Capítulo 10
En el que Chin-Chin va a la City
Los días siguientes en Berkeley Square asumieron un extraño ritmo, casi sobrenatural. Camille los vivió mecánicamente, indecisa y un poco angustiada.
Para asombro de los criados, Rothewell empezó a pasar buena parte del día en casa, encerrado en su estudio con su brandy, sus libros y el perrillo de aguas, un animal del que sin embargo renegaba constantemente. Sin embargo, de vez en cuando, Camille pasaba frente a la puerta cerrada y le oía hablar, y comprendía que le estaba hablando al perro. Empezó a sentir un poco de envidia.
En ocasiones Rothewell presentaba un aspecto visiblemente desmejorado, pero si padecía graves episodios de la dolencia que le aquejaba —como sospechaba ella—, procuraba ocultárselos. Ninguno de los dos volvió a mencionar las últimas palabras que le había dicho la noche en que discutieron; parecía como si entre ellos se hubiera impuesto una silenciosa tregua.
Al echar la vista atrás, Camille comprendía que había cometido una imprudencia al inmiscuirse. Desde el primer momento, Rothewell no le había pedido nada, salvo que le fuera fiel y, a ser posible, amable con él. Había dejado muy claro que nunca la incluiría realmente en su vida.
«Harás bien en no depender de mí —le había dicho—. Debes forjarte tu propia vida.»
Y ella había accedido a ello. Era lo que deseaba. Entonces, ¿por qué le habían dolido tanto sus palabras?
Como de costumbre, Rothewell apenas dormía, pero la mayoría de las noches acudía al lecho de Camille, a menudo poco antes del amanecer, cuando regresaba después de pasar la velada fuera de casa haciendo Dios sabe qué. Ella ya no le preguntaba adónde iba y qué hacía, y aparte de esos ratos le veía poco. Camille trató de convencerse de que no le importaba. A pesar de que hacían el amor y que de vez en cuando compartían una comida, entre ellos se había impuesto una deliberada distancia. Por más que le dolía, no trató de eliminarla. Su esposo la había impuesto adrede, y ella trató de convencerse de que, al fin y al cabo, lo que ella deseaba no era compartir con él un clima de intimidad. De hecho, era lo que se había propuesto evitar.
Pero temía que sus esfuerzos por salvar su corazón fueran en vano, y poco a poco empezó a afrontar una segunda y alarmante verdad. Aparte de sus anchos hombros y su evidente virilidad, su marido estaba enfermo. En las pocas semanas que hacía que le conocía, su rostro había adquirido un aspecto más enjuto.
Aparte de eso, había otros signos, unos signos que ella conocía demasiado bien debido a la larga enfermedad de su madre. El nerviosismo. Los ojos hundidos. La inapetencia y el mal humor. La afición de Rothewell por la bebida —quizá para ahogar sus penas— le llevaría a la tumba.
Ella se dijo que no lo haría. No se desviviría por un hombre que estaba empeñado en matarse. Y, sin embargo, no podía abandonarlo, se decía, porque deseaba un hijo de él. Pero la realidad era mucho más complicada que eso.
Camille trataba de no pensar en ello. Trataba de no pensar en él. En las palabras que le susurraba al oído y sus ardientes caricias. En cómo esperaba todas las noches, impaciente, que viniera a su cama. Así transcurrían los días, lentamente y sin novedad, en casa de Rothewell, una casa vacía y carente personalidad. Era una existencia solitaria, pero Camille estaba acostumbrada a la soledad.
Una tarde su soledad se vio interrumpida brevemente cuando Rothewell la llevó a la City para reunirse con los abogados de su abuelo, con el fin de que les mostrara la prueba de su matrimonio. Era una reunión que ella había temido desde que había descubierto la carta de su abuelo oculta entre las cosas de su madre. Pero la visita le había resultado más fácil gracias a la imponente y grave presencia de Rothewell a su lado.
Cabe decir en honor a él que se esforzó en dar la impresión de que el suyo era un matrimonio cuando menos de respeto mutuo. Dejó que ella se expresara con libertad, mientras él permanecía en un discreto segundo plano, apoyado sobre su bastón con la empuñadura de oro, mirando a través de la ventana.
Cuando el abogado de más edad terminó de exponerles la situación, tenía el ceño fruncido.
—Bien, gracias por venir, lady Rothewell —dijo—. Nuestra enhorabuena por su matrimonio. Mañana, milord, cuando abran los bancos, solicitaremos que le sean transferidas cincuenta mil libras de la herencia del difunto conde.
Rothewell se volvió.
—¿Para la dote? —preguntó, alzando una mano para silenciar al abogado—. No necesito ese dinero. Puede depositarlo en una cuenta fiduciaria para mi esposa, o si ella prefiere, para los hijos que tengamos en nuestro matrimonio.
Camille lo miró estupefacta.
—Debo hablarlo con mi marido —se apresuró a decir—. Ya le comunicaremos nuestra decisión.
La expresión de perplejidad del abogado se intensificó.
—En tal caso aguardamos su decisión.
Se levantó como para acompañarlos, pero vaciló unos momentos.
—Supongo que saben que el resto del dinero que le ha legado su abuelo seguirá depositado en una cuenta fiduciaria hasta que nazca su primer hijo.
—Sí, lo sabemos —respondió Camille, levantándose.
Pero el abogado no parecía convencido.
—Debo confesarle, milady, que me pica la curiosidad —dijo—. ¿Por qué no respondió su madre a esta carta hace veinte años, cuando aún era posible que se reconciliaran con su abuelo?
La pregunta le dolió. Y recordando el consejo que le había dado lord Nash, miró al abogado con arrogancia.
—¿Qué necesidad tenía yo de reconciliarme con él, monsieur? —preguntó—. Una no puede reconciliarse con un hombre al que nunca ha conocido.
El abogado se sonrojó.
—Le ruego me disculpe —contestó—. Me refería a que... bien, ¿por qué...?
Estaba claro que trataba de dar con una frase diplomática.
—¿Por qué me ocultó mi madre su carta? —preguntó Camille, sacando al hombre del apuro—. Porque supongo que había una cosa que ella temía más que la pobreza. Temía morirse sola. Una debilidad humana, ¿n’est-ce-pas?
—Entiendo —dijo el abogado con gesto serio—. Quizá tenga razón
Camille esbozó una sonrisa distante.
—Mi abuelo jamás la habría admitido de nuevo en su casa —dijo—. Maman lo sabía. ¿Por qué iba a dar a su única hija el motivo, y los medios, para que la abandonara?
El abogado se abstuvo de contradecirla y volvió a darle las gracias por venir.
Rothewell se apartó de la ventana, ofreció el brazo a su esposa y bajaron la escalera. Los abogados se despidieron de ellos con una obsequiosa reverencia, y por primera vez Camille sintió la importancia de ser nieta de un conde y esposa de un barón.
Sin embargo, Rothewell parecía preocupado cuando la ayudó a montarse en su carruaje. A continuación se instaló junto a ella, y Chin-Chin saltó de inmediato sobre sus rodillas. El perro había insistido en seguirles desde la casa, gimiendo hasta que él le había tomado en brazos para llevarlo con ellos.
—No tenías que hacer eso, Rothewell —dijo Camille cuando el coche partió.
—¿Te refieres al dinero? —preguntó él, rascando la oreja del perrillo. Luego sacó algo del bolsillo de su levita y se lo dio al perro, que se lo comió al instante.
—Oui, porque ya pagaste a Valigny la mitad, de modo que te pertenece por derecho...
Él la interrumpió.
—Hice lo que quería, Camille —contestó—. Es lo que suelo hacer, como ya debes de saber a estas alturas.
Ella vaciló, y él le dirigió una mirada cargada de significado.
—Como gustes —le respondió—. Y deja de dar al perro cosas de comer, s’il vous plaît. Se va a engordar.
Al cabo de unos momentos, él habló de nuevo.
—¿Qué decía tu abuelo en esa vieja carta, Camille? —preguntó mientras acariciaba distraídamente el sedoso pelo del perro con sus largos dedos.
Camille lo miró, sorprendida de que mostrara interés en el tema.
—En ella vertía toda la amargura que había acumulado.
—¿Es la carta que no mostraste nunca a Valigny?
—No me atreví a hacerlo —respondió ella con tono quedo—. Aprendí de muy joven que no podía fiarme de él. ¿Por qué? ¿Quieres leerla?
Rothewell miró por la ventanilla.
—Sí, me gustaría leerla —murmuró.
—Bien sûr, te la daré.
Cuando doblaron por Cheapside ella observó las sombras que se movían sobre su severo perfil. En el carruaje reinaba el silencio, roto sólo por el rítmico sonido de los cascos de los caballos y el estrépito de las ruedas mientras avanzaban hacia St. Paul’s. Rothewell no cesaba de acariciar rítmicamente al perro. Parecía como si buscara consuelo en el animalito, un consuelo que debería ofrecerle su mujer. Ella cerró brevemente los ojos, preguntándose si había fracasado como esposa.
Al cabo de un rato, él habló de nuevo, pero sin mirarla.
—Lamento que Valigny sea tu padre, Camille —dijo en voz baja.
—Yo también —respondió ella—. Maman me quería, a su estilo. Eso nunca lo dudé. Pero Valigny... Non. Nunca. Yo era una molestia para él.
Una emoción inescrutable se dibujó en el rostro de él.
—Mereces algo mejor, Camille. Algo mejor que... —Rothewell hizo un vago ademán— todo esto.
Ella se volvió y miró ciegamente a través de la ventanilla.
—Puede que no —respondió con calma—. Sólo soy la hija bastarda de un hombre egoísta. El mundo no siente el menor aprecio por las personas como yo.
—No digas eso, Camille —dijo él con tono de reproche—. Deja que el mundo piense lo que quiera, pero no te menosprecies nunca. No eres como tu padre.
Camille no respondió. ¿Qué podía decir? Hacía tiempo que había dejado de compadecerse. Y hacía tiempo que había dejado de tratar de conquistar el cariño de Valigny. Pese al afecto paternal que éste le había demostrado, era como si fuera la hija de un extraño, o peor aún, un enemigo.
Pero ¿era su frialdad tan profunda y permanente, sus emociones tan controladas, que había fracasado como esposa? ¿Acaso ya no era capaz de abrir su corazón? Eso no era lo que ella deseaba. No era la persona que deseaba ser. Quizá ni siquiera fuera la clase de matrimonio que deseaba tener.
Miró de nuevo el perfil de su marido, tan serio y sin embargo tan apuesto a la luz del sol. ¿Había alguna esperanza para ellos? ¿Alguna oportunidad de que alcanzaran una auténtica intimidad? ¿Una intimidad más allá del lecho conyugal? Y, sin embargo, por más que estuviera dispuesta a exponerse a que la lastimaran, no sabía cómo dar el primer paso. Cómo romper el cristal que habían erigido entre ambos.
—Cuando tenía cinco años —dijo inopinadamente—, decidí que mi nombre era Genevieve.
Rothewell se volvió y arqueó una ceja al tiempo que respondía educadamente:
—¿Ah, sí?
—Oui, y que era una princesa que había sido raptada por el malvado conde de Valigny —continuó ella, sintiéndose como una estúpida pero incapaz de contenerse—. Le dije a mi niñera que mi verdadero padre, un importante y poderoso rey, vendría a buscarme y me llevaría con él.
Rothewell sonrió con tristeza.
—Ya, y que entonces todos se lamentarían, ¿verdad? —murmuró—. ¿Ésa era la idea?
Ella le miró cariacontecida.
—Oui —respondió—. ¿Sabes cómo termina este cuento de hadas?
—Me temo que sí —contestó él—. Yo solía fingir que mi padre era un poderoso corsario otomano, que me había enviado a Barbados para mantenerme a salvo de sus enemigos. Imaginaba que cuando yo regresara y mi padre viera lo que mi tío me había hecho, le cortaría la cabeza con su cimitarra. Creo que incluso le conté a mi tío esa fantasía..., o algo similar.
Camille chasqueó la lengua con gesto compasivo.
—Supongo que tu tío se reiría en tu cara.
—No. —El semblante de Rothewell no mostraba emoción alguna—. Me encerró en el agujero de los esclavos durante tres días, sin comida ni agua. Luego se emborrachó y perdió el conocimiento, y Luke le robó la llave del bolsillo. Cuando se le pasó la borrachera, mi tío estaba demasiado ocupado arrancándole a Luke la piel de la espalda a latigazos para pensar en mí.
—¡Mon Dieu! —Camille se llevó su mano enguantada a la boca—. ¡Pero... erais unos niños!
—No durante mucho tiempo —respondió su esposo con calma.
Ella le miró horrorizada.
—Rothewell —murmuró—, ¿qué era ese agujero? Supongo que algo pavoroso, ¿n’est-ce-pas?
—Un agujero que nuestro tío mandó excavar en un lugar cenagoso cerca de uno de los ingenios azucareros.
Entonces se volvió para mirar de nuevo por la ventana, pero Camille intuyó que su mente había regresado a las Antillas. Incluso había dejado de acariciar al perro, y su mano reposaba ahora sobre el lomo de Chin-Chin.
—Era un agujero muy profundo —continuó al cabo de unos minutos—, semejante a una cisterna o un pozo. Siempre había agua salobre en el fondo, y cuando llovía, y en esa región llovía siempre, el agujero se llenaba de agua.
—¡Mon Dieu! —murmuró ella—. ¿Cómo lograste salir?
—No podía —contestó él—. Rogué a Dios que el nivel del agua no subiera demasiado. El agujero estaba tapado por una pesada reja y mi tío era el único que tenía la llave. Lo construyó para castigar a los esclavos, pero cuando llegamos nosotros, se aficionó a él.
Camille sintió que empezaba a temblar.
—¡Pero eso es monstruoso! —exclamó—. ¿Por qué... no se lo impidió alguien?
Rothewell volvió por fin la cabeza y la miró a los ojos.
—¿Alguien? —preguntó en voz baja—. ¿A quién te refieres, Camille? A nadie le importaba lo que hiciera con nosotros.
Ella sacudió la cabeza rápidamente.
—Non, non —murmuró—. No puedo creerlo. Un magistrado. Alguien que debería haberse ocupado de estas cosas.
Al cabo de un momento, Rothewell suspiró.
—Era una colonia dejada de la mano de Dios, Camille —dijo—. En cierta ocasión vino una mujer de la iglesia, porque alguien había protestado por el hecho de que Xanthia viviera bajo el techo de mi tío, debido a lo que ocurría debajo de él, y pensaron en la posibilidad de enviarla a vivir con una familia en Bridgetown. Pero el asunto no prosperó.
Luego él pareció encerrarse en sí mismo, y se volvió de nuevo hacia la ventanilla.
No volvieron a hablar durante el resto del trayecto a través de la City. Pero cuando el carruaje pasó traqueteando debajo de Temple Bar, pareció como si Rothewell se despertara de un sueño.
—¿Eres feliz, Camille? —preguntó—. Me refiero a si te sientes a gusto en Berkeley Square.
Ella dudó unos instantes.
—Nunca he tenido un hogar propio —respondió con calma—. Me siento bastante a gusto.
—Lo celebro —dijo él en voz baja—. No quiero que te sientas desdichada.
—Pero si pudiera...
Ella se detuvo, mordiéndose el labio inferior.
—¿Sí? —Él la miró con gesto interrogante—. Continúa.
—Todavía tengo unas cosas en Limousin —dijo—. Unos objetos sentimentales que me gustaría recuperar.
—Desde luego. ¿Qué clase de objetos?
—Unas cosas sin importancia, en realidad —respondió ella—. Unos objetos para... dar vida a la casa. Un par de paisajes que me gustan mucho, y unos objets d’art. Una colección de cojines bordados y un retrato de mi madre. Algunos de mis libros favoritos.
—¿Unos libros sobre áridos temas financieros?
Tardó un momento en darse cuenta de que le tomaba el pelo.
—Algunos, oui —contestó sonrojándose—. Pero también unos libros de geografía e historia, e incluso un par de novelas. Verás, la casa me parece... un poco vacía. Sé que hace poco que te has instalado en ella. Y he pensado que...
Camille buscó en su mente la palabra adecuada.
—¿Te resulta incómoda? —sugirió él, acariciando de nuevo al perro con gesto pensativo.
—Certainement pas —se apresuró a responder ella—. Es una casa muy bonita y muy cómoda. Pero le falta ambiente.
Él meditó en ello.
—Creo que tienes razón —dijo, mirando las tiendas del Strand—. Xanthia y yo no reconoceríamos una casa con ambiente aunque nos diéramos de bruces contra ella. Puedes decorarla a tu gusto.
La conversación cesó, y al cabo de unos minuetos, durante los cuales él mantuvo la vista fija más allá de la ventanilla, sorprendió a Camille ordenando al cochero que se detuviera.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó ella.
—Es una sorpresa —respondió él con su tono cortante.
Cuando el lacayo bajó los escalones del carruaje, él se bajó y ayudó a Camille a apearse. Picada por la curiosidad, ella apoyó las manos en sus hombros. Rothewell la alzó como si fuera una pluma y la depositó en la acera. A sus espaldas, Chin-Chin se puso a brincar sobre el asiento del coche, gimiendo.
—¡Vaya! —masculló Rothewell—. De acuerdo, puedes venir con nosotros.
Tras esto tomó al perro en brazos y lo metió dentro de su chaleco.
Sin duda ofrecían un interesante espectáculo paseado por el Strand bordeado de tiendas, la alta y corpulenta figura de Rothewell junto a la de Camille, esbelta y mucho más baja, y la cabeza del perrito asomando por el chaleco del barón.
Pasearon lánguidamente del brazo frente a pañerías, camiserías y tiendas de objetos de porcelana, hasta que al cabo de unos metros, Rothewell se detuvo y entró en un elegante establecimiento, en cuyo escaparate saledizo había expuesta una reluciente arpa. El pequeño letrero que colgaba de unos ganchos de metal decía JOS. HASTINGS. INSTRUMENTOS DE CUERDA DE GRAN CALIDAD.
Dentro, el establecimiento olía a cera de abejas y a madera recién lijada. Estaba lleno de arpas y clavicémbalos, e incluso había una pequeña espineta que precisaba ser reparada. Camille miró a su alrededor maravillada mientras un caballero pálido y delgado salía de detrás del mostrador.
—Buenas tardes —dijo—. Un arpa espléndida, ¿verdad?
—Oui, es preciosa —convino Camille, entusiasmada.
El hombre enlazó los dedos.
—Tiene un gusto excelente, señora —dijo—. Es una McEwen con un pedal de acción simple. Ya no las fabrican así. —El hombre se inclinó ligeramente ante Rothewell—. ¿Desea conocer su precio, señor?
—No, gracias —respondió él, sacando su tarjeta con una mano mientras sostenía a Chin-Chin con la otra—. Queremos un piano. Un piano de cola.
En el semblante del hombre se pintó una expresión de codicia, que se apresuró a ocultar debajo de una obsequiosa máscara.
—¡En tal caso han venido al lugar adecuado, milord! —dijo, echando un vistazo al nombre de Rothewell—. El piano de cola es el instrumento más maravilloso que puede adquirir. Dentro de unas semanas recibiré un magnífico Babcock que me envían de Boston.
—No queremos un piano norteamericano —contestó Rothewell, un poco irritado.
—Señor, no debe desdeñar el trabajo de los norteamericanos —replicó el hombre, como si se sintiera dolido—. El Babcock dispone de un moderno armazón de hierro fundido, de una sola pieza, que le durará toda la vida.
Rothewell torció el gesto.
—No lo dudo —dijo—. Pero queremos el tipo de piano que le vendió usted el año pasado al marqués de Nash.
—Mon Dieu —murmuró Camille, asiendo el brazo de Rothewell.
El hombre de tez pálida palideció aún más.
—Vaya —dijo—. El Böhm de seis octavas. Un instrumento excepcional, desde luego.
—Desde luego —dijo Rothewell, sin hacer caso de las protestas de Camille—. ¿Cuánto tardará en enviárnoslo?
El hombre parecía turbado.
—Señor, esos pianos están fabricados en Viena y son muy difíciles de obtener.
—¿Cuánto tiempo? —insistió el barón con firmeza.
—Unos meses, milord —respondió el hombre—. Si me encarga el Babcock puede recibirlo dentro de seis meses, y un buen piano inglés en la mitad de tiempo. Pero el Böhm... El que acabamos de recibir nos lo encargaron hace casi un año.
—¿Tiene uno? —preguntó Rothewell con visible interés.
—Sí —respondió el hombre pálido—, pero es un encargo.
—¿Ah, sí? ¿Quién se lo ha encargado? —dijo y sacó su cartera.
—La esposa del embajador francés —contestó el hombre.
Rothewell depositó un billete en su mano.
—Entonces es mío.
El hombre pálido miró el billete y tragó saliva.
Camille reprimió una exclamación de asombro.
—Bueno —balbució el hombre—, supongo que... podría haberse producido un retraso en el envío. —Se detuvo para humedecerse los labios—. A fin de cuentas, los embajadores van y vienen...
—En efecto —dijo Rothewell secamente—. Pero yo no me iré. Me refiero al extranjero. Nunca.
El hombre pálido lo miró nervioso y se guardó el billete en el bolsillo de la levita.
—Al parecer hemos hecho un trato —dijo alegremente—. Enhorabuena, milord.
—Vivimos en Berkeley Square —dijo Rothewell—. ¿Cuándo puede entregárnoslo?
El hombre dirigió una mirada nerviosa hacia el fondo de la tienda.
—¿Le parece bien a principios de la semana que viene? —respondió—. Pero por el callejón, milord. No por la puerta principal.
—¡Mon Dieu! ¿Por qué has hecho eso? —protestó Camille cuando él la ayudó a montarse en el carruaje al cabo de diez minutos—. De veras, Rothewell, no era necesario.
Camille pensó que su madre y ella podrían haber vivido todo un año holgadamente con lo que había costado el nuevo piano, aparte del soborno que Rothewell había dado al vendedor.
Rothewell se instaló en el asiento y sacó a Chin-Chin de su nido de brocado.
—¡Adelante! —ordenó al cochero. Luego, volviéndose y fijando su sombría y plateada mirada en ella, dijo—: Estamos casados, Camille, y deseo que mi esposa tenga lo mejor de lo mejor. Pero el piano..., eso es para mí.
—¿Para ti? —preguntó ella, ladeando la cabeza y observándolo perpleja.
Él escrutó lentamente su rostro.
—Para tener el exquisito placer de oírte tocar —le explicó, bajando la voz una octava—. Es natural que una esposa entretenga a su marido con sus numerosas habilidades, ¿no?
Camille sintió un escalofrío de deseo mezclado con cierto bochorno, pero no desvió la mirada.
—¿Y yo cumplo con ese requisito, milord? —murmuró—. ¿Te entretengo de forma satisfactoria?
Durante unos momentos él no dijo nada.
—Creo que ya conoces la respuesta a esa pregunta, querida —contestó al fin—. La conoces de sobra.
Complacida, Camille se relajó contra el asiento y no dijo nada más.
Cuando llegaron a Berkeley Square, Rothewell entró con ella en la casa, con el perro pegado a sus talones, y luego desapareció, Camille subió en busca de la vieja carta de su abuelo y se dirigió con ella apresuradamente a la alcoba de su marido. Pero el alma se le cayó a los pies al comprobar que la habitación estaba desierta.
Confiaba en hallarlo allí, experimentar de nuevo la sensación de intimidad emocional que habían compartido brevemente en la penumbra del coche. Era una sensación intensa, atrayente y casi peligrosa, el deseo de desahogarte con alguien que te estima, y ser el paño de lágrimas de alguien que puede deshogar su dolor en ti, por más que Rothewell era un hombre muy reservado. No obstante, habían compartido algo de sí mismos el uno con el otro.
Aspiró despacio el seductor olor que emanaba él, frío y difuso en la silenciosa penumbra de la habitación. Miró alrededor de la austera e insulsa estancia. Muchas de las primeras impresiones que había tenido en esta casa empezaban a tener sentido. La falta de algo íntimo, como un retrato o una baratija. La decoración, carente de todo elemento emocional. Camille intuía que si registraba los cajones o el escritorio de su marido, no hallaría nada. Nada excepto prendas dobladas y papel de cartas en blanco. Rothewell y sus hermanos habían sido tres niños que no habían poseído nada de un valor sentimental. Nada que desearan recordar.
Y él la había traído a este frío y austero lugar, una esposa fría y austera, a la que en ocasiones parecía querer convertir en más fría y austera. ¿Por qué? ¿Por qué se había casado con ella? ¿No deseaba gozar del calor y el amor de una mujer? Puede que ella y su esposo fueran almas gemelas, temerosos de encariñarse con alguien o algo. Temerosos de albergar esperanzas. Temerosos de amar. Pero la voz de Rothewell en el coche no había sido fría ni austera. Y por primera vez la había mirado, fuera del lecho conyugal, con ternura y deseo, y sus insinuantes palabras se habían deslizado sobre su piel como miel líquida.
Camille apoyó la frente contra la lisa y fresca madera de la columna de la cama y cerró los ojos unos instantes. Se estaba enamorando, rápida y perdidamente. De pronto se le ocurrió que no quería fracasar como esposa. Quería desterrar la frialdad, quizás a costa de su dolor.
Pero ¿lograría convencer a su esposo, un hombre reservado a quien habían herido profundamente? ¿O insistiría en que éste era el tipo de matrimonio que quería, y en mantener entre ambos la distancia emocional? Sintiendo que la mano le temblaba un poco, depositó la carta al pie de la cama y salió.
Si Rothewell la leyó, no se lo dijo. Al día siguiente Camille la encontró sobre su escritorio y volvió a guardarla en el misal dentro del cual la había traído de Limousin.
A la semana siguiente, Rothewell sorprendió a Camille proponiéndole una visita a Neville Shipping. El trayecto en coche hasta los Docklands fue fascinante, a través de un sector de la ciudad que ella desconocía. Los sonidos y los olores eran maravillosamente primitivos: a lodo fétido, pescado podrido, humeantes empanadillas de carne y el olor a mar que transportaban los gigantescos buques mercantes que surcaban el Támesis casi rozándose.
Cuando circularon por Wapping Wall, pasaron frente a callejones atestados de montones de barriles, cajas llenas de aves que no cesaban de graznar y hombres de rostro duro con la nariz enrojecida y vestidos con unos toscos monos. Hombres del mar, y de los barrios bajos. Rothewell señaló la puerta de las oficinas de la naviera, un mugriento edificio normal y corriente de cuatro plantas situado entre una tonelería y una tienda de sogas y lona.
Cuando se detuvieron frente a la puerta principal, la ayudó a bajarse del carruaje, la alzó en volandas y la depositó sobre el escalón de entrada. Camille bajó la vista y vio que la acera estaba cubierta de asaduras de pescado y paja húmeda.
—Un lugar espantoso —masculló él, apartando de una patada una cabeza de pescado—. Creo que no he debido traerte aquí.
—No, no —protestó ella—. Me parece fascinante.
Dentro, fueron recibidos por Xanthia, que se mostró claramente sorprendida de ver a su hermano. Dejó a un lado el lápiz y el libro de cuentas que estaba examinando y fue de inmediato a su encuentro.
—¡Estas endiabladas cuentas! —dijo, exasperada—. Gracias a Dios que habéis venido a salvarme de ellas.
Después de presentarles brevemente al señor Bakely, el encargado, Xanthia les ofreció una rápida gira por la contaduría. La planta baja consistía en una espaciosa habitación, muy bien amueblada y generosamente iluminada por las ventanas traseras que daban al Támesis. Camille observó que la media docena de empleados evitaron cruzarse con Rothewell, pero se inclinaron cortésmente cuando ella pasó entre sus mesas de trabajo.
—Subid —sugirió Xanthia cuando finalizaron la visita a la planta baja—. Señor Bakely, déme el libro de cuentas y acabaré de examinarlo arriba. ¿Queréis que uno de los chicos nos sirva té?
Sosteniendo el engorroso libro de cuentas debajo del brazo, Xanthia les condujo escaleras arriba. Entraron tras ella en un despacho de techo alto, elegantemente amueblado, cuyo ventanal daba a un tramo del río denominado el Pool. Una estantería llena de libros cubría una de las paredes, y dos voluminosas mesas de caoba, en una de las cuales había una ordenada pila de libros de cuentas de paño verde y un montón de cartas, presidían la habitación.
Xanthia se detuvo para dejar el libro que portaba sobre el montón de cartas, boca abajo. Asombrada, Camille se acercó a la ventana.
—Alors, ¿alguno de estos barcos son vuestros? —preguntó, contemplando el río.
—Uno, sí, una hermosa y veloz carabela, construida en Boston. —Xanthia apoyó la mano en el hombro de Camille y la señaló—. La Princess Pocahontas, que se ve allí junto a Hanover Stairs.
—¿Sólo ese barco?
Camille esperaba ver una numerosa flotilla.
Xanthia se rió.
—Tenemos otro en el West India Docks y otro río arriba, en St. Catherine’s. Ten presente, querida, que un barco en el Pool es un barco que nos cuesta dinero. —Xanthia se detuvo y se llevó la mano al corazón—. Ésta es mi sagrada misión. Hacer que nuestros barcos naveguen.
Camille sintió la reconfortante presencia de Rothewell a su espalda.
—Zee se ocupa ahora de la planificación y el calendario —explicó, enlazando a Camille por la cintura con una mano—. Gareth se ocupa del inventario y del dinero, o lo hacía.
Camille se volvió.
—¿El duque de Warneham? —preguntó sorprendida.
Xanthia sonrió con cierta tirantez.
—Hace poco que Gareth obtuvo el título de duque. Pero creen que Antonia, la duquesa, está encinta, por lo que la situación ha cambiado.
—¿De modo que esperan un hijo? —preguntó Rothewell—. Puede que eso explique el curioso talante de Gareth.
Xanthia le miró con extrañeza, pero prosiguió:
—Como es natural, me alegro mucho por ella. Pero estoy segura de que Gareth permanecerá buena parte del tiempo en Selsdon. Hemos contratado al señor Windley, un hombre muy competente.
—Entonces, ¿estás satisfecha con él? —preguntó su hermano con evidente interés.
La sonrisa de Xanthia se hizo más tirante.
—¡Qué remedio! —contestó—. Creo que lo hará muy bien. Pero ningún empleado es tan fiable y diligente como un propietario. —Xanthia se detuvo y miró a su hermano—. Por lo demás, no estoy segura de que el señor Windley se sienta a gusto en los Docklands. Ayer se produjo un infortunado incidente protagonizado por un carterista en Mill Yard.
Rothewell torció el gesto.
—Espero que decida quedarse.
—Yo también —dijo Xanthia secamente.
Rothewell sonrió levemente.
—¿Querías que firmara unos papeles, Zee?
—Unos papeles del banco —respondió ésta, señalando su mesa con la cabeza—. Y esta vez quiero que los leas antes de firmarlos.
Xanthia dispuso una larga hilera de papeles sobre su mesa.
Rothewell emitió un gemido de protesta y se sentó.
—Muestra tu recalcitrante libro de cuentas a Camille —sugirió, tomándolo de la mesa—. Acaba de terminar un aburrido tomo sobre contabilidad.
Xanthia arqueó las cejas, sorprendida.
—Bueno, cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas —comentó con tono jovial—. Si consigues que esas columnas de números cuadren, te estaré eternamente agradecida, Camille. Siéntate en la mesa de Windley.
—Lo intentaré encantada —respondió ella.
Sorprendida de que Rothewell hubiera sugerido que le echara una mano a Xanthia, cogió el libro y se sentó, tomando un lápiz de una caja que había en la mesa. Rothewell leyó algunos párrafos de los documentos que Xanthia le señalaba, pero al cabo de un rato empezó a estampar su firma sin siquiera mirarlos, según le indicaba su hermana.
Cuando terminó, Camille se puso en pie, indecisa.
—Toma —dijo, entregando a Xanthia el libro abierto—. El contable omitió incluir una factura de una partida de lona. Y en la última línea referente al avituallamiento, se había producido un baile de números.
Xanthia miró el libro, estupefacta.
—¿De veras? —preguntó—. Creo que tienes razón. ¿Cuadran ahora los números?
—Oui, creo que sí —respondió Camille. Concluyó rápidamente los últimos cálculos, moviendo el lápiz sobre la página—. Oui, todo está en orden —dijo por fin.
Cerró el libro y se lo devolvió a Xanthia.
—¡Magnífico! —exclamó ésta alegremente—. Y qué rápido.
Camille fijó la vista en el suelo.
—En Limousin me encargaba de las cuentas de la casa —explicó—. Era necesario saber algo de economía y aritmética.
En ese momento apareció un joven sirviente portando la bandeja del té. Se sentaron en unas butacas junto a la ventana. Durante media hora, tomaron el té mientras charlaban de cosas triviales, pero Camille no dejaba de observar la habitación, tomando nota de las cartas de navegación, la estantería llena de libros mayores y el gigantesco mapa cubierto de chinchetas amarillas que ocupaba toda una pared. Era un mundo nuevo, un mundo de comercio y apasionantes retos.
Cada pocos minutos oían pasos subiendo o bajando la escalera, o la campanilla de la puerta cada vez que alguien entraba o salía. Incluso las voces de los barqueros en el río le parecían fascinantes. Todo el lugar hervía de actividad con una energía especial. Camille sintió de pronto envidia de su cuñada.
—Deduzco que no vienes con frecuencia a las oficinas de la compañía —comentó cuando Rothewell la ayudó a montarse de nuevo en el carruaje—. Todos los empleados parecían sentirse intimidados por tu presencia.
La expresión de Rothewell era inescrutable, y sus ojos no dejaban entrever nada.
—Nunca he formado parte del negocio —dijo, instalándose en el asiento—. El negocio era de mi hermano, no mío. Cuando Zee se ausenta, vengo de vez en cuando a azuzar un poco a los empleados. De lo contrario, me abstengo de poner los pies aquí.
—Oui, pero la compañía también es tuya —insistió Camille—. Me choca que sea tu hermana quien la dirija.
Rothewell se volvió hacia la ventanilla del coche.
—Xanthia es más que capaz de dirigirla.
—Bien sûr —dijo Camille—. Parece entregada a su trabajo, pero la dedicación y la competencia rara vez bastan para que la gente respete a una mujer. Y pronto nacerá el niño...
Él se volvió y la miró irritado.
—¿A dónde quieres ir a parar, Camille? —preguntó cuando el carruaje partió con una sacudida.
—Creo que debes hablar con tu hermana —respondió ella—. Creo que desea contar con tu ayuda.
Él arqueó sus tupidas y negras cejas.
—¿Mi ayuda? —repitió él, como si jamás se le hubiera pasado semejante idea por la cabeza—. ¡Cielo santo!
Camille lo miró en silencio desde el otro extremo del coche.
Por fin, él habló de nuevo.
—Neville Shipping siempre fue... algo especial, que Xanthia y Luke compartían —dijo con expresión pensativa—. Algo que ella siempre ha atesorado. Nunca supuse que representara una carga para ella. Es inconcebible.
—Pero va a tener un hijo —repitió Camille—. Y tiene razón al decir que nadie puede dirigir un negocio de forma tan competente como el propietario. A fin de cuentas, fuiste tú quien me aconsejaste que no confiara en nadie salvo en mí misma para administrar mi dinero y mi futuro.
—¿Eso hice? —preguntó él en voz baja—. Un consejo brillante.
Rothewell fijó la vista a lo lejos, como si no quisiera seguir hablando del asunto. Camille optó prudentemente por abandonar el tema.
Durante el resto del trayecto, él no volvió a despegar los labios; no era su habitual silencio hosco, sino que parecía sumido en un estado meditativo. Camille se preguntó en qué estaba pensando, mientras ella misma procuraba no pensar en lo bien que lo había pasado esta tarde en su compañía. De hecho, no habría preferido hacer otra cosa.
Se comportaba como una tonta. Casi deseó que Rothewell regresara de nuevo a casa borracho perdido, para que ella pudiera discutir con él y comprendiera que ése era el hombre con quien se había casado. Cuando él había accedido a casarse con ella había dejado muy claro que no pensaba renunciar a su forma de ser y a sus hábitos. Aparte de los breves momentos de intimidad que habían compartido, el corazón de Rothewell seguía cerrado para ella. Lo había entregado hacía tiempo a una mujer que había muerto, a la que todavía lloraba, y no había vuelta de hoja. Ella no podía comportarse como una estúpida, sino contentarse con lo que tenía.
Cuando subieron los escalones de entrada en Berkeley Square, vieron a lord y lady Sharpe detenerse detrás de ellos en un voluminoso carruaje abierto. Camille observó que lady Sharpe lucía un vistoso sombrero color lavanda y una gruesa capa púrpura.
—¡Ahí están los recién casados! —exclamó lady Sharpe al verlos—. Queridos, Sharpe y yo íbamos a dar un paseo por el parque. ¿Por qué no venís con nosotros?
Pero Camille tenía frío y prefería quedarse en casa con su marido. Después de mirarla para comprobar su reacción, Rothewell declinó la invitación y les propuso que entraran a tomar una taza de té. Un lacayo ayudó a lady Sharpe a apearse del coche.
En ese momento, Camille percibió un movimiento por el rabillo del ojo. El bastón de Rothewell cayó por los escalones. Camille se volvió y vio horrorizada cómo su marido se desplomaba en el suelo. Lady Sharpe emitió un grito, sobresaltando a los caballos. El lacayo retrocedió de un salto cuando el coche dio una violenta sacudida.
—¡Oh, mon Dieu!
Aterrorizada, Camille se arrodilló junto a Rothewell.
—¡Cielo santo!
Lord Sharpe se apeó apresuradamente, sin hacer caso de los bruscos movimientos del coche.
—¡Kieran! —gritó lady Sharpe—. ¿Qué te ocurre?
En ese momento Trammel abrió apresuradamente la puerta principal y Sharpe y él se arrodillaron a ambos lados del barón. Cuando Camille vio su rostro a la luz vespertina, su terror se intensificó. No era exagerado decir que estaba pálido como la muerte.
—¿Estás bien? —preguntó Sharpe.
Angustiada, Camille no logró captar la respuesta de Rothewell. Sharpe y el mayordomo le ayudaron a ponerse en pie y lo metieron en casa.
—Sí, estoy bien —dijo él—. Sólo un poco mareado.
—Por favor, señor, llevémoslo a la biblioteca —dijo el mayordomo a Sharpe.
Rothewell trató de soltarse, insistiendo en que podía caminar sin ayuda. Pero su dolor era evidente. Al cabo de unos momentos lo instalaron, medio sentado medio tumbado, en un diván rojo situado frente a la chimenea. Tenía el semblante crispado de dolor y se sujetaba un lado de las costillas con una mano.
—Enciende el fuego, Trammel —le ordenó lady Sharpe—. Y avisa al médico.
Rothewell extendió el brazo y agarró a Sharpe por la muñeca.
—Nada de médicos —dijo con aspereza.
—¡No seas idiota, Rothewell! —Lady Sharpe se inclinó sobre el diván—. ¿Dónde te duele? ¿Tienes náuseas?
—Sí —respondió Rothewell, no sin esfuerzo.
El mayordomo regresó después de haber ido en busca del lacayo para que encendiera el fuego.
—Creo que el dolor se le pasará, señora —dijo—. Necesita aire puro y descanso.
Lady Sharpe lo miró indignada.
—¿Qué quieres decir, Trammel? ¿Acaso le ha ocurrido esto antes?
Camille había acercado una silla al diván y estaba sentada junto a su marido, acariciándole el hombro. Por su postura, observó que empezaba a relajarse. Trató de conservar la calma, aunque una profunda desesperación empezaba a hacer presa en ella.
Sin hacer caso de los demás, se arrodilló junto al diván.
—¿Dónde te duele? —preguntó con dulzura, tomándole la mano—. ¿Es el corazón?
Él negó con la cabeza.
—No —contestó con voz ronca. Su rostro se crispó en otra mueca de dolor al tiempo que contenía el aliento—. Dios, esto es humillante.
—No seas imbecile —dijo Camille, esforzándose en adoptar un tono sereno—. Dime dónde te duele.
—Pensé... —respondió él con voz entrecortada— que no ibas a hacer preguntas. Que querías mantenerte al margen de esto.
¿Mantenerse al margen de esto? Sí, ella le había amenazado con despreocuparse del asunto. Pero ahora comprendía que era mentira.
—¿Eso pensaste? —preguntó, procurando conservar la calma—. ¿Que permitiría que te mataras sin mover un dedo? Non. Ahora dime dónde te duele.
Él la miró con resignación.
—En las costillas. Debajo de ellas. En realidad, en todas partes.
Camille le soltó la mano y empezó a desbrocharle el chaleco. Deseaba desesperadamente llamar a Xanthia, quien sin duda lograría influir en su hermano. Pero Xanthia estaba encinta, y siempre había cierto riesgo...
—¿Qué has comido? —preguntó.
—Unas tostadas —respondió él, echando la cabeza hacia atrás—. Unos huevos..., creo.
En la habitación reinaba un silencio sepulcral. Después de desabrocharle el chaleco, Camille apoyó una mano sobre sus costillas y empezó a palpar la zona. Al tocarle debajo de la última costilla, él torció de nuevo el gesto.
—Es preciso que te vea un médico —dijo Camille, sintiendo que la mano le temblaba un poco—. Insisto en ello.
—No quiero que venga el médico, maldita sea —replicó él—. Aún no. Por favor, Camille, no me atosigues.
Tras unos instantes de vacilación, Camille miró a lord y lady Sharpe.
—Madame, creo que es mejor que usted y su esposo se vayan. Es posible que Rothewell tenga algo..., ¿cómo se dice?, contagieux.
—¿Contagioso? —preguntó lady Sharpe, visiblemente angustiada—. ¡Oh, no!
—No obstante, debe pensar en su hijito —dijo Camille.
En ese momento, Rothewell emitió un gemido y se dobló hacia delante esbozando una mueca de dolor.
—¡Dios mío! —exclamó lady Sharpe—. Es preciso hacer algo. Necesita tomar láudano.
Camille tomó el rostro de su esposo entre las manos.
—¿Kieran?
—Brandy —murmuró Rothewell.
Lady Sharpe se inclinó sobre él.
—¡Por el amor de Dios, Kieran! No puedes remediarlo todo con brandy.
Camille miró a Trammel, retándole con los ojos. El mayordomo retrocedió y se abstuvo de ir en busca de la botella de brandy.
Al cabo de un rato, el dolor que aquejaba a Rothewell pareció remitir de nuevo. Permaneció tendido en el diván, con las piernas extendidas y el rostro relajado, respirando con normalidad. Camille miró sus manos, que tenía enlazadas con las suyas, y de pronto sintió deseos de llorar.
—Anímate, mujer —murmuró él, apretándole la mano—. Si me muero, al menos tendrás a Jim-Jim.
—Mon Dieu, ¿cómo puedes bromear en un momento como éste? —Camille deseaba estar a solas con él. Arrodillada sobre su falda de seda, alzó la vista y miró a lady Sharpe—. Por favor, madame, deben irse —dijo, pestañeando para reprimir las lágrimas—. Le ayudaré a acostarse y me quedaré toda la noche junto a él. Mañana le enviaré recado informándole de su estado, ¿oui?
Rothewell sonrió débilmente.
—Anda, vete —dijo a su prima—. Ahora tengo una esposa para que me atosigue, ¿recuerdas? Tal como querías.
Por fin, la condesa cedió. Después de que Camille les tranquilizara de nuevo, lord Sharpe dio una palmadita a su esposa en el hombro y la condujo fuera de la habitación. Al cabo de unos segundos, Camille oyó cerrarse la puerta principal tras ellos.
Con la vista fija en las manos entrelazadas de ambos, abrió la boca pero no pudo articular palabra. El tono despreocupado de su marido no la tranquilizaba. Un dolor en un órgano del cuerpo era peligroso. Un apéndice putrefacto —u otra cosa que no tuviera tratamiento— y mañana Rothewell podía estar muerto. O bailando una giga. Era imposible adivinarlo. El terror hizo presa en ella, al tiempo que recordaba los numerosos días y noches que había permanecido a la cabecera de la cama su madre.
Se mordió el labio para no llorar. Rothewell era su marido, y sufría. Camille recordó el significado de los votos que había pronunciado.
¿Le amarás, respetarás y cuidarás en la salud y la enfermedad?
Puede que no hubiera concedido importancia a esas palabras en el momento de pronunciarlas, pero ahora sí. No quería fracasar como esposa. Quizá lograra evitarlo, si estaba dispuesta a arriesgarse a abrir su corazón que había permanecido cerrado hasta ahora. Entonces levantó la cabeza, le besó la mano y se levantó.
Rothewell alzó la vista y la miró a los ojos.
—Puede que esto no sea nada —dijo con voz ronca—. Quizá pase.
Pero lo dijo como si no estuviera convencido, y ella vio en sus ojos un dolor más intenso que el dolor físico.
Camille le apretó la mano y enderezó la espalda en un gesto de firmeza.
—Acércate, Randolph —ordenó al lacayo, que esperaba sus órdenes—. Tú y Trammel ayudad al barón a acostarse.
—Sí, milady.
—Puedo caminar sin ayuda, maldita sea —protestó su marido, haciendo ademán de incorporarse.
—Muy bien —respondió ella secamente—. Entonces caminarán a tu lado, sosteniéndote por las axilas.
Rothewell le dirigió una mirada irónica mientras los criados obedecían, conduciéndolo fuera de la habitación.
—Trammel —dijo Camille antes de que salieran—, luego hay que avisar al médico, s’il vous plaît.
—Nada de médicos —masculló él, contemplando la escalera como si temiera la escalada.
Camille meneó la cabeza y miró a Trammel.
—Envía a alguien por él.
Rothewell soltó una débil carcajada.
—Tu nueva ama es muy persistente, Trammel —dijo—. Camille, querida, no eres mi niñera.
—No, soy tu esposa —replicó ella con calma—. Y creo que incluso Trammel te dirá que debes seguir mis consejos.
—Es posible —respondió él—, pero lo que quiero es mi cama y mi botella de brandy, por ese orden. Estoy seguro de que mañana estaré mejor.
Camille observó el gesto de exasperación que se pintó en el rostro del mayordomo, pero éste no dijo nada. No obstante, Rothewell había recobrado un poco el color y ya no tenía el semblante crispado de dolor.
—Très bien —dijo ella, cuando alcanzaron la cima de la escalera—. Pero esperaremos sólo hasta el amanecer, ¿de acuerdo, monsieur? Luego harás lo que yo diga.
—No te lo aseguro —gruñó él.
Camille se encogió de hombros.
—No importa —contestó—. Creo que estás demasiado débil para perseguirme escaleras abajo y detenerme. De modo que se hará lo que yo diga.
Él profirió una palabrota entre dientes y dirigió a Camille una mirada hosca, pero Trammel esbozó una leve sonrisa triunfal.