Capítulo 15
Regreso a Tattersall’s
Rothewell se hallaba en el invernadero gozando de la vida de un semiinválido, tumbado lánguidamente en un diván al sol del mediodía, cuando su esposa entró con aspecto radiante. Durante los quince días desde la visita del doctor Hislop, le había atendido día y noche y le había regañado sin piedad. Rothewell disfrutaba de cada minuto.
Hoy, Camille lucía un vestido de seda amarillo que contrastaba con su cabello oscuro y lustroso, y una sonrisa tan deslumbrante como novedosa, a la que él empezaba a acostumbrarse.
—Bonjour —dijo Camille alegremente, dejando caer el Times sobre sus rodillas—. Trammel te ha traído el periódico.
—¿Has terminado tus quehaceres? —preguntó él con tono levemente dolido—. Si vas a obligarme a vivir como un recluso, lo menos que puedes hacer es acompañarme en mi sufrimiento.
Camille sonrió y le mostró el libro que había ocultado detrás de sus faldas.
—Oui, mon chéri —respondió—. Trammel me ha traído una de las novelas de la señora Radcliffe de Hatchard’s, titulada Gaston de Blondeville. Esta tarde voy a darme el lujo de no hacer nada.
Rothewell la observó sentarse en un confortable sofá frente a él, con una pierna debajo de ella como una niña; una postura muy poco elegante. Pero en todos los otros aspectos, pensó, Camille era una dama de los pies a la cabeza: educada, inteligente y bella. A Rothewell aún le maravillaba haber conquistado su mano, y se preguntó si alguna vez dejaría de sentirse culpable por la forma en que lo había hecho.
Cuando ella le miró en estos momentos, fue con esperanza y alegría. Era como si hubiera aprendido a amarlo; su rostro se iluminó, su sonrisa y sus ojos se suavizaron al instante. ¿Era posible que lo amara? ¿Y existía la remota posibilidad de que él pudiera hacer justicia a ese amor? Quizás. En todo caso, quizá pudiera demostrar a Camille lo que sentía por ella cuando ese maldito y entrometido médico que ella le había impuesto le diera permiso para demostrárselo como él deseaba.
Irritado, Rothewell abrió el periódico y trató, prudentemente, de reprimir ese sentimiento. A decir verdad, los consejos de Hislop, la intervención de Kemble y los cuidados de Camille probablemente le habían salvado la vida, cosa que no podía por menos de reconocer. Le desagradaba su dieta a base de huevos escalfados, caldo de buey y pollo hervido. Había tenido que sacrificar sus preciados puros para siempre y probablemente también tendría que sacrificar su brandy. Se levantaba al amanecer y se acostaba al anochecer como un vulgar labriego. Pero al menos era capaz de comer un poco y dormir a pierna suelta. Ya no tenía los ojos inyectados en sangre, y la señorita Obelienne había conseguido por fin superar su angustia por haber estado a punto de matarlo.
Pero ¿qué más habría dado? Lo cierto era que él mismo había estado a punto de matarse, y Obelienne había advertido los síntomas. La pobre mujer había tratado de ayudarle a su manera. De haber sido él menos orgulloso, y haber prestado atención a los consejos de los demás..., pero no lo había hecho.
No, se había mostrado, como de costumbre, irascible, arrogante, recreándose en su dolor y decidido a destruirse sin molestarse en reparar en el daño que causaba a las personas que le rodeaban. Las personas que le querían. Xanthia, Pamela, los Trammel, Gareth y, ante todo, Camille, según confiaba él.
Luego estaba el tema de Luke. Luke nunca había pretendido vengarse de él. Le había protegido. A él y a Xanthia. Y a Annemarie y a la hija de ésta. Luke jamás le había deseado mal alguno, y por mucho que llorara la pérdida de Luke con una botella de brandy no haría que éste regresara. Rothewell siempre lo había sabido en su mente, pero sólo ahora empezaba a aceptarlo su corazón.
Los pasos de un criado que se acercaba le arrancaron de sus reflexiones. Uno de los lacayos entró en el invernadero y presentó una bandeja de plata a Camille. Ella alzó la vista de su novela, sorprendida.
—Un visitante, señora —dijo el lacayo—. El conde de Halburne.
—Ça alors. —Desconcertada, Camille tomó la tarjeta—. ¿Lord Halburne?
Rothewell se enderezó. Sabía que éste había sometido a su esposa a un desagradable interrogatorio. Pero ella comprendía la amargura de ese hombre y no le había dado importancia.
—No es preciso que vuelvas a verlo, querida —dijo Rothewell—. ¿Quieres que lo eche con cajas destempladas?
Ella dudó unos instantes; la mano le temblaba ligeramente.
—Non —respondió por fin—. Le recibiré. ¿Qué más puede decirme sobre maman que pueda herirme más de lo que lo ha hecho?
—Muy bien —dijo Rothewell al criado—. Le recibiremos aquí.
Camille asintió con la cabeza.
—Merci.
Rothewell observó a Camille mientras ésta se incorporaba en el sofá y alisaba los pliegues de su falda. Estaba nerviosa, lo cual la enfurecía. No merecía sentirse dolida por la áspera diatriba de Halburne. No era responsable de los actos de su madre, como tampoco lo era por lo que hubiera hecho el canalla de Valigny.
Pero Camille se sentía también culpable por los pecados de Valigny. Y Rothewell empezaba a comprender lo que ella quizá ya sabía. Como madre, la suya había sido egoísta, desde luego, pero Valigny era un indeseable, y el hecho de saber que la sangre de ese canalla corría por sus venas era quizá su mayor amargura.
Rothewell se llevó una sorpresa cuando el conde de Halburne entró en el invernadero, que estaba intensamente iluminado. Debajo de sus ropas costosas y de impecable factura, Halburne parecía algo más frágil de lo que él había imaginado, aunque no debía de tener ni sesenta años. Y aunque su porte era el de un aristócrata, tenía un aire de inconfundible cansancio, que, por lo que dedujo, no era su talante natural.
Rothewell se levantó mientras su esposa hacía las presentaciones.
—Siéntese, Halburne —dijo con frialdad—. Por el bien de mi esposa, confío en que esta entrevista sea breve.
Halburne les miró a ambos, como si se sintiera molesto por la acogida que le habían dispensado.
—Me temo que no lo será —respondió con calma—. Le agradezco, lady Rothewell, que conceda a un anciano unos minutos de su tiempo.
—Bien sûr, milord —dijo Camille, sonriendo débilmente—. Confío en que su mayordomo se haya recobrado de la caída.
Halburne pestañeó varias veces.
—A decir verdad, lady Rothewell, eso es en parte lo que me trae aquí.
Camille lo miró alarmada.
—Mon Dieu, ¿está todavía indispuesto ese pobre hombre?
—Mire usted, Halburne —terció Rothewell con aspereza—, es un asunto lamentable, pero mi esposa no hizo más que llamar a la puerta de su casa, con la intención de...
—No, no. —Halburne alzó una mano para silenciarlo con el ademán de un auténtico aristócrata—. No me refería a eso, Rothewell, y, en efecto, es un asunto más lamentable de lo que imagina.
Camille lo miró inquieta.
—Continúe, por favor, monsieur —dijo.
Durante unos instantes Halburne pareció no saber qué decir.
—Fothering, como le dije, es muy viejo —dijo, turbado—. Estuvo al servicio de mi padre y antes, durante un breve espacio de tiempo, de mi abuelo. Y cuando el otro día la vio a usted en la puerta, lady Rothewell, se dio cuenta de lo que ninguna otra persona sabe en el mundo, salvo el conde de Valigny.
—¿Qué? —preguntó Rothewell—. ¿Y qué tiene que ver su mayordomo con mi esposa?
El rostro de lord Halburne mostraba una profunda turbación.
—Porque su esposa, lord Rothewell —dijo con calma—, es mi hija.
En el invernadero se hizo un silencio sepulcral.
—Mon Dieu, está loco —dijo Camille, muy agitada—. ¿Cómo es posible que su mayordomo imaginara semejante cosa? ¿Cómo es posible que usted lo haya creído?
Halburne meneó la cabeza.
—Fothering no tuvo que imaginárselo, lady Rothewell —respondió el conde—. Sabía muy bien lo que había visto, cuando se recobró de la caída. Yo también lo sospeché desde el momento en que vi su nombre en su tarjeta y la expresión de su rostro. Pero tenía que cerciorarme. Cielo santo, al cabo de tantos años..., tenía que cerciorarme. —Su voz era apenas un murmullo—. No me explico cómo ha sucedido. Al cabo de casi quince días, todavía me siento... profundamente afectado.
Camille lo miró consternada.
—Mon Dieu, es imposible.
Rothewell estaba preocupado. Camille había palidecido. El barón apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia delante.
—Esto es un solmene disparate, Halburne —dijo con brusquedad—. ¿Pretende insinuar que Camille es su hija, y que usted no lo sabía? La madre de ella debía de saberlo. ¿Acaso insinúa que le mintió?
Rothewell sabía que lo que acababa de decir podía ser verdad. La madre de Camille debía de estar chiflada por abandonar a un caballero como Halburne para perseguir a un sinvergüenza como Valigny. ¿Era posible que ella hubiera deseado creer que Camille era hija de Valigny?
Halburne abrió la mano en un gesto elocuente, pero no dejaba de observar a Camille, tomando nota de cada uno de sus rasgos.
—Es posible que Dorothy no lo supiera —dijo casi con tono de disculpa—. O bien se convenció de lo contrario.
Camille meneó la cabeza lentamente, con los ojos llenos de lágrimas.
—Non, c’est impossible —se apresuró a decir—. Es imposible. ¿Pretende convencerme de que usted es mi padre? ¿No el hombre que he creído toda mi vida que lo era? ¿Cómo puede insinuar siquiera semejante cosa al cabo de tantos años?
—Querida, le ruego que me perdone. —El rostro de Halburne traslucía un profundo dolor—. No pretendo disgustarla. No obstante, tuve la impresión de que usted no estaba muy unida al conde. Sé que es demasiado tarde para subsanar viejos errores. Si desea enviarme al diablo, no tiene más que decir una palabra y me marcharé.
Rothewell seguía observando atentamente a su esposa.
—No —dijo éste, sentándose junto a Camille en el sofá—. Es preferible conocer la verdad. ¿No te parece, querida?
—Oui. —Camille lo miró de soslayo y él vio un destello de esperanza en sus ojos—. Es preferible... suponiendo que sea verdad.
—Le aseguro, querida, que lo es. —Con su única mano, el conde de Halburne sacó de un bolsillo debajo de la manga que tenía prendida a la levita una bolsita de seda—. Fue su vestido rojo oscuro lo que impresionó a Fothering —dijo, sacando un diminuto marco dorado de la bolsita—. Creyó que estaba viendo a un fantasma —añadió, ofreciendo el marco a Rothewell.
Éste tomó el retrato en miniatura y lo inclinó de forma que no le diera el resplandor del sol. Al mirarlo apenas pudo reprimir una exclamación de asombro. La mujer del retrato podía haber sido Camille. Tenía el cabello oscuro, recogido en un moño alto, y el escote cuadrado y fruncido de su vestido color burdeos evocaba la moda de hacía seis o siete décadas. Pero los ojos..., la tez morena y aterciopelada... ¡Santo Dios!
Rothewell pasó el retrato a Camille, previniéndola con la mirada.
—¡Mon Dieu! —exclamó ella—. ¿Quién es?
—Mi madre —respondió Halburne con tono quedo—. Se llamaba Isabella, y le gustaba vestir de rojo. Es muy hermosa, ¿verdad?
—Bellísima —dijo Rothewell.
—Cuando era muy joven, Fothering era su lacayo personal. Sentía gran estima por ella.
—Isabella —musitó Camille, sin apartar los ojos de la miniatura—. Alors..., ¿era francesa?
Halburne negó con la cabeza.
—Andaluza —dijo—. Procedía de una importante familia de comerciantes de Cádiz, pero su padre era diplomático. Fue un matrimonio concertado, y breve. Murió cuando yo tenía seis años.
Rothewell arqueó las cejas.
—El parecido es asombroso.
Halburne emitió una risa seca.
—Eso no es nada, lord Rothewell —dijo—. Gainsborough pintó a mi madre poco después de que yo naciera. El retrato estuvo colgado en la biblioteca de mi finca rural hasta que la semana pasada ordené que me lo enviaran. Me gustaría que lo vieran. Es un retrato increíble cuando uno lo compara con lady Rothewell. El mismo cabello, con el pico de viuda, los mismos pómulos pronunciados y nariz delgada. Unos ojos idénticos. No es de extrañar que el pobre Fothering se desmayara.
Camille no daba crédito.
—Pero mi madre..., siempre dijo que Valigny era mi padre —musitó—. Yo nací en París casi diez meses después de que mi madre abandonara Inglaterra.
—¿Cómo lo sabes? —murmuró Rothewell—. ¿Te lo ha confirmado alguna otra persona?
Camille meneó la cabeza lentamente.
—Había una Biblia —dijo—. Unos papeles.
Que podían ser falsos, pensó Rothewell. Todo ello, por chocante que pareciera, empezaba a tener sentido.
La expresión de Halburne se suavizó.
—A veces los niños nacen según su propio calendario, no el nuestro —dijo—. No es imposible que una criatura nazca a los diez meses.
—Pero ¿y si mi madre mintió? —preguntó Camille—. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me hizo eso?
Lord Halburne parecía sentirse un tanto abochornado.
—No seré yo quien defienda a su madre, lady Rothewell —dijo—. Estuvimos juntos poco tiempo. Le diré una cosa: su madre jamás vio los retratos de la mía. Era imposible que conociera la fisonomía de mi madre.
—Me han dicho con frecuencia que no me parezco a mi madre —confesó Camille—, pero que guardo una marcada semejanza con Valigny. Tengo la piel aceitunada y los ojos oscuros, pero debe disculparme, milord, si tengo mis dudas. Un parecido físico no demuestra nada.
—Sus dudas son naturales, querida —respondió Halburne con tono afable—. Cuando vino a verme, yo esperaba..., algo muy distinto.
Camille lo miró molesta.
—Oui, esperaba que yo le pidiera algo.
Él asintió con tristeza.
—Estaba furioso, y confundido —confesó—. No alcanzaba a comprender lo que veía. Lo que usted deseaba de mí. Y no, no estaba seguro, pero Fothering sí lo estaba, pues conocía bien a mi madre. Cuando usted se marchó él la observó desde una ventana del piso superior. Pero yo..., necesitaba algo más.
—¿Algo más? ¿A qué se refiere? —preguntó Rothewell, tomando la mano de Camille.
Halburne se rebulló, turbado, en su butaca.
—Esa misma tarde envié al señor White, mi administrador, a Francia —respondió—. Quería conocer más detalles sobre el conde de Valigny y su pasado.
—¿Y qué averiguó su administrador? —El tono de Rothewell era áspero—. ¿Más mentiras?
Halburne arqueó sus cejas entrecanas.
—No, la verdad —contestó—. La familia materna de Valigny procede de un remoto pueblo en los Pirineos, y White fue allí para hacer algunas indagaciones. Valigny se casó allí muy joven con la hija del acaudalado dueño de una mina de carbón.
Rothewell emitió un bufido.
—Vaya, qué raro.
Halburne sonrió levemente.
—Creo que la familia de la joven se dio cuenta muy pronto del tipo de hombre que era Valigny —dijo—. A propósito, querida, no hubo un divorcio, sino una anulación.
Camille contuvo el aliento.
—¿Una anulación? —preguntó—. ¡Ça alors! ¿Qué motivos alegaron para que les concedieran la anulación del matrimonio?
—Entre otras cosas, no tuvieron hijos. —Halburne esbozó de nuevo una leve sonrisa—. Al parecer, a los diecisiete años Valigny había tenido paperas, que en algunos hombres tiene consecuencias muy graves. Pero omitió compartir ese dato con la acaudalada familia de su novia. La Iglesia católica conserva unos expedientes muy detallados de estos procesos.
—Pardiez, ¿de modo que Valigny no podía engendrar un hijo? —preguntó Rothewell, sin dar crédito.
El conde se encogió de hombros.
—Eso parece —respondió—. La hija del propietario de la mina de carbón se casó de inmediato con un primo suyo, y falleció poco después al dar a luz, de modo que no era estéril. Valigny, como es natural, obtuvo una generosa compensación para que se marchara y olvidara que había conocido a esa pobre chica, como seguramente pretendía desde el principio.
—Pero ¿qué le indujo a mentir? —murmuró Camille—. ¿Por qué le mintió a maman? ¿O a mí?
Rothewell le apretó la mano, esforzándose en reprimir su ira.
—Para ser justos, supongo que ese canalla la amaba a su manera —murmuró—. Al principio, sin duda pensó que el abuelo de usted perdonaría a su madre y podrían casarse. Quizá confiaba en obtener dinero de él, o, en todo caso, que usted lo obtuviera. Y al cabo de un tiempo, su paciencia se vio recompensada, aunque no en la medida que él esperaba.
Halburne sonrió esta vez con visible amargura.
—A los hombres no les gusta reconocer que no pueden engendrar hijos, querida —dijo—. Ni siquiera a sí mismos, por una cuestión de orgullo varonil. Pero he averiguado que en todos estos años, pese a sus numerosas aventuras, Valigny no ha tenido ningún hijo con ninguna de sus amantes.
—Oui, y ha tenido muchas —apostilló Camille—. Al final de su relación con maman, incluso se las arrojó a la cara.
Pese a las reconfortantes palabras con que trataba de tranquilizar a Camille, Kieran sentía el imperioso y familiar deseo de golpear a alguien. Al parecer, la moderación no había logrado suavizar su genio.
—Ese perro traidor supo la verdad desde el principio, pero no os la dijo —declaró por fin—. Eso lo explica todo. El motivo por el que Valigny trataba a su presunta hija como un estorbo, o una broma destinada a divertir a otros.
—Lo siento mucho, querida —dijo de nuevo Halburne—. De haber conocido su existencia, no habría dudado en hacerme cargo de usted, tal como indica la ley, y la habría educado como se merece.
Camille parecía estar a punto de romper a llorar, pero Rothewell intuyó que no estaba del todo convencida.
—¿Y mi madre?
Halburne desvió la mirada.
—Que Dios me perdone, pero yo no podía perdonarla —murmuró—. No después de que me abandonara allí, creyendo que me desangraba. No después de habernos avergonzado a todos al huir con ese hombre a Francia. No, no podía perdonarla y dejar que regresara. Pero jamás me habría divorciado de la madre de mi hija.
De pronto a Rothewell se le ocurrió preguntar al conde:
—¿Volvió usted a casarse? ¿Tienes otros hijos? Es posible que Camille tenga hermanos y hermanas.
El conde meneó la cabeza con tristeza.
—Quise hacerlo —respondió—. Pero después de que Dorothy... No conocí a ninguna mujer que me hiciera olvidarla. Pero tengo un sobrino, que es mi heredero, y muchos otros sobrinos y sobrinas. Creo que estarían encantados de acogerla, lady Rothewell, como una más en la familia. Por supuesto, la decisión depende de usted.
Rothewell se esforzó en relajar los puños.
—Eso no puede compensarla por lo que Valigny le ha arrebatado —dijo—. La ha privado de una infancia feliz y normal. Una vida cómoda y sin privaciones en lugar de la vida de una pariente pobre. Si todo lo que usted afirma es verdad, alguien debería hacer que Valigny maldiga el día que descubrimos su codicia.
—Olvidemos la perfidia de Valigny, querida —sugirió Halburne con calma—. Su marido desea defenderla, lo cual es admirable. Pero creo que la mejor venganza es gozar de una vida plena y feliz.
Rothewell no estaba de acuerdo, pero no era tan grosero como para llevar la contraria al conde.
—¿A qué se refiere con una vida plena y feliz? —inquirió Camille, observando la manga vacía de la levita de Halburne, otra de las cosas que el canalla de Valigny había arrebatado al aristócrata.
—Cuando esté dispuesta, querida, cuando esté convencida de que todo lo que he dicho es verdad, venga a formar parte de mi familia —propuso el conde con voz trémula—. Usted, su marido y la familia de su marido. Me gustaría llegar a conocerla mejor, y abrazarla. Tengo una hija. ¡Al cabo de tantos años! Sin embargo, ignoro cuál es su color favorito, su poema favorito. ¿Se imagina, siquiera por un instante, el tormento que eso representa para mí?
Curiosamente, a Rothewell no le costaba ningún esfuerzo imaginarlo. Quizá fuera debido a la esperanza que albergaba en su corazón, la esperanza de que Camille y él pronto tendrían un hijo, y más adelante otros. O quizá se debía al hecho de que nunca había conocido el cariño de un padre y hacía tiempo que había aceptado que nunca lo conocería. Fuera lo que fuere, le dolía, y por el bien de su esposa —y quizá también de Halburne—, le enfurecía.
Pero Camille y el hombre que Rothewell confiaba de todo corazón que fuera en efecto su padre, seguían conversando. Halburne estaba inclinado hacia delante y sostenía la mano de Camille entre las suyas.
—Aunque jamás podemos recuperar lo que hemos perdido —dijo sin rodeos—, deseo saber todo lo referente a usted. Cómo fue su infancia. Cómo la educaron. Y cuando ustedes tengan hijos... —la voz de Halburne se quebró y cerró los ojos—, si consiguen perdonarme, si creen que lo que digo es verdad, les ruego que me permitan ejercer de abuelo. ¿Lo harán? ¿Podrán hacerlo? De este modo los últimos años de mi vida serán infinitamente más felices que estas tres últimas décadas.
Camille tenía de nuevo los ojos húmedos, pero esta vez de esperanza. Rothewell se levantó de repente.
Camille lo miró perpleja y se enjugó los ojos con el dorso de la mano.
—¿Adónde vas, Kieran?
Él la miró sonriendo.
—A dar un paseo, amor mío —murmuró, acariciándole la mejilla afectuosamente con los nudillos—. Creo que tú y el conde debéis pasar un rato a solas. Le invito a cenar, Halburne, si puede quedarse. Entretanto, sugiero que vayáis a dar un paseo en coche.
Halburne sonrió.
—Nada me complacería más, ni a las cotillas de la ciudad, que dar un paseo por Hyde Park en mi carruaje con mi hija sentada a mi lado.
Camille miró a Rothewell y se rió, un poco nerviosa. Él comprendió que pensaba en lo distinto que sería de la última vez en que había visto a lord Halburne en Hyde Park. De pronto ella pareció vacilar.
—Mais non, Kieran —dijo—. Creo que no estás lo bastante recuperado para dar un paseo.
Rothewell la miró sonriendo.
—Recuerda que Hislop dijo que podía hacer un poco de ejercicio —respondió con calma—. Además, hace quince días estaba mucho peor y más débil. Un tranquilo paseo respirando el aire otoñal me sentará bien.
—Oui, tal vez —respondió ella a regañadientes, sin soltar la mano de su padre—. Pero prométeme no cansarte.
—De acuerdo —contestó él—. Te prometo ir despacito, querida.
—¿Adónde irás? —preguntó ella—. Hasta que no te hayas recuperado del todo, insisto en saberlo.
—Sí, y cuando me haya recuperado, seguirás insistiendo en ello —dijo él con tono socarrón—. Hoy hay una subasta en Tattersall’s. Con su permiso, Halburne, me acercaré allí dando un paseo para contar a lord Nash y a algunos amigos sus increíbles sospechas. Más vale que empecemos a difundir los rumores, ¿no cree?
Rothewell los dejó a los dos en el invernadero, charlando animadamente mientras lord Halburne explicaba a Camille las complejidades de su antiguo y linajudo árbol genealógico. Subió a ponerse las botas y una chaqueta más gruesa, y tomó su bastón. Experimentaba al mismo tiempo una sensación de alivio y tristeza, y ante todo una intensa furia por lo que había hecho Valigny.
Cuando salió a la calle, haciendo caso omiso del gesto de desaprobación de Trammel, Rothewell se sentía curiosamente liberado. Creía, aunque Camille no estuviera convencida, que Halburne estaba en lo cierto en sus deducciones, y se sentía como si le hubieran quitado un peso de encima. El peso de la profunda amargura de Camille. El tormento de que tuviera que tolerar a un hombre al que él despreciaba. Ahora Valigny no significaba nada —prácticamente nada— para él.
En cuanto a Camille, tenía que olvidarse de Valigny. Hasta que no lo consiguiera, no podría superar la parte más dolorosa de su pasado. Tenía que recomenzar su vida desde cero, con un padre que la amara y atesorara por lo que era, una mujer extraordinaria. Merecía pasar a través de la vida, y de la sociedad, con la cabeza bien alta, sin preocuparse de quién pudiera cruzarse en su camino y empañar su felicidad. Pero ante todo tenía que estar segura.
Era lo menos que él podía hacer dadas las circunstancias, pensó Rothewell cuando abandonó Mayfair y echó a andar a través de Park Lane. El deseo sexual que sentía por Camille no le impedía ver la desagradable verdad. Camille se había casado con él porque no tenía otra opción. Y en parte porque —pese a su aparente seguridad en sí misma—, se sentía huérfana de cariño e indigna de que alguien la estimara. Su madre había sido una mujer emocionalmente egoísta, su padre un canalla.
Rothewell se detuvo en el borde de Hyde Park, mirando distraídamente los cisnes que se deslizaban sobre el lago Serpentine. Recordó el día en que la había traído aquí. Había desnudado su alma ante ella, esperando oír palabras de censura, la repulsión que él le inspiraba por lo que había hecho a su hermano Luke. Pero ella se había mostrado comprensiva, y más benevolente de lo que él merecía.
Camille tenía ahora un padre; un padre que, de haber tenido oportunidad de hacerlo, la habría querido siempre. Y la adorada hija de lord Halburne —al margen del escándalo— jamás se habría rebajado a casarse con un tipo como él.
Este imaginó que en estos momentos Camille apoyaría la mano en la de Halburne para que la ayudara a montarse en su elegante carruaje. Empezaría a moverse en ese mundo aristocrático que él no había podido ofrecerle, pero como hija de Halburne, ese mundo le pertenecía por derecho propio. ¿Se arrepentiría ahora de haberse casado con él? Fuera como fuere, estaba hecho. Ahora le correspondía a él aliviar el pesar que ella pudiera sentir. Rothewell regresó a la acera. Sentía una profunda tristeza, sí, pero su causa no dejaba de ser justa.
Al llegar a Tattersall’s, comprobó que la espaciosa sala de suscripción del Jockey Club estaba vacía a excepción de los jugadores más empedernidos. Los compradores serios que habían acudido hoy habían salido a esperar el comienzo de la subasta vespertina. Como casi cada día que había una subasta, lord Nash estaba sentado a una mesa en su rincón, rodeado de amigos aficionados a las carreras de caballos. Hoy discutían acaloradamente sobre una entrada que figuraba en los libros de apuestas. Cuando Rothewell atravesó la habitación, varios caballeros le saludaron con una inclinación de cabeza; algunos incluso por su nombre. Él les devolvió el saludo mientras observaba distraídamente a la multitud.
En cuanto alcanzó el centro de la habitación, Nash le vio y lo llamó. Rothewell le saludó con la mano, pero no se detuvo. Al llegar a la puerta en arco que daba al patio, vio a su presa. El conde de Valigny estaba apoyado en el marco de la puerta, contando una historia que tenía fascinados a un grupo de jóvenes caballeros que por lo visto no tenían nada mejor que hacer que escuchar sus patrañas.
Valigny alzó la vista, quizá presintiendo el peso de la mirada de Rothewell, y esbozó una nauseabunda sonrisa.
—¡Lord Rothewell! —El conde extendió las manos en un gesto de saludo—. Caballeros, éste es mi yerno.
—Valigny —contestó en un tono decididamente frío.
Al ver que se dirigía hacia ellos, los jóvenes se separaron como el mar; varios decidieron alejarse no sin antes dirigir a ambos hombres unas miradas turbadas, de soslayo. La tensión era palpable.
—Alors, mon ami, ¿ha dejado a su bella esposa? —preguntó Valigny con una carcajada—. ¡Espero que no haya venido para devolvérmela! A fin de cuentas, un pacto es un pacto, ¿oui?
Uno de los jóvenes se echó a reír por lo bajo. Una mirada de Rothewell bastó para que el chico se pusiera serio en el acto. A continuación se volvió hacia Valigny para amenazarlo, pero su puño eligió ese momento para conectar con la mandíbula del conde.
Quizá no fuera un puñetazo premeditado, pero no por ello menos satisfactorio. Como a cámara lenta, el conde abrió los ojos como platos, su cabeza cayó hacia atrás y retrocedió tambaleándose hacia el patio adoquinado, agitando los brazos para recuperar el equilibrio. Rothewell salió tras él.
Un silencio sepulcral cayó en el umbroso pasillo y en la sala de inscripción. Rothewell agarró al conde por su chabacano corbatín y lo alzó del suelo.
—¿Desde cuándo —preguntó pausadamente y con aspereza— sabes que Camille es hija de Halburne?
En el semblante de Valigny se dibujó el pánico, pero se recobró enseguida.
—Oui, demuestra ante todos que eres un cerdo, Rothewell —le espetó con desdén—. Me temo que debo exigirte una satisfacción entre caballeros.
—Procura obtener tu satisfacción ahora, sinvergüenza —replicó Rothewell, zarandeándolo—. Sólo un idiota se fiaría de ti en el campo del honor.
El conde alzó la vista para mirarlo a la cara, aterrorizado.
—¡Aidez-moi! —exclamó, mirando alrededor del patio—. ¡Este hombre está desquiciado! Me ha atacado como una fiera.
Pero la reputación de Valigny le precedía. Los caballeros que se hallaban en el patio reanudaron sus conversaciones. Valigny soltó una risa nerviosa.
—¡Responde a mi pregunta, maldita sea! —insistió Rothewell, agarrándolo por el cuello y alzándolo sobre las puntas de los pies—. ¿Desde cuándo —repitió lentamente— sabes que Camille es hija de Halburne?
El conde esbozó una mueca de amargura. Alzó el puño para golpear a Rothewell, pero no acertó.
Rothewell lo depositó de nuevo en el suelo.
—Te he hecho una pregunta, hijo de perra —bramó, clavándole los dedos en el pecho—. Y quiero una respuesta.
Valigny lo miró con desprecio.
—¡Mon Dieu, no eres más que un patán recién llegado de colonias! —exclamó—. ¿Me tomas por estúpido?
Una furia ciega hacía presa en Rothewell. Asestó otro puñetazo a Valigny, un gancho debajo del mentón, haciendo que la cabeza de éste cayera de nuevo hacia atrás. Treinta años de furia acumulada estallaron por fin, y Valigny constituía el blanco ideal.
El conde, inmovilizado contra la cúpula en el centro del patio, miró desesperado alrededor del recinto. En vista de que no tenía otra alternativa, fue a por Rothewell. Éste le propinó un contundente puñetazo en la oreja izquierda. Para su satisfacción, Valigny le asestó un directo, alcanzándole en la mandíbula. Era justo lo que esperaba. Una excusa para darle una paliza de muerte.
A partir de ese momento ambos se enzarzaron en una pelea sin cuartel. Rothewell derribó a Valigny al suelo mientras varios caballeros seguían examinando sus listas de la subasta, como si no sucediera nada de particular. El conde consiguió asestar algunos puñetazos a Rothewell, tras lo cual lo agarró por la cintura y trató, sin éxito, de propinarle un rodillazo en sus partes pudendas. Pero él consiguió derribarlo de nuevo y apoyó una rodilla sobre su pecho, aunque Valigny logró quitárselo de encima.
Después de rodar por el suelo, ambos se incorporaron. Valigny jadeaba, tratando de recuperar el resuello. Rothewell trató de volver a derribarlo, y en una rápida y desesperada maniobra, Valigny le sujetó por detrás de la rodilla con el pie. Cayeron de nuevo sobre los adoquines, agitando los puños y las rodillas, pero el conde pesaba al menos veinte kilos menos que el barón y era evidente que no había tenido que abrirse camino en la vida a puñetazos. Al cabo de unos momentos, Valigny cayó al suelo y ya no se levantó, vomitando sobre los adoquines. Rothewell tuvo que esforzarse en reprimir sus deseos de estrangularlo.
—No te muevas —dijo con voz ronca—, o te mataré.
Rothewell apoyó una rodilla sobre la clavícula de su enemigo y se echó hacia atrás.
Valigny agitaba las manos frenéticamente.
—¡Arrête, arrête! —gritó—. ¡No me golpees de nuevo en la cara! ¡Mon Dieu, en la cara no!
Rothewell le golpeó en la cara. De la nariz de Valigny brotó un chorro de sangre, que se deslizó por su mandíbula y le manchó el cuello de la camisa. Sólo entonces sintió una profunda y justificada satisfacción.
—Eso —dijo entre dientes— ha sido para mí. El resto ha sido para Camille.
Obligó a Valigny a volver la cara y le aplastó la mejilla sobre los vómitos y la sangre. Luego se inclinó, acercando los labios al oído del conde, y dijo:
—Ahora responde a mi pregunta. ¿Desde cuándo sabes que Camille es hija de Halburne?
Valigny emitió de nuevo una risa nerviosa. Alzó los ojos y lo miró de refilón, como un caballo atemorizado.
—¡Et alors! —dijo por fin—. Dije que era hija mía, oui. ¿De qué me habría servido la hija de Halburne?
—¿Lady Halburne te dijo que la niña era tuya?
Valigny se encogió de hombros.
—Oui, me lo dio a entender —contestó riendo con visible agitación—. ¿Qué tenía yo que perder negándolo? ¿El cálido lecho de lady Halburne cada vez que deseaba acostarme con ella? ¿Incluso una parte del dinero de su padre, si jugaba bien mis cartas?
—¿De modo que, ante la remota posibilidad de conseguir cuarenta monedas de plata, decidiste destruir la vida de esa joven y negarle un padre que la habría querido y se habría ocupado de ella? —preguntó Rothewell, mirándole a la cara con desprecio—. No eres digno de lamerle la suela de los zapatos a Camille, Valigny, y lo cierto es que no habrías sido capaz de engendrar un hijo aunque te hubieran pagado por ello.
El conde lo miró ofendido.
—¡Mais bien sûr! —declaró—. ¿Por qué no iba a ser capaz de engendrar un hijo? Pero nunca he sido tan estúpido. Non, Rothewell, esa pequeña pécora no es hija mía, por lo que doy gracias a le bon Dieu.
Rothewell obligó a Valigny a levantarse y lo arrastró de nuevo a través de la arcada. Al pasar, vio a Nash en la sombra junto a un par de amigos, con un hombro apoyado en el muro y los pulgares insertados en la cinturilla de su calzón.
—Te ha dado una buena tunda, amigo —dijo uno de los caballeros, mirando a Valigny—. Y más que merecida.
Rothewell emitió un gruñido, arrastró a Valigny a través de la arcada y lo arrojó al sendero.
—Tienes hasta el mediodía de mañana para abandonar Inglaterra, Valigny —dijo con frialdad—. Si vuelvo a verte, la paliza que has recibido esta tarde no será nada comparada con la que te propinaré entonces.
—No puedes obligar a que me vaya —replicó Valigny—. Esos caballeros han visto lo que me has hecho. Eres más joven, y más fornido que yo, Rothewell. Saben que no eres más que un bruto y un patán.
Rothewell le miró con cara de pocos amigos.
—Lo que saben estos caballeros es que disparaste contra Halburne a traición en un duelo, y que estuviste a punto de matarlo —replicó—. Y no tardarán en saber que le ocultaste que tenía una hija, su única hija. Pero no saben nada sobre la paliza que has recibido hoy. Si no me crees, Valigny, trae a un magistrado y procura encontrar un testigo que confirme lo que dices.
Durante unos instantes, Valigny trató de hacer acopio de la escasa compostura que le quedaba. Luego encorvó los hombros, en un gesto de capitulación. Después de dirigir una última y hosca mirada a Rothewell, escupió a sus pies, dio media vuelta y echó a andar por el estrecho sendero hacia Hyde Park Corner.
Al volverse, Rothewell comprobó que Nash había salido tras Valigny. Su cuñado le observó alejarse en silencio, con los brazos cruzado lánguidamente. Sus ojos mostraban una expresión risueña no exenta de lástima.
—Espero que nos sirva a todos de lección —observó—. Sic transit gloria mundi.
Rothewell arqueó una ceja.
—¿Y a los menos instruidos?
Nash sonrió.
—Así pasa la gloria del mundo —respondió, mientras Valigny doblaba un recodo y desaparecía—. Dentro de poco nadie se acordará de él.
Rothewell se echó a reír.
Nash se le acercó.
—Una actuación muy meritoria para alguien que está convaleciente de una grave enfermedad —dijo con calma—. Pero ¿qué diablos haces aquí, Rothewell?
—He salido a hacer un poco de ejercicio —respondió éste, enjugándose la frente con la manga de la levita.
—Ya —contestó Nash, mirándole.
—Ésa es mi historia —dijo Rothewell con tono de advertencia—. Y la que contarás a mi mujer, amigo mío.
Nash sonrió, se volvió y echó el brazo sobre los hombros de Rothewell en un gesto fraternal.
—Valigny tiene razón —dijo cuando entraron juntos en la sala de suscripción—. Eres un bruto de cuidado.