Capítulo 8
En el que Rothewell recibe unos consejos no solicitados
La noticia del matrimonio del barón de Rothewell fue recibida sin grandes alharacas por quienes se enteraron de ella ese día. El barón no era tan conocido en los círculos decentes de la sociedad como para crear un revuelo, y en los círculos indecentes, lo consideraban un hombre que probablemente se había rendido ante el último refugio de un canalla —casarse por dinero—. Y que sin duda recobraría el sentido y, más pronto que tarde, regresaría a sus andanzas. Sin embargo, nadie podía prever que «antes» significara al día siguiente de su boda.
En el Satyr’s Club, Rothewell pasó la primera parte de la tarde en una de las salas agasajado por una joven llamada Periwinkle, que iba casi en cueros, y cuya principal habilidad consistía —como habría descrito el duque de Warneham a su esposa— en reírse como una tonta y beber el champán barato del local mientras se movía y brincaba sobre las rodillas de Rothewell.
El duque miró alrededor de la sórdida habitación y sintió un escalofrío. En el otro extremo de la sala, un par de jóvenes fingían prestar un aire distinguido al local cantando un dúo de una ópera bufa muy popular que en esos momentos se representaba en el West End. Una tercera joven trataba de ejecutar la danza que acompañaba al dúo, con escaso éxito pese al grupo de hombres que la animaban.
El local no tenía nada que ver con los exclusivos bastiones masculinos de St. James, como el White’s Club. Aquí, aparte de las raídas cortinas de terciopelo y la escasa iluminación, era evidente que el mobiliario era viejo y tronado. Las paredes estaban tapizadas de una seda desteñida, y las alfombras ostentaban varias manchas sospechosas. El lugar apestaba a sexo y pecado, además de a otras cosas menos agradables. Estaba evidentemente destinado al tipo de hombre a quien le importaba poco el ambiente o la distinción. El tipo de hombre que prefería satisfacer sus pasiones y ahogar su alma en los placeres prohibidos de la vida. Un hombre como él.
—No gracias —dijo Gareth cuando Periwinkle trató de ofrecerle también sus servicios—. Mi esposa me arrancaría las uñas.
Este comentario hizo que Periwinkle rompiera a reír de forma tan histérica que aspiró parte del champán por la nariz y tuvo que disculparse.
—Esto es repugnante —se quejó Gareth a Rothewell, que tenía un brazo apoyado en el respaldo del sofá—. Unas chicas medio desnudas cantando y bailando, y otras completamente desnudas que aguardan en las habitaciones del piso superior. Por no hablar del tufo a opio que percibí en el salón posterior.
—¿Opio?
Rothewell sacó un purito de su pitillera de plata con languidez.
—¡No te hagas el inocente conmigo, Kieran! —le espetó Gareth—. Es imposible que hayas pasado tanto tiempo en un barco como yo y no reconozcas el hedor de esa porquería. No sabía que Londres estuviera contaminado por esa plaga.
—¿Ah, no? —dijo, pareciendo mortalmente aburrido.
—¡Y nada menos que en Limehouse! —continuó Gareth—. ¿Qué clase de caballeros frecuentan este local? Creo que deberías regresar a casa junto a tu esposa, Kieran.
Rothewell lo observó con sus ojos somnolientos y dio una calada a su puro.
—Puede que tú te dejes dominar por tu mujer, amigo mío, pero yo no pienso hacerlo —respondió por fin—. Además, ¿quién te invitó a que me acompañaras aquí? Yo trataba de escapar de ti y de tus malditos sermones.
—¿De modo que lo único que pretendes es demostrar a tu nueva esposa quién manda? ¿Es eso?
Él guardó silencio unos momentos.
—Sólo pretendo sentar las pautas de mi comportarme desde el principio —contestó por fin—. No quiero que mi esposa se llame a engaños. Mi matrimonio no es como el tuyo, Gareth. No es un matrimonio por amor.
—Ni lo será mientras sigas comportándote de esta forma —replicó Gareth moviendo el brazo para señalar la habitación—. ¿Cómo es posible que te guste esto, Kieran, cuando ni siquiera has tratado de mejorar tu relación con tu mujer? Quizá no lo consigas nunca, pues no soy un ingenuo sobre estos asuntos, pero no lo averiguarás si no lo intentas. En lugar de ello, tratas de escapar de tu esposa.
—¿Mejorar mi relación con Camille? Lo mejor para ella es que no se lleve un desengaño. —Entonces empezó a tamborilear con un dedo sobre el respaldo del sofá—. Además, las mujeres hacen demasiadas preguntas.
El duque le dirigió una mirada cargada de significado.
—¿Qué tipo de preguntas? ¿Y que te costaría responderlas?
Rothewell contestó sin inmutarse:
—Tampoco tengo respuestas a tus preguntas.
El duque lo miró irritado.
—Ni falta que hace, Kieran —le espetó—. Ya conozco las respuestas. Vienes aquí porque crees que esto es lo que mereces. Y porque quieres aturdirte con estos excesos.
Rothewell se levantó bruscamente.
—Vete a hacer puñetas, Gareth —dijo, encaminándose hacia la puerta.
El duque suspiró y se levantó también.
—¡Siempre tan elocuente! ¿Adónde vas?
—A Soho —contestó el barón con aspereza—. A jugar a las cartas. Y no me sigas, maldita sea. No necesito una niñera.
Pero Rothewell tampoco encontró en Soho la paz de espíritu que anhelaba. Solía frecuentar un garito particularmente pernicioso ubicado debajo de un estanco junto a Carlisle Street. Estaba regentado por un esquirol retirado que carecía de orejas llamado Straight* —el cual no hacía precisamente honor a su nombre—, mientras que el establecimiento situado en la planta superior era una tapadera utilizada por un conocido perista de Seven Dials que comerciaba en la trastienda con cajas de rapé y relojes robados.
Rothewell no sabía cómo había perdido Eddie Straight sus orejas —ni le importaba—, pero sabía que era un garito que atraía al tipo de gente con la que quería codearse un hombre que deseaba evitar el frívolo parloteo de la flor y nata. Aparte de los jóvenes caballeros que acudían para correrse una aventura, la buena sociedad jamás pisaba un local como el de Straight. Y puesto que uno se exponía a que le dieran una cuchillada por la espalda, allí nadie hacía preguntas.
Entonces encontró a un trío de indeseables compinches —unos tahúres del East End cuyas trampas con las cartas ya conocía—, y que buscaban un cuarto jugador para su mesa. A continuación, mientras se bebía buena parte del contenido de una licorera de brandy, perdió unas doscientas o trescientas libras en pocas horas. No le importaba lo suficiente como para llevar la cuenta. Lo cual, como sabía muy bien, era fatal.
El reloj en la repisa de la chimenea dio las doce de la noche. Rothewell arrojó sus cartas sobre la mesa y apagó su puro.
—Caballeros —dijo, utilizando este término con generosidad—, la suerte me ha dado la espalda esta noche.
—Es posible —dijo Pettinger, el individuo que hacía de banca—. Pero esta tarde corrían unos rumores sorprendentes en Lufton’s.
—¿Qué tipo de rumores? —preguntó uno de los jugadores.
—Unos rumores que sugerían que, si hemos de creer a Valigny, nuestro querido amigo tuvo ayer una suerte extraordinaria —explicó Pettinger riendo.
Rothewell crispó la mandíbula.
—A Valigny no hay que hacerle caso casi nunca —dijo secamente—. He jugado con él a las cartas las suficientes veces para saberlo.
Pettinger soltó una carcajada.
—¡Cierto! Pero díganos, Rothewell, ¿mentía esta vez?
Rothewell se levantó bruscamente. No le gustaba el tonillo de Pettinger.
—Pueden felicitarme, caballeros —respondió—. He tenido el honor de convertir a la hija de Valigny en mi esposa. Ahora, si me disculpan, echaré una partida de dados.
Acto seguido se inclinó ante los tahúres y se acercó a la mesa de hazard.*
—Que Dios se apiade de él —oyó decir a un jugador mientras se alejaba—. Esa mujer debe de ser un adefesio.
Rothewell reconoció que era lógico que lo pensaran. Pero fue como si echaran vinagre en sus heridas abiertas, que Gareth le había causado. La gente empezaba a especular sobre su mujer, pensó disgustado, cuando la culpa no la tenía ella sino él. Un hombre razonable —un hombre en unas circunstancias alegres y felices— habría estado en casa con su flamante esposa.
Se sentó a la mesa de dados y participó en el juego con fingido interés, aunque apostando pequeñas cantidades de dinero con gesto distraído. Estaba furioso, consigo mismo y con Valigny. Ese maldito franchute arribista tenía espías en todas partes.
¿Qué otras personas se apresuraban a llegar a injustas conclusiones sobre Camille?, se preguntó. Era lo único en lo que, por raro que pareciese, no había pensado cuando había salido de casa esta mañana. No deseaba perjudicarla en ningún sentido. La pobre ya tendría bastantes problemas antes de que su matrimonio terminara. Y si la historia de la partida de cartas organizada por Valigny llegaba a ser del dominio público... ¡Santo cielo! Camille se sentiría profundamente humillada. Y la culpa la tendría en parte él.
En ese momento alguien le dio un codazo, arrancándolo de sus reflexiones.
—Venga, hombre —dijo el joven con tono impaciente, acercándole la caja de los dados—. Le toca a usted.
Pettinger, que había seguido a Rothewell hasta la mesa de dados, apostó cien libras contra él. Alguien situado al otro lado de la mesa emitió un leve silbido.
—¿Caballeros? —dijo Rothewell arqueando las cejas—. ¿Quién más tiene tan poca fe en mí?
Las restantes apuestas fueron hechas y rematadas. Entonces arrojó los dados y obtuvo dos cuatros.
—¡Ocho! —dijo el hombre situado a la cabeza de la mesa—. Es el valor que cuenta.
Vaciló unos instantes. Tenía el presentimiento de que la suerte no le acompañaba esta noche. Pero era demasiado tarde para pasar. Con un rápido movimiento, arrojó los dados contra la barandilla opuesta de la mesa.
—¡Maldita sea! —comentó alguien—. ¡Once!
Rothewell soltó una exclamación de disgusto, al igual que muchos de los espectadores. La jugada significaba una pérdida automática para él. Al menos su castigo no se había prolongado, y su muerte había sido rápida. ¿Qué más podía pedir un hombre al final?
Pasó la caja de los dados a otro jugador, deseándole suerte. Luego, observó la partida durante un rato e hizo algunas apuestas, pero había perdido interés en el juego. Empezó a beber más. Había estado bebiendo toda la noche, pero ahora parecía como si obedeciera más a un plan que a una distracción.
Al poco rato abandonó la mesa de dados y se dirigió con su copa de brandy a un rincón oscuro y desierto, donde pudiera recrearse en su malhumor y fumar a solas. Pero el nerviosismo y la irritación seguían aguijoneándole. Gareth estaba equivocado, pensó. No era de Camille de quien trataba de escapar, sino de sí mismo.
Cuando hubo apurado la mitad de su brandy y la sala se había llenado de gente, renunció a fingir que se sentía satisfecho. Esta noche, por el motivo que fuere, no se sentía a gusto aquí. Pese a estar medio borracho, no encontraba nada en este lugar que le atrajera. Apartó su copa con el dorso de la mano y se dispuso a levantarse.
—¡Rothewell!
Al alzar la vista vio una esbelta y elegante figura que le saludaba con la mano mientras se abría paso entre la muchedumbre hacia su mesa. Rothewell profirió una palabrota entre dientes. Santo Dios. Lo que faltaba.
George Kemble tenía un aspecto excelente, como de costumbre.
—¿Usted? ¿Aquí, en el garito de Eddie? —Kemble agitó la mano para disipar la nube de humo—. Yo habría dicho que era demasiado refinado para sus gustos.
Rothewell le miró con cara de pocos amigos ante la ofensa, pero no se molestó en estrangularlo como habría hecho de haberse tratado de otro hombre. Kemble era amigo de su hermana, y en cierto modo de él. Aunque la última vez que se habían visto, éste le había birlado su faetón y sus dos mejores caballos.
—Debería retorcerle el pescuezo, Kem —dijo—. Pero hoy es su día de suerte. No tengo la suficiente ambición para matar a nadie.
Kemble arqueó las cejas y acercó una silla.
—Bueno, dicen que el matrimonio amansa a un hombre —observó, sentándose sin que el otro le invitara a hacerlo—. Pero un fornido semental como usted... Me decepciona, Rothewell. Y, a todo esto, parece estar a las puertas de la muerte.
—Maldita sea, si va a criticarme póngase a la cola —rezongó el barón, apartando su copa—. Todo el mundo se dedica hoy a sermonearme.
Kemble fingió un gesto de reproche.
—Confío en que no haya contraído el vicio chino, estimado amigo —dijo—. El Satyr’s Club está infestado de él.
—Estoy de mal humor, pero no soy idiota. —Rothewell empujó la botella de brandy hacia Kemble—. Tome. Bébase el resto. Así tendrá la lengua ocupada.
Kemble arrugó la nariz.
—¿Bromea? Yo no bebería un vaso de agua aquí aunque la viera brotar del grifo con mis propios ojos. Pero todo el mundo sabe que usted no es un hombre remilgado. —Kemble miró la etiqueta de la botella—. ¡Cielo santo! Está usted más enfermo de lo que imaginé. Ésta es un agua francesa bastante tolerable.
—Entonces bébasela y calle —contestó el barón—. ¿Qué hace aquí?
Kemble esbozó una leve sonrisa.
—No haga nunca estas preguntas, amigo mío —respondió, sacudiendo un dedo hacia Rothewell—. Así no podrán acusarlo nunca de cómplice.
Rothewell soltó un bufido.
—¿Es amigo de Straight?
—Desde que éramos unos jóvenes gamberros haciendo de las nuestras en Whitechapel. —Kemble destapó la botella y llenó la copa vacía—. ¿Quiere saber cómo perdió Eddie sus orejas?
Rothewell palideció.
—¡Dios, no!
Kemble lo miró cariacontecido.
—Es una historia deliciosamente macabra —dijo, suspirando—. En fin, siempre puedo enfurecerle refiriéndome a su matrimonio con la hija de Valigny. Pobre chica. Debería avergonzarse, Rothewell. Ese franchute es una basura.
—Como siga por ese camino —dijo él, levantándose—, lo arrastraré hasta la guarida de ladrones que llaman un callejón y le daré una paliza de muerte. Y recuerde, Kem, que conozco sus artimañas. Sus pequeñas dagas, sus nudillos de acero y demás artilugios. Aparte de que peso unos veinticinco kilos más que usted. Sí, pardiez, la mera idea de sacudir a alguien me ha encendido la sangre.
—¡Celebro haberle sido útil! —comentó Kem sonriendo y apurando su copa—. Bien, debo irme. Tengo que hacer mil cosas.
—O sortear mil complicaciones —dijo Rothewell.
—Cuidado, amigo —respondió Kemble—. No conviene difundir rumores infundados. Debo pensar en mi buen nombre.
—Ya —dijo Rothewell secamente—, y yo soy el nuevo capillero.
Con una última y jovial sonrisa, Kemble se fundió entre la numerosa multitud. Rothewell abandonó su oscuro rincón como había llegado a él, solo y profundamente frustrado Se abrió paso entre la masa de insensata humanidad confiando en hallar a un criado que le trajera su gabán, caminando con paso tan seguro que pocos habrían adivinado la cantidad de alcohol que había ingerido.
En ese momento sintió un cuerpo cálido que se oprimía contra el suyo. Al volverse vio a una rubia vestida con un raído traje de noche de seda, sin duda una de las pelanduscas asiduas al local de Straight. Eran mujeres a quienes éste pagaba para que entretuvieran a los clientes y los mantuvieran sentados a las mesas de juego. Era una mujer menuda, con un rostro coqueto, cuyo nombre no lograba recordar.
—¡Lord Rothewell! —La mujer ladeó la cabeza y lo miró con ojos chispeantes, como un ave curiosa—. ¿Se acuerda de mí?
Él vaciló unos momentos, indeciso.
—Por supuesto, querida —mintió—. ¿Cómo podría ningún hombre olvidarse de usted?
—Me apetece observar la partida de faraón —dijo la mujer, tomándolo del brazo—. Quizás un hombre tan apuesto como usted necesita una dama que le dé suerte.
Rothewell no tuvo valor para responder que ni ella era una dama ni creía que le diera otra cosa que la sífilis.
—Se lo agradezco, querida, pero no —respondió con calma—. Creo que es demasiado tarde para salvarme la velada.
La rubia se apretujó contra él.
—En tal caso podríamos retirarnos a la parte trasera del local —sugirió—. Para darle algo que le hiciera olvidar su mala suerte.
Fue la gota que colmó el vaso. Apartó el brazo con que ella le rodeaba la cintura y se alejó. Por unos instantes en el semblante de la mujer se reflejó el pánico.
—Lo siento —dijo él con firmeza—. Esta noche, no.
La expresión de pánico —suponiendo que hubiera existido— se desvaneció. Sin añadir otra palabra, Rothewell se alejó, fundiéndose con la muchedumbre que abarrotaba el local.
Pagó su cuenta a Straight, fue en busca de su gabán, subió los escalones y echó a andar hacia su casa. La caminata de regreso a Berkeley Square era de menos de un kilómetro y medio, pero lamentó no haber tenido la precaución de venir en su carruaje.
Lo cierto, como comprendió de repente, era que deseaba ver a Camille, aunque el hecho de verla era como jugar con fuego. Necesitaba cerciorarse de..., no sabía de qué. Simplemente se sentía asqueado de lo que era y en quién se había convertido, sentimiento que iba acompañado de un extraño e intenso anhelo de regresar a su hogar.
Su hogar. Quizá tuviera uno a pesar de todo.
Pero a esas horas dudaba que viera a Camille, quien probablemente se había acostado hacía rato. Y él no podía irrumpir en su alcoba. ¿Qué iba a decirle? ¿Estoy borracho y siento lástima de mí mismo? No. Ése era un sentimiento débil e intolerable. No estaba dispuesto a reconocerlo ni siquiera a sí mismo.
Irritado, se detuvo debajo de una farola para consultar el reloj. Pero en el bolsillo del chaleco no había ningún reloj. Ni en los bolsillos de su chaqueta, como comprobó al palparlos. Qué extraño. Nunca salía de casa sin su reloj.
De pronto lo comprendió. ¡La mujer con el traje de noche viejo y desteñido! Soltó una blasfemia. La muy ladina, colgándose de su brazo. Se había dejado sobar por esa pelandusca como si fuera un pardillo recién llegado a la ciudad. En esos momentos, su reloj probablemente estaba saliendo por la puerta trasera del local y desapareciendo por el callejón. Maldita sea. Con una suerte como la suya, estaba claro que había llegado el momento de volver a casa. Lo que menos le preocupaba era que le hubieran robado el reloj.
Hacía una noche fría, pero estimulado por su mal humor y el brandy que había bebido, siguió avanzando en la penumbra de Soho iluminada por las farolas de gas, caminando por las calles menos peligrosas flanqueadas por sus pulcras viviendas de clase media. Para no pensar en Camille, se dedicó a observarlas. Los limpios escalones de entrada. Las relucientes contraventanas negras. Las flores, a veces en unos tiestos sobre los escalones o en unos maceteros en las ventanas. Se le ocurrió que un hombre empieza a reparar en ese tipo de cosas insólitas cuando el tiempo se convierte en un preciado lujo.
O quizás estaba más borracho de lo que suponía. Daba lo mismo. Mientras contemplaba las casas, su estado de ánimo empezó a mudar lentamente. Incluso en la oscuridad, sus estrechas fachadas ofrecían un singular aspecto acogedor y atrayente. No como su casa. Era curioso que nunca se hubiera percatado de ello.
Al llegar al extremo de Portland Street, observó que en una de las viviendas había todavía luz en una ventana. Pese a la penumbra, vio que de los bonitos maceteros en la ventana caía una cascada de pensamientos de color amarillo y púrpura. Inexplicablemente, tras vacilar unos segundos se encaminó hacia la suave y acogedora luz que se filtraba a través de la ventana. Oyó unas risas, apagadas pero alegres. A través de los visillos vio la silueta de una mujer sentada, con el pelo recogido en un delicado moño. Ésta se volvió y extendió los brazos. Un hombre se inclinó para abrazarla. Durante un instante permanecieron abrazados, la viva imagen de la felicidad conyugal.
Luego el hombre se incorporó y retrocedió un paso. Rothewell empezó a imaginar de qué se reían. Supuso que de algo deliciosamente prosaico. Quizá la mujer había recordado a su marido que se tomara el tónico antes de acostarse. O quizás él se había ofrecido para subirle agua caliente para el baño. Probablemente tenían pocos sirvientes, y trabajaban desde el amanecer hasta horas intempestivas. Y sin embargo él les envidiaba. Sí, les envidiaba. Parecían felices. Contemplaban con ilusión una larga vida juntos.
De improviso notó que se le había formado un nudo en la garganta. Sintió una opresión en el pecho y los ojos le escocían, sin duda debido al humo de carbón. Pardiez, se estaba convirtiendo en la más irritante de las criaturas: un borracho sentimental. Había cometido una locura al ceder al deseo sexual que le inspiraba esta mujer. Y ahora su única esperanza era cultivar una distancia prudencial, a fin de no añadir más dolor y sufrimiento a la complicada vida de Camille.
Se alejó de la pequeña vivienda con paso rápido, golpeando ligeramente el pavimento con su bastón. No esperaba ver una luz cálida y acogedora filtrándose a través de las ventanas de su casa en Berkeley Square. No esperaba ver unos maceteros con pensamientos, aunque quizás existieran. ¿Cómo era posible que no conociera ese detalle? ¿Por qué no lo recordaba?
Pero la sensación de dicha que exhalaba la vivienda que acababa de dejar atrás no tenía nada que ver con la geografía. No tenía nada que ver con la clase social, la riqueza o los abrazos afectuosos entre una pareja. Tenía que ver con las personas que vivían, respiraban y amaban allí. En el fondo de su corazón, sabía que era así. Y sabía que él jamás gozaría de esa felicidad.
* En inglés, recto. (N. de la T.)
* Un complicado juego que se juega con dos dados. (N. de la T.)