Capítulo 3
En el que alguien hace una lucrativa propuesta
Enders empezó a blasfemar tan pronto como las cartas cayeron sobre el tapete. Después de mirar a la reina negra unos momentos, Valigny prorrumpió en carcajadas. Su hija cerró los ojos y depositó su copa vacía con un golpe seco sobre la bandeja de plata. Sus delgados hombros se encorvaron hacia delante, e inclinó la cabeza sobre el pecho como si rezara.
Parecía aliviada, pensó Rothewell. Sí, se sentía aliviada. Al menos él había conseguido algo.
¿O no? La chica se recobró enseguida. Cuando el conde dejó por fin de reírse, se frotó las manos con satisfacción.
—Enhorabuena, lord Rothewell. —Luego se volvió hacia su hija—. Félicitations, mon chou. ¿Me permites que sea el primero en desearte que seas feliz? Ahora conduce a su señoría a tu sala de estar. Una pareja que acaba de comprometerse debe gozar de unos momentos a solas, ¿n’est-ce-pas?
Sin mirar a Rothewell, la muchacha salió de la habitación como si fuera la reina negra que había cobrado vida. Él la siguió a través del vestíbulo y por un largo pasillo, confundido por las emociones que experimentaba. ¡Cielo santo! ¿Qué había hecho?
Nada, absolutamente nada. Debía a Valigny veinticinco mil libras. Era el único pensamiento que debía tener presente.
Mademoiselle Marchand dobló hacia la izquierda. Caminaba con paso rápido y seguro, como si supiera lo que le esperaba y estuviera dispuesta a afrontarlo con entereza. Al llegar a la puerta de su sala de estar, enderezó la espalda y entró con un rápido y ágil movimiento de sus caderas, encendió la lámpara y le indicó que se sentara en una butaca.
Él ignoró la butaca, puesto que ella tampoco se sentó. En la pequeña habitación ardía un fuego en el hogar, y había una segunda lámpara encendida junto a la raída pero elegante butaca situada junto a la primera. Rothewell echó una mirada alrededor de la habitación, como si por el hecho de tomar nota de los detalles pudiera adivinar el carácter de esta mujer.
A diferencia del ostentoso y chabacano esplendor del salón de Valigny, esta pulcra salita estaba decorada con muebles franceses de buen gusto aunque no eran nuevos. Unos libros encuadernados en cuero cubrían una pared, y el ambiente olía vagamente a lirios en lugar de a humo, vino rancio y sudor masculino. Estaba claro que este no era territorio de Valigny, sino de su hija, y Rothewell intuyó que ambos se veían en raras ocasiones.
Por fin se volvió hacia ella.
—¿Cómo se llama, mademoiselle? —preguntó inclinándose secamente ante ella—. Imagino que prefiere que la llamen por su nombre en lugar del apelativo mon chou.
Ella sonrió con amargura.
—¿Qué hay en un nombre? —respondió citando a Shakespeare—. Puede llamarme mademoiselle Marchand.
—Dígame su nombre de pila —insistió él—. Dadas las circunstancias, mademoiselle, creo que es necesario.
Ella lo miró de nuevo enojada.
—Camille —respondió por fin con voz grave y sensual.
—Yo me llamo Kieran —dijo él.
Su nombre pareció dejar indiferente a la chica, que se acercó a la ventana y contempló la calle iluminada por la luz de gas. Él se sintió curiosamente dolido. Un carruaje pasó en la penumbra; la silueta del conductor apenas era visible sobre el pescante. Rothewell atravesó la habitación para acercarse a ella, pero la joven se volvió y lo miró con gesto adusto.
Él vaciló. ¿Para qué seguir con esta farsa? De hecho, ¿qué le había inducido a cometer este disparate? ¿Lástima? ¿Lujuria? ¿Un último intento de redimir su alma inevitablemente condenada? ¿O tan sólo el acuciante deseo de algo que no había probado ya hasta la náusea?
¿Y qué había conducido a esta bella mujer a tal extremo de desesperación, por más que se afanara en ocultarlo?
Rothewell bajó la vista. Sobre una elegante mesita de té junto a la butaca había una copa de clarete y un libro, que estaba abierto. Miró el lomo. No era una novela, como cabía suponer, sino La riqueza de las naciones, del escocés Adam Smith.
¡Santo cielo, una intelectual! Rothewell observó de nuevo su rostro, que estaba de perfil mientras contemplaba la noche.
No, con esos labios carnosos y sensuales era imposible. Por lo demás, era demasiado fría. Demasiado continental y sofisticada.
—Mademoiselle Marchand —dijo con tono afable—, ¿por qué colabora con su padre en este grotesco plan?
Ella se volvió por fin y le miró con las manos apoyadas una sobre otra en la cintura.
—Lo hago, monsieur, por la misma razón que usted —respondió con un acento francés menos pronunciado—. Por obtener algo que me beneficia.
—¿Qué, un título? —preguntó Rothewell con desdén—. Le aseguro, querida, que el mío es poco conocido. No le será de gran provecho.
—Su título me importa un comino, señor —contestó ella con calma, alzando el mentón—. Necesito un marido inglés, que sea capaz de cumplir con su deber.
—¿Cómo dice?
—Un marido que me deje encinta, y cuanto antes. —La joven le miró de arriba abajo como si ahora fuera él un caballo que se subastara—. Confío en que sea capaz de hacerlo, monsieur, pese a su desmejorado aspecto.
Curiosamente, no fue el insulto sino la apatía con que lo dijo lo que enfureció al barón.
—¿A qué diablos se refiere? —preguntó con tono hosco—. Si desea tener un hijo, mademoiselle, hay muchos caballeros solteros en Londres que estarían encantados de complacerla.
—Lamentablemente, me han informado que todos se han ido al campo para participar en la época de caza —contestó ella riéndose con expresión burlona—. ¡Vamos, monsieur! ¿Con la fama de Valigny? ¿Y la de mi madre? Todos me consideran una mujer escandalosa, milord. Pero a usted no parece que el escándalo le preocupe mucho.
—Tiene usted una lengua mordaz, señorita —replicó él—. Quizá sea ése su problema.
—Oui, pero no tendrá que soportarlo mucho tiempo —contestó ella sin perder la calma—. Cásese conmigo, Rothewell, y cumpla con su deber. Será una apuesta muy lucrativa para usted, aparte de la comisión que se llevará Valigny, naturellement. Yo le pagaré una generosa suma de dinero en cuanto mi hijo nazca sano. Luego podrá reanudar su alegre y disoluta vida.
—Cielo santo —dijo él, sintiendo que se irritaba por momentos—. ¿A cuánto se vende hoy en día la semilla de un hombre, señorita Marchand? ¿Puede decírmelo? ¿Le ha puesto usted precio?
Ella vaciló unos instantes.
—Para mí vale mucho —respondió—. Cien mil libras, monsieur. ¿Qué le parece?
—Cielo santo —repitió él—. Empiezo a pensar que es usted tan fría como Valigny.
Una amarga sonrisa se dibujó en los carnosos y sensuales labios de la joven.
—Y yo empiezo a pensar que lo que le preocupa a usted es su preciado título —respondió—. La arrogancia de los ingleses es...
—¡Al cuerno con los títulos y la arrogancia! —le espetó él, acercándose a ella—. En cualquier caso, no habrá ningún hijo. Ni siquiera habrá un matrimonio. ¿Y a qué viene esta tontería sobre cien mil libras? Valigny habló de una dote matrimonial.
—¿Vraiment? —Ella fijó sus ojos castaños en él, mirándolo con fingido asombro—. Lástima que no me detuviera a escuchar detrás de la puerta. Valigny sólo le ha contado la mitad de la historia, la mitad que él conoce.
Él se acercó más a ella, hasta el extremo de fijarse en las espesas y negras pestañas que enmarcaban sus ojos de color chocolate, y apoyó una pesada mano sobre su hombro.
—Entonces supongo, mademoiselle Marchand, que usted me contará la otra mitad, y le ruego que lo haga ahora mismo.
Los ojos color chocolate de la joven lanzaban chispas.
—Usted no es más que otro libertino borracho y caprichoso, Rothewell, como todos los amigos de Valigny. —Su seductora voz sonaba grave y trémula—. ¿Qué provecho sacaría yo de una dote de cincuenta mil libras? ¿Por qué habría de casarme con usted? ¿Por generosidad? ¡No soy generosa! Si alguna vez lo fui, Valigny se encargó de pisotear esa virtud.
A Rothewell le llamaron la atención tres cosas. El inglés de la chica era bastante mejor de lo que ella insinuaba. Sintió que su verga empezaba a ponerse rígida, lo cual no dejaba de ser una curiosa circunstancia. Y ella tenía razón sobre el dinero. ¿Por qué iba a querer casarse con él? ¿Qué ganaba con ello? Su padre se quedaría con la mitad de la dote, y él se quedaría con la otra mitad.
—Insisto en que me diga la verdad, señorita —dijo con asperezas—. Toda la verdad. Ahora mismo.
Los ojos de ella traslucían una emoción semejante al odio.
—Se la diré —respondió—. Hace tres meses, Valigny averiguó que mi abuelo me había dejado en su testamento una dote, y desde entonces no ha dejado de pensar en ello. Oui, es un adicto, monsieur. Adicto al juego, y siempre está desesperado. Con tal de conseguir dinero para apostarse a las cartas, es capaz de cualquier cosa.
Rothewell la miró con el ceño fruncido, consciente de su penetrante perfume y del pequeño pulso que latía justo debajo de su oreja.
—Siga.
Durante unos instantes, ella se pasó su pequeña y rosada lengua por las comisuras de los labios, pero Rothewell estaba casi demasiado furioso para reparar en ello. Casi.
—Hay más —dijo ella, bajando la voz y hablando apresuradamente—. Cosas que Valigny ignora. Pero... no sé si puedo fiarme de usted.
—No —contestó él de forma tajante.
Ella tardó unos momentos en asimilar su respuesta.
—¡Vaya! —dijo con calma—. Me tiene usted a su merced, monsieur. ¿No puedo confiar en su honor de caballero?
—Eso es algo muy endeble, querida —respondió él—. Pero puede aferrarse a ello si lo desea.
Ella le fulminó con la mirada.
—¡Mon Dieu, es usted un canalla! —exclamó—. Un canalla con ojos de lobo. Pero quizá deba arriesgarme.
—¿Por qué no? —contestó él—. No creo que sea más canalla que su padre.
—Oui, eso es cierto. —Pero él observó que seguía furiosa y que aún dudaba—. Hay algo más que una dote para mí —dijo por fin—. El abogado de mi abuelo me ha informado de que su... ¿cómo se dice? Su propriété...
—¿Su finca rural?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, las tierras, la casa y el título han ido a parar a manos de un primo mío. Pero todo lo demás, que es mucho, pasará a mí. Está el dinero, oui, pero también las fábricas y las minas de carbón. Cosas que no conozco..., todavía. Pero que valen muchos miles de libras.
Rothewell la miró atónito. De modo que lo que Valigny había dicho era cierto. Pero al parecer el conde no conocía la magnitud de lo que acababa de perder en la mesa de juego.
—¿Y Valigny no sabe nada de esto?
—Non. —La joven encogió sus elegantes hombros debajo de la seda de su vestido—. No cometí la estupidez de contárselo todo.
Rothewell sintió que sus suspicacias aumentaban.
—Si es usted rica —dijo—, ¿qué necesidad tiene de casarse?
Mademoiselle Marchand apretó los labios.
—Por desgracia existe..., ¿cómo se dice...?, una pega —respondió—. Mi abuelo era un hombre vengativo. No heredaré nada hasta que me establezca aquí, en Inglaterra, y me case con un hombre adecuado para mí. Un hombre perteneciente a la aristocracia inglesa.
—¡Ah, ya! La condición de que sea un caballero inglés —dijo Rothewell.
Ella sonrió con amargura, pero para su frustración, eso no hizo sino aumentar su atractivo.
—Mais oui —respondió ella—. Luego, para recibir todo lo demás aparte de mi dote, debo tener un hijo. Mi abuelo quería asegurarse de que la temible plaga, la maldita sangre francesa de mi padre, se diluyera y no contaminara la existencia de sus descendientes.
Rothewell retrocedió un paso.
—Me temo que se ha equivocado usted de candidato, querida —dijo—. No tengo ningún interés en participar en este descabellado plan.
Ella le dirigió otra de sus despectivas miradas y se apartó.
—Por supuesto que le interesa —replicó, cruzando los brazos—. Es un jugador empedernido, ¿no? ¡Arriésguese! Tiene el cincuenta por ciento de probabilidades de que la criatura sea una niña, y su preciado título no sufrirá perjuicio alguno.
—Ya —gruñó él—. Suponiendo que mi título me importe... ¿Y luego qué?
Ella se encogió de hombros con un gesto muy francés.
—Entonces, monsieur, podrá divorciarse de mí —respondió—. En caso necesario, estaré encantada de darle motivos para hacerlo. No he recibido propuestas de matrimonio, c’est vrai, pero sí numerosas propuestas de otro tipo. Propuestas hechas con los ojos..., hasta ahora. Pero no supondrá ningún problema para mí aceptar una de esas propuestas.
Él alargó la mano con la fuerza de un látigo y la agarró del brazo, obligándola a volverse hacia él.
—No se atreverá, mademoiselle —dijo entre dientes—. Porque si intenta esa treta conmigo, no será un divorcio lo que consiga.
Ella tuvo el descaro de reírse en sus narices.
—De modo que de pronto le asaltan sus principios.
Rothewell la soltó, pero ella no retrocedió. Él percibió su perfume cálido y penetrante.
—Puede que mi título me importe un comino, mademoiselle Marchand —dijo furioso—, pero me importa, y mucho, que me pongan los cuernos.
—Todo el mundo tiene un precio, Rothewell. —Él creyó detectar cierta melancolía en su voz—. Usted. Lord Enders. Valigny. Oui, monsieur, incluso yo. ¿Acaso no se lo he demostrado?
—¿Un precio? —replicó él—. Puede que haya poco de honorable en mí, mademoiselle, pero no tengo necesidad de casarme con una mujer por su dinero. Es más, no tengo necesidad alguna, ni deseo, de casarme con nadie.
—¡Tonterías! —dijo ella, mirándolo de nuevo con frialdad—. Fue precisamente por eso que no abandonó la partida, ¿n’est-ce-pas?
—No, maldita sea, no es cierto —contestó él, furibundo.
Mademoiselle Marchand pestañeó, como si tratara de aclararse la vista.
—¿Ah, no? —murmuró, acercándose de nuevo a la ventana—. Entonces, ¿por qué accedió a participar en el plan de Valigny, Rothewell? ¿Qué otro motivo podía tener?
Él estuvo a punto de responder que fue porque no soportaba la idea de que el corpulento y repugnante lord Enders se montara en la cama sobre una mujer tan bella e inocente como ella. Pero decidió no hacerlo. Probablemente ni siquiera era verdad. ¿Qué le importaba lo que le sucediera a la insolente hija bastarda de Valigny? Era muy bella, desde luego. Y muy apetecible. Pero tenía la lengua de una víbora y unos ojos que parecían decididos a penetrar en los resquicios más ocultos de su mente.
¿Cómo diablos se había metido en este lío? No tenía nada de caballero, nunca lo había tenido. No era mejor que el canalla de Valigny, ni el depravado y retorcido lord Enders.
Ella fijó en él sus penetrantes ojos, pendiente de su reacción. Insistente.
—¿Y bien, Rothewell? —preguntó—. Ahora soy yo quien le exijo que me diga la verdad.
—¡La verdad! —dijo él con amargura—. Me pregunto si alguno de los dos es capaz de reconocerla.
Ella se acercó a él con ojos centellantes.
—¿Por qué aceptó la apuesta de Valigny? —preguntó—. Dígamelo. Si no fue por dinero, ¿por qué entonces?
Él se volvió hacia ella. La rabia que se había acumulado en su interior estalló por fin. La agarró del brazo y la atrajo hacia sí.
—Porque la deseo, maldita sea —le espetó—. Porque no soy mejor que Enders. Me gustaría tenerla bajo mi dominio, mademoiselle. En mi lecho. Debajo de mí. Me encantaría obligarla a tragarse sus arrogantes palabras, y a acatar mi voluntad. Quizá sea ése el motivo.
Ella le miró con satisfacción.
—Très bien —murmuró, retrocediendo cuando él la soltó—. Al menos ahora sé con quien trato.
Rothewell se esforzó en reprimir su furia. Era un embustero, y de pronto se sentía cansado y avergonzado.
—No tiene usted la menor idea, mademoiselle Marchand —dijo, bajando la voz hasta que era apenas un murmullo—. A pesar de su moderna educación, no sabe con quien trata. Un tipo como yo no le conviene. La libero de su compromiso, querida, de este absurdo y diabólico acuerdo urdido por su padre. Usted no le pertenece, no puede utilizarla como objeto de canje, pese a lo que pueda imaginar cuando está borracho y desesperado.
Mademoiselle Marchand había vuelto a situarse junto a la ventana, de espaldas a él. Sus delicados y delgados hombros estaban encorvados debido al cansancio, y había perdido buena parte de su aire arrogante. Rothewell no había visto nunca a otro ser humano mostrar un aspecto tan desolado.
Ella se volvió despacio, escrutándolo de nuevo, pero esta vez sólo su rostro.
—No —dijo con voz firme—. Cumpliré mi parte del trato que mi padre ha hecho con usted, lord Rothewell.
Él soltó una sonora carcajada.
—Creo que no lo entiende, mademoiselle —respondió—. No necesito una esposa.
Durante unos largos y tensos momentos, ella vaciló, analizando en su mente algo que él no alcanzaba a comprender. Sopesándolo. Juzgándole de nuevo con sus penetrantes ojos. Lo cual hizo que él se sintiera profundamente incómodo.
Por fin la joven atravesó la habitación, se detuvo ante él y murmuró con su voz grave y sensual:
—Si me desea, lord Rothewell —dijo—, seré suya.
—¿Perdón?
Se acercó más a él, apoyó las manos en las solapas de su levita y bajó sus hermosos ojos enmarcados por negras pestañas.
—Seré suya. —Él observó sus carnosos labios mientras articulaban cada palabra, como hipnotizado—. Déme su palabra de caballero de que nos casaremos y compartiremos mi herencia a partes iguales, y seré suya. Esta noche. Ahora.
—Está loca —contestó él.
Pero al aspirar su perfume, la cálida y penetrante mezcla de orquídeas y un seductor olor femenino, sintió que su cuerpo, más que dispuesto, le traicionaba.
Ella oprimió sus pechos contra él. Su boca, y esa voz oscura como la medianoche, le rozó la oreja.
—«Debajo de usted —murmuró—. Bajo su dominio. Acatando su voluntad.» Es su fantasía, ¿n’est-ce-pas?
Haciendo acopio de la escasa fuerza de voluntad que le quedaba, Rothewell apoyó una mano en la parte posterior de la cabeza de ella.
—En caso de que fuera mía, mademoiselle —murmuró acercando los labios a su oreja—, y pusiera en práctica la más inocente de mis fantasías, todo el mundo de aquí a High Holborn Street oiría el estrépito, porque le daría una buena zurra en su desnudo trasero.
Ella se apartó y lo miró con ojos como platos.
—No —dijo él con desdén—. Supuse que no era eso lo que usted tenía en mente. Pero si insiste en comportarse como una niña estúpida y malcriada, así es como la trataré, mademoiselle Marchand. No juegue conmigo. Lo lamentará el resto de su vida.
Ella bajó la vista y, para tormento de él, se apartó.
—Très bien, milord —murmuró con voz insólitamente fría—. Le he entendido perfectamente. ¿Está lord Enders todavía en el salón de mi padre?
Rothewell se encogió de hombros.
—Supongo que sí. ¿Por qué?
Ella se dirigió con paso decidido hacia la puerta.
—Entonces me casaré con él —contestó sin volverse—. Lo cual le supondrá a él, y a mi padre, una gran cantidad de dinero.
Rothewell alcanzó la puerta antes que ella y apoyó la palma de la mano con violencia contra la misma.
—¡Por el amor de Dios, no sea necia! —gruñó en voz baja—. Enders es un viejo verde..., por decirlo suavemente.
—¿Oui? ¿Y a usted qué le importa?
Él se inclinó sobre ella y dijo con voz ronca:
—Escúcheme. Ese hombre no sabe lo que significa el honor. No puede hacer un trato con él. Se casará con usted, sin duda, y según la ley cada céntimo que usted posea pasará a ser de su propiedad, al igual que usted misma, para hacer con usted lo que le plazca.
Ella se volvió y se apoyó en la puerta, desafiándolo. Mirándolo de arriba abajo como si no le temiera, ni a él ni a Enders. La Reina Negra. Él no estaba acostumbrado a esto.
Entonces apoyó la otra mano sobre su hombro, inmovilizándola.
—Al parecer me tiene atrapada, lord Rothewell —dijo ella fríamente—. ¿Qué se propone con ello?
Él se proponía besarla. Casi de forma salvaje, oprimiendo su cabeza contra la madera de la puerta y obligándola a abrir la boca con la suya, sin contemplaciones. Ella alzó la mano instintivamente, para apartarlo, pero era demasiado tarde.
Rothewell la besó apasionadamente mientras experimentaba un torrente de sensaciones, inmovilizándola con su peso contra la puerta. La besó con fuerza, introduciendo la lengua hasta el fondo de su dulce y deliciosa boca.
Ella se revolvió sólo un instante, tras lo cual enlazó su lengua con la suya en una seductora danza de placer. Él la besó repetidas veces, sintiendo que se hundía en algo oscuro e incierto. El calor que emanaba de su cuerpo envolvía el suyo. Sintió la curva de sus pechos y su vientre, los tensos músculos de sus muslos oprimidos contra él, excitándole, enloqueciéndole.
En la penumbra, percibió su acelerada respiración. Era vagamente consciente de que ella le besaba también sin inhibiciones, alzándose de puntillas, la seda de su corpiño aplastada contra la lana de sus solapas.
Rothewell estaba tan extasiado con las sensaciones que le embargaban en esos momentos, que no se percató de que había retirado las manos de la puerta para sostener, tembloroso, el rostro de ella. Oyó un ruido en la calle; quizás una diligencia que circulaba a gran velocidad. El estruendo le obligó a regresar al presente. Pasó la lengua sobre los blancos y afilados dientes de ella por última vez, y, casi a regañadientes, apartó el rostro del suyo, mirándola a los ojos, mientras ambos respiraban trabajosamente.
Ella temblaba también. Y denotaba cierto temor. Pero no de él, pensó tranquilizado.
Mademoiselle Marchand se humedeció los labios, nerviosa.
—Dígame, milord —murmuró, bajando la vista y fijándola en un punto junto a su bragueta, lo cual le desconcertó—. ¿Aún desea darme una azotaina?
Su voz contenía un tono de desafío. Pero Rothewell, como el curtido jugador que era, detectó también su pánico. A medida que la bruma de la excitación sexual se disipó lentamente, reflexionó sobre ello, y dejó caer los brazos. Paseó la mirada sobre su bello rostro en forma de corazón, tomando nota de sus ojos castaños y sus hermosos pómulos.
—Dígame, querida, ¿de cuánto tiempo dispone? —murmuró—. Me parece oír el fatídico tictac de un reloj, y no me refiero al que está sobre la repisa de su chimenea.
Ella dudó unos momentos.
—De seis semanas —respondió por fin.
—¿Seis semanas? —repitió él—. ¿Por qué tan poco tiempo?
En el rostro de la joven se dibujó una expresión análoga a la resignación.
—He tenido diez años —contestó—. Diez años para encontrar al... ¿cómo se dice? ¿Al caballero con su brillante armadura?
—Más o menos —dijo él.
Ella sonrió con amargura.
—Mi abuelo tomó esta decisión cuando yo era muy joven. Pero hace poco, a raíz de la muerte de mi madre, encontré las cartas del abogado.
Rothewell la miró atónito.
—Caramba, ¿ella no le había dicho nada? —murmuró.
Mademoiselle Marchand negó con la cabeza. Evitando su mirada.
—He sido una estúpida —dijo en voz baja—. Una estúpida al pensar que Valigny me ayudaría. Ninguna familia decente le recibe. Me ha hecho perder un tiempo precioso.
—Muy bien. —Rothewell tragó saliva—. Dispone de seis semanas. ¿Y luego qué?
Ella alzó un poco el mentón.
—Mi veintiocho... ¿cómo se dice...?, el aniversario de mi nacimiento...
—¿Su cumpleaños? —preguntó Rothewell sin dar crédito—. ¿Tiene que estar casada antes de cumplir veintiocho años?
—Oui, debo haberme casado antes de los veintiocho años para conseguir mi primer dinero, y haber tenido un hijo de mi marido al cabo de dos años.
—¿Lo sabe su padre? —inquirió Rothewell, escandalizado—. ¿Lo sabe y la ha utilizado para organizar una partida de cartas?
—Me temo que Valigny carece de escrúpulos —respondió ella con tono inexpresivo. Sus ojos, oscuros y perspicaces, estaban fijos en él—. Le aseguro, milord, que me casaré. De lo contrario, no obtendré nada. Nada excepto la generosidad de Valigny, de la que nunca he podido depender.
—Entiendo —murmuró él.
—¿Qué quiere que haga, Rothewell? —continuó ella sin perder la calma—. ¿Que me case con usted? ¿O que acepte al libertino de lord Enders en mi lecho?
Cielo santo, ¿de modo que estaba decidida a casarse con uno de los dos? ¿Y la decisión recaía en él?
Volvió a escrutar sus ojos castaños e insondables. Hablaba en serio. Muy en serio.
Rothewell se sentía como si alguien le hubiera asestado un puñetazo en el pecho, cortándole la respiración.
Pero Mademoiselle Marchand, Camille, seguía mirándolo con una expresión curiosamente serena, con las manos enlazadas. Esperaba su respuesta. Él respiró hondo y la observó de nuevo detenidamente. Poseía una belleza capaz de resucitar a un muerto —o casi—, y era innegable que pese a las emociones de esta turbulenta noche, él seguía deseándola. El beso no había hecho sino avivar la llama que había cobrado vida en cuanto la había visto.
Él mismo había puesto en marcha esta farsa. Y a él le correspondía ponerle fin. El resultado no influiría en él lo más mínimo.
—¿Tiene una doncella? —le preguntó de sopetón.
—Oui, bien sûr —respondió ella—. ¿Por qué?
Rothewell la sujetó por el codo casi con brusquedad.
—Porque iremos en su busca —dijo con tono adusto—. Y luego iremos a su habitación para que recoja sus cosas.
—¿En plena noche? —preguntó ella, sorprendida—. ¿Por qué?
—Sí, en plena noche. —Él abrió la puerta y la condujo fuera de la estancia—. Porque no estoy dispuesto a dejar que pase otra noche bajo el techo de Valigny.
Una hora más tarde salieron de la casa y Rothewell ayudó a mademoiselle Marchand a subirse en su carruaje. Sintió la tibieza de su mano menuda en la suya. Bajó la vista y observó sus dedos finos y cuidados. Era la mano de una persona práctica y capaz.
Desde que había abandonado la salita de estar de ella, se había movido como en sueños, indicándole lo que debía hacer, impartiendo órdenes a los sirvientes y manteniendo a Valigny al margen del asunto. Durante todo el rato había tenido la sensación de observar cómo otro hombre, ajeno a él, alteraba de forma irrevocable el rumbo de su vida.
La doncella era una joven pálida y delgada que parecía aterrorizada por él. En cuanto a mademoiselle Marchand, sus gestos eran serenos y su expresión inescrutable. Una persona dueña de sí, pensó él, salvo cuando alguien la besaba con pasión.
El lacayo llamado Tufton bajó la escalera con la última bolsa y observó la puerta del carruaje con evidente preocupación. Cuando hubo colocado el último bulto en la parte posterior del vehículo, Rothewell se detuvo debajo de la farola y le entregó su tarjeta.
—Si me necesitas, vivo en Berkeley Square —murmuró—. La mantendré a salvo de él. Te lo aseguro.
La preocupación se disipó del rostro de Tufton.
—Gracias, milord —dijo.
Después de guardarse la tarjeta, subió apresuradamente los escalones de la fachada.
Rothewell miró a su cochero. Le disgustaba hacer lo que sabía que debía hacer, pero su impetuosa decisión no le dejaba otra opción.
—A Hanover Street —le ordenó.
—¿Hanover Street? —preguntó el cochero.
—Sí, a casa de lord Sharpe —respondió Rothewell—. Y apresúrate.
El trayecto a través de las oscuras calles londinenses fue relativamente breve. Al llegar a la imponente mansión de lord Sharpe, les abrió el mismo joven y apocado lacayo que había corrido detrás suyo por Hanover Street hacía una semana. Al parecer le habían obligado a levantarse de su catre, pues estaba despeinado y llevaba la mitad del faldón de la camisa colgando fuera del pantalón.
Sin darle explicación alguna, le ordenó que instalara a mademoiselle Marchand y a su doncella en uno de los cuartos de invitados. No quería despertar a Pamela a estas horas tan intempestivas. A continuación, se dirigió al salón delantero, arrojó su levita sobre la mesita de té y miró el reloj de pared junto a la puerta.
Las tres y media. Cielo santo. Las dos últimas horas le habían parecido una eternidad. Acostumbrado como estaba a sobrevivir con pocas horas de sueño, se instaló en una butaca, apoyó los pies sobre su levita y se sumió en un estado aletargado, ni dormido ni despierto. No se movió hasta que el ruido de un criado limpiando la chimenea le despertó poco antes del amanecer. Se sentía sorprendentemente despejado, sin las habituales náuseas y dolores.
—¡Vaya por Dios! —dijo Pamela dos horas más tarde. Había bajado luciendo un amplio vestido mañanero a rayas de color rosa y crema, y se paseaba ante el hogar, volviéndose cada dos por tres y haciendo que el bajo del vestido se ahuecara—. ¿Está arriba? ¿La hija del conde de Valigny?
—Lo sé, es un canalla de la peor especie —respondió Rothewell.
Pamela se detuvo, arrugando el ceño.
—Quien con niños se acuesta, mojado se levanta, Kieran.
Un dicho muy trillado que era el reproche más grave que se le ocurría a la condesa.
Él alzó ambas manos.
—No me engaño, Pamela —dijo—. Sé lo que la gente dice de mí. Durante meses he jugado a las cartas con Valigny y nos hemos ido de copas y de pu..., bueno, hemos hecho otras cosas que no puedo mencionar. Nada de esto la favorece.
Pamela atravesó la habitación y se sentó en la butaca junto a él.
—No debemos juzgar a esa chica por sus parientes, pues ninguno de nosotros querríamos sufrir semejante suerte —dijo secamente, inclinándose hacia delante para rellenar la taza de su primo—. Ni debemos juzgarte a ti por tus amigos.
—Valigny nunca ha sido mi amigo —contestó el barón con tono adusto—. En cuanto a juzgarme, ambos sabemos que todo el mundo lo hace. Por esto la he traído aquí.
—¿Por qué no la has llevado a casa de Xanthia? —murmuró lady Sharpe—. Me choca que no lo hicieras.
Rothewell sonrió con ironía. Le disgustaba pedir favores.
—Gozas de una reputación impoluta como la nieve en esta ciudad, querida —respondió—. Y mademoiselle Marchand no puede permitirse el lujo de tratar con nadie que no goce de una reputación impecable. Y, como es natural, su nombre quedaría irreparablemente mancillado si la instalara en Berkeley Square.
—¡Por supuesto! —convino la condesa, levantándose de nuevo de la butaca—. ¡En fin, qué le vamos a hacer! Confiemos en que la gente se haya olvidado de su madre.
Rothewell emitió una áspera carcajada.
—¿Te refieres a la flor y nata? —preguntó él—. Nada les complace más que chismorrear.
—Tienes razón. —Lady Sharpe empezó a tamborilear con un dedo sobre su mejilla mientras reflexionaba—. Lo de esa partida de cartas es inaceptable, Kieran.
Él crispó la mandíbula con gesto serio.
—¿Crees que no lo sé, Pamela? —respondió—. Visto a la luz del día, confieso que me arrepiento. Si pudiera hacer marcha atrás, no dudaría en poner fin a ese lamentable asunto.
Lady Sharpe esbozó una leve sonrisa.
—Bueno, en cierto sentido ya lo has hecho —comentó—. Al menos, te has llevado a esa pobre chica de casa de ese canalla. Pero nadie debe averiguar la sórdida historia de esa partida de cartas, querido. La reputación de esa joven quedaría por los suelos.
Rothewell cerró y relajó los puños varias veces. Se sentía profundamente avergonzado del papel que había desempeñado en esa historia.
—Ha sido una idea absurda, Pamela —dijo cariacontecido—. No debí traerla aquí.
Lady Sharpe hizo ademán de que se callara y empezó a pasearse de nuevo por la habitación, frunciendo sus delicadas cejas rubias. Rothewell bajó la vista y la fijó en el negro y tonificante líquido de su taza de café.
¿Qué diablos le había inducido a llevarse a mademoiselle Marchand en su coche en plena noche? ¿Por qué había accedido a participar en el disparatado plan que ella le había propuesto? Tan sólo había querido hacer un favor a esta mujer, procurando que ello no le causara demasiados quebraderos de cabeza. Pero la vida nunca es tan simple como uno cree. Era una lección que debió aprender la primera vez que pidió a una mujer que compartiera su destino con el suyo.
Al alzar la vista vio a Pamela dirigirse hacia él.
—Quiero conocer a esa chica —dijo—. Ya se me ocurrirá algo ingenioso, Kieran, te lo aseguro. Algo que explique el motivo de que se aloje aquí. Pero ¿qué piensas hacer con ella?
—Bueno, en cuanto a eso... —Rothewell se detuvo y la miró por encima del borde de su taza de café—. En cuanto a eso, me temo, Pamela, que voy a casarme con ella.
Lady Sharpe se detuvo en seco. Por una vez en su vida, se había quedado muda.
Rothewell aprovechó la ocasión. Entre los balbuceos y tartamudeos de su prima, le ofreció una vaga explicación, volvió a darle las más profusas gracias y se marchó apresuradamente.
Había llegado el momento de irse a casa, pensó mientras bajaba rápidamente los escalones de la fachada. Al llegar a casa remitiría al conde de Valigny una letra de cambio por las veinticinco mil libras que le correspondían. Con ello pondría fin al menos a una parte de esta farsa. Ese sinvergüenza había obtenido su dinero, y lo que sucediera a partir de entonces no le incumbiría.
Camille estaba sentada en una butaca junto a la ventana, observando el tráfico matutino en Mayfair. Se había levantado al amanecer para lavarse la cara y recogerse el pelo, pues era imposible conciliar el sueño. Luego se había sentado para esperar su suerte, sin moverse de allí. Una extraña en una casa extraña, olvidada, quizá. Pero ¿qué importaban unas horas, o unos meses, más? ¿Acaso no había pasado toda su vida esperando a que otra persona le dictara lo que debía hacer?
Suponía que lord Rothewell aparecería al cabo de un rato. Si no lo hacía, estaba dispuesta a asumir el control de la situación. Una mujer no podía esperar a un hombre eternamente, ni depender de él. Al menos, Rothewell había tenido la franqueza de reconocer que ella no podía fiarse de él. Lo cual era un punto a su favor.
No estaba segura de en qué lío se había metido con él, pero sabía de qué se había librado. Su suerte a manos de ese hombre no podía ser peor que los tres últimos meses que había pasado con Valigny. En todo caso, no sería permanente. Una boda rápida, y con algo de suerte el nacimiento de un hijo a quien querer y atesorar. Luego, por fin, sería libre. Libre de su madre. De Valigny. Y, por supuesto, de lord Rothewell. Se alegraría de no volver a verlo más. Sus ojos oscuros y relucientes, su mal genio y sus insistentes preguntas no podían granjearle las simpatías de nadie.
Al bajar la vista comprobó que había vuelto a crispar los puños. Haciendo acopio de una fuerza de voluntad que había tenido sobradas oportunidades de poner a prueba, relajó las manos. La situación podía ser peor. Quizás hubiera algo de bondad en Rothewell. Aunque, claro está, podía estar equivocada. Era un riesgo que había sopesado antes de lanzarse a esta aventura.
El otro, lord Enders, era un tipo de hombre que ella conocía bien. Era un cerdo, lisa y llanamente, y un depravado. No era necesario que lord Rothewell la advirtiera a ese respecto, pues ella había vivido mucho tiempo en París, rodeada por el grupo de amistades de su madre, unas mujeres desesperadas y pintarrajeadas, y la pandilla de libertinos que las cortejaban.
En esto oyó a Emily moverse en la cama detrás de ella. Al volverse vio a su doncella alzar la mano para protegerse los ojos de los primeros rayos de sol matutinos al tiempo que se levantaba.
—Disculpe, señorita —dijo—. Lamento haberme despertado tan tarde.
—No tiene importancia, Emily —respondió Camille, sin moverse de la ventana—. Anoche no pudiste descansar.
—Usted tampoco, señorita —contestó la doncella.
Camille la oyó vestirse a su espalda. Sin duda Emily se preguntaría qué sería de ellas, y ella no podía ofrecerle unas respuestas satisfactorias. Por fin se volvió y observó a la chica.
—No te preocupes, Emily —dijo—. Estoy segura de que todo se resolverá.
—Sí, señorita. —Emily empezó a doblar los camisones de ambas—. Estoy segura de que sabe lo que mejor le conviene.
Camille reprimió una risa histérica.
—Eso espero —respondió—. Por supuesto, quiero que te quedes conmigo, Emily, tanto si me caso como si no.
Pero tenía que casarse. Era preciso.
La muerte la había liberado al fin de la carga que había soportado durante los últimos años, y se había despertado de la larga enfermedad de su madre como de una angustiosa pesadilla, pero había comprobado la vaciedad de su vida. La terrible verdad era que anhelaba algo más que una independencia económica. Deseaba tener un hijo, un deseo que se había hecho más acuciante con cada año que pasaba hasta convertirse en un dolor, como si tuviera un cuchillo clavado en el corazón.
Y justo cuando había pensado que nunca sería posible, que tendría que soportar ese dolor sin poder hacer nada al respecto, había hallado la carta de su abuelo. Su excéntrica condición le ofrecía a ella una salida, pero ahora comprendía que significaba casarse con lord Rothewell, o con alguien como él.
Claro está que podía regresar a Limousin con el rabo entre las piernas, vender las pocas joyas que le quedaban de su madre y subsistir durante un tiempo. Pero iba a cumplir veintiocho años y ya no se contentaba simplemente con subsistir. Y el hecho de regresar a su antigua vida en Francia como una parienta pobre, aferrándose a los deshilachados bajos de una familia ignominiosa... No. No soportaba pensar siquiera en ello. Había aprovechado esta oportunidad sin dudarlo, y lo único que podía hacer era arrostrar las consecuencias.
Al pensar en ello, emitió un trémulo suspiro. Crispó de nuevo los puños, y la sensación de desespero que la había seguido desde París empezó a hacer presa en ella. Lord Rothewell era realmente su última esperanza. Pese a la desafiante actitud que había mostrado anoche, lo cierto era que lord Enders le había inspirado terror. De modo que había apostado por el atisbo de decencia que creía haber detectado en los ojos de Rothewell.
Pero quizá se había equivocado. Quizá Rothewell era peor. Había algo oscuro en él, algo que ella no había visto jamás. No era maldad. Ni depravación. Era una oscuridad del alma que le envolvía como una mortaja.
Camille se rió de semejante ocurrencia. Emily la miró extrañada.
Sí, había perdido el juicio, pensó Camille. Se había convertido en una persona fantasiosa, y lo que era peor, melodramática. Si seguía por ese camino, acabaría como su madre.
En ese momento, alguien llamó discretamente a la puerta. Emily fue abrir. Un lacayo, tieso como un palo, les informó que la condesa de Sharpe deseaba que se reuniera con ella. Sin duda la dama estaba encantada de que la hija ilegítima del canalla más despreciable de Londres se hubiera instalado en uno de los cuartos de invitados mientras ella dormía.
Diez minutos más tarde, estaba sentada en la sala de estar privada de lady Sharpe, sosteniendo una taza de café. Una taza de café como Dios manda. No el insulso y diluido brebaje que Valigny insistía en que les sirvieran cuando no tenían invitados en casa.
Lady Sharpe la miró sonriendo con una jovialidad que sin duda era forzada. Sin embargo, durante la breve conversación que habían mantenido hasta ahora, no se había mostrado enojada ni disgustada. La condesa era una mujer rolliza, de rostro dulce, ya no joven, pero de talante amable y con una gran dosis de sentido común, pensó Camille.
—¿De modo que se crió en el campo en Francia, querida? —preguntó la condesa, inclinándose hacia delante para rellenarle la taza de café—. Debió de ser maravilloso.
Había sido todo menos maravilloso, pero Camille se abstuvo de contradecirla por educación.
—El tío de Valigny tenía un pequeño castillo en Limousin —respondió—. Permitió a mi madre que lo utilizara, y también su casa en París, cuando tenía que desplazarse a la ciudad.
—Debía de ser un hombre muy generoso —comentó lady Sharpe.
Había sido generoso, pero como la mayoría de los hombres, quería algo a cambio.
—Oui, madame —contestó Camille—. Mi madre le estaba muy agradecida.
Lady Sharpe frunció los labios y bebió un sorbo de café. La taza golpeó ligeramente el platillo cuando volvió a depositarla en él. Estaba nerviosa, pensó Camille, y sus ojos traslucían cierta tensión.
—Bien, querida, ahora que ya nos conocemos un poco —dijo la condesa—, hábleme sobre este..., sobre su compromiso matrimonial con mi primo.
Camille alzó un poco el mentón.
—Supongo que lo desaprueba, madame.
Lady Sharpe la miró sorprendida.
—No estoy segura —respondió—. Casi me alegro de que esté dispuesta a casarse con él. Pero Rothewell nunca ha mostrado la menor inclinación por la vida doméstica.
Camille esbozó una débil sonrisa.
—Parece como si se tratara de un... petit chien, un cachorro, ¿non? Un perrito que no deja que le eduquen para vivir en una casa.
—Sí, como un cachorro —dijo la condesa con ojos risueños—. Reconozco que hay cierta semejanza, aunque Rothewell no es tan pequeño y simpático como un cachorro.
En la habitación se hizo un largo silencio, al tiempo que se imponía de nuevo un ambiente de seriedad. La condesa quería una respuesta a su pregunta. Camille sostuvo su mirada sin pestañear.
—Supongo que lord Rothewell le habrá dicho que este compromiso matrimonial fue concertado entre mi padre y él, ¿non?
Lady Sharpe desvió la vista.
—En efecto, algo me ha dicho —confesó—. Pero ¿usted no le conocía hasta esta noche?
—Ahora lo conozco —respondió Camille.
—¿Y está dispuesta a casarse con él?
—Oui, madame —respondió la joven—. Le he dado mi palabra.
Lady Sharpe frunció los labios.
—Pero... ¿por qué?
—¿Por qué? —repitió Camille—. Ya no estoy en edad casadera, madame. Y aquí, en Inglaterra, la gente opina que mi linaje es de dudosa respetabilidad, por decirlo suavemente. Rothewell ha accedido a casarse conmigo. ¿No cree que debería sentirme agradecida?
Lady Sharpe arrugó el ceño.
—Pero todo suena tan... terriblemente práctico.
Camille enlazó las manos sobre su regazo.
—Soy una mujer práctica, madame —contestó con calma—. Necesito un marido. No me interesan el romanticismo y esas banalidades.
—Entiendo —dijo lady Sharpe con cierta tristeza. De pronto su rostro se animó—. Por otra parte, hará buena pareja con Rothewell, pues no conozco a un hombre menos romántico que él. Y puesto que espera tan poco de él..., supongo que no se llevará un desengaño.
Camille sonrió con gesto sereno.
—Sí, madame, es una solución muy práctica, ¿no cree?
Lady Sharpe dudó unos instantes.
—No obstante, querida, me temo que el suyo no será un camino de rosas —dijo al fin—. Siento gran afecto por Rothewell, pues me consta que es un hombre bondadoso, pero no es fácil encariñarse con él.
Camille la miró sorprendida.
—No espero encariñarme con él, madame —dijo—. Esto es simplemente un pacto.
La condesa parecía horrorizada.
—¡Mi querida joven! —dijo, llevándose las manos al pecho—. No debe casarse con alguien a quien no puede llegar a amar.
—¿Pardon, madame?
Lady Sharpe se inclinó hacia delante.
—Ya sé que mucha gente lo hace. Pero si un hombre no es digno de su afecto más profundo, no debe casarse con él bajo ningún concepto. En el mejor de los casos, les condenará a los dos a una vida triste y vacía.
Camille la miró perpleja.
—Como he dicho, madame, el romanticismo no me interesa.
—¡Por el amor de Dios, hija! —exclamó lady Sharpe, poniendo los ojos en blanco—. El romanticismo no tiene nada que ver con el amor.
Camille la miró perpleja.
—Oui, madame, si usted lo dice.
—¿No siente ninguna estima por él? —preguntó la condesa, que parecía consternada.
—¿Estima? —Camille midió sus palabras con el fin de tranquilizar a lady Sharpe—. Lord Rothewell parece un hombre honesto. Lo cual es admirable, ¿n’est-ce-pas? Y le aseguro, madame, que seré una buena esposa para él mientras vivamos juntos.
Sus palabras parecieron apaciguar a lady Sharpe, quien empezó a rellenar las tazas de café.
¿Qué otra cosa podía decir Camille sobre el barón? Hacía sólo unas horas que le había conocido, y Rothewell no se había mostrado a una luz especialmente favorable. Ella aún recordaba su expresión despectiva cuando la había estrechado contra él. Sus palabras todavía resonaban en sus oídos, sobre todo cuando ella misma había tratado de utilizarlas.
Me gustaría tenerla bajo mi dominio, señorita. En mi lecho. Debajo de mí.
Camille cerró los ojos y tragó saliva. Cielo santo, ¿iba a cometer acaso un terrible error? ¿Iba a desencadenar algo que no podría controlar? No había olvidado la advertencia que él le había hecho, ni el calor de su cuerpo cuando la había inmovilizado contra la puerta. La extraña opresión que había sentido en la boca del estómago.
La condesa la observó como si la analizara.
—Rothewell necesita un heredero, mademoiselle Marchand —dijo, sirviéndole un poco de crema—. Confío en que desee usted tener hijos.
—Desde luego, madame —respondió Camille con sinceridad—. Lo antes posible.
Lady Sharpe apoyó las manos en el regazo.
—Bien, querida, parece usted una mujer sensata. Ahora que estoy relativamente segura de que sabe a lo que se expone, por decirlo así, hablemos de los aspectos prácticos. Creo que deberíamos dar una fiesta en la ciudad para anunciar el compromiso, y una boda en primavera sería...
—Non —contestó Camille secamente—. Me refiero a que..., disculpe, madame, pero deseo casarme de inmediato. Lord Rothewell está de acuerdo.
—¿Ah, sí? —Lady Sharpe la miró con extrañeza—. Bien, es algo que deben decidir ustedes dos. Permítame hablarle con franqueza. Mi misión, según tengo entendido, consiste en..., no sé muy bien cómo expresarlo..., poner cierta distancia entre usted y su padre.
—Oui, madame —respondió Camille—. Entiendo que Valigny no tiene fama de hombre respetable.
—No, querida, no es eso —contestó la condesa.
—Mais oui, es justamente eso —insistió Camille—. No lo considero un insulto, madame, porque es verdad. Hasta hace tres meses, apenas había pasado más de quince días seguidos en compañía de Valigny, salvo cuando era niña. Pero deseaba venir a Inglaterra. Pensé que era mejor vivir en compañía de él que sola.
—Y tenía usted razón, desde luego.
Lady Sharpe le dirigió una sonrisa tranquilizadora y se inclinó para darle una palmadita en la mano. Parecía una mujer bondadosa.
Camille respiró hondo.
—Madame..., ¿puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto, querida. —La condesa la miró con gesto interrogante—. ¿De qué se trata?
Camille midió bien sus palabras.
—¿Le ha hablado lord Rothewell de mi madre? ¿Le ha dicho quién era?
Lady Sharpe la miró con aire compasivo.
—Sí, desde luego. No la conocí, pero tengo entendido que era muy bella.
—¿Y a su... esposo, lord Halburne? ¿Lo conoce usted?
Lady Sharpe negó con la cabeza.
—Creo que Sharpe lo conoció en cierta ocasión —dijo—. Pero Halburne vive como un recluso y apenas se le ve en la ciudad.
Camille emitió un sonoro suspiro.
—Oui, eso fue lo que dijo Valigny —murmuró—. Pero no estaba segura...
Se detuvo sin terminar la frase.
—¿De si podía creerle? —Lady Sharpe esperó a que Camille asintiera, tras lo cual le dio otra afectuosa palmadita en la mano—. En este caso, le ha dicho la verdad.
—Bon —murmuró Camille—. En tal caso no veré a Haliburne. No me... toparé contra él.
—No se topará con él —le corrigió lady Sharpe—. No, querida. Lo dudo mucho.
—Merci, madame —dijo Camille con tirantez—. Merci.
Pero lady Sharpe mostraba una expresión pensativa, y era evidente que tenía la cabeza en otro sitio.
—De niña tuve una institutriz francesa —dijo por fin—. Una mujer muy bien educada llamada Vigneau. Su familia era de St. Leonard. ¿El pueblo donde usted vivía estaba cerca de allí?
—Oui, madame —respondió Camille—. No lejos de allí. Hay muchas personas que se llaman Vigneau en esa comarca.
—Mademoiselle Vigneau estuvo conmigo poco tiempo —le explicó la condesa—. Yo la estimaba mucho, pero lamentablemente su familia le pidió que regresara, pues habían concertado para ella un ventajoso matrimonio con un noble de la localidad.
—Tuvo suerte —comentó Camille.
—Quizá sea una suerte para nosotros —observó lady Sharpe, tamborileando de nuevo con un dedo sobre su mejilla—. No creo que nos resulte muy difícil inventarnos un vago parentesco con esa familia. Algo que explique el motivo de que usted haya venido a pasar una temporada en mi casa.
En ese momento se oyó un movimiento junto a la puerta. Camille alzó la vista y vio sobre el hombro de lady Sharpe a una mujer alta y esbelta ataviada con un vestido de viaje azul que se hallaba en el pasillo. Lady Sharpe se volvió en su butaca.
La recién llegada parecía turbada.
—Vaya —dijo—. Tienes visita. Supuse que te encontraría sola a esta hora. Discúlpame.
Lady Sharpe se levantó y se dirigió hacia ella con los brazos extendidos.
—Entra, querida —dijo—. Tienes razón. Es muy temprano para tener visita. Pero mademoiselle Marchand se hospeda en mi casa. Ven, te la presentaré.
La mujer entró al tiempo que soltaba con gesto impaciente las cintas de su sombrero. A menos que ella estuviera equivocada, estaba encinta de varios meses.
—Te pido disculpas —dijo la mujer, quitándose el sombrero y mostrando su oscura y lustrosa cabellera recogida en un severo moño—. Entré apresuradamente, sin dar tiempo al pobre Strothers a que me anunciara. Confiaba en que ya te hubieran traído al pequeño.
—Me lo traerán dentro de un rato —respondió lady Sharpe, conduciendo a la recién llegada hacia Camille—. Xanthia, permite que te presente a mademoiselle Marchand. Ésta es mi prima, lady Nash.
La mujer tendió la mano a Camille, sonriendo.
—Es usted francesa, ¿verdad? —preguntó con tono jovial—. Por supuesto, salta a la vista por el corte de su vestido y su capa. Comparada con usted, debo de tener un aspecto desastroso..., y estoy enorme.
—Es usted muy amable, madame —respondió Camille.
—Siéntate, querida —dijo lady Sharpe, dirigiéndose al aparador en busca de otra taza.
—Sólo puedo quedarme un momento —contestó la dama, sentándose con cuidado en una butaca—. Mi coche me espera para llevarme a Wapping.
—Entiendo. —Camille se dio cuenta de que lady Sharpe se sentía incómoda—. ¿Tu hermano no te ha dicho nada sobre... esta señorita que se aloja en mi casa?
—¿Kieran? —preguntó lady Nash, extrañada—. No.
Camille sintió que el alma se le caía a los pies. ¿Kieran?
Cielo santo. Era la hermana de Rothewell. Camille deseó de pronto que se la tragara la tierra.
Pero lady Nash seguía hablando, echando un terrón de azúcar tras otro en el café que la condesa le había ofrecido.
—En cualquier caso, no le he visto desde el miércoles. ¿Por qué? ¿Conoce a mademoiselle Marchand?
—Sí —respondió la condesa—. Y al parecer me ha colocado en una difícil situación. Haz el favor de regañarlo de mi parte, querida.
—Nunca desaprovecho la oportunidad de hacerlo. —Lady Nash miró a ambas mujeres—. Bien, está claro que aquí ocurre algo. ¿Quiere hacer el favor alguna de vosotras de explicarme qué sucede?
—Yo misma lo haré —respondió la condesa con cierta turbación—. Aunque tu hermano no me dará las gracias por chafarle la sorpresa. Verás, mademoiselle Marchand ha aceptado la propuesta de matrimonio que le ha hecho Rothewell.
Lady Nash la miró estupefacta, con una mano apoyada sobre el vientre en un gesto protector.
—¿Cómo... dices? —preguntó—. ¿Qué es lo que acabas de...?
—Kieran y mademoiselle Marchand, Camille, van a casarse —repitió la condesa—. Felicítala.
La dama parecía horrorizada.
—¿Es una broma?
Camille sintió que se sonrojaba. Dios santo, pero ¿qué se había imaginado? Todo el mundo se daría cuenta de lo que era. Todo el mundo la odiaría. Jamás debió atravesar el Canal de la Mancha, y menos con el sinvergüenza de su padre.
—¡Xanthia! —exclamó lady Sharpe con tono de reproche—. Deberías alegrarte por ellos.
Lady Nash había perdido su buen color.
—Entonces, ¿hablas en serio? Vaya. Por supuesto que le deseo que sea muy feliz, mademoiselle Marchand. Es que... me he quedado patidifusa. Sí, ésa es la palabra.
—Merci, madame —respondió Camille levantándose de la silla muy tiesa—. Es un matrimonio concertado, por si quiere saberlo. Nos conocimos hace muy poco. Creo que es mejor que las deje solas. Estoy segura de que tienen cosas que prefieren comentar en privado.
Cuando pasó junto a lady Nash, ésta la sujetó de la mano.
—Le pido disculpas —se apresuró a decir—. Estoy sorprendida, mademoiselle Marchand, eso es todo. He olvidado mis modales. No tiene nada que ver con usted.
—Vuelva a sentarse, querida —le rogó lady Sharpe—. Hemos sorprendido a Xanthia con la noticia, eso es todo. Le aseguro que echaré una bronca a Kieran por colocarnos a las dos en una posición tan incómoda.
Camille se volvió e hizo una pequeña reverencia a lady Sharpe.
—Le doy las gracias, madame, por su amabilidad y su hospitalidad —dijo fríamente—, pero deseo regresar a mi habitación.
Atravesó rápidamente la habitación, sintiendo la mirada de ambas mujeres en su espalda. Cuando salió al pasillo, cerró la puerta y se apoyó unos segundos contra ella, pues las rodillas le temblaban hasta el extremo de que no podía dar un paso. Pero daba lo mismo. Cualquiera habría oído la exclamación horrorizada de lady Nash incluso desde la escalera.
Lady Nash la detestaba. Al igual que la detestaría todo el mundo.
Por fin se apartó de la puerta, pestañeó para contener las lágrimas y enderezó la espalda. Era inútil dejar que el pánico hiciera presa en ella, ni compadecerse de sí misma. Éste era el precio que debía pagar por las iniquidades de sus padres. Incluso la Biblia lo decía bien claro.
No podía dejar de ser quien era, ni conseguir que personas como lady Nash simpatizaran con ella. En cualquier caso, había pasado por momentos peores. Tenía que afrontarlo con entereza y confiar en que lord Rothewell cumpliera su palabra. No parecía un hombre de quien una pudiera fiarse, pero ¿acaso existía esa rara avis? Suponía que Rothewell no era peor que otros hombres.
Trammel estaba en el vestíbulo, ordenando a unos criados que bajaran la araña del techo para quitarle el polvo, cuando Xanthia entró apresuradamente en la casa de Berkeley Square. No se había molestado en llamar a la puerta. Aunque ahora estaba casada, según ella éste seguía siendo su hogar.
—Buenos días, señorita Zee —dijo Trammel sin volverse—. ¡Basta! ¡Basta! Deteneos.
—¿Cómo dices? —preguntó Xanthia con tono estridente. ¿Es que todo el mundo se había vuelto loco hoy?—. Te recuerdo, Trammel, que mi nombre sigue constando en la escritura de esta casa.
El mayordomo alzó la vista de la multitud de relucientes cristales, y entonces lo comprendió.
—No me refería a usted, Zee. Es la araña... —Los prismas de cristal tintinearon de forma alarmante—. ¡He dicho que os detengáis, maldita sea! —gritó Trammel a los criados que estaban en lo alto de la escalera—. ¡Deteneos y sujetadla de una vez!
El tintineo de los cristales cesó de inmediato. El mayordomo se apartó de la escalera y miró a Xanthia con gesto tranquilizador.
—Discúlpeme, señora —dijo, extendiendo sus manos de color café—. Todo está patas arriba hoy.
—Ya lo he notado —murmuró Xanthia, observando la colección de cristales que colgaban ante sus ojos—. Caramba, esta araña está llena de polvo. Pero ¿por qué has decidido limpiarla hoy? Nunca nos molestamos en levantar la vista para mirarla.
El mayordomo alzó las manos en un elocuente gesto.
—Ha sido idea del amo, señora.
—¿Ha vuelto a emborracharse? —Xanthia se llevó una mano a la espalda, que le dolía debido a su apresurada y ardua caminata a través de Mayfair—. ¿Se muestra poco razonable? No hagas caso, Trammel. He venido a hablar con él.
—En realidad, señora, creo que está más o menos sobrio —dijo Trammel, acercándose y murmurando en tono confidencial—. O lo estaba cuando me ordenó lo que había que hacer en casa.
—¿Qué te ordenó, exactamente? —inquirió Xanthia con recelo.
Trammel puso los ojos en blanco.
—Ordenó que «la limpiáramos de arriba abajo, por dentro y por fuera». Tenemos que sacudir las alfombras y limpiar las cortinas, pulir la plata y airear los desvanes, ¡y todo ello antes del fin de semana! Y si pasamos por alto un solo rincón, nos echará a todos.
—¿Y tú le has creído? —preguntó Xanthia.
—No, señorita Zee —le aseguró el mayordomo—. Hace mucho que conozco al amo. Pero algunas criadas nuevas sí le creyeron. La semana pasada arrojó un libro a la señora Gardener cuando intentó limpiar la librería. El amo estaba tumbado en el sofá rojo, semiinconsciente. ¿Cómo iba a saber la pobre mujer que él estaba allí al fondo?
—Desde luego. —Xanthia crispó los puños. Si tenía que buscar la enésima ama de llaves para su hermano, sería ella quien lo echara a él de casa—. ¿Dónde está?
Trammel suspiró aliviado.
—En su estudio, señora —dijo—. Pero ándese con cuidado, se lo ruego. Obelienne dice que está de un humor muy raro.
—Ya me lo imagino —contestó Xanthia, echando a andar por el pasillo.
La señorita Obelienne era la cocinera, la cual hacía casi diez años que estaba a su servicio. Xanthia y Kieran tenían suerte de que Trammel y Obelienne hubieran accedido a venir con ellos a Londres desde Barbados. Eran los únicos sirvientes que estaban dispuestos a soportar a su hermano. Los otros se habían despedido uno tras otro desde que ella se había casado hacía unos meses.
Pese a su irritación, Xanthia tomó nota de los familiares olores que percibía mientras avanzaba a través de la casa: el olor a madera de cedro pulida, a especias, y un olor singular típicamente tropical que no lograba identificar. Eran los olores de su infancia, la infancia de Kieran y la suya. Los habían traído consigo desde las Antillas a Inglaterra, e incluso ahora evocaban en ella multitud de recuerdos.
Encontró a Kieran de pie junto a una de las ventanas que daban al jardín; su corpulento cuerpo bloqueaba buena parte de la luz. Sostenía una copa de brandy en la mano y no se volvió hasta que ella se dirigió a él.
—Cielo santo, no son más que las once —dijo, tratando de deshacer el lazo de su sombrero—. Un poco pronto para empezar a beber, ¿no te parece?
Él se volvió lentamente, pero parecía estar sobrio.
—¿Ya son las once? —Bebió un deliberado trago, observándola por encima del borde de la copa—. Es muy tarde. Aún no me he acostado.
Para enojo de Xanthia, las cintas de su sombrero habían vuelto a enredarse.
—En serio, Kieran, ¿te has vuelto loco? —preguntó, dejando caer las manos, con el sombrero torcido sobre su cabeza—. ¡Acabo de estar en casa de Pamela! ¿Sabes lo que me he encontrado allí? ¿Lo sabes?
En el semblante de Rothewell se pintó una extraña emoción.
—Ah, eso —dijo con tono quedo. Dejó su copa sobre la voluminosa mesa de caoba y se acercó a ella—. Estate quieta —le ordenó—, sólo conseguirás que las cintas se enreden más.
—¡En serio, Kieran! —repitió Xanthia mientras él intentaba deshacer el nudo—. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¡Una mujer a la que acabas de conocer! Además, no me creo que desees casarte.
Él la miró arqueando una de sus oscuras cejas.
—¿Ah, no? —murmuró, alzando la vista para mirarla—. ¿Acaso tienes unos poderes de clarividencia que me has ocultado, Zee?
Por fin consiguió deshacer el nudo de las cintas y le quitó el sombrero de la cabeza.
Xanthia seguía mirándole indignada cuando él dejó el sombrero sobre una silla.
—Nunca has mostrado el menor interés en casarte —se quejó—. Ni siquiera has frecuentado a mujeres respetables, ¡y no, no cuento a Christine! ¡Y ahora esta pobre chica!
—¿Qué tiene de pobre? —preguntó él, acercándose a su mesa y sacando un puro.
Xanthia empezó a hacer aspavientos.
—¡Por el amor de Dios, no enciendas eso! —exclamó—. Conseguirás que vomite.
—Entiendo.
Kieran abrió un cajón y dejó el puro en él.
—¡No, no lo entiendes! —Xanthia era consciente de que había alzado la voz mientras se dirigía hacia la mesa, pero no podía evitarlo—. Me quedé tan estupefacta que esa chica cree que no me merece ninguna consideración. Estaba horrorizada. Yo misma lo estaba.
—¿Y no te merece ninguna consideración? —preguntó él con cierto tono de advertencia.
—No lo sé —respondió Xanthia—. ¡Pero no quiero que te cases con ella!
—¿Por qué?
Kieran arqueó de nuevo las cejas, como para intimidarla.
—Porque le destrozarás la vida, Kieran —contestó Xanthia—, a menos que estés dispuesto a cambiar de hábitos. Cosa que no piensas hacer, ¿verdad?
—Me temo que es un poco tarde para eso, querida —respondió él—. Soy un viejo libertino acostumbrado a pecar.
Xanthia rodeó la mesa y se sentó despacio en una butaca junto a ella. Esto no iba bien. Desde que el bebé había empezado a crecer, estaba irritable y nerviosa. Los pensamientos, los sonidos, los olores, las frustraciones, todo multiplicado por diez. Incluso sus arrebatos de genio. No obstante, no debía descargar su frustración sobre su hermano, por más que lo mereciera.
—¿Cómo diablos conociste a la hija de Valigny, Kieran? —preguntó, procurando no perder la calma—. ¿Te la presentó él formalmente?
—No, la gané en una partida de cartas —respondió él, tomando su copa de brandy.
—¡Dios santo! —Xanthia cerró los ojos y apoyó una mano en su vientre. Notaba un sudor frío y estaba mareada—. ¡Me he puesto de parto! Lo sé. ¡Y tú tienes la culpa!
Para su sorpresa, Kieran palideció y rodeó la mesa sosteniendo una revista en la mano.
—Estás muy nerviosa —dijo, abanicándola con ternura—. Respira hondo, Zee, por el amor de Dios. La criatura no puede nacer todavía..., ¿o sí?
Xanthia no abrió los ojos.
—Creo que no —murmuró—. Pero ¿qué sabemos ninguno de los dos? Creo que me voy a desmayar. Por favor, Kieran, dime que no acabas de decir que ganaste a mademoiselle Marchand en una partida de cartas.
—Bueno, gané el derecho a casarme con ella —aclaró él—. Lo cual no es lo mismo.
Xanthia abrió los ojos y trató de enderezarse en la butaca.
—¿Lo dices en serio? —preguntó.
—Por supuesto —respondió él—. Anoche estuve en casa de Valigny.
—Sí, lo sé —dijo Xanthia secamente—. Logré sonsacárselo a Pamela. ¿Quién más asistió a esa absurda partida de cartas?
—Enders y Calvert —respondió su hermano.
—¡Lord Enders! ¡Qué horror! —exclamó Xanthia—. ¡Ese sinvergüenza! ¡Dios mío! ¿Crees que hablarán? Si lo hacen, la reputación de esa chica quedará por los suelos.
—He reflexionado sobre eso —dijo Kieran con tono desapasionado—. Calvert es, a pesar de todo, un caballero. A Enders tendré que amenazarlo. E imagino que a Valigny también.
¿Cómo podía contemplar alguien la idea de casarse con semejante ausencia de emoción?, se preguntó Xanthia. Mademoiselle Marchand quizá mejorara su situación, pero no mucho.
—¡Su propio padre! —musitó—. ¡Y con lord Enders! ¿Cómo ha sido capaz de tal vileza?
Kieran se encogió de hombros y apuró el resto de su brandy.
—Valigny carece de escrúpulos, y se codea con indeseables. Entre ellos, yo.
—Comparado con lord Enders tú eres un aficionado.
—Gracias por tu inquebrantable fe en mí —respondió él.
Xanthia le fulminó con la mirada.
—¿Estás decidido a seguir adelante con esto?
Kieran abrió de nuevo el cajón, sacó un grueso folio y lo arrojó sobre la mesa. Xanthia lo tomó. Una licencia especial, escrita con una tinta negra azulada, debidamente firmada y sellada.
—¿Cómo es posible? —preguntó, agitando el papel—. ¿Cómo la conseguiste tan rápidamente?
—Gracias a tu viejo amigo lord de Vendenheim en Whitehall —contestó su hermano—. Conoce a personas que conocen a mucha gente. Y se da la circunstancia de que me debe un gran favor, de modo que esta mañana fui a Whitehall para reclamar mi deuda.
—A mí también me debe un par de favores, como supongo que recuerdas —dijo ella con tono ofendido—. Por poco me matan durante las pesquisas de ese asunto de contrabando en el que me metió.
—¡No, no, hermanita! —dijo Kieran, apoyando una cadera sobre la mesa—. Lo que hiciste fue casarte y quedarte encinta, aunque probablemente no por ese orden, y nada de ello es obra de Vendenheim.
Xanthia alzó las manos exasperada, como si fuera a mesarse el pelo.
—¡No se trata de mí!
Su hermano la miró sin pestañear.
—Pero yo prefiero hablar de ti que de mi, querida. Es menos... ¿cómo te diría? Menos molesto.
—¿Por qué, Kieran? —preguntó ella—. Dime por qué vas a hacerlo. Tengo mis sospechas. Pero quiero..., no, necesito que me digas que estoy equivocada.
—Cuidado, querida —respondió él—. Te estás poniendo un poco histriónica.
Kieran tenía razón, por más que a ella le molestara reconocerlo.
—Responde a mi pregunta —le espetó—. Las mujeres embarazadas a veces perdemos un poco el control, y en estos momentos estoy pensando en utilizar ese abrecartas de plata que hay sobre tu mesa.
Rothewell lo miró y se encogió de hombros.
—Entonces tendrás que apuñalarme por la espalda —dijo, acercándose al aparador—. Porque necesito otro brandy con la suficiente desesperación como para arriesgarme a morir. En cuanto a tu pregunta, supongo que no me creerás si te digo que siento lástima de esa chica.
—¿Hasta el extremo de casarte con ella? —preguntó Xanthia con desdén—. Eso no lo creo ni que me lo jures.
Ella le oyó quitar el tapón de cristal tallado a la licorera. Su hermano se sirvió otro brandy con mano firme, sin que le temblara. Como de costumbre. Sus malos hábitos sólo parecían afectar su talante. Kieran no dormía lo suficiente, no comía a unas horas normales, ni dejaba de beber cuando cualquier hombre razonable lo haría. La palabra «moderación» no formaba parte de su diccionario. Ni la de «matrimonio». Xanthia lo sabía bien.
De improviso, Kieran dejó la botella.
—Vas a tener un hijo —dijo, apoyando las manos en el aparador. No la miró, sino que fijó los ojos en el espejo dorado que colgaba sobre el mueble—. Que sin duda será el heredero de Nash. Y Pamela ha hecho lo mismo para Sharpe. A veces, Zee, un hombre, hasta un depravado como yo, empieza a preguntarse sobre su legado. Se pregunta si... quedará algo cuando él muera.
Por fin se volvió. Ella lo observó recelosa unos momentos. Con que el legado, ¿eh? ¡Y un cuerno!, pensó Xanhia. Había sospechado desde el principio a qué se debía todo esto. Ahora estaba casi segura. ¿Se compadecía de esa joven hasta el punto de casarse con ella? Eran unas palabras muy reveladoras.
—No —dijo por fin—. Tampoco lograrás convencerme con ese argumento. Tu legado no te ha importado nunca, y ahora tampoco. No olvides, Kieran, que yo la he visto. Pamela, no.
Kieran la miró perplejo.
—No seas absurda —dijo—. Acabas de decirme que la viste junto con Pamela.
Xanthia meneó la cabeza lentamente.
—No me refiero a mademoiselle Marchand —respondió—. Me refiero a Annemarie.
El semblante de su hermano se tensó.
—¿De qué diablos estás hablando?
Pero él sabía de sobra a qué se refería ella. Xanthia lo vio en las líneas tensas de su boca y en el leve tic de su mejilla al crispar la mandíbula.
—Me refiero a nuestra estimada y llorada cuñada —repitió, suavizando el tono—. Sí, mademoiselle Marchand guarda una notable semejanza con la difunta esposa de Luke. El cabello y los ojos oscuros. Esa hermosa piel oscura. El marcado acento francés. Quizá no se parezca a Annemarie, como se parece su hija, pero hay unas sorprendentes similitudes entre ambas.
Su hermano la miró fijamente; sus ojos grises relucían como plata.
—Te agradeceré que no sigas con esta conversación, Xanthia —dijo con aspereza—. Vete. Vuelve a casa. Estoy cansado, y no deseo seguir escuchando estas tonterías.
Xanthia se apoyó en los brazos de la butaca para levantarse.
—Eres incapaz de reconocerlo —replicó—. Pero debes hacerlo, Kieran. Esa pobre muchacha merece casarse por amor. No porque te compadezcas de ella. No porque te recuerde a alguien que amaste tiempo atrás, sino porque...
—¡Vete de aquí, maldita sea! —estalló él. A continuación, arrojó su copa al fuego, sobresaltando a Xanthia. El cristal se hizo añicos—. ¡Vete, Xanthia! Los muertos están muertos, no pueden regresar. ¿Crees que no lo sé?
Kieran tenía el rostro crispado de furia. El brandy había prendido fuego sobre los leños y las delicadas llamas azules lamían el fondo del hogar. Xanthia se levantó bamboleándose. Santo Dios. Esta vez le había provocado demasiado.
—Kieran, no pretendía...
—¡Márchate! —gritó él—. Está claro lo que pretendías, Xanthia. Siempre aprovechas la menor ocasión para echármelo en cara. —Kieran se llevó la palma de la mano a la sien, como si le doliera—. A veces creo que no vacilarías en hurgar en una herida abierta. Pero Luke está muerto. Su mujer está muerta, y yo he hecho cuanto he podido por su hija. He cumplido con mi deber, maldita sea.
—Y Martinique sabe que siempre te has ocupado de ella —dijo Xanthia—. Pero ni siquiera podías mirarla, Kieran. Cielo santo, la enviaste a más de tres mil kilómetros de Barbados porque te recordaba a su difunta madre. A Annemarie. Y esa pobre chica, Camille, merece casarse con alguien que la ame por sí misma. No porque sea otra belleza de ojos oscuros que necesita que la rescaten.
Kieran se dirigió hacia ella con gesto airado.
—¡Yo no rescaté a Annemarie! —le espetó—. Fue a Luke a quien le correspondió el placer, y el dolor, de esa tarea.
Xanthia apoyó una mano trémula en el brazo de su hermano.
—Espera un poco, Kieran —murmuró—. Es lo único que te pido. Espera a que tú y mademoiselle Marchand os conozcáis un poco más.
—¿Por qué? —preguntó él secamente—. ¿Para que pueda rechazarme? ¿Para que pueda hallar el medio de desdecirse de su compromiso? ¿Es eso lo que quieres?
Xanthia apartó la mano.
—Lo siento mucho —musitó, fijando la vista en la alfombra—. Tienes razón. Esto no me incumbe. Me marcho, Kieran. Pero prométeme... prométeme que descansarás un rato.
En vista de que él no replicaba con una de sus desabridas respuestas, Xanthia levantó la cabeza y le miró. El rostro de su hermano estaba blanco como la cera. Sus ojos plateados estaban cerrados, su semblante crispado, no de ira sino de dolor.
—¿Kieran? —preguntó apoyando de nuevo la mano en su brazo—. ¿Qué te ocurre, Kieran?
Sintió que un intenso escalofrío recorría el cuerpo de su hermano.
—¡Dios! —exclamó éste.
A continuación se desplomó ante ella como un castillo de naipes, cayendo sobre una rodilla, aferrando con una mano el borde de la mesa y llevándose la otra a la parte inferior de sus costillas.
Xanthia corrió hacia la puerta y la abrió sin saber muy bien qué se proponía hacer.
—¡Trammel! —gritó—. ¡Trammel! ¡Por el amor de Dios, ven enseguida!
El mayordomo apareció al momento. Al ver a Kieran, en su rostro se pintó una expresión de pánico. Se arrodilló en el suelo junto a él y pasó un brazo debajo del suyo.
—¿Puede levantarse, señor? —preguntó—. Le ayudaré a subir a acostarse.
Xanthia observó las cabezas inclinadas de ambos hombres, la de Trammel cubierta de pequeños rizos canosos que contrastaban con la oscura melena de Kieran. Cuando Trammel trató de ayudarlo a incorporarse, Kieran se quejó. De alguna forma, el mayordomo consiguió ponerlo en pie y luego se volvió para mirarla.
—Todo irá bien, señorita Zee —dijo—. No es la primera vez que al amo le ocurre esto.
—¿Desde cuándo? —inquirió Xanthia.
—Desde hace tiempo —respondió el mayordomo vagamente—. Su hermano necesita comer y descansar como es debido, señorita Zee, eso es todo. No se ha acostado... —el criado esbozó una leve sonrisa—, al menos en esta casa, desde hace tres días.
Xanthia miró a su hermano preocupada. Kieran sin duda había bebido más de lo que ella había supuesto. Pero parecía haberse recobrado un poco. La crispación había desaparecido de su rostro para dar paso a una leve mueca de dolor.
—Vete a casa, Zee, por el amor de Dios —dijo—. ¿No tienes un marido a quien atosigar?
Xanthia los observó alejarse, Trammel avanzando con paso lento y cauteloso, Kieran con paso más pesado pero firme. Estaba muy preocupada. Este asunto con mademoiselle Marchand cada vez tenía menos sentido. Kieran tenía una mente lógica e incisiva, que no racionalizaba ni empañaba la verdad, ni siquiera cuando le causaba dolor. Era un pecador, sí, pero que soportaba la carga de su pecado como una penitencia. Y su amor por Annemarie era como una pesada cadena que le atenazaba el corazón.
¿Qué había cambiado desde que ella había abandonado esta casa? Kieran. Él había cambiado. Y en estos momentos ella se daba cuenta con toda claridad de lo poco que lo conocía y, lo que era peor, de lo poco que Kieran se conocía a sí mismo.