Supongo que podemos comenzar.

Rothewell apartó sus cartas.

—No —dijo secamente—. Esto es una locura.

—Primero escuche lo que voy a ofrecer, Rothewell —sugirió el conde, asumiendo un talante práctico—. Tiene ocho mil libras sobre la mesa.

—Sí, ¿y qué?

—Y Enders otras ocho mil.

—Más o menos —dijo Enders.

—De modo que apuesto el derecho a casarse con mi hija contra todo el dinero que hay sobre la mesa —declaró el conde—. Si gano, très bien. Ustedes se irán a casa algo menos ricos que cuando llegaron. Pero si pierdo, el ganador se casa con mi hija, a condición de que lo haga antes de un mes, s’il vous plaît. Su abuelo le cederá la suma de cincuenta mil libras el día de su boda, que el ganador compartirá a medias conmigo. Considerémoslo una comisión.

—¿Cincuenta mil libras divididas por la mitad? —Enders se echó hacia atrás—. ¡Pero usted no puede perder!

—Oui, pero si usted gana, obtendrá más de ocho mil libras —replicó el conde.

—Cierto —dijo Enders—. ¡Pero esa suma, dividida por la mitad, no es nada!

—Vamos, Enders, es suficiente para que un hombre viva de forma holgada, aunque no le haga rico —insistió el conde—. En cualquier caso basta para cubrir su apuesta.

—Dejando a un lado la belleza de la chica, no puede decirse que esté en la flor de la juventud —le recordó Enders.

Rothewell miró a mademoiselle Marchand y a su padre. Había algo que no encajaba. O que ambos ocultaban. Lo intuía con el instinto de un jugador. La chica se sostenía muy tiesa, con el mentón en alto. Pero no dejaba de observar a lord Enders de refilón, y su actitud agresiva empezaba a flaquear.

De pronto cayó en la cuenta de que le recordaba a alguien. Era el acento francés. Esa piel aterciopelada. Esos ojos oscuros, rebosantes de furia y pasión. Dios santo.

Apartó su copa de brandy, temiendo aplastarla con el puño.

—No se me ocurre nada que desee menos que una esposa —dijo con tono displicente—. Y está claro que Enders tampoco desea una.

—Sin embargo, es una oferta interesante. —Enders se inclinó sobre la mesa, mirando a la muchacha con ojos libidinosos—. Dejando aparte su edad, es muy guapa. Dile que se acerque a la luz, Valigny, para poder verla mejor.

El conde tomó a la chica por el codo y la condujo hacia la luz que arrojaba la lámpara junto a la mesa de cartas, como si condujera a un cordero al sacrificio. Era una escena lamentable, y pese a la inquina que Enders le inspiraba, Rothewell comprendió que no era mejor que él. No podía apartar la vista de la muchacha. Era como si estuviera a punto de ocurrir un accidente ante sus ojos y él no pudiera hacer nada por evitarlo. Los dedos de Valigny casi se clavaban en el brazo de la chica, como si la sujetara contra su voluntad. Sin molestarse en ponerse de pie, Enders la examinó de pies a cabeza, recreándose sin disimulo en sus pechos.

Santo cielo, ¿qué clase de hombre era capaz de obligar a su hija a semejante suplicio? Tal como ella misma había dicho, para Valigny era como si subastara a una yegua. Al cabo de unos momentos Enders indicó a la joven que se diera la vuelta.

—Muy despacio, bonita —dijo con voz ronca—. Sí, muy, muy despacio.

Cuando la chica estuvo de espaldas a él, Enders observó con mirada lujuriosa el movimiento de sus caderas debajo del vestido de seda oscuro; parecía como si sus ojos estuvieran a punto de saltársele de las órbitas. Quizá debería pedir a Valigny que le subiera las faldas para que él pudiera toquetearla. Al pensar eso, Rothewell sintió que le invadía una repugnante mezcla de deseo carnal y náuseas.

Esto era una infamia.

Pero no le concernía. Podía irse. Marcharse a casa en este instante y decir a Valigny y a Enders que se fueran al cuerno. Por apetecible que fuera mademoiselle Marchand, estaba claro que podía defenderse sola. El dinero que había sobre la mesa le importaba un comino, y no tenía tantos escrúpulos como para que el asunto le quitara el sueño.

Sin embargo, seguía allí.

Porque la muchacha le recordaba a alguien. Porque durante unos instantes se había sentido cautivado por sus ojos negros y profundos. Era un imbécil. Un maldito imbécil.

Cerró los ojos para borrar la disparatada idea que se le había ocurrido.

Pero había otra razón que le inducía a quedarse. Una razón más profunda. Sabía lo que significaba que te arrojaran de casa como si no fueras más que un trozo de carne rancia. Pardiez, ¿por qué tenían que resucitar sus escrúpulos, los cuales habían estado muertos durante tanto tiempo, precisamente en estos momentos?

Porque Enders iba a llevarse a esta hermosa mujer. Se la llevaría a la cama y Dios sabe las vilezas que le obligaría a hacer, o con quién. Ella era una víctima en este asunto. De haberlo dudado Rothewell, el temor que los ojos de la chica habían dejado entrever al mirar a Enders habría bastado para convencerlo.

De pronto sintió que un angustioso escalofrío le recorría la espalda. Por más que mademoiselle Marchand mostrara esta noche una actitud rebelde y desafiante, los hombres como Enders sabían cómo obligar a una mujer a doblegarse, y gozaban haciéndolo.

Por fin Enders cesó de contemplar con descaro el culo de la chica. Al menos, el escrutinio había concluido. Mademoiselle Marchand apartó la vista de los hombres y cerró los ojos como para prepararse para algo peor.

Enders le tocó ligeramente la muñeca al tiempo que en sus labios carnosos se pintaba una mirada lasciva.

—De modo que necesitas un marido que te dome, ¿eh, bonita? —murmuró con su voz nasal—. La perspectiva empieza a parecerme deliciosa.

La chica no abrió los ojos, sino que respiró hondo, haciendo que sus fosas nasales se dilataran. Durante un instante, Rothewell temió que las piernas de la joven no la sostuvieran. Enders había empezado a acariciarle la muñeca una y otra vez con sus dedos anchos y rollizos —un gesto carente de toda delicadeza, habida cuenta sus gustos—, y Valigny no hacía nada por impedirlo. En ese momento —ese triste y repugnante instante, cuando reaccionó de forma impropia en él, como un extraño al que no conocía ni alcanzaba a comprender—, supo lo que iba a ocurrir a continuación. Lo que tenía que ocurrir.

¿Qué importancia tendría para él lo que sucediera?

Ese pensamiento le liberó. Casi. Maldita sea, no era un héroe. Sin duda estaba tan loco como los otros.

Enders y Valigny seguían observando a la chica. Calvert había apartado la vista.

Rothewell captó la mirada del lacayo a través de la mesa. Después de llevarse un dedo a los labios, metió la mano debajo de la mesa y palpó la parte inferior de la misma. De pronto experimentó una sensación de triunfo al tocar la esquina de una cartulina insertada entre las hojas abatibles de la mesa.

—¡Por Júpiter, me quedo con esta mujer!

La estridente voz de Enders rompió el extraño silencio.

Rothewell retiró los dedos y deslizó hábilmente la carta de Valigny debajo de su chaleco. Sólo el lacayo lo vio.

—Con un culo como ése, vale las veinticinco mil libras y las posibles inconveniencias que me cause —prosiguió Enders—. De todos modos, hace tiempo que vengo pensando en casarme. Quizá podamos llegar a un acuerdo sin necesidad de jugar otra mano, ¿eh, Valigny?

El conde sonrió complacido.

—No —dijo Rothewell con tono hosco, recogiendo las cartas que había sobre la mesa—. Baraje las cartas, Calvert, y juguemos otra mano.

Enders le miró con recelo.

—¿De modo que quiere jugar?

—Sí, ¿por qué no? —respondió Rothewell.

—Pero ha recogido las cartas.

—Tengo el dinero sobre la mesa, y deseo volver a jugar la mano —declaró él—. Eso fue lo que propuso Valigny.

—Mais oui —dijo el conde—. Otra mano y una persona neutral que reparta las cartas. Vamos, Enders. Calvert las barajará y repartirá.

Rothewell miró a su anfitrión con cara de pocos amigos.

—Entonces siéntese, Valigny, y juegue esta maldita mano que ha propuesto. —Se volvió en su asiento y le acercó la silla contigua—. Y por lo que más quiera, acabemos de una vez con este asunto.

Por suerte, todo concluyó a los pocos minutos. Calvert repartió una carta boca abajo a todos, y luego vaciló.

—Continúe —dijo Rothewell secamente—. Ya hemos acordado apostarnos todo el dinero.

Calvert asintió y repartió otra ronda. Los caballeros alzaron las esquinas de sus cartas. En ese instante fugaz, Rothewell hizo que lo que se había propuesto.

—¿Se planta, lord Enders? —preguntó Calvert.

Durante unos momentos, sólo se oyó el chisporroteo de la lámpara. Por fin, Enders respondió:

—Sí, gracias.

—¿Valigny? —preguntó Calvert.

El conde dio un golpecito en la mesa con el nudillo, y Calvert le pasó otra carta.

—¿Milord? —Calvert se volvió hacia Rothewell—. ¿Quiere otra carta?

Rothewell negó con la cabeza.

—Me planto.

A continuación dio la vuelta a sus cartas con la yema del dedo.

La joven, que estaba en la sombra, sofocó una exclamación de asombro. Valigny emitió un extraño sonido gutural. Su carta de la suerte —la reina de picas— les observaba con sus ojos negros y evidente desaprobación. Junto a ella estaba el as de corazones, impasible, pero glorioso.

—Caballeros —dijo Rothewell—, creo que eso es vingt-et-un.