Capítulo 13

En el que lady Rothewell se niega a ceder

Al llegar a casa Camille comprobó que estaba tan vacía como la había dejado. Recorrió una y otra habitación, sola, recogiendo sus libros y sus cartas, procurando mantenerse ocupada para no pensar. Pero no logró animarse hasta al cabo de unas horas, cuando Chin-Chin subió de la cocina para consolarla.

Permaneció sentada con el perro en su regazo hasta el anochecer, negándose a cenar, y no se acostó hasta pasada la medianoche. No era la primera noche que pasaba en esta casa sin su esposo, sin saber siquiera adónde había ido o si estaba en el lecho de una mujer. Entonces, ¿por qué le parecía una tragedia?

Debido a lo que había sucedido anoche. Debido al día que habían pasado juntos. Y porque ansiaba hablarle de Halburne. Necesitaba un hombro en el que apoyarse, y ahora comprendía que sólo él podía consolarla. Puede que con su ausencia Kieran pretendiera transmitirle un mensaje. Siempre había rechazado cualquier tipo de intimidad. ¿Era posible que quisiera alejarse de ella de la única forma que sabía?

Camille se volvió por enésima vez en el inmenso lecho, estrechando a Chin-Chin contra ella. El perro soltó un gemido de conmiseración y le lamió la mejilla.

—Ay, Chin-Chin —murmuró ella—. Qué estúpida he sido al imaginar que podía conseguirlo, que podía casarme con un hombre al que me sentía atraída y mantener las distancias.

No, no había distancia alguna, al menos por parte de ella. Y a veces pensaba que tampoco por parte de él. Para consolarse, se levantó y abrió la puerta que comunicaba con la habitación de Kieran, para oírle cuando regresara. Cuando volvió a acostarse, suspiró y contempló el fuego que empezaba a apagarse en el hogar. Pero no cesaba de ver en las llamas el rostro severo y angustiado de lord Halburne, de modo que tuvo que darse la vuelta y afrontar la desolación de su alcoba.

De nuevo, como había ocurrido durante buena parte de su matrimonio —quizá durante buena parte de su vida—, estaba sola, a excepción del perro. Pero Chin-Chin roncaba suavemente. Entonces lo estrechó contra sí y trató de conciliar el sueño.

Era casi la hora de cenar del día siguiente cuando Rothewell regresó de Surrey. Había sido un estúpido al confiar en que podría hacer el viaje de ida y vuelta en una jornada, aunque no hubiera llovido. Al llegar a Berkeley Square, saltó del faetón con tanta torpeza como en Selsdon Court, y sospechaba que no presentaba buen aspecto. Esforzándose en caminar con paso firme, entregó el carruaje a un lacayo y al subir los escalones de entrada vio a Trammel esperándolo.

—Milord. —El mayordomo le observó preocupado—. Parece usted...

—Déjalo estar —le interrumpió Rothewell, pasando de largo—. ¿Dónde está mi esposa?

Trammel le siguió escaleras arriba.

—Lady Sharpe vino a tomar el té —le explicó—. Insistió en que lady Rothewell regresara con ella a Hanover Street para jugar una partida de cartas y cenar.

¿Camille había salido? Rothewell se detuvo, sintiendo que el alma se le caía a los pies. Había regresado apresuradamente a Londres sintiendo un dolor lacerante que le retorcía las entrañas y le atenazaba el corazón, impaciente por reunirse con Camille. Había supuesto que ella..., pero había sido una arrogancia por su parte.

Se sentía profundamente abatido. Quería..., la quería a ella, por egoísta que fuera ese deseo. Echó a andar por el pasillo desierto de su casa, escuchando el sonido de los tacones de sus botas sobre el suelo de madera noble. El sonido de una casa vacía. El sonido de lo que había sido su vida hasta ahora.

¿Era demasiado tarde para Camille y para él?, se preguntó. ¿Demasiado tarde para tratar de amarse y ser felices el tiempo que vivieran juntos? ¿Era justo para ella que él pensara eso? Tenía los días contados, y al parecer no se podía hacer nada al respecto.

En ese momento, un espasmo de dolor hizo presa en él. El pasillo empezó a girar ante sus ojos y sintió que iba a caer al suelo.

—¡Dios santo! —exclamó con voz entrecortada, tratando de sujetarse a la balaustrada.

—Milord. —Trammel le aferró por el brazo—. Le ayudaré a acostarse.

Rothewell logró incorporarse, no sin grandes esfuerzos, y obligó al mayordomo que le soltara.

—Tráeme mi brandy —dijo secamente—. No quiero una maldita enfermera, Trammel. Puedo acostarme yo solo.

Pero la bestia que le devoraba las entrañas había sido su compañera durante los dos últimos días, y sabía que su fuerza no hacía sino aumentar. Temía que estaba vez no lograría escapar de ella. Incluso Gareth se había percatado. Rothewell había pasado la noche casi en vela en Selsdon, y a la mañana siguiente apenas había sido capaz de comer una tostada.

Sin embargo, Trammel no le trajo el brandy, y pese a sus baladronadas, Rothewell no estaba seguro de que fuera capaz de ingerirlo. En lugar de obedecerle, el mayordomo se afanó en llevar a cabo las tareas que le correspondían: abrir la cama, ayudar a su señor a quitarse las botas, y traerle una camisa de dormir limpia. Quizá Trammel había recocido los síntomas, pues al cabo de una hora Rothewell empezó a vomitar una bilis sanguinolenta, doblado en dos debido a los insoportables dolores. Cuando los espasmos cesaron al fin, comprobó que estaba acostado en la cama; el intenso sufrimiento había remitido, sustituido por un dolor sordo.

El perro yacía sobre la colcha, con la barbilla apoyada en sus patas delanteras, mirándolo con tristeza.

—Bien, ¿qué piensas al respecto, Jim? —preguntó Rothewell cuando Trammel se retiró—. ¿Crees que esta noche me encontraré con la muerte? ¿O se propone seguir atormentándome durante un tiempo?

El perrillo de aguas emitió un extraño sonido, entre un aullido y un gemido, y se acercó más. Rothewell cerró los ojos y apoyó la mano en la sedosa cabeza del animal. Compartía el sentimiento del perro. Había pasado buena parte de su vida empeñado en matarse, y ahora que comprendía que la vida merecía ser vivida, estaba convencido de que había conseguido su propósito.

En Hanover Street, Camille había ganado tres manos seguidas y lord Sharpe repartía las cartas cuando el mayordomo entró en la sala de estar. Se inclinó sobre la mesa de juego, sosteniendo una bandeja de plata.

—Una nota para usted, milady —dijo, dirigiéndose a Camille—. Del señor Trammel.

—Vaya —dijo lady Sharpe—. ¿De qué se trata?

Camille la leyó rápidamente.

—Rothewell está indispuesto —dijo, levantándose apresuradamente—. Mon Dieu, debo irme.

Dos minutos más tarde, se puso la capa y salió de la casa, habiendo rechazado con educación pero firmeza el ofrecimiento de lady Sharpe de acompañarla. Tenía el corazón en un puño. Rothewell debía de estar muy enfermo para que Trammel le enviara recado.

Al llegar a casa encontró a uno de los lacayos junto a la puerta de entrada.

—¿Dónde está Trammel? —preguntó Camille, quitándose los guantes.

—Arriba, señora. —El lacayo le quitó la capa de los hombros—. Me ha dicho que le diga que su señoría está descansando.

—Merci.

Camille subió la escalera apresuradamente y echó a andar por el pasillo. Trammel la recibió en la puerta de la habitación de Kieran, con gesto de profunda preocupación.

—¿Cómo está? —preguntó Camille—. ¿Qué ha ocurrido?

Trammel le hizo una breve reverencia.

—Fue a Selsdon Court, milady —respondió en voz baja—, y deduzco que durante el trayecto se sintió mal. Pero esta vez, el dolor ha tardado en remitir. Creo que anoche padeció unos dolores indecibles.

Camille dirigió la vista hacia la puerta.

—Alors, ¿ha vomitado sangre? —preguntó—. Dime la verdad, Trammel.

El mayordomo asintió con la cabeza.

—No mucha, como de costumbre, pero el episodio ha durado más que en otras ocasiones. —A continuación se acercó a ella y añadió—: No le he dicho que le envié a usted una nota.

Camille apoyó la mano en el brazo del mayordomo.

—Y no es preciso que lo sepa, ¿n’est-ce-pas?

Al entrar comprobó que la lámpara emitía una luz tenue y que en el hogar ardía un reconfortante fuego. Rothewell estaba cubierto con las ropas de la cama hasta la mitad del pecho, y tenía una mano apoyada en el lomo de Chin-Chin. Al ver a Camille, el perro levantó la cabeza y meneó la cola. Kieran abrió los ojos.

—Supongo que Trammel te mandó recado —murmuró, mirándola mientras ella se acercaba—. Maldito entrometido. Estoy bien.

Camille se sentó en el borde de la cama y tomó la mano que Kieran tenía libre. Estaba pálido y un poco ojeroso, pero por lo demás era el mismo de siempre.

—Si tienes la suficiente energía para quejarte de los criados, mon chéri, confío en que tengas también la suficiente energía para contarme dónde has estado. Y cuándo te sentiste mal —dijo ella con dulzura—. Y te ruego que no me digas que es un asunto que no me incumbe. Por supuesto que me incumbe.

Él le dirigió una mirada hosca e irritada, pero en sus labios se dibujó una pequeña sonrisa.

—¿Cuánto tiempo llevamos casados? —se quejó—. ¿Un mes?

Camille frunció los labios.

—Más o menos —respondió—. Responde a mis preguntas, s’il vous plaît.

Al cabo de un momento, Rothewell suavizó el gesto. Cerró los ojos y le apretó la mano con afecto.

—Fui a Selsdon.

—Oui, pero ¿dónde está eso?

—Es la finca rural de Warneham —contestó él—. Está en Surrey.

—Entiendo —dijo ella sin perder la serenidad—. En adelante, te ruego que me informes de adónde vas.

Él emitió un trémulo suspiro.

—Pensé, estúpidamente, que si me apresuraba podría regresar el mismo día.

—Pero no lo hiciste —dijo ella con calma—. Estaba muy preocupada.

—¿De veras, querida? —preguntó él, sonriendo levemente—. Nadie se ha preocupado nunca por mí.

—Xanthia se preocupa por ti —respondió ella con dulzura—. Cuando tú se lo permites.

Pero Camille sabía en el fondo que él decía la verdad. Durante buena parte de su vida, Kieran no había tenido prácticamente a nadie que se preocupara por lo que pudiera sucederle.

De improviso, él retiró la mano con que sostenía la de ella y se incorporó en la cama.

—A propósito de mi hermana, hay unos papeles en el bolsillo de mi levita —dijo señalado con la cabeza una silla—. Haz el favor de traerlos.

Camille vaciló.

—Non —dijo—. Nada de papeles. No hasta que hayamos hablado de tu enfermedad.
Él emitió un suspiro de exasperación.

—Haz lo que te pido, Camille, por favor —insistió—. Luego, ya veremos.

Camille se levantó a regañadientes y el perro saltó de la cama para seguirla. Las uñas de sus patitas arañaban el suelo de madera, emitiendo un alegre sonido que contrastaba con la tensión que reinaba en la habitación. La levita de Kieran estaba colgada de una silla, y Camille rebuscó en los bolsillos hasta encontrar un grueso pliego de folios. Regresó con ellos junto a la cama, preguntándose si debía haberse negado a dárselos. Pero tenía que hacerle unas preguntas, y por una vez, él parecía dispuesto a responderlas. Luego discutirían sobre si era necesario avisar al médico o no, y ella confiaba en que la discusión no se alargara.

Le entregó los papeles, le acarició la cara y se sentó en la cama.

—Quería comentarlo primero con Gareth —dijo Rothewell, mostrándole los primeros folios—. Es una escritura de traspaso de mi participación en Neville Shipping. La segunda es la escritura de la propiedad de esta casa. Xanthia tiene que firmarla, pero lo hará. Gareth será tu fideicomisario.

Camille lo miró sin comprender.

—No... lo entiendo.

—Ahora son tuyas —dijo él con calma—. Acéptalas.

—¿Pourquoi? —preguntó ella, confundida—. No lo comprendo, Kieran. Soy tu esposa.

Él apretó los labios y cerró los ojos unos instantes.

—Camille, quiero que todo esto esté a tu nombre —dijo con firmeza—. Todo lo que poseo está vinculado a un hijo varón, y en caso de no tener un hijo varón, a un pariente lejano cuyo nombre ni siquiera conozco.

Ella asintió con la cabeza.

—Oui, entiendo que es la ley inglesa.

Él le tomó de nuevo la mano.

—En caso de que ocurra lo peor, y Dios no lo quiera, deseo que estas cosas queden claramente separadas de la baronía —dijo—. Quiero que quede muy claro que ahora esta casa te pertenece, al igual que mi participación en las acciones de la naviera. No forman parte de la herencia vinculada, y no fueron adquiridas con dinero de ésta.

—Mais non, Kieran, no las quiero —dijo ella.

—Escucha, Camille —murmuró él—. Si muero sin tener un hijo...

—Non —le interrumpió ella con calma, devolviéndole los papeles—. Te casaste conmigo para tener un hijo. ¿Crees que soy tan estúpida para no saberlo?

El semblante de Rothewell reflejaba un sentimiento de culpa.

—Las cosas cambian, Camille —dijo—. Quizá no consigamos nuestro propósito.

Camille sintió, turbada, que las lágrimas afloraban a sus ojos.

—Vamos a tener un hijo —dijo, llevándose una mano al vientre—. Lo presiento. Lo sé.

—Camille. —Él la miró con suspicacia—. Tú misma dijiste que no podías estar segura.

—Vamos a tener un hijo —insistió ella—. Te aseguro que lo tendremos.

—¿Y si muero antes? —murmuró él.

Camille se había negado a pensar en ello. Pero ahora, con la mano apoyada todavía en su vientre, no tuvo más remedio que afrontarlo. Kieran trataba de protegerla. ¿Por qué se sentía entonces como si le hubieran clavado una estaca en el corazón?

—Cualquier padre decente insistiría en un contrato matrimonial para protegerte ante esa posibilidad —continuó Kieran—. En lugar de ello, el único dinero en efectivo del que dispondrás son las cincuenta mil libras que los abogados de tu abuelo guardan para ti en un fondo fiduciario.

—Mais oui. Cincuenta mil libras es mucho dinero.

—No es suficiente, Camille —dijo él—. No para la vida que mereces. Confía en Xanthia para que dirija el negocio, o ayúdala en esa tarea si quieres. Sé que podrías hacerlo. Gareth ha dejado su puesto en la compañía, pero puede aconsejarte. Y quiero que tú...

—Très bien —le interrumpió ella, tomando de nuevo los papeles—. Acepto. Ahora, s’il vous plaît, ¿quieres responder a mis preguntas?

Él la miró con tristeza.

—Estoy enfermo, Camille —dijo con calma—. Hace meses que no me siento bien. No hay nada más que hablar al respecto.

Camille dejó el pliego de papeles a un lado y procuró expresarse con serenidad pero firmeza.

—Mais oui, hay mucho que hablar al respeto —insistió, inclinándose sobre la cama y tomándole la cara entre sus manos—. ¿Qué enfermedad tienes? ¿Por qué no hemos mandado llamar al médico?

Él torció el gesto.

—Puede que Dios quiera castigarme por mis pecados —respondió con aspereza—. En cualquier caso, querida, no se puede hacer nada.

—¿Cómo que no se puede hacer nada? —repitió ella, apartándose un poco—. ¿Es que ni siquiera vas a intentarlo?

Él se recostó de nuevo sobre las almohadas.

—¡Santo Dios, Camille! —le espetó—. ¿No me escuchas?

Camille sintió que se sulfuraba al tiempo que la desesperación hacía presa en ella.

—Mon Dieu, Kieran, este autocastigo, este martirio, es una locura —protestó—. ¿Por qué eres tan duro e insensible, excepto en los momentos en que estamos en la cama? ¿Cómo es posible que en la cama seas un hombre totalmente distinto? ¿Qué es lo que no quieres decirme, Kieran?

Él cerró los ojos y sacudió la cabeza.

Camille le agarró por la camisa de dormir.

—¿Es que ya te he perdido, Kieran? —murmuró—. ¿Es lo que piensas?

—Camille, yo...

Ella inclinó la cabeza y la apoyó contra la suya, con gesto cansino.

—Un hombre como tú —murmuró—, ¿rindiéndote a qué? ¿A la desesperanza? ¡Pour l’amour de Dieu, Kieran! Eres un hombre más fuerte y digno de lo que crees. No eres sincero contigo mismo.

—Camille —respondió él por fin con voz inexpresiva—. Todos hacemos unas elecciones en la vida, y tenemos que vivir con ellas. En cuanto a la sinceridad..., ¿eres tú sincera contigo misma?

—Sé como es la vida —respondió ella, enderezándose—. Pero no dejo que me derrote.

—¿Y la carta de tu abuelo? —preguntó él con calma.

—¿Oui? ¿Qué tiene eso que ver? —contestó ella.

—La he leído con atención —respondió él—. Por eso no os dejó nada, Camille. Y te juro que no entiendo cómo no estás furiosa.

—¿Furiosa contra quién? —preguntó ella—. ¿Mi abuelo? ¡Bah, sería una pérdida de tiempo!

—No —dijo su esposo—. Contra tu madre, por habértela ocultado. Pardiez, no se trata sólo de una dote o una herencia, Camille. ¿La has leído? Tu abuelo se ofreció para acogerte en su casa, criarte. Alejarte del padre que odiabas y de una vida de privaciones. Estaba dispuesto a ofrecerte una vida de lujos.

Camille desvío la vista.

—Mi madre no quería perderme —respondió en voz baja—. Yo era lo único que tenía. Así es como debo interpretarlo.

—Muy bien —dijo él—. Digamos que tu madre lo hizo por egoísmo y no por rencor. ¿Por qué no te dio la carta en su lecho de muerte? ¿Por qué no lo hizo entonces? En lugar de ello, tardaste seis semanas en descubrirla. ¡Seis semanas!

Camille bajó la cabeza.

—Algo más de seis semanas.

—Y el tiempo apremiaba —continuó él—. Cuando me conociste te quedaban pocas semanas para encontrar marido, Camille. Y ahora tienes que cargar conmigo porque no tuviste otra alternativa. ¿Y yo soy el único que está furioso por ello? ¿Cómo es posible que tú no lo estés?

Camille enlazó las manos sobre su regazo. No quería responder a esas preguntas; no quería revivir el dolor de estos últimos y espantosos años, ni pensar que, si no se mantenía firme en su posición, quizás el destino le deparara otros años tan espantosos como ésos.

—Sé que mi madre era una mujer egoísta, Kieran —dijo con calma—. Yo lo viví. Lo sé. Muchas veces, oui, me hizo daño, y en parte aún estoy furiosa con ella. Pero maman no era consciente de la existencia de esa carta cuando estaba en su lecho de muerte.

—¿Cómo dices?

—Mi madre —respondió Camille—, se convirtió en... ¿cómo se dice? ¿Una borracha? Durante los tres últimos años de su vida vi cómo se mataba lentamente porque había perdido su belleza y Valigny la había abandonado. —Camille se detuvo para respirar hondo—. Cuando tenía un día bueno, Kieran, maman apenas recordaba su nombre, y mucho menos el de su padre. Al final de su vida, ¡mon Dieu!, ni siquiera recordaba el mío.

Rothewell guardó silencio unos momentos, estupefacto.

—Lo siento, Camille —dijo al fin, tomando su mano—. No debí abordar este tema.

Camille se encogió de hombros.

—No, has hecho bien —respondió; su voz ronca denotaba amargura—. Debes perdonarme, Kieran, por no saber si estamos compartiendo nuestras vidas uno con el otro o no. Es difícil adivinarlo.

—No deseo preocuparte, querida, ni herirte.

—Et alors —dijo ella con aspereza, apartándose—, no sería la primera vez que me siento herida. Ni la última. Puede que en estos momentos me sienta herida, Kieran.

—Camille, escucha...

—¡Non! —contestó ella secamente—. Escúchame tú. Me duele cuando te muestras frío conmigo. Me duele cuando pasas toda la noche fuera y no sé dónde estás. Me duele cuando te veo envenenándote con alcohol y nunca...

—Camille, cuando nos casamos te dije...

—¡Ya sé lo que me dijiste! —le interrumpió ella con un ademán—. ¡Pero ese matrimonio ha terminado! ¿Me oyes? Lo que dijimos, lo que acordamos, ha terminado. ¿No lo ves en mis ojos, Kieran? Yo... te necesito ahora. Te necesitará nuestro hijo. No te lo imploro. Te lo ordeno.

El dolor y el cansancio empezaban a hacer mella en Kieran, debilitándolo.

—Puede que si tú, Camille...

Pero ella meneó la cabeza.

—Quizá no desee seguir desperdiciando más años de mi vida sentada a la cabecera de la cama de otro enfermo que se ha buscado él mismo su desgracia —murmuró con los ojos llenos de lágrimas—. Quizá sea eso lo que me parece injusto, Kieran.

Estaba furiosa, y él reconoció que no le faltaban motivos. Al menos, Camille nunca le había dicho que lo amaba. Él no habría podido soportarlo.

—Camille —dijo con calma—, yo soy así. Soy el hombre con quien te casaste. Te advertí desde un principio.

—¡Menteur! —le espetó ella, levantándose apresuradamente de la cama—. ¡Embustero! Tú no eres así. Oui, oui, sé lo que dijiste..., y si fueras el hombre que conocí en casa de Valigny, quizá no me importaría. Pero la vida que tú mismo te has creado te hastía, Kieran. Regresas a casa malhumorado y sintiéndote tan desdichado como cuando te marchaste. Apenas comes. Apenas duermes. Es la vida de un cobarde.

—¿Un cobarde...?

—Una persona que se niega a plantar batalla —respondió ella, inclinándose sobre él—. Ni a sus demonios ni a su enfermedad. Me prometiste que me darías un hijo..., un hijo que necesito que me ayudes a querer y a educar, Kieran, pero parece como si no te importara morir.

La palabra «cobarde» aún resonaba en los oídos de él.

—Entiendo —dijo con voz carente de emoción—. Ahora comprendo a qué viene todo esto.

Camille cruzó los brazos y se volvió de espaldas a la cama.

—Sea como fuere —dijo ella sin perder la calma—, me lo prometiste. Y si mueres no podrás cumplir tu promesa, ¿n’est-ce-pas?

—No te prometí nada —contestó él—. Te salvé de casarte con un depravado y un hijo de perra porque eres demasiado terca para atender a razones. Eso fue lo que hice por ti. Y como has dicho, quizás estés encinta. ¿Por qué crees que te exigí esta parodia de matrimonio?

—¿Una parodia? —murmuró ella con su voz grave. A continuación se volvió y regresó lentamente junto a la cama—. Mon Dieu, ¿crees que es eso?

Él apretó los labios, irritado.

—No —respondió, pasándose la mano por el pelo—. Lo siento. No debí decir eso.

Pero era demasiado tarde. Vio que las lágrimas empezaban a brotar de los ojos de Camille. Maldita sea, debió imaginar que la cosa terminaría así. No debió permitir que entrara otra mujer en esta casa. En su vida. Podía soportar el dolor que sentía en su vientre, pero ver llorar a Camille le resultaba más difícil.

—Sacré bleu, Kieran —murmuró ella—, ¿crees que voy a dejar que te quedes ahí tumbado y te mueras?

—No creo que podamos hacer nada al respecto, querida —respondió él—. Es Dios quien toma esas decisiones.

—¡Non! —contestó ella con vehemencia—. No lo creo. Dios nos ha dado un cerebro para que utilicemos la razón.

Empezó a rebuscar en su bolsillo, probablemente un pañuelo. Maldita sea mil.

—En el primer cajón de la cómoda —dijo él, suavizando el tono—. Toma uno de los míos.

—Merci —respondió ella, sorbiéndose los mocos y volviéndose.

Rothewell apretó los puños; su frustración había dado paso a la furia. Estaba furioso contra el destino. Furioso consigo mismo. Pero, de alguna forma, a pesar de su rabia y frustración, sabía que Camille no tenía la culpa. Y en el fondo sabía que todo lo que ella había dicho era verdad.

—Lo siento, Camille —dijo, cuando ella regresó después de coger un pañuelo de la cómoda—. Por favor —añadió tendiéndole los brazos—, ¿no podríamos olvidarnos de esto? ¿Aunque sólo sea esta noche? Mañana puedes regañarme todo lo que quieras. Acércate, querida.

Ella se sonó y volvió a sentarse a su lado. Él la abrazó y ella apoyó la mejilla contra su camisa de dormir.

—¡Ay, Kieran! —dijo, rodeándole el cuello con sus manos menudas y cálidas.

Rothewell cerró los ojos e inspiró profundamente. Camille olía a rosas y a ese aroma a especias que él no lograba identificar. Era un olor característico de ella. Y él la amaba. Ahora lo sabía y lo aceptaba.

Al margen de si era digno o no de ella, sentía por ella un amor profundo y agridulce que estaba empañado por los remordimientos. Un amor que él jamás había imaginado que pudiera sentir, y que jamás podría dejar de sentir, por lejos que se marchara o por mucho tiempo que permaneciera ausente. Un amor que, en última instancia, trascendería la muerte.

Pero si la amaba tanto, ¿por qué no accedía a sus deseos? Ya no tenía nada que ocultarle. No podía seguir protegiéndola, ni ocultar la verdad. Al principio se había propuesto mantener las distancias entre ellos —para protegerla a ella y a sí mismo—, pero estaba débil, y ya no podía hacerlo. Todos sus pensamientos se centraban en ella. En cómo se sentiría si la perdía. Le preocupaba cómo se las arreglaría Camille desde el punto de vista económico y, sí, también emocional. Por otra parte, no le avergonzaba reconocer que temía lo que pudiera ocurrir. Que la necesitaba.

—De acuerdo —murmuró con la boca contra su pelo—. Mañana por la mañana puedes llamar al médico, si así te sentirás mejor.

—¿Mañana?

La voz de Camille se quebró al decir esa palabra.

Él le acarició la cabeza.

—Camille, una noche más no va influir en mi estado —dijo para tranquilizarla—. Ya me siento mejor. De veras. Quédate conmigo esta noche. Duerme aquí. Te lo ruego.

Ella alzó la cara y sonrió débilmente.

—Très bien —dijo bajito, enjugándose las lágrimas—. Pero no sé a qué médico llamar. ¿Conoce Trammel alguno?

Rothewell observó el fuego, que ardía con fuerza. Se había metido en otro lío. Por fin dijo:

—Hay un médico en Harley Street. El doctor Redding. No recuerdo el número, tiene la consulta casi al final de la calle. Mañana temprano enviaré a Trammel por él.

Ella se apartó, escrutando su rostro.

—Lo conoces —murmuró—. Lo has visitado en otra ocasión.

Él asintió a regañadientes.

—Unos días antes de que nos conociéramos.

De repente ella lo comprendió todo.

—Je vois —murmuró—. ¿Y qué... te dijo?

Rothewell esbozó una sonrisa irónica.

—Que bebo y fumo demasiado —respondió—. Que he llevado una vida muy agitada y que he esperado demasiado. Que seguramente tengo cáncer de estómago, o un cáncer que se ha extendido desde el hígado. Y teniendo en cuenta la pérdida de sangre, dedujo que... estaba muy avanzado.

Él observó el rostro descompuesto de ella, vio cómo le temblaba el labio inferior mientras se esforzaba en controlarse.

—¿Oui? —murmuró—. ¿Cuál... es el tratamiento?

Él tomó su rostro en sus manos.

—Camille —dijo con un leve tono de reproche—. Tú y yo sabemos que no existe ningún tratamiento. Un médico no puede hacer más que tratar el dolor cuando se hace insoportable.

Ella fijó la vista al frente.

—Non —musitó—. Esto no es posible. Debe de existir algo. O quizá mejores, si te cuidas. Los médicos se equivocan con frecuencia.

Rothewell cerró los ojos. De repente ansiaba desesperadamente creerla. Se arrepentía de no haber cambiado sus hábitos en cuanto había abandonado la consulta del doctor Redding. Pero no se había molestado en hacerlo. Era lo que el destino le tenía reservado. Lo que él sabía que ocurriría.

Parecía como si Camille le hubiera leído el pensamiento.

—Y tú lo aceptaste, ¿n’est-ce-pas? —preguntó débilmente—. Creíste que era la voluntad de Dios. Lo que merecías.

Él apartó los ojos de los suyos.

—Sí, reconozco que lo pensé, Camille —dijo—. A decir verdad, no pensé que viviría tantos años. Y cuando el médico me lo dijo... Pensé que había llegado mi hora. Yo mismo me lo he buscado. Ahora por fin volveré a reunirme con Luke en algún sitio. Por fin tendré mi oportunidad.

Camille arrugó el ceño y le obligó a volverse hacia ella.

—¿Oui? ¿Tu oportunidad para qué?

Él se encogió de hombros.

—No lo sé —murmuró—. Para implorar que me perdone.

—Quizá, mon coeur, sea él quien deba implorarte que le perdones —dijo—. Te arrebató a la mujer que amabas.

Rothewell ladeó la cabeza y la observó detenidamente.

—Él creía que me había portado mal con ella.

—Oui, es posible —respondió Camille—. Pero su solución fue casarse con ella. Ni siquiera te dio la oportunidad de enmendar la situación.

Él meneó la cabeza.

—¿Enmendar la situación?

Ella se encogió de hombros.

—Pudo haberte ordenado que te casaras con ella, o de lo contrario lo haría él —sugirió Camille—. ¿No habría sido una actitud más caballerosa?

Él bajó la vista.

—No sé si yo lo hubiera hecho —respondió en voz baja—. En el fondo creo que sabía la diferencia entre una peligrosa obsesión y el amor auténtico. Si entonces no lo sabía, ahora lo sé.

Camille agachó la cabeza para mirarlo a la cara.

—De modo que te arrepientes de haber mantenido con ella una relación después de que se casara con Luke —dijo—. Estuvo mal, oui, muy mal. Pero él se casó con Annemarie sabiendo que ella te amaba.

Rothewell soltó una amarga carcajada.

—Sí, la historia de haberme acostado con la mujer de mi hermano es capaz de atormentar a cualquiera —murmuró—. Pero la cosa no terminó ahí. Para poner un trágico punto final, ambos murieron en atroces circunstancias. Un desenlace del que yo soy responsable.

Ella permaneció inmóvil unos instantes, esperando a que él prosiguiera. En vista de que no lo hacía, sacudió la cabeza.

—Non —dijo con calma—, tú no mataste a nadie.

Él sostuvo su mirada, pero sus ojos eran inexpresivos, duros.

—No, murieron abrasados durante una revuelta de los esclavos —dijo—. Pero yo fui la causa. Les causé la muerte como si yo mismo hubiera prendido el fuego.

Ella escrutó su rostro como buscando en él la verdad.

—¿Por qué crees eso? —le preguntó por fin—. Oui, eso terrible. Pero no creo que tú fueras la causa.

Él no podía soportarlo y desvió de nuevo los ojos.

—La noche que murieron yo tenía que asistir a una cena —murmuró—. Era el Domingo de Pascua, y los plantadores de la parroquia habían quedado en reunirse para hablar de los disturbios entre los esclavos. Pero yo estaba borracho, demasiado borracho para asistir a la cena. Había comprobado que cuanto peor me comportaba y más borracho estaba, más me rehuía Annemarie.

—¿Oui? —Camille le miraba de hito en hito—. Continúa.

Rothewell dudó unos instantes. De repente, al expresarlo con palabras, vio la verdad con toda claridad. Su sombrío talante, su mal humor y su irascibilidad le habían servido a un tiempo como espada y como escudo. Le habían servido para ahuyentar a la gente. Casi había ahuyentado a Camille, y quizás aún lograra alejarla de su lado. Su rabia había sido un arma letal, quizá literalmente.

Respiró hondo y continuó:

—Cuando Luke apareció y vio que yo estaba muy borracho, se enfureció. Dijo... que uno de nosotros tenía que asistir a la cena, y como yo no estaba en condiciones de hacerlo, iría él. Ordenó a Annemarie que se vistiera y lo acompañara. Pero en mitad de la cena se presentó alguien apresuradamente para informar de que los esclavos en St. Philip’s se habían sublevado.

Camille emitió un leve sonido de angustia, llevándose una mano a la boca.

—Prendieron fuego a las casas y a las plantaciones —murmuró Rothewell—. Luke partió para nuestra casa, pero durante el trayecto de regreso comprobó que alguien había prendido fuego a nuestras plantaciones de caña. A ambos lados de la carretera. El sinuoso camino que conducía a la casa era muy estrecho. No había espacio para girar. Ni para retroceder. Estaban atrapados... No pudieron hacer nada para salvarse.

—Mon Dieu.

Los ojos de Camille mostraban una profunda compasión.

Rothewell tragó saliva. Desde la investigación judicial, sólo había hablado de la tragedia en una ocasión, con Martinique, en un patético y errado intento de justificarse ante ella. Y ahora, el hecho de revivirla, le produjo la misma sensación. Se sentía como muerto. Frío. Como si hubiera perdido de nuevo toda esperanza.

—Vinieron a buscarme poco antes de medianoche —prosiguió cuando hubo recobrado un poco la compostura—. Luke aún estaba vivo. Pero Annemarie..., era demasiado tarde. Los caballos... Cielo Santo. Alguien tuvo que sacrificarlos de un tiro. Pero Luke... No podíamos sacrificarlo de un tiro. —Su voz se quebró y comprobó sorprendido que las lágrimas habían aflorado a sus ojos—. Al principio, cuando tienes todo el cuerpo abrasado, apenas te das cuenta. Pero al poco rato nos suplicó que acabáramos con él. Me lo suplicó a mí. Gracias a Dios, no tardó en morir.

Camille le acarició los brazos y enlazó los dedos con los suyos.

—Fue una tragedia espantosa —dijo—. Y en el fondo, Kieran, sabes que tú no la provocaste. Pero tu corazón, oui, tu corazón, todavía sufre por ello. Lo comprendo.

Rothewell emitió una amarga carcajada y reclinó la cabeza contra el cabecero de la cama.

—Es irónico, ¿no? —dijo en voz baja—. Luke representaba el caballero blanco para todo el mundo. Salvaba a la gente. Era su especialidad. Yo se lo agradecí acostándome con su mujer y convirtiéndome en un borracho. Annemarie admiraba a Luke, como todo el mundo. Pero se sentía atraída por mí. Atraída como una polilla a una llama. Y al final la llama la abrasó.

—Kieran —dijo Camille con calma—. Eso no fue lo que sucedió.

Él meneó la cabeza lentamente.

—¿No? —respondió con tono quedo—. Entones, ¿por qué estoy convencido de que sucedió así? ¿Por qué no iba yo en ese carruaje? Debía haber ido. Quizá querían matarme a mí. Dios sabe que tenía muchos enemigos. Quizá no sabían que era Luke quien iba en ese coche.

—O quizá fue provocado por una turba furiosa y enloquecida —murmuró ella, acariciándole suavemente la mejilla—. Quizá fue un hecho trágico sin motivo ni razón. Pero tú no puedes remediarlo dejándote morir.

Era la mejor respuesta que Camille podía ofrecerle. Se acercó más a Rothewell, recogió las piernas debajo de sus faldas y se apoyó contra él.

—Kieran, mon coeur —dijo, apoyando la cabeza en su hombro—. Has soportado este dolor demasiado tiempo. No puedo impedir que sigas haciéndolo. Pero quizá consiga que veas más allá de él. Puede haber un futuro para ti..., para nosotros. Tengo que creerlo.

Él apoyó la mano entre los delgados hombros de Camille y empezó a trazar unos pequeños y reconfortantes círculos. Ella no parecía horrorizada ni sorprendida por lo que él le había contado. Y tenía razón, había sido la acción de una turba enloquecida. No obstante, debió ser él quien quedara atrapado en el carruaje en llamas. Debió ser él. Y había pasado más de una década tratando de subsanar esa vieja injusticia.

Pero ahora debía pensar en otras personas. O quizá fuera demasiado tarde. Nunca había sido un cobarde, y no lo sería ahora. El viaje a Surrey bajo una lluvia torrencial y sufriendo unos dolores indecibles no le había costado gran esfuerzo. Lo que Camille le pedía era más difícil. No le pedía sólo que tratara de curarse, sino que tuviera esperanza. En el futuro. En ellos. En sí mismo.

Rothewell inclinó la cabeza y besó a su mujer en la sien.

—Manda a por el médico mañana por la mañana, Camille —dijo de nuevo—. Manda a por él si es lo que deseas. Y si Redding dice que existe alguna solución..., haré lo que me indique.