Capítulo 4
Un paseo por el jardín
Al final, lord Rothewell no regresó a la mañana siguiente a casa de su prima acompañado por un cura. Lady Sharpe le había convencido de que era preferible retrasar un poco la boda. Camille no tuvo valor para explicar que ya no le importaba lo que la sociedad pensara de ella, teniendo en cuenta que era evidente que a la condesa sí le importaba. De modo que se embarcó en una apresurada gira por los lugares más elegantes de Londres, o lo que quedaba de éstos, dado lo avanzada de la temporada social.
El martes por la tarde fue de compras a Oxford Street con lady Sharpe y su hija, lady Louisa, la cual vivía cerca. El viernes hicieron una visita a la Royal Academy con lord Sharpe, un hombre corpulento y afable, y presentaron a Camille a todos los conocidos con quienes se encontraron. El resto de los días, asistieron a una pequeña reunión en Belgravia, a una velada literaria en Bloomsbury y visitaron Kew Gardens.
En cada salida, lady Sharpe le presentaba a multitud de rostros nuevos, algunos de los cuales se alejaban invariablemente murmurando. La anécdota sobre su institutriz que la condesa relataba en cada ocasión que se le presentaba resultó eficaz, pero el tema de los padres de Camille era inevitable.
—No se preocupe, querida —decía la condesa para consolarla—. Durante la temporada social del año que viene, cuando el tema tenga más importancia, su nombre no chocará a nadie.
Lo cierto era que, pese a las murmuraciones, lady Sharpe parecía conocer a todo aquel que era alguien en Londres, y era capaz de obtener una invitación a todas partes. Puede que lord Rothewell fuera persona non grata entre la flor y nata, pero su familia estaba muy bien relacionada.
En cuanto a Rothewell, soprendía a Camille haciéndole una breve visita todos los días, generalmente por la tarde. Hablaba poco, limitándose a observar desde el otro lado de la habitación con sus ojos relucientes y plateados mientras lady Sharpe servía el té y parloteaba sin cesar sobre los planes de boda de la pareja.
En términos generales, Rothewell ofrecía un aspecto tan disoluto y malhumorado como siempre. Recordaba a Camille una fiera enjaulada, y cada vez que le dirigía una de sus enojosas miradas de soslayo, la joven experimentaba una crispación en la boca del estómago. Ésta ansiaba desesperadamente olvidar el apasionado y enloquecido beso que habían compartido en su salita de estar, y dejar de pensar en lo que había sentido al notar su cuerpo inmovilizándola contra la puerta.
Pero no podía olvidar ni una cosa ni la otra, y a menudo ni siquiera era capaz de apartar la vista de ese hombre infernal. No podía permitirse el lujo de enamorarse de lord Rothewell. Él le daría su nombre. Y ella confiaba en que le diera también un hijo. Pero jamás le entregaría su corazón, y ella no debía ser tan débil e ingenua como para confiar en que lo hiciese.
El sábado, Camille fue invitada a dar un paseo en coche por el parque con el cuñado de Rothewell, lord Nash, un hombre tan elegante que habría hecho palidecer de envidia a los dandis más gallardos de París. Conducía a una pareja de capones negros y nerviosos que tiraban de un faetón tan alto y delicado, que Camille temió que tropezaran con un bache y el vehículo se hiciera añicos. Pero lord Nash resultó ser un admirable conductor y un alma gemela, pues también era medio inglés.
Trató de que se sintiera cómoda hablándole de su infancia en el Continente, huyendo del caos provocado por Napoleón, y de la muerte de su tío, que había obligado a su familia a trasladarse a Inglaterra.
—¿Fue muy duro para usted, monsieur? —le preguntó Camille—. ¿Se sentía fuera de su elemento?
Él se rió.
—Sí, la flor y nata representaba un reto —confesó, conduciendo con destreza a los caballos a través de Cumberland Gate—. Hasta que comprendí que uno no debe dejarse achantar por ellos.
—¿Dejarse achantar? —repitió Camille.
—Es la única forma de que te respeten —le aclaró él—. Verá, mademoiselle Marchand, la alta sociedad es como el culo de un caballo.
—¿El culo de un caballo? —repitió y reprimió una carcajada.
—Exacto —dijo lord Nash con fingida solemnidad—, una cosa musculosa y potencialmente peligrosa que sin embargo es capaz de respetar algo más insignificante que ella —en ese momento hizo restallar el látigo a modo de ejemplo—, pero sólo si consigues que tema que le hagas daño. Y para ello, tienes que tratarla con más condescendencia.
—¡Vaya por Dios! —dijo Camille entre risas—. No sé si seré capaz.
—Es usted medio francesa —observó lord Nash—. No se me ocurre una persona más adecuada para esa tarea.
—Très bien —dijo ella—. Lo intentaré.
Lord Nash la miró sonriendo, una sonrisa que se reflejaba también en sus ojos. Todo indicaba que ella le caía bien. De hecho, incluso su esposa había venido a tomar el té la víspera. Como marido, Rothewell sin duda le sería infiel y se comportaría como un canalla, pero al menos su familia era muy amable.
Al cabo de un rato, lord Nash detuvo el faetón junto a la acera frente a la casa en Hanover Street y saltó del pescante para ayudarla a apearse.
—Su esposa me ha dicho que esperan un bebé —dijo Camille cuando él la depositó en el suelo—. Félicitations, monsieur.
Él sonrió de nuevo, pero esta vez era la sonrisa de un marido preocupado.
—Y yo debo felicitarla a usted —respondió—. Tengo entendido que dentro de unos días anunciará su compromiso.
—Merci, monsieur. —Camille esbozó también una débil sonrisa—. El matrimonio es algo que infunde mucho respeto, ¿n’est-ce-pas? Le agradecería que me diera algún consejo que le parezca oportuno.
Lord Nash dudó unos instantes.
—Lo siento —respondió—, no conozco bien a lord Rothewell. Me casé con su hermana hace sólo unos meses. Sé que mi esposa lo adora, aunque al mismo tiempo la exaspera. En nombre de los dos, mademoiselle Marchand, le deseo suerte.
Suerte.
Cuando Camille subió los escalones y entró en la casa, reflexionó sobre lo que le había dicho lord Nash. No había dicho «enhorabuena», ni «les deseo que vivan juntos y felices muchos años». Tan sólo «suerte», como si ella hubiera apostado por un caballo cojo, o hubiera invertido dinero en una mina de plomo. Pero lord Rothewell era algo más complicado que el culo de un caballo, y ella tendría que emplear un buen látigo para manejarlo.
En su segundo día en Hanover Square, Camille tuvo la suerte de dar con el cuarto de los niños, donde encontró al pequeño lord Longvale durmiendo plácidamente en su cuna. Al principio le había chocado averiguar que lady Sharpe acababa de dar a luz, pero no le sorprendió comprobar que la condesa adoraba a su hijito. Ninguna manta era lo bastante suave, el agua del baño nunca era lo bastante templada, ninguna corriente de aire era más peligrosa que las que penetraban en la esfera de lord Longvale. Toda la casa giraba en torno a las necesidades del niño, y al cabo de unos días, ella también.
La condesa se mostró complacida cuando le pidió que le permitiera pasar más tiempo con el pequeño. Lady Sharpe comentó que la niñera se alegraría de disponer de una hora para sus cosas, pues se había jubilado después haber servido durante muchos años a la familia y había regresado para atender al niño. Lord Longvale era demasiado pequeño para hacer otra cosa que dormir, pero a Camille le encantaba sentarse junto a su cuna mientras bordaba.
Cuando la niñera tenía que hacer algún recado, ella acudía encantada al cuarto del niño. De vez en cuando, éste se movía en la cuna, y a veces agarraba el dedo de Camille cuando ésta se lo ofrecía. Luego, mientras el pequeño la miraba con sus ojos azul claro, formaba una burbuja de saliva, o agitaba sus piernecitas alegremente hasta conseguir destaparse los pies. Era una escena que la cautivaba, y a la vez le partía el corazón.
Un día, Camille se llevó un libro para leer mientras cuidaba del niño, pero al cabo de un rato lo dejó. Un rayo de sol del mediodía penetraba a través de los visillos de la habitación, iluminando la carita del bebé como si fuera un icono sagrado. Lord Longvale era realmente un tesoro. Lo que más deseaba ella en el mundo era tener un hijo así. Reconocía que tenía un carácter arisco y que estaba amargada —quizá la vida la había hecho así, o quizá fuera su naturaleza—, pero no dejaba de ser una mujer, y tenía los anhelos de cualquier mujer.
Cerró los ojos y sintió los deditos del niño aferrándole el pulgar. Rogó a Dios que no fuera demasiado tarde. De haberse esforzado más, habría podido encontrar marido hace tiempo. La situación no habría llegado a estos extremos. Tener que casarse con un hombre al que no conocía. Un hombre que iba a casarse con ella por dinero, sin fingir siquiera que la amaba.
En cualquier caso, recrearse en esos pensamientos tan tristes no servía de nada. Camille retiró el pulgar de la boca del niño y le cubrió los pies, enfundados en unos peúcos de lana, con la manta. Un matrimonio. Un hijo. Quizá no tardaría en tener ambas cosas.
Recordó la escena que le había montado su madre cuando ella le había anunciado, a los diecisiete años, su intención de fugarse con el hijo del jardinero. Lady Halburne se había acostado con un libro de Hartshorne y no se había levantado de la cama en una semana.
No es que su madre pensara que era demasiado joven, ni que el hijo del jardinero fuera inferior a ellas. Lo cierto es que apenas prestaba atención a Camille hasta que ésta le anunció su intención de marcharse. Entonces comenzaron las enfermedades y la petulancia. Los desmayos. Los escalofríos. Los persistentes achaques que juraba que destruirían su belleza y la dejarían sin nada salvo el cariño y la compañía de su adorada hija.
Era fácil dejarse convencer por esa comedia cuando una es joven y anhela el cariño de una madre, o de cualquiera. Por esa época, Camille se convirtió por fin en la principal preocupación de su madre. En su tesoro más preciado. Hasta que apareciera otro apuesto caballero, o consiguiera reunir el dinero suficiente para ir a divertirse unos meses a París.
De modo que sus sueños de fugarse con el hijo del jardinero habían acabado como todos los caprichos carnales, junto con un rico hacendado local, un viudo de aspecto demacrado con cuatro hijos y un cura novicio que había sufrido una repentina crisis de fe al atisbar los tobillos de Camille cuando ésta había saltado un charco. Ninguno de esos hombres estaba destinado a ella, pero cualquier de ellos habría sido preferible al libertino que había atrapado. Y cualquiera habría podido darle el hijo que ella ansiaba. Sin embargo, había dejado pasar esas oportunidades.
Lord Rothewell sin duda pensaba que ella deseaba un hijo por motivos económicos, suponiendo que pensara alguna vez en ella. Si se parecía a Valigny, como cabía suponer, el barón sólo pensaba en el dinero que ella le aportaría y los placeres en los que lo derrocharía.
Las sombrías reflexiones de Camille se vieron interrumpidas por el chirrido de los goznes de la puerta. Al alzar la vista vio entrar a lady Sharpe en la habitación.
—Rothewell ha venido a visitarla —dijo con tono grave—. Desea dar un paseo con usted por el jardín.
Camille sintió de pronto que el pánico hacía presa en ella.
—Pero el bebé...
La condesa le tendió la mano.
—No, levántese, querida —dijo—. Tome su chal. Yo me quedaré con él hasta que vuelva Thornton.
Camille obedeció. Lady Sharpe le apretó la mano con afecto.
—No es preciso que se case con él, Camille —dijo con tono quedo—. Nadie se lo echará en cara si decide no hacerlo. Pero tiene que hablar con él en privado.
Camille enderezó la espalda.
—No le temo, madame —respondió—. Ladra mucho, pero yo también puedo morder.
Acto seguido tomó su chal y su libro y bajó para ir al encuentro de su futuro esposo. Rogó a Dios que Rothewell estuviera más sobrio y presentara un aspecto menos desaliñado que la última vez que había estado a solas con él. Para colmo, en esos momentos el barón se había mostrado irascible. Pero el hecho de permanecer despierto toda la noche bebiendo y jugando a las cartas sin duda incidía en el carácter de un hombre y en su apariencia. Asimismo, Camille confiaba en que no le dirigiera esas miradas plateadas de soslayo que hacían que le temblaran las piernas. ¡Qué estúpida era!
Lord Rothewell la esperaba en el soleado saloncito situado al fondo de la casa. Camille lo encontró plantado ante la ventana con las piernas separadas, contemplando los jardines, sosteniendo la fusta negra en una mano, con la que golpeaba su bota de montar con gesto de impaciencia, y la otra apoyada en la cintura. Al verlo, la joven se sintió de nuevo impresionada por su estatura y corpulencia.
Había supuesto que la envergadura física del barón era fruto del confuso estado emocional que ella había experimentado, provocado por su ira, la noche en que se habían conocido. Pero en ese momento comprendió que no era así. Rothewell era un hombre alto y fornido, de una presencia imponente. Su levita oscura ponía de realce sus anchos hombros, y las botas de cuero negras que cubrían sus pantorrillas eran más altas que las de cualquier hombre mortal.
Sí, al menos desde este ángulo, ofrecía un aspecto digno de admiración, aunque nadie le habría tomado por un hombre elegante, pese a lucir un atuendo evidentemente caro. Cuando ella rompiera este hechizo pronunciando su nombre, ¿se sentiría decepcionada en cuanto se volviera? Camille era consciente de que su tez era demasiado oscura, su pelo casi negro y, desde cualquier punto de vista, demasiado largo. Lord Rothewell parecía un hombre cuyo hábitat natural era el campo, pues su envergadura física y su aspecto austero no encajaban en los elegantes salones de Mayfair. Y por alguna razón, hoy al mirarlo se sintió impresionada por él.
Permaneció en el umbral de la puerta hasta que él dijo sin volverse:
—Buenos días, mademoiselle. Confío en que esté bien.
Camille se quedó pasmada. Entonces comprendió que él veía su imagen reflejada en la ventana.
—Oui, gracias —respondió con frialdad—. ¿Y usted, monsieur?
Él dejó caer la mano en la que no sostenía la fusta y se volvió.
—Bien. Gracias. —Su voz era grave, carente de emoción. Se alejó de la ventana y le ofreció el brazo—. ¿Me concede el placer de pasear conmigo por el jardín?
—Mais oui.
Camille dejó su libro en una mesa junto a la puerta y se echó el chal de lana sobre los hombros.
Rothewell miró el libro y arqueó las cejas al leer el título: Tratado de contabilidad mediante el sistema de partida doble.
—Tiene usted unos gustos sorprendentes en materia de lectura, —comentó, deslizando un dedo sobre el lomo del volumen.
Ella le miró a los ojos.
—¿Preferiría que leyese novelas, monsieur? —preguntó—. Après tout, el dinero es lo que hace que el mundo gire, y las personas que tienen menos deberían saber cómo funciona.
Por primera vez, la sonrisa irónica del barón casi se reflejó en sus ojos.
—Pero usted tendrá mucho dinero —dijo—, si todo resulta de acuerdo con lo previsto.
—Oui, pero ¿de qué sirve una fortuna en manos de una persona ignorante? —replicó ella—. Si tengo esa suerte, monsieur, quiero saber manejar bien lo que le bon Dieu me ha dado.
Para su sorpresa, él asintió con gesto solemne.
—Es usted muy sabia, mademoiselle —respondió—. No confíe nunca en otra persona para gestionar su riqueza o su futuro.
Ella lo miró sorprendida. Había supuesto que se pondría a discutir con ella. Según tenía entendido, de acuerdo con las leyes inglesas, cuando se casara con el barón sus ingresos pasarían a manos de él. Era un riesgo que tenía que correr.
Bajaron los escalones en silencio; al atravesar la puerta posterior del jardín, Rothewell colgó su fusta del poste. En el jardín soplaba una brisa fresca. El aire otoñal estaba impregnado de un olor a humo de carbón. El invierno estaba en puertas, pensó Camille, mirando de refilón a lord Rothewell. Quizás entraría en su vida.
Su instinto le advertía que se alejara; que este hombre era tan peligroso como disoluto. Un hombre al que, debido a la escasa experiencia que ella tenía de la vida, no sabría manejar. Pero no dio media vuelta. Ni siquiera vaciló un instante.
A partir de la mitad del jardín, el césped descendía formando terrazas, y los escalones de piedra tosca eran un poco empinados. Rothewell la precedió, saltando airosamente como un gato, tras lo cual se volvió para deslizar las manos debajo de su chal y tomarla por la cintura.
—Merci, monsieur, pero yo...
Demasiado tarde. Él la alzó sin mayores contemplaciones. Ella le agarró instintivamente por los hombros, y cuando ambos se volvieron, parecía como si el momento quedara suspendido en el tiempo. Él la sostuvo en el aire, sin moverse, sus cuerpos muy juntos, los dedos de ella aferrando el suave paño de su levita. Estaban frente a frente, los ojos grises e hipnóticos de él fijos en los de Camille mientras ésta sentía que el corazón le retumbaba en el pecho.
Sin dejar de observarla, Rothewell la depositó por fin en el suelo. Pero ella sintió como si éste se moviera debajo de sus pies, y no retiró las manos de los hombros de él. Rothewell seguía sosteniéndola por la cintura, sus grandes y anchas manos abrasándole la piel a través del vestido. Ella permaneció inmóvil, mirándolo a los ojos hasta que un ruido en el callejón junto al jardín rompió el silencio.
Él la soltó.
—Merci —murmuró ella, bajando las manos.
Pero su corazón no dejaba de latir aceleradamente, y el perfume cálido y varonil de la colonia de él la envolvía en una nube sensual que le producía vértigo. Camille era casi peligrosamente consciente de él como hombre, pero ése era su único pensamiento claro entre el repentino y enloquecedor torbellino que se agitaba en su cerebro.
Echaron a andar hacia el centro del jardín mientras ella trataba de apaciguar su corazón y poner sus pensamientos en orden. Unos metros más allá, unos elevados arbustos de boj ocultaban un resguardado círculo formado por unos rosales que empezaban a marchitarse. Rothewell se detuvo y apoyó la mano en la suya, que descansaba sobre su brazo.
Cuando habló de nuevo, lo hizo con un tono sorprendentemente afable:
—He venido para informarle, mademoiselle Marchand, de que he remitido a su padre una letra bancaria por las veinticinco mil libras que le corresponden —dijo con su voz insólitamente grave—. A partir de ahora no tiene ninguna obligación hacia él.
Ella se detuvo bruscamente en el sendero y lo miró.
—¡Mon Dieu! —murmuró—. ¿De dónde ha sacado esas veinticinco mil libras?
Rothewell dudó unos instantes.
—Asalté una diligencia de Blackheath a punta de pistola.
Ella se sintió casi aliviada al observar cierta irritación en sus ojos plateados.
—¿Vraiment, monsieur? —preguntó—. Entonces ha robado a un cobarde. Yo habría esperado para comprobar si era usted un buen tirador antes de detenerme.
—No lo dudo —dijo Rothewell—. Los franceses son conocidos por su temeridad en el campo de batalla. Pero soy un excelente tirador, mademoiselle Marchand. De haber esperado para comprobarlo, el conductor de la diligencia habría arriesgado su vida.
Camille decidió que era más prudente cambiar de tema.
—¿Aún desea casarse conmigo, monsieur? —preguntó—. De lo contrario, no tengo forma de devolverle ese dinero.
Él la miró fijamente.
—Estoy aquí, ¿no?
—Supongo que sabe que su hermana no aprueba que nos casemos —dijo Camille—. Me pregunto si es también una buena tiradora.
—En efecto —respondió él con expresión adusta—. Pero en este caso, su opinión carece de importancia. Además, no es a usted a quien desaprueba, sino a mí. En cualquier caso, es problema mío.
De modo que había habido una disputa familiar. Camille optó por no seguir abundando en el tema. Cuando lord Rothewell echó a andar de nuevo de forma pausada, la miró con expresión inescrutable.
¿Por qué quería casarse con ella, se preguntó Camille, si podía echar mano de veinticinco mil libras en breves días para pagar una apuesta que había hecho estando borracho? Pero el caso es que lo había hecho, y al menos el disparatado pacto que ella había hecho con Valigny estaba saldado. Al caer en la cuenta, la joven sintió un inmenso alivio. Con ésta eran dos las veces que lord Rothewell la había rescatado.
No, se dijo Camille con firmeza. No debía considerarlo de esa forma. Este hombre no era ningún héroe, ni ella debía dar unos tintes románticos a la situación. Rothewell era, si no amigo de su padre, en todo caso su compinche. Estaban cortados por el mismo patrón, con los mismos vicios. Las mismas víctimas. Y tenía sobrados motivos para querer casarse con ella, pues ella le había revelado, quizá de forma imprudente, lo único que había ocultado a Valigny: la auténtica magnitud de su herencia.
Cuando se aproximaron al final del jardín el sendero se estrechó. Lord Rothewell estaba muy cerca de ella, hasta el extremo de que percibió de nuevo el perfume de su colonia en el aire; un olor a sándalo y a cítricos. Un olor decididamente varonil, que ella recordaba de la fatídica noche en casa en Valigny.
En ese momento, el brazo de él rozó el suyo mientras caminaban, y ella sintió que el corazón le daba un vuelco. De pronto sintió deseos de huir.
Pero ¿adónde? Apenas tenía dinero. No tenía una formación académica. Ni una familia que la acogiera, a menos que tuviera en cuenta a los frívolos parientes de Valigny, quienes, aunque no la habían arrojado a la calle, habían ignorado su existencia.
Rothewell debió de leer sus pensamientos, pues se volvió y la obligó a volverse hacia él. Cuando habló, el ambiente que les rodeaba cambió y ella se puso muy nerviosa.
—Mademoiselle Marchand, el retraso por consejo de Pamela me ha dado ocasión de reflexionar —dijo, apoyando sus cálidas y fuertes manos sobre sus hombros—. No tiene que casarse conmigo. La apuesta la hizo Valigny, no usted. Puede romper el compromiso si así lo desea.
—Oui, pero ¿adónde iré, monsieur, y con qué dinero? —preguntó ella con franqueza.
—Tiene un primo, ¿no? —respondió él—. El hombre que ha heredado el título de su abuelo. Quizás esté bien relacionado y pueda encontrar un marido para usted.
Ella soltó una risa amarga.
—Ni siquiera sé su nombre, y estoy segura de que él no desea conocer el mío —contestó Camille—. Piense que soy la hija ilegítima de una mujer que deshonró a su familia, monsieur. Y en caso de que me quede soltera, de que no tenga un hijo, mi primo probablemente lo heredará todo, en lugar de sólo un ilustre título y una gran mansión. No le complacerá que me presente en su casa.
Rothewell torció el gesto.
—Me temo que no se equivoca al juzgar a la naturaleza humana —murmuró—. Quizá podamos encontrarle un empleo.
—¿Un empleo? —repitió ella—. ¿Cómo acompañante o... institutriz?
—Una institutriz, sí. Pero me temo que eso la condenaría a una vida de pobreza.
—El trabajo duro no me asusta, monsieur —respondió ella con sinceridad—. Me gustaría trabajar. Utilizar mi cerebro, oui, sería como un sueño. Pero a ninguna mujer le permiten hacer las cosas que a mí se me dan bien. Y las cosas que la sociedad permite que haga una mujer..., a mí no me ofrecerán esas oportunidades por ser hija del impresentable conde de Valigny.
Durante unos momentos la mirada plateada del barón escrutó su rostro como si buscara algo en él.
—Pamela me ha dicho que adora usted a los niños. ¿Es verdad, Camille?
—Oui —respondió ella con tono despreocupado—. ¿Quién no adora a los niños? Pero nadie va a contratar a la hija ilegítima de Valigny para que cuide de sus hijos.
—En efecto, no es probable —dijo él sonriendo levemente—. Pero ¿desea tener hijos, al margen de la condición estipulada en el testamento de su abuelo?
—Me gustaría mucho —respondió ella con tono ambiguo.
Pero mentía, y se preguntó si él se había dado cuenta. Su mayor deseo en el mundo era tener un hijo al que amar. A menudo pensaba que era su única esperanza.
Durante un instante se miraron a los ojos, y ella tuvo de nuevo la impresión de que él buscaba algo en ellos. Como si tratara de descifrar algo que ella no alcanzaba a comprender. Empezaba a pensar que le comprendía mejor como libertino y borracho. Este hombre fuerte y severo se mostraba mucho más controlado, y menos predecible.
—En cierta ocasión me dijo que deseaba vivir sola, Camille —continuó él con voz grave y afable—. A mí esa idea me disgusta, pero vivimos en un mundo lleno de incertidumbres. ¿Se considera usted lo bastante fuerte para criar sola a un hijo?
—Sí —respondió ella con firmeza—. No dude, milord, de que soy lo bastante fuerte para ello. Para perseverar. Para sobrevivir. Para hacer lo que deba hacer.
Ella calló, y Rothewell la condujo hacia uno de los dos bancos situados en el centro de la rosaleda y le indicó que se sentara junto a él. Ella se percató de que había empezado a llamarla por su nombre de pila.
—Quiero saber una cosa —dijo él por fin—. Quiero saber por qué vino a Inglaterra. Qué ocurrió en su vida que la indujo a trasladarse aquí.
La pregunta era razonable, dadas las circunstancias. Lord Rothewell quería conocer más detalles sobre ella. Iba a casarse con ella. Probablemente, ella le daría un hijo. Entonces, ¿por qué tenía ella la impresión de que se inmiscuía en su vida? ¿Acaso había imaginado que este hombre aparecería un día acompañado por un sacerdote, sin hacerle ninguna pregunta?
De pronto cayó en la cuenta de que las preguntas que él le hacía, sus explicaciones, todo ello creaba una especie de intimidad entre ambos. Como si compartieran las experiencias que habían vivido en sus respectivas vidas. Pero ella no deseaba compartir su vida con nadie, sentirse emocionalmente vinculada a él siquiera por algo tan simple como el hecho de tratar de conocerse mutuamente. Temía a lord Rothewell. No quería ser rescatada por él. No soportaba la idea de que un hombre le destrozara el corazón, como le había ocurrido a su madre. Sólo deseaba tener un hijo. Alguien que le perteneciera y a quien amar. A partir de ahí, quería que Rothewell y el resto del mundo la dejaran tranquila, porque, en última instancia, siempre acababa sola.
Pero Rothewell sostuvo su mirada sin pestañear, y Camille comprobó, no sin asombro, que volvía a sentir una opresión en la boca del estómago. Sabía lo que significaba, aunque lo había experimentado rara vez. Lord Rothewell no era un hombre guapo, pero era interesante, con sus ojos grises y hundidos y sus duros rasgos faciales. Los tensos músculos de su mandíbula indicaban que quería una respuesta a su pregunta.
Camille fijó la vista en su regazo.
—Très bien —dijo por fin—. ¿Qué desea saber, monsieur?
—No estoy seguro —reconoció él.
Durante unos instantes Camille se preguntó si esto le resultaba a él tan incómodo como a ella.
—Supongo que deseo saber que ocurrió entre su madre y Valigny —dijo el barón—. Ella era la condesa de Halburne, ¿no es así?
Camille asintió con la cabeza.
—Oui, en todo caso así se hacía llamar —respondió—. Pero Halburne se divorció de ella cuando yo tenía dos o tres años. Es posible que ella ya no pudiera utilizar ese título.
Rothewell se encogió de hombros.
—Lo ignoro —reconoció—. En la tierra de donde provengo, no existe el divorcio.
—¿De dónde es usted? —Ella le miró sorprendida—. ¿No se crió aquí, monsieur?
Él negó con la cabeza.
—No, viví toda mi vida, o buena parte de ella, en las Antillas —dijo—. Hace menos de un año que me instalé en Londres. Un lugar que todavía me resulta extraño.
Camille meditó en lo que él le había dicho. Quizás ambos tuvieran más cosas en común de lo que ella había imaginado.
—Mi madre murió en primavera —le explicó—. Supongo que da lo mismo cómo la llamemos ahora.
—Lamento que perdiera a su madre —dijo lord Rothewell—. ¿De qué murió, si me permite preguntárselo?
—Murió a causa de la mala vida que llevaba, monsieur —respondió Camille—. La mala vida, la pérdida de su belleza y quizá porque tenía el corazón destrozado.
Él esbozo de nuevo una media sonrisa, y Camille se preguntó qué aspecto tendría cuando sonriera del todo. Supuso que parecería más joven.
—¿El corazón destrozado? —pregunto él—. ¿Quién se lo destrozó? ¿Valigny?
—Bien sûr, ella lo adoraba —respondió Camille con sinceridad—. Él fue lo único que ella nunca consiguió, al menos por mucho tiempo.
—Ya —dijo lord Rothewell—. ¿No vivían como una familia?
Camille sintió de improviso cierta nostalgia.
—Brevemente —respondió—. Luego, maman se convirtió en la amante ocasional de Valigny. Él nunca permanecía mucho tiempo en un lugar, y tenía muchas mujeres. Por supuesto, estábamos en Francia, y maman tuvo también otros amantes. Pero creo que era una estrategia, monsieur, para darle celos.
—¿Y dio resultado?
Camille asintió con la cabeza.
—Oui, a veces —dijo—. Él regresaba junto a ella, y le daba dinero para que se comprara vestidos y joyas. A veces me traía un regalo. La cubría de caprichos hasta que ella empezaba a aburrirle, y entonces se marchaba de nuevo.
—¿No se casaron nunca? —preguntó Rothewell—. ¿Valigny tenía una esposa?
Camille negó con la cabeza.
—Se había casado de joven con una chica de su pueblo, según me contó maman, pero se divorciaron. Durante un tiempo, eso era muy corriente en Francia. Maman estaba convencida de que acabaría casándose con ella.
—Pudieron hacerlo cuando Halburne se divorció de su madre —observó él.
Camille sonrió con amargura.
—Sí, pero llegado el momento, Valigny se inventó otra historia —respondió—. Afirmó que la Iglesia no le permitía volver a casarse, un argumento muy conveniente.
Rothewell la miró sin dar crédito.
—¿Valigny es un ferviente católico?
Camille soltó una áspera carcajada.
—Non, un ferviente embustero —contestó—. Años más tarde, maman descubrió que su esposa había muerto poco después de casarse por segunda vez, de modo que hacía tiempo que Valigny estaba libre de toda obligación religiosa. El hecho de que lord Halburne se divorciara de mi madre fue..., ¿cómo se dice?, la última gota del vaso.
—La gota que colmó el vaso —le rectificó Rothewell sonriendo.
—Eso —continuó Camille—. Cuando Halburne se divorció de ella, maman recibió una carta de su padre comunicándole que la desheredaba. Valigny comprendió que mi madre nunca heredaría nada. Su apuesta no le había dado resultado. A partir de entonces, Valigny aparecía y desaparecía de la vida de mi madre. Tuvimos suerte de que la familia de él nos aceptara, al menos en teoría, que nos dejaran seguir viviendo en el castillo y nos pasaran una pequeña pensión.
—Y ahora su abuelo le ha dejado a usted gran parte de sus bienes —murmuró lord Rothewell—. Pero estipulando unas condiciones leoninas en su testamento.
—Oui, fue una decisión que tomó hace tiempo —respondió ella—. Cuando desheredó a maman y dejó de pasarle su asignación. En cuanto a las condiciones de su testamento, supongo que más vale eso que nada.
Rothewell se volvió y fijó la vista en los arbustos de boj más allá de la rosaleda.
—Hábleme de ella —dijo—. De su madre. Cuénteme cómo entabló una relación con Valigny y se exilió a Francia.
Camille rió con amargura.
—Maman lo conoció cuando se puso de largo —respondió—. Valigny le aseguró que había sido amor a primera vista para él.
Rothewell arqueó una ceja.
—¿Y ella le creyó?
Camille se encogió de hombros.
—Algunos días, certainement, estaba convencida de ello —dijo—. Sobre todo al principio. Estaba muy enamorada de él. Perdidamente enamorada. No veía, o no quería ver, cómo era él en realidad.
—¿Cómo es que se establecieron en Francia? —preguntó él.
—Maman estaba prometida con Halburne —respondió Camille—. En contra de su voluntad, desde luego, pues afirmaba estar enamorada de Valigny. Pero su padre detestaba a Valigny y después de concertar el matrimonio, prohibió a mi madre que siguiera viéndolo. Ella accedió por fin a casarse, creo que para huir de su padre, y poco después se fugó para reunirse con Valigny. Como consecuencia, Halburne arrojó su guante a la cabeza de Valigny.
—A su rostro —le corrigió Rothewell—. ¿De modo que se batieron en duelo por el honor de la dama?
Camille asintió.
—Oui, lord Halburne fue herido de un disparo —dijo—. Valigny salió indemne. Cuando maman se enteró de la noticia, pensó que era muy romantique.
—¿A usted no se lo parece?
—Non —respondió Camille indignada—. Creo fue très stupide. E irresponsable. Y una cobardía.
—Entiendo. —Rothewell la observó detenidamente durante unos momentos—. ¿Qué sucedió a continuación?
—Huyeron a Francia. Hacía poco que había estallado la guerra.
—Cielo santo —murmuró Rothewell—. ¿Supusieron que Halburne moriría?
—Eso dijeron, y que debido a eso, Valigny no podría regresar jamás a Inglaterra —respondió Camille—. Pero Halburne no murió, y se divorció de maman.
Rothewell emitió un leve silbido.
—Debió de ser una pelea en toda regla.
—Oui, y un enorme bochorno para lord Halburne —murmuró Camille—. Y ahora el hecho de que yo haya venido aquí removerá viejas murmuraciones y viejos odios.
Rothewell meneó la cabeza.
—No es probable que se encuentre con él —dijo—. Además, lord Halburne no puede culparla a usted. Valigny, sin embargo, es harina de otro costal.
Camille se encogió de hombros.
—Cuando terminó la guerra, monsieur, Valigny siguió visitando a maman aquí. Si hubo problemas, yo no me enteré.
—En tal caso, Halburne tiene más capacidad de perdonar que yo. —Después de guardar silencio unos momentos, lord Rothewell apoyó las manos en sus muslos con ademán de levantarse—. Bien, es preciso tomar una decisión. ¿Desea seguir adelante con la idea de casarnos?
—Mais oui, pensé que ya estaba decidido —respondió ella.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Está dispuesta a casarse con un viejo y tronado libertino? —preguntó, repitiendo el insulto que ella le había dedicado en cierta ocasión.
Ella apartó los ojos, sin responder.
—Tengo unos años más que usted, Camille —prosiguió él—. Y he vivido una vida muy distinta.
Ella se volvió hacia él.
—Usted no sabe la vida que he vivido yo, monsieur —replicó—. No soy una joven ingenua e inocente por la que deba preocuparse. No deseo que me envuelva en algodones.
—Celebro saberlo —comentó él—, dado lo arisca que es.
Camille sintió que se sonrojaba.
—Le pido disculpas —se apresuró a decir—. Reconozco que soy muy brusca. ¿Cuántos años tiene, monsieur?
Él la miró sorprendido. Ella dedujo que hacía unos cálculos mentales.
—Treinta y cinco años, más o menos —respondió por fin el barón.
—¡Ça alors! —exclamó ella estupefacta—. ¿Sólo treinta y cinco?
—Querida, esta mañana no hace más que dedicarme cumplidos —murmuró él—. Aguardo con impaciencia el día de nuestra boda.
—Pardon, monsieur —respondió ella—. Es que parece usted..., tiene un aspecto...
—Lo sé —interrumpió él—. Viejo y tronado.
Ella se sonrojó más.
—Non, eso no es verdad —murmuró—. Es usted muy apuesto, como sin duda sabe, pero tiene el aspecto de un hombre que ha vivido mucho.
—En efecto, más de lo que desearía —respondió él con aire pensativo—. ¿Cuándo quiere que nos casemos?
—Mañana —contestó ella—. No tengo tiempo que perder.
—Comprendo su impaciencia —comentó Rothewell secamente—. Pero quizá sería preferible, Camille, que nos vieran salir juntos durante un tiempo.
—¿Preferible para quién, monsieur?
Él apretó los labios unos instantes.
—A la larga, para su reputación —contestó.
—¿Y a usted qué más le da?
—Va a ser mi esposa, madame.
—¿Y no desea que las murmuraciones manchen su buen nombre?
Rothewell la miró irritado.
—Si supiera la fama que tengo, Camille, ni siquiera contemplaría la posibilidad de casarse conmigo —dijo con aspereza—. Pero está claro que me disgustaría que las murmuraciones mancharan la reputación de mi esposa, y posiblemente de mi hijo —añadió, haciendo ademán de levantarse.
Antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que hacía, le tocó ligeramente en el brazo.
—Milord, se lo pregunto de nuevo. ¿Por qué desea casarse conmigo?
Rothewell la miró con gesto inexpresivo.
—Según dicen, a mi edad uno necesita una esposa y un heredero —respondió, poniéndose en pie bruscamente.
—Pardon, monsieur, pero no me da la impresión de ser un hombre que preste atención a lo que le dicen —replicó ella, siguiéndole hacia las sombras del jardín—. Seamos al menos sinceros el uno con el otro.
En vista de que él no respondía, ella le tomó suavemente por el codo, sintiendo la dureza de los músculos de su brazo a través del paño de su levita. Él se volvió y se miraron a los ojos.
Durante unos momentos, lord Rothewell calló.
—Mi hermana se ha casado hace poco, y no tengo a nadie que administre mi casa —contestó por fin—. Es una cuestión muy simple, ¿no cree?
Camille lo observó con recelo unos instantes. El barón mentía. Y ella se había dado cuenta
—Alors, el nuestro será un matrimonio de conveniencia, ¿no es así? —preguntó—. Yo administraré su casa y usted me dará un hijo.
Él asintió secamente.
—Très bien —dijo ella—. Acepto. Pero no trate de convencerme de que confíe en usted, Rothewell. Todos los hombres son infieles. No quiero depender de usted.
Él guardó silencio un rato, y ella esperó que le dijera otra de sus mentiras. Quizás una débil promesa de fidelidad. Pero no fue así.
—Hará bien en no depender de mí —respondió él—. Debe forjarse su propia vida, Camille. No cuente conmigo.
Perfecto, pensó Camille. Quien avisa no es traidor.
Quizá no tuviera que separarse de él para que la dejase tranquila. O quizá, pese a su orgullo, él se alegraría de que ella lo abandonara, siempre y cuando percibiera la herencia prometida. Era un riesgo, desde luego. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Sintió el calor de la mirada de lord Rothewell y alzó la vista. Sus ojos eran duros, el gesto de su mandíbula aún más duro. Pero para su sorpresa, él le acarició la mejilla con el dorso de la mano, un gesto insólito e íntimo
—Pese a su carácter arisco, es usted una belleza, Camille —murmuró—. Esa primera noche..., sí, enseguida me di cuenta, y sin embargo, a veces un hombre duda de su criterio.
—¡Mon Dieu! ¿Acaso creía que me crecería una barba y una cola de la noche a la mañana? —Curiosamente, se sintió dolida—. ¿O estaba demasiado borracho para recordar el aspecto que yo tenía?
Ella sostuvo su mirada sin pestañear. No era una joven tímida e inocente, y no estaba dispuesta a comportarse como tal por apuesto y atractivo que él le pareciera.
—En efecto, había bebido mucho, y estaba cansado —confesó él—. Y no niego que en ocasiones, durante una larga noche de juerga y alcohol, me he equivocado al juzgar la belleza de una mujer.
Camille se rió.
—Debió de llevarse un gran desengaño al despertarse a la mañana siguiente y comprobar que yacía junto a un adefesio.
Él esbozó una leve sonrisa, pero parecía como si sonriera para sus adentros. La observó detenidamente, y, durante unos instantes, en su rostro se pintó una emoción inescrutable. No era lujuria, pensó Camille, sino algo más difícil de descifrar. ¿Un extraño anhelo? ¿Remordimientos? Pero qué estúpida era. Los hombres como Rothewell no tenían remordimientos, y cuando anhelaban algo lo tomaban sin más contemplaciones.
—Verá, Camille, por lo general uno obtiene lo que se merece —dijo él por fin—. Pero usted..., posee una belleza que no decepcionaría a ningún hombre, a ninguna hora del día.
—Merci bien —respondió ella.
Pero era consciente de que el clima entre ellos había cambiado. Estaban junto al muro en el extremo opuesto del jardín, y él sostenía su mirada, casi hipnotizándola con sus ojos plateados.
De pronto el mundo le pareció más distante, como si el aquí y ahora existiera sólo en este lugar, este pequeño círculo de rosas marchitas y hojas muertas, en que sólo estaban ellos dos. Y lord Rothewell parecía... distinto. Peligroso. Sí, este hombre era peligroso. Representaba un riesgo para la cordura de ella; quizás incluso para su corazón.
Cuando él alzó la mano para acariciarle la mejilla, Camille sintió de pronto como si el mundo comenzara a girar.
—No me llevaré un desengaño, Camille, cuando la vea yaciendo en mi lecho —murmuró él, acariciándole el cabello de la sien—. ¿Ha tenido usted alguna experiencia en ese sentido? ¿O seré yo su primer hombre?
Camille temblaba por dentro, sacudida por una emoción que no alcanzaba a comprender. Le disgustaba la desconcertante reacción que le producían las caricias de él.
—¡Ça alors! —contestó con aspereza—. ¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Una pregunta lógica, creo yo —murmuró él, recogiéndole un mechón de pelo detrás de la oreja. Camille sintió que el olor de su colonia, el olor de él, la envolvía. Asustada, cerró los ojos.
—No me confunda, monsieur, con una estúpida como mi madre —dijo al fin—. Conozco lo bastante sobre el mundo para saber cómo funciona. Conozco demasiado bien el valor de la virginidad para venderla por una miseria.
—Eso parece un «sí» —murmuró él—. Pero yo la encontraría deseable aunque no fuera virgen, Camille.
Ella sintió un escalofrío, pese a que hacía un calor poco habitual en esa época del año.
—No tiene que flirtear conmigo, monsieur —murmuró—. Conozco mi deber hacia mi marido, y lo cumpliré.
—No estaba flirteando —respondió él con voz ronca—. Béseme, Camille.
—¿Mais pourquoi? —murmuró ella.
—Porque —respondió él en voz baja— por segunda vez en mi vida, deseo probar el sabor de la inocencia.
Él la sujetó por el brazo con fuerza. Ella no dijo ni que sí ni que no. Y a pesar de que aún tenía los ojos cerrados, era consciente de la boca de él rozando la suya. De su musculoso brazo rodeándola, y de que sus cuerpos se unían de modo inexorable al tiempo que su mente se sumía de nuevo en un caos.
Era inevitable. Y curiosamente, en ese momento de pasión, de aromas y palabras dulces, a Camille no le importó. Le deseaba. Le rodeó la cintura con los brazos. Él deslizo los labios a lo largo de su mandíbula, besándola ligeramente en la oreja.
—Enséñeme, Camille —murmuró él—. Enséñeme a comportarme con ternura.
Ella oprimió su cuerpo contra el suyo. A diferencia de la primera vez, Rothewell la besó de forma pausada y seductora. Su boca se movía sobre la de ella, adaptándose suave y perfectamente a la suya, atrayéndola hacia él. Seduciéndola. Sus manos eran grandes, su cuerpo fuerte y protector, y el beso exquisitamente tierno, haciendo que el pulso de ella se acelerara. Que se fundiera contra él. Sí, la palabra que definía este momento era «seducción».
Durante un instante fugaz, ella se preguntó si había perdido el juicio. Pero éste era su destino, que ella había aceptado voluntariamente. ¿A qué venía resistirse? Su cuerpo respondió al de él, y Rothewell era consciente de ello. Pasó la lengua sobre sus labios, induciéndola a rendirse. En respuesta, Camille echó la cabeza hacia atrás. Él emitió un sonido entre un suspiro y un gemido y la abrazó con fuerza mientras introducía la lengua en su cálida boca. En ese momento ella se sintió perdida, atrapada en una vertiginosa espiral de pasión.
Deslizó las manos debajo de la levita de él, acariciándole la espalda, y sintió que él se estremecía. Era una sensación empoderadora. Potente. Él se apartó un poco y la besó con dulzura en la mejilla.
—Camille —murmuró.
La besó de nuevo en los labios, introduciendo la lengua en su boca, en un beso más apremiante que delicado. Ella sintió de nuevo una opresión en la boca del estómago. Le succionó la lengua, anhelante, sintiendo una sacudida urgente y abrasadora, una punzada en su vientre que la dejó sin aliento. Él lo intuyó y la besó con más intensidad, al tiempo que sostenía la parte posterior de su cabeza con su musculosa mano.
Camille se dio cuenta vagamente de que su respiración era más trabajosa, y que Rothewell había apoyado su mano tibia y fuerte en su cadera, moviéndola sobre el tejido de su vestido. Con la otra mano empezó a acariciarle un pecho debajo del sutil velo de su chal, al principio con delicadeza. Deslizó la boca sobre su cuello, hasta que sus labios ardientes se detuvieron sobre su pecho mientras lo sopesaba con la mano, casi sacándoselo del corpiño. Ansiaba sentir su boca allí. La rigidez de su miembro viril contra su vientre era inconfundible. Ella empezó a jadear. La sangre le martilleaba en las sienes, y en su vientre sentía la tensión del deseo.
Camille no era una ingenua. Sabía cómo un hombre y una mujer hacían el amor. Cuando él deslizó el pulgar debajo de los frunces de su corpiño, tirando hacia abajo, ella no protestó. Al cabo de unos instantes él logró descubrir uno de sus pechos. Emitiendo un gemido débil pero voraz, Rothewell capturó el pezón entre sus labios y oprimió su cálida boca sobre él. Sí. Mientras se lo chupaba, Camille notó que su voluntad empezaba a flaquear, que era incapaz de negarle nada. Deseaba sus caricias. Le deseaba a él.
En ese preciso momento el viento arreció, soplando a través de los rosales, levantado una nube de hojas secas que se agitaba alrededor de sus pies. De alguna forma, esto la obligó a regresar al presente. A la realidad de dónde se encontraban. En el jardín. A plena luz del día.
De pronto sintió que él la apartaba bruscamente. La brisa sobre su pezón desnudo le provocaba un dolor exquisito. Abrió los ojos y retrocedió, asustada por la intensidad con que había reaccionado a las caricias de él. Trató de recobrar el resuello. El pánico hizo presa en ella.
Rothewell se apresuró a tomarla del codo y la atrajo hacia sí, subiéndole el corpiño y alisándole la falda.
—Disculpe. —Su voz era ronca, su respiración trabajosa cuando la abrazó y apoyó su mano ancha y fuerte en su espalda—. Perdóneme, Camille —murmuró contra su pelo—. Me he extralimitado.
Camille apoyó la mejilla contra su pecho, sintiendo que el suave paño de su solapa le hacía cosquillas en la cara. Rothewell emanaba un reconfortante calor y una sensación de solidez. Con todo, el pánico que había hecho presa en ella dio paso a un terror frío que le recorría el cuerpo mientras él la acariciaba entre los omóplatos con movimientos circulares. Sus tiernas palabras y caricias no le hacían menos peligroso. ¿No era de esta forma como un hombre atraía a una mujer de carácter débil hacia el precipicio de la ruina emocional?
Santo Dios, era tan canalla como su padre, y sin embargo, en un instante había conseguido que ella casi le implorara que le hiciera el amor.
Esto era una imprudencia, se dijo Camille. ¿Acaso deseaba el tipo de vida que había vivido su madre? Emitió un largo y trémulo suspiro. Una cosa era el lecho conyugal, el cual era inevitable. Pero esto..., cielo santo, esta sensación de sumirse en algo seductor y salvaje..., no, no podía ser.
Camille alzó la cabeza y le apartó bruscamente.
—Una escena muy interesante —dijo al fin—. Pero en realidad, monsieur, esto no es necesario para tener hijos.
—¿A qué se refiere? —preguntó él con aspereza.
Ella lo miró.
—Este coqueteo..., estos besos...
Él guardó silencio un momento.
—No —respondió por fin—. No es estrictamente necesario. Creo que usted ya lo sabe.
—Oui —contestó ella.
Por supuesto que lo sabía. Y también sabía que debía proteger su corazón. Su cordura. Tenía que protegerse de este hombre.
Las ráfagas intermitentes de viento arreciaban. La frialdad que ella sentía en su interior se había extendido a sus extremidades. El temor había invadido su corazón.
Agachó la cabeza y se arrebujó en su chal.
—J’ai froid —murmuró.
Lord Rothewell le ofreció el brazo.
—En tal caso entremos en casa.
Ella alzó la vista y lo miró.
—¿Habla francés?
El rostro de él era una máscara inescrutable.
—Bastante bien —respondió—. Vamos, mademoiselle Marchand. La llevaré de regreso a la casa.
Ella le tomó del brazo, un tanto turbada. Era de nuevo mademoiselle Marchand. No había pretendido ofenderlo. Pero no estaba dispuesta bajo ningún concepto a permitirse el lujo de enamorarse de este hombre. ¿Cómo se le había ocurrido besarlo de forma tan apasionada? ¿Acaso era tan estúpida como lo había sido su madre? Desvió la vista, sintiéndose de pronto avergonzada. No debido al deseo que había experimentado, sino a su imprudencia.
Cuando llegaron a la puerta posterior, Rothewell tomó la fusta que había dejado colgada del poste de la verja. Ella lo miró unos instantes con suspicacia.
—¿Podemos casarnos enseguida, monsieur? —preguntó—. No deseo esperar más.
Él se detuvo unos momentos, golpeando su fusta rítmicamente contra su bota.
—Quizá dentro de una semana, por una cuestión de decoro —respondió por fin—. Informaré a Pamela al respecto.
—Très bien —murmuró ella, bajando la vista—. Gracias, monsieur. ¿No quiere entrar?
Él negó con la cabeza.
—No, creo que no.
Camille le hizo una breve reverencia.
—Entonces bonjour, monsieur —dijo—. Y gracias de nuevo.
—¿Por qué? —preguntó él secamente.
—Por el dinero que le ha pagado a Valigny, claro está —contestó ella, sosteniendo la puerta abierta.
—Ah, el dinero. Sí, no debemos olvidarnos de eso.
Lord Rothewell se inclinó con frialdad, crispando la mandíbula, bajó los escalones y salió por la puerta del jardín.
Lady Sharpe no llevaba ni cinco minutos junto a su hijo cuando regresó Thornton, portando el agua para el baño del pequeño. Los horarios del bebé eran importantes, se dijo la condesa para consolarse antes de depositar a su adorado hijito en brazos de la niñera.
—Si me necesitas, estaré en el estudio de Sharpe —dijo, después de besar al niño en la frente.
Abajo le esperaba una pequeña pila de cartas e invitaciones, como de costumbre a esta hora del día. Lady Sharpe se ufanaba de ser una mujer ordenada. Leyó todas las cartas referentes a asuntos de su casa en Lincolnshire, dictando las respuestas a algunas de ellas e instruyendo al señor Bigham, el secretario de su esposo, a que entregara el resto al propio Sharpe.
Cuando empezó a leer las invitaciones oyó una voz familiar en el vestíbulo.
—¡Maldita sea! —murmuró.
—¿Cómo dice, señora?
Bigham alzó la vista, sorprendido, de los papeles que estaba examinando.
Lady Sharpe se sonrojó.
—No es nada, Bigham —dijo—. Tenemos visita. Eso es todo. Sí, una visita muy inoportuna.
La condesa se devanó los sesos tratando de decidir lo que debía hacer cuando apareció el lacayo.
—La señora Ambrose, señora —anunció con tono grave.
Demasiado tarde, pues la cuñada de lady Sharpe entró apresuradamente, con el rostro acalorado, luciendo un gracioso sombrerito verde chillón sobre su cabello rubio pálido.
—¡Querida Pam! —exclamó, rodeando la mesa para besar a la condesa en la mejilla—. Acabo de regresar de pasar una semana en Brighton, y ha sido... Vaya, ¿otra vez haciendo el trabajo que le corresponde a Sharpe? Yo que tú no lo haría.
—Hago lo que puedo —murmuró lady Sharpe, indicando a Christine que se sentara en la butaca al otro lado de la mesa—. Es muy complicado para él ausentarse de la finca en esta época del año.
Christine encogió sus delgados y huesudos hombros.
—Ya, pero tú no podías viajar, teniendo en cuenta lo hinchada y gorda que estabas y lo indispuesta que te sentías —dijo, sentándose con gesto lánguido en la butaca—. En serio, Pamela, es probable que no consigas recuperar nunca tu figura. Por más terrible que sea contemplar esta realidad a tu edad.
Lady Sharpe sonrió con tirantez. Era inútil explicar a la hermana de Sharpe, una mujer viuda y sin hijos, lo poco que le importaba haber perdido su figura, cuando la recompensa había sido un heredero. Por lo demás, tenía que tratar de deshacerse cuanto antes de ella.
—Me temo, Christine, que me disponía a salir —mintió—. ¿Por qué no me acompañas al Strand? Necesito un nuevo... morillo para la chimenea. O dos. Sí, un nuevo juego de morillos.
Christine hizo un mohín de disgusto.
—Qué aburrido —contestó—. Ahora bien, si quisieras acompañarme a Burlington Arcade... Necesito un bolso que haga juego con este sombrero. ¡Un momento...! ¿Dónde está Sharpe? Primero tengo que pedirle que me preste cien libras.
Cualquier cosa con tal de sacar a Christine de la casa.
—Iré en busca de la caja de caudales —dijo la condesa, levantándose. En ese momento, el señor Bigham depositó otro papel sobre la pila de correspondencia—. ¿Qué es eso? —preguntó lady Sharpe, distraída.
—Una invitación de lady Nash que han entregado en mano, señora —respondió el secretario con gesto solemne—. Una cena mañana en honor de su hermano con motivo de su compro...
—¡Muy bien, Bigham, eso es todo! —dijo la condesa secamente.
—¿Una cena en honor de Rothewell? —inquirió Christine, tomando la tarjeta de color marfil—. ¡Qué extraño! Supongo que a él no le hará ninguna gracia. Por supuesto, asistiré, aunque sólo sea para tomarle el pelo.
Lady Sharpe le arrebató la tarjeta de las manos y volvió a sentarse. ¡Maldita sea, Rothewell había vuelto a jugarle una mala pasada!
Christine miró la invitación con suspicacia.
—¿Por qué no me dejas verla, Pam?
Lady Sharpe suspiró.
—Supongo que no hay inconveniente en que la leas —dijo—. Pero me temo, Christine, que no te invitarán a esa fiesta.
Christine arqueó una ceja perfectamente delineada.
—¿Cómo que no? ¿Acaso su nuevo título se le ha subido a Xanthia a la cabeza y ya no quiere saber nada de mí? Por el amor de Dios, ese marido suyo tan arrogante no es más que un conde..., y sólo medio inglés.
Lady Sharpe frunció los labios.
—Xanthia te tiene en gran estima, Christine. —¡Una mentira tras otra!—. Pero me temo que se ha producido una insólita novedad. No te gustará, y en realidad no me corresponde a mí contártela.
Christine se había quedado inmóvil.
—¡Vaya, sabía que no debía ir a Brighton! —declaró—. ¿Se ha puesto enfermo?
Lady Sharpe la miró atónita.
—¿Enfermo?
Christine se levantó de un salto para pasearse por la habitación.
—Hace tiempo que Rothewell se comporta de forma muy extraña —dijo con un tono más irritado que consternado—. A veces, se niega a verme. Apenas come. Se muestra distante. Anula sus citas conmigo. Un día parecía como si sufriera dolores. ¡Vaya por Dios, qué fastidio!
—¿Fastidio?
Christine se volvió, frunciendo los labios con gesto de disgusto.
—Nos han invitado a una fiesta en casa de unos amigos en Hampshire —respondió—. Y supongo que Rothewell esgrimirá esto como otra excusa para no ir.
—No, no asistirá a ninguna fiesta —dijo lady Sharpe—. Querida Christine, lamento informarte de que... Rothewell va a casarse.
Camille observó cómo se cerraba la verja del jardín detrás de lord Rothewell, que echó a andar muy tieso y con paso decidido hacia Hanover Street. Con la mano apoyada todavía en la puerta de la casa, pensó que había estado muy antipática con él, de lo cual ahora se avergonzaba.
Estaba furiosa consigo misma, no con él. Pero ese beso... había sido demasiado. Cuando concluyó, ella se había sentido como si las fuerzas la hubieran abandonado y desorientada. Como si sus temblorosas piernas hubieran dejado que se fundiera en un cálido charco de deseo, un charco que lord Rothewell podía pisotear mientras iba al encuentro de la próxima mujer con la que acostarse.
Cerró la puerta sin sospechar lo profético que era ese pensamiento, hasta que oyó un grito desgarrador procedente del estudio de lord Sharpe.
—¿Madame? —gritó Camille. Echó a correr por el pasillo sin preocuparse de que su chal se hubiera deslizado sobre sus hombros.
Estuvo a punto de chocar con una rubia alta y esbelta que salía del estudio, seguida por lady Sharpe.
Camille se detuvo en seco, y su chal cayó al suelo. Pero la rubia la había visto y se detuvo bruscamente, temblando de indignación. Apuntando con un dedo a Camille, exclamó:
—¿Esto es por lo que Rothewell me ha abandonado? ¿Esta insípida criatura que corre alocadamente por la casa?
La condesa se llevó los dedos a la sien.
—Christine, por lo que más quieras —dijo—. ¡Procura conservar un mínimo de dignidad!
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Camille, haciendo caso omiso de la dama y mirando a lady Sharpe—. ¿Está usted bien, madame?
Irritada, lady Sharpe dejó caer la mano y asintió:
—Estoy bien, querida.
De pronto Camille recordó las palabras de la dama: ¿Esto es por lo que Rothewell me ha abandonado? Se tensó y asumió una postura tan airosa como pudo.
—Pardon, madame —dijo, volviéndose hacia la dama—. Creo que no nos conocemos.
La otra la miró achicando los ojos.
—¡Y para colmo es francesa! —estalló—. ¡Esta arpía es francesa! ¡Cómo se atreve Rothewell a hacerme esta afrenta!
—Por el amor de Dios, Christine, cálmate —dijo lady Sharpe.
Miró a Camille con simpatía, pero parecía profundamente consternada y un tanto abochornada.
Sólo había una forma de resolver esta lamentable situación. Camille asumió una actitud combativa y miró a la mujer sonriendo.
—¿Alors, usted es su amante? —preguntó, alzando el mentón con gesto desafiante—. ¿Y acaba de averiguar que está comprometido conmigo? ¡Quel dommage! Sin duda le parece de lo más injusto.
—¿Pero...? ¿Qué...? ¿Quién es usted? —preguntó la dama.
Camille fingió perplejidad.
—Pues la... ¿Qué fue lo que dijo? «La insípida criatura.» Lo siento, lo de arpía no lo he entendido.
El semblante de la dama se tiñó de un intenso color carmesí. Temblaba de furia.
—Yo que usted no me preocuparía, madame. —Camille estaba indignada, sí, pero una maliciosa parte de ella se divertía con la escena—. El mundo es muy grande, ¿n’est-ce-pas? Usted es su amante, y es posible que eso no cambie, pero le aseguro que no pienso marcharme.
—¡No se atreva...!
Camille se encogió de hombros y recogió su chal del suelo.
—Ya lo he hecho, madame —contestó sin perder la calma—. Y creo que usted debe aceptar la realidad. Dentro de una semana quizá siga siendo usted la amante de Rothewell, pero esta insípida criatura será su esposa.
Lady Sharpe no sabía si reír o llorar. De pronto se volvió y su rostro se animó.
—¡Mirad! —dijo, señalando la ventana—. Ahí está Rothewell. Supongo que espera que le entreguen su caballo. Si tienes alguna cuenta que ajustar, Christine, es con él con quien...
Ésta empezó a bajar los escalones de la entrada antes de que lady Sharpe pudiera terminar la frase.
Camille sujetó la puerta para evitar que golpeara a lady Sharpe en la cara.
—¡Au revoir, madame! —dijo antes de cerrarla—. ¡Et bonne chance!
Rothewell se volvió, palideciendo. Camille le saludó con la mano y cerró de un portazo. Lady Sharpe reprimió una carcajada, llevándose una mano a la boca.
Camille sonrió con ironía
—Bien, madame, creo que a esta insípida criatura le sentaría bien una copa de jerez, si es tan amable de ofrecérmela —dijo, decidida a ocultar su dolor—. O quizás algo más fuerte. Luego le agradecería que me dijera quién es esa mujer, madame.
Lady Sharpe la miró y volvió a reírse.
—Querida, tiene que hacer algo sobre este espantoso «franglés» que habla —dijo—. Su francés aparece y desaparece de forma desconcertante.
—Oui, madame. —Camille se alzó un poco la falda e hizo una reverencia—. Lo utilizo cuando es necesario..., o cuando mis nervios me lo dictan.
—Venga —dijo la condesa, entrando de nuevo en el estudio—. Creo que a mí también me sentará bien un jerez, Camille, mientras me divierto pensando en la bronca que Rothewell estará recibiendo en estos momentos.
—Ha obrado mal, assurément —dijo Camille—. Un hombre debería ocultar a su amante antes de proponer matrimonio a otra mujer, ¿no cree, madame?
Lady Sharpe sacó dos copas del aparador y las depositó en una bandeja.
—Desde luego —respondió con tono jovial—. Suponiendo que se proponga tener una amante.
—Oui, pero ¿qué hombre no tiene una amante? —preguntó Camille de forma retórica.
El rostro de la condesa reflejaba una profunda desazón mientras servía el jerez.
—¡Pero querida! —murmuró—. Muchos hombres no tienen una amante, y usted debe procurar que Rothewell no tenga ninguna.
Camille pestañeó unos momentos.
—Mon Dieu, madame, ¿cómo voy a conseguirlo?
—Es usted muy lista, ya se le ocurrirá algo.
—¿Usted cree, madame? —preguntó Camille, dubitativa.
Lady Sharpe le entregó la copa de jerez y la observó por encima del borde de la suya.
—Desde luego —respondió con tono pensativo—. Estoy convencida de ello.
—¿Convencida de qué, madame?
—Convencida —respondió la condesa, alzando su copa— de que lord Rothewell ha encontrado la horma a su zapato.
Camille deseaba estar tan convencida como la condesa. Durante los dos próximos días, pensó con frecuencia en la amante de Rothewell. De hecho, casi se sentía agradecida con esa pobre mujer. El bochornoso encuentro entre ambas había dado al traste con la incipiente pasión que ella pudiera sentirse tentada a alimentar hacia su futuro esposo.
La dama, según le había explicado más tarde la condesa, era la señora Ambrose, la hermanastra de lord Sharpe. Al averiguarlo, Camille sintió que el alma se le caía a los pies. Habría sido más sencillo pensar que la amante de su marido era una vulgar cortesana. Pero lo cierto era que su sangre era más azul —y más inglesa— que la suya, un hecho que suscitaba una inevitable pregunta: ¿Por qué no se casaba lord Rothewell con su bella y rubia amante? Sólo cabía una respuesta. Dinero.