Capítulo 1

En el que Rothewell se topa con la muerte

Octubre era un mes infame, pensó Rothewell mientras observaba las gotas de lluvia salpicando la ventanilla de su carruaje. John Keats era un poético embustero o un estúpido romántico. En el inhóspito distrito de Marylebone, el otoño no era una época de delicada bruma y dulce fecundidad, sino de melancolía y decadencia. Las ramas de los árboles de las plazas estaban desnudas, y las hojas, en lugar de agitarse rebosantes de color bajo el viento, tapizaban las calles y se amontonaban junto a las verjas de hierro en unas húmedas pilas de color pardusco. Londres —lo poco que quedaba de ella— estaba en sus estertores.

Mientras las ruedas de su carruaje avanzaban inexorables a través del agua y el barro, Rothewell dio una calada a la colilla de su puro y observó distraídamente la acera a través de la ventanilla. A esta hora del día, la calle estaba desierta a excepción de algún que otro oficinista o criado que se apresuraba sosteniendo un paraguas negro. El barón no vio a ningún conocido. Pero, claro está, apenas conocía a nadie.

Al llegar a la esquina de Cavendish Square y Harley Street, golpeó el techo de su elegante calesa con la empuñadura dorada de su bastón, y ordenó a su cochero que se detuviera. Los dos lacayos situados en la parte posterior del carruaje se apresuraron a bajar los escalones de la portezuela. Rothewell era conocido por su impaciencia.

Al apearse del vehículo los pliegues de su oscura capa se agitaron elegantemente a su alrededor.

—Regresa a Berkeley Square —dijo volviéndose hacia su cochero. Bajo la llovizna, su orden sonaba como el leve retumbar de truenos—. Cuando termine mi gestión aquí, volveré a casa andando.

Nadie se molestó en aconsejarle que no anduviera por las calles con esa humedad. Ni se atrevieron a preguntarle qué le había traído de los Docklands a los senderos menos familiares de Marylebone. Rothewell era un hombre muy reservado, de carácter arisco.

Aplastó el puro con el tacón de su bota e hizo un ademán para indicar al cochero que podía marcharse. Éste se tocó respetuosamente la gorra con la fusta y partió.

El barón permaneció en la acera, observando en silencio, hasta que su carruaje dobló la última esquina de la plaza y desapareció en las sombras de Holles Street. Se preguntó si era una pérdida de tiempo haber venido aquí. Quizá se había dejado llevar por un arranque de genio, pensó mientras echaba a andar con paso decidido por Harley Street. Quizá no fuera más que eso. Su mal genio. Y otra noche en blanco.

Había regresado a casa del Satyr’s Club bajo el gris rosado del amanecer. Luego, después de tomar un baño y rechazar el desayuno, cuya mera vista le había producido náuseas, se había dirigido a los Docklands, a la contaduría de la compañía naviera que pertenecía a su familia, a fin de comprobar que todo iba bien en ausencia de su hermana. Pero una visita a Neville Shipping siempre le ponía nervioso e irritable, porque, como él mismo reconocía, no quería saber nada de la maldita compañía. Tenía ganas de que Xanthia regresara de su viaje de bodas con su flamante marido, para quitarse de encima esta responsabilidad y endosársela de nuevo a ella, como debía ser.

Pero su malhumor no justificaba la preocupación que sentía ahora, y en el fondo de su sombrío y duro corazón lo sabía. Aminoró el paso para mirar las placas de latón que ostentaban algunas puertas de las elegantes mansiones de Harley Street. Había unas cuantas. Hislop. Steinberg. Devaine. Manning. Hoffenberg. Los nombres no le decían nada sobre los hombres que había detrás de esas puertas, ni sobre su carácter, su capacidad de trabajo o, lo que era más importante, su brutal sinceridad.

Al cabo de unos momentos llegó a la esquina de Devonshire Street y comprendió que su periplo había terminado. Se volvió para contemplar la calle que acababa de recorrer. Maldita sea, parecía como si buscara una tienda de ultramarinos. Pero en este caso, uno no podía examinar la mercancía a través del escaparate. Por lo demás, no estaba dispuesto a pedir consejo a nadie, o soportar las interminables preguntas que le harían.

El barón se tranquilizó pensando que los curanderos y matasanos no solían instalar sus consultas en Marylebone. Y aunque llevaba pocos meses en Londres, sabía que Harley Street se había convertido progresivamente en los dominios de los médicos más afamados de la ciudad.

Así pues, dio media vuelta y subió los amplios escalones de mármol de la última placa de latón frente a la que había pasado. Si todos eran competentes, daba lo mismo uno que otro. Achicó los ojos para leer lo que decía la placa a través de la llovizna. Doctor James G. Redding. Éste mismo serviría.

Una criada de rostro orondo, vestida con un uniforme gris, le abrió en cuanto Rothewell dejó caer la aldaba. La mujer le miró de arriba abajo —más bien de abajo arriba, pues el barón era muy alto— para calibrar su estatus. Casi de inmediato, abrió la puerta de par en par e hizo una profunda reverencia. Luego tomó su sombrero y su abrigo, que estaban empapados.

Rothewell le entregó su tarjeta.

—Deseo ver al doctor Redding —dijo, como si formulara esta petición cada día de la semana.

Por lo visto, la chica sabía leer. Miró la tarjeta e hizo otra reverencia, bajando la vista.

—¿Le espera el doctor, milord?

—No —bramó el barón—. Pero es un asunto urgente.

—¿No prefiere que el doctor vaya a visitarlo a su casa?

Rothewell fulminó a la chica con la mirada.

—Bajo ningún concepto —le espetó—. ¿Entendido?

—Sí, milord.

La criada palideció y respiró hondo.

¡Maldita sea! ¿Por qué había contestado a la pobre chica de esa forma? Era muy normal que los médicos fueran a visitar a sus pacientes en lugar de a la inversa. Pero su maldito orgullo no se lo permitiría.

La chica habló de nuevo.

—Me temo, milord, que el doctor no ha regresado aún de sus visitas esta tarde —explicó con tono educado—. Quizá tarde un rato.

Rothewell no había previsto esto. Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya, y de inmediato. Su frustración era más que evidente.

—Si desea esperar al doctor, milord, puedo traerle una taza de té —dijo la chica.

Sin pensárselo dos veces, Rothewell tomó el sombrero de la percha donde la joven lo había dejado. No tenía motivos para seguir aquí.

—Gracias, pero no —contestó con tirantez—. Debo irme.

—¿Quiere que dé al doctor un recado de su parte? —La chica le entregó el abrigo con expresión cariacontecida—. ¿O prefiere volver mañana?

Rothewell sintió un deseo casi imperioso de salir de allí, de huir de sus absurdos temores y ocurrencias.

—No, gracias —respondió, abriendo él mismo la puerta—. Mañana, no. Quizás otro día.

Salió tan apresuradamente, que no se fijó en el hombre alto y delgado que subía los escalones y estuvo a punto de chocar con él.

—Buenas tardes —dijo el hombre, quitándose el sombrero al tiempo que se hacía a un lado—. Soy el doctor Redding. ¿Puedo ayudarle?

—De modo que es un asunto urgente —dijo el doctor Redding diez minutos más tarde—. Me pregunto, milord, por qué ha tardado tanto en venir si piensa que es tan urgente.

El médico era un hombre moreno y delgado, con la nariz aguileña y los ojos hundidos. La Muerte tras haberse quitado la capucha.

—Si hubiera aparecido y desaparecido al cabo de un tiempo, señor, no sería tan urgente —replicó Rothewell—. Supuse que ocurriría eso. Que desaparecería al cabo de un tiempo. Es lo que suele suceder con estas cosas, ¿no?

—Hm —dijo el doctor, bajando los párpados inferiores de los ojos de Rothewell—. ¿A qué tipo de cosas se refiere, milord?

Rothewell soltó un gruñido.

—Dispepsia —respondió por fin—. Un malestar general. Ya sabe a qué me refiero.

El doctor le miró con gesto inexpresivo.

—Es algo más que dispepsia, milord —dijo examinando de nuevo el ojo izquierdo de Rothewell—. Y el color es preocupante.

El barón soltó otro gruñido.

—He regresado hace poco de las Antillas —dijo con aspereza—. Supongo que me dio demasiado el sol. No es más que eso.

El médico retrocedió y cruzó los brazos.

—¿Sólo eso? —preguntó con tono irritado—. No lo creo, señor. Me refiero a sus ojos, no al color de su piel. Parece haber contraído ictericia. Son unos síntomas graves, como sin duda sabe. De lo contrario, un hombre de su talante no habría venido aquí.

—¿De mi talante...?

El doctor no le hizo caso, sino que palpó la mandíbula de Rothewell y ambos lados de su cuello.

—Dígame, milord, ¿ha tenido malaria?

Rothewell se rió.

—Es una de las plagas del trópico de las que logré zafarme.

—¿Es usted bebedor?

Rothewell sonrió con tirantez.

—Algunos dirían que sí.

—Y fuma —dijo el doctor—. Lo huelo en su aliento.

—¿Eso es un problema?

—Todos los excesos son un problema.

Rothewell emitió un bufido. Ese tipo era un agorero. Justo lo que necesitaba.

Con movimientos rápidos e impacientes, el doctor descorrió una cortina de la pared junto a la puerta, haciendo que las anillas de metal emitieran un sonido discordante.

—Haga el favor de pasar ahí, milord. Quítese la levita, el chaleco y la camisa, y tiéndase en esa camilla tapizada de cuero.

Rothewell empezó a desabrocharse el chaleco de seda, maldiciendo para sus adentros al doctor, al dolor que le roía las entrañas y a sí mismo. La vida en Londres le estaba destruyendo. La inactividad era como un veneno que se había infiltrado en sus venas. Pero por más que lo sabía, era incapaz de hacer acopio de la suficiente fuerza de voluntad para remediarlo.

Antes de hoy, podía contar con los dedos de una mano las veces que había estado tan enfermo como para que le viera un médico. Estaba convencido de que los médicos eran más perjudiciales que beneficiosos. Además, él siempre había sido un hombre muy fuerte. No había necesitado el consejo de nadie, ni médico ni de otro tipo.

A través de la cortina oyó al doctor abrir la puerta y abandonar la habitación. Resignado, colgó las últimas prendas que se había quitado en unos ganchos metálicos y miró alrededor de la habitación. Estaba elegantemente amueblada, con gruesas cortinas de terciopelo y el suelo de mármol color crema. Un amplio escritorio, de madera pulida, ocupaba un extremo de la habitación, y en el centro había una camilla con la superficie acolchada y tapizada de cuero. Todo indicaba que los pacientes del doctor Redding vivían el tiempo suficiente para pagar sus facturas. Lo cual ya era algo.

Junto a la camilla había una bandeja de peltre que contenía unos instrumentos médicos. Rothewell se acercó y sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Había un bisturí y un par de relucientes y terroríficas lancetas. Había también unas tijeras, unos fórceps y unas agujas, aparte de otros instrumentos que no reconoció. El escalofrío se intensificó.

Cielo santo, no debió haber venido aquí. La medicina era poco más que brujería. Debía irse a casa, y curarse por sus propios medios o morir como un hombre.

Pero esta mañana..., esta mañana había sido la peor. Aún sentía el escozor del hierro y el ácido en su garganta al tiempo que los espasmos le machacaban las costillas...

¡Maldita sea! Pero ya estaba aquí, y se quedaría para oír lo que el adusto doctor Redding tenía que decirle. A fin de desterrar el recuerdo de esta mañana, el barón tomó uno de los instrumentos de aspecto más terrorífico y lo examinó de cerca. ¿Un instrumento de tortura, quizás?

—Un taladro para practicar una trepanación —dijo una voz a su espalda.

Sobresaltándose, Rothewell dejó caer el instrumento en la bandeja. Al volverse vio al médico junto a la cortina.

—Pero si le sirve de consuelo, milord —continuó el doctor—, dudo que sea necesario practicarle un agujero en la cabeza.

La llovizna que había caído durante todo el día cesó cuando la espléndida calesa negra dio su tercera y última vuelta por Hyde Park. El lago Serpentine se había despojado del manto de bruma que lo envolvía como algo surgido de la leyenda artúrica, induciendo a los miembros más audaces de la alta sociedad a salir de sus casas para dar un paseo a caballo o en coche. Y aunque el punto álgido de la temporada social había pasado hacía varias semanas, el caballero que manejaba el látigo de la calesa con tanta elegancia atraía la atención de todos, pues era tan apuesto como conocido, aunque no estimado. Pese a su apostura, la sociedad solía referirse a él utilizando el más frío de los eufemismos ingleses, esa vaga tara de «no ser como uno de los nuestros».

Aunque ya no estaba en la flor de la juventud y al borde de la insolvencia, el conde de Valigny iba no obstante vestido con una elegancia continental inconfundible, y su impecable atuendo quedaba realzado por esa altivez que sólo los franceses son capaces de ostentar con aplomo. Los transeúntes que pasaban junto a la calesa deducían que la espectacular belleza que iba sentada muy tiesa junto a él debía de ser su última amante, puesto que Valigny era conocido por coleccionar mujeres hermosas con una eficiencia rapaz.

Pero la tarde comenzaba a declinar, y dado que era octubre y hacía humedad, había pocas personas en el parque. Pero a excepción de un par de atractivos jóvenes a caballo y un landó lleno de matronas que la observaban con gesto de desaprobación, nadie se fijó demasiado en la muchacha. Lo cual, pensó Valigny, era una lástima. Se volvió y observó casi con nostalgia a los jóvenes que iban a caballo.

—¡Mon Dieu, Camille! —se quejó, volviéndose para mirarla irritado—. ¡Levanta el mentón! ¡Mira a tu alrededor! ¿Quién va a fijarse en una mujer con la vista clavada en el suelo? ¡Ni que te condujeran a la guillotina!

—¿Y no es así? —contestó la joven que iba sentada a su lado, mirándolo con gesto arrogante—. Empiezo a preguntármelo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Seis semanas, ¿n’est-ce-pas? Seis semanas soportando esta humedad incesante y este insufrible esnobismo. Quizá sería preferible someterme a la hoja del verdugo.

La irritación de Valigny aumentó.

—¡Ça alors! —le espetó, frenando a los rucios que tiraban de la calesa y deteniéndose a un lado del sendero—. ¡Eres como un áspid agarrado a mi pecho! Quizá prefieras, mi bella dama, apearte del coche y regresar a casa andando.

La mujer se volvió y se llevó su mano elegantemente enguantada al pecho.

—¿Quoi? ¿Y mancillar mi preciada virtud caminando sola por Mayfair como una vulgar pelandusca? —replicó con tono de burla—. ¡Pero espera! Había olvidado que todos me consideran una pelandusca.

—¡Maldita seas, Camille! —El conde hizo restallar el látigo, y los caballos se lanzaron a un enérgico trote—. Eres una desagradecida.

Ella enderezó la espalda, negándose a sujetarse al costado de la calesa para no perder el equilibrio.

—¿Eso crees? —preguntó, tanto para sí como dirigiéndose a él—. ¡Lástima que no sea primavera! Puede que entonces tu absurdo plan diera resultado.

El conde soltó una sonora carcajada.

—¡Ah, mon chou! Me temo que la primavera sea demasiado tarde para ti.

Ella le miró con desdén.

—Oui, es cierto —reconoció—. ¡Y también demasiado tarde para ti, mon père!

Pamela, lady Sharpe, estaba de pie junto a la ventana de su saloncito particular, con una mano apoyada en el respaldo de una amplia poltrona, observando el mundo de Mayfair que pasaba ante ella, cuando apareció un hombre alto cubierto con una capa oscura caminando con paso decidido. Al principio, ella no se fijó en él. La lluvia había cesado, y algo que parecía un débil rayo de sol iluminaba los tejados de Hanover Street. Lady Sharpe resistió la tentación de palmotear de gozo.

Mañana quizá vinieran visitas. Sí, casi seguro. Y ella estaba lo bastante restablecida para recibirlas. De hecho, se moría de ganas de hablar sobre sus logros. Ésta había sido una semana memorable, aunque, a decir verdad, todo el año había sido magnífico para lady Sharpe. Había conseguido el triple salto mortal, lanzando a su estimada prima Xanthia en sociedad con excelentes resultados, y casando poco después a su única hija Louisa con el heredero de un conde.

Y para remate, después de dos décadas de estar casada con su bondadoso y comprensivo esposo, lady Sharpe había hecho por fin lo que nadie creía posible. Había dado a Sharpe un heredero. Un precioso varón de ojos azules que era la viva imagen de su padre, incluyendo el hecho de que fuera pelón.

—¿Señora?

La doncella de la condesa se acercó a ella—. ¿No cree que debería descansar un rato?

En ese preciso momento, el hombre moreno pasó frente a la ventana de lady Sharpe.

—¡Vaya! ¡Mira! —exclamó, señalando—. ¡Detenlo, Anne! ¡Baja enseguida! Pídele que suba.

—¿Señora? —Anne la miró arrugando el ceño.

—¡Es Rothewell! —dijo señalando nerviosa la ventana—. Ayer le envié una nota. ¡Tengo que hablar con él! Baja inmediatamente.

Anne había palidecido un poco, pero bajó la escalera y ordenó al segundo lacayo que se apresurara por Hanover Street y detuviera a lord Rothewell. El lacayo vaciló unos instantes —los criados conocían la fama de arisco del barón—, pero al fin obedeció. El joven no sufrió percance alguno. Al parecer lord Rothewell ya había arrancado su cuota diaria de cabezas, y siguió al lacayo escaleras arriba casi de forma educada.

La condesa lo recibió en su saloncito privado, vestida con una bata y un gorro de dormir, con los pies apoyados en el escabel de su marido, que padecía gota.

—¡Querido Kieran! —murmuró, ofreciéndole la mejilla para que se la besara—. Disculpa que no me levante.

—Por supuesto. —Kieran se sentó en la silla que ella le indicó—. Aunque no creo, Pamela, que debas recibir a nadie en tu estado.

Lady Sharpe emitió una leve risa.

—¡Por eso eres mi primo favorito, querido! —respondió—. Por tu brutal sinceridad.

Brutal sinceridad. Rothewell se preguntó si esa frase iba a perseguirlo todo el día.

Pero lady Sharpe le miró con ojos risueños.

—Y ahora, querido, dime por qué me has estado ignorando.

—¿Qué quieres decir?

—Ayer te envié un recado urgente —dijo lady Sharpe con gesto de reproche—. Tengo la sensación de que todos os habéis olvidado de mí al cabo de unas semanas de haber dado a luz.

—Ah —respondió el barón con calma—. Es que apenas he estado en casa desde ayer, Pamela.

—Ciertamente, me choca verte a plena luz del día —dijo ella, arrugando la nariz—. Me disgustan las personas con las que te codeas, y tus horarios. Pero no hablemos de eso ahora. ¿No vas a felicitarme?

Rothewell se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas en las rodillas.

—Sí, te felicito y te doy las gracias —contestó él—. Hiciste algo muy arriesgado, Pamela.

Lady Sharpe arqueó sus bonitas cejas.

—No te entiendo. ¿A qué te refieres?

Rothewell se esforzó en relajarse contra el respaldo de su butaca.

—No tiene importancia, Pamela —dijo—. Confío en que no vuelvas a intentarlo.

—¿A mi edad? —Lady Sharpe esbozó una sonrisa irónica—. No lo creo probable.

—Esto ha restado un año de vida a Sharpe, por si no lo sabes.

—Sí, lo sé, y lo lamento. —Lady Sharpe empezó a juguetear con una cinta de su pañuelo—. Pero Sharpe necesita un heredero, Kieran.

—Necesita a su mujer, y preferiblemente viva.

—¡No lo entiendes! Aunque deberías entenderlo mejor que nadie. Ya sabes a qué me refiero.

Por supuesto que Rothewell lo entendía. Pero ¿un heredero? La idea siempre le había parecido absurda.

—¿Qué será de mi título, Pamela? —preguntó por fin.

—¿Te refieres a cuando mueras? —Lady Sharpe agitó su pañuelo como para despachar el asunto—. Uno de esos odiosos primos Neville en Yorkshire te heredará. Pero eso a ti te trae sin cuidado.

—En efecto —murmuró el barón.

Lady Sharpe le observó con extrañeza.

—Deberías tener una ocupación, Kieran —dijo con tono de reproche, lo cual no era habitual en ella—. Ya sabes a qué me refiero.

Rothewell fingió no comprender. Apoyó las manos en los muslos como si fuera a levantarse.

—Bien, querida, debo irme. Necesitas descansar.

—¡Bobadas! —contestó lady Sharpe, indicándole que volviera a sentarse—. Si alguien necesita descansar, eres tú. Me disgusta verte con un aspecto tan desmejorado. —A continuación se volvió hacia su doncella y dijo—: Anne, di a Thornton que presente al vizconde de Longvale a su primo.

¿El niño? ¡Cielo santo, no!

—De veras, Pamela —protestó Rothewell—, no es necesario.

—Sí lo es —contestó lady Sharpe, al tiempo que una misteriosa sonrisa se dibujaba en sus labios—. Insisto en ello.

Rothewell evitaba a toda costa conocer a niños. Tenía la sensación de que los demás esperaban que reaccionara de modo efusivo. Él no era una persona efusiva. Ni siquiera era especialmente amable. Y por lo general los niños querían que los sentara en sus rodillas, o tiraban de la cadena del reloj para sacárselo del bolsillo.

Pero lord Longvale no hizo ninguna de esas cosas. Era un bebé rollizo, con una piel blanca y sonrosada, unos puños increíblemente diminutos, una boquita como un botón de rosa y demasiado pequeño para causar ninguna molestia a nadie. Por lo demás, este niño era el hijo de Pamela, una persona por la que el barón —cosa rara en él— sentía gran afecto. De modo que Rothewell hizo acopio de valor, sonrió de manera forzada y se inclinó tentativamente sobre el bebé que la niñera le mostró para que lo inspeccionara.

Curiosamente, al verlo contuvo el aliento. El niño era tan perfecto y estaba tan quieto, que parecía esculpido con la cera mágica de Madame Tussaud. Su piel era tan delicada que parecía translúcida, y sus mofletes relucían con un color casi sobrenatural.

Un extraño silencio cayó sobre la habitación; Rothewell casi temía respirar. No recordaba haber estado nunca tan cerca de un niño recién nacido.

De repente, el niño abrió sus pálidos ojos, apretó los puñitos, arrugó la cara y empezó a berrear a pleno pulmón. Roto el hechizo del extraño momento, Rothewell retrocedió.

—Me temo que a lord Longvale no le interesa conocerme —dijo a través de los berridos del niño.

—¡Tonterías! —respondió lady Sharpe—. Estoy segura de que lo hace para presumir. ¿Has oído alguna vez unos pulmones tan potentes?

Rothewell tuvo que reconocer que no. Pese a ir envuelto en una toquilla, el niño agitaba sus rollizas piernas y diminutos puños con energía mientras no cesaba de berrear. A Rothewell le llamó la atención la tremenda fuerza de voluntad que exhalaba esa criatura. Sí, el niño era muy real, y estaba muy vivo. Y a juzgar por su forma de comportarse, tenía mucho carácter. Rothewell reprimió un repentino e insólito deseo de sonreír.

Puede que se equivocara al pensar que todo Londres estaba muerto o en trance de descomposición. Este pequeñín era algo precioso y nuevo, y pletórico de vida. Haría que todas las esperanzas y los sueños de sus padres se cumplieran en el futuro. Quizás el ciclo vital, muerte y resurrección, fuera realmente eterno. Rothewell no sabía si ese pensamiento lo había tranquilizado o enfurecido.

Lady Sharpe extendió los brazos para tomar al niño.

—Deja que le apacigüe unos momentos, Thornton —dijo, apoyando al bebé contra su hombro—. Luego es mejor que te lo lleves de nuevo arriba. Creo que estamos haciendo que lord Rothewell se ponga nervioso.

Rothewell no regresó a su butaca, sino que atravesó la habitación hacia una de las ventanas que daban a Hanover Street. Se sentía extrañamente conmovido. Era vagamente consciente de que los berridos del niño empezaban a remitir. Al cabo de unos momentos, la habitación quedó en silencio.

Rothewell siguió allí, con un brazo apoyado contra la contraventana, observando distraído el anochecer y preguntándose qué tenía ese niño que le había impresionado tanto, cuando oyó a Pamela preguntar con tono preocupado:

—¿Kieran? ¿Te sientes bien, querido?

Las palabras de su prima interrumpieron sus reflexiones y se volvió para mirarla. Estaba sentada en el centro de la habitación, sola. El bebé y la niñera habían desaparecido.

Lady Sharpe ladeó la cabeza como un ave curiosa.

—No has oído una palabra de lo que he dicho.

—Discúlpame, Pamela —respondió él—. Tenía la cabeza en otra parte.

—He dicho que quería pedirte un favor —le recordó ella—. ¿Puedo contar contigo?

Rothewell sonrió.

—Lo dudo —respondió son sinceridad—. Las mujeres suelen arrepentirse cuando lo hacen.

Ella se inclinó hacia delante y dio una palmadita en la butaca junto a ella.

—Siéntate a mi lado —dijo—. Y hablemos en serio. Esto es importante.

Él obedeció a regañadientes. No le gustaba la leve tensión que detectaba en la voz de su prima.

—Kieran —dijo ella con calma—, ¿sigues viendo a Christine?

La pregunta sorprendió a Rothewell. Christine Ambrose era la cuñada de Pamela, pero ambas eran como el día y la noche. Y Pamela jamás se entrometía en sus asuntos.

—Veo a la señora Ambrose cuando a los dos nos conviene —respondió con una evasiva—. ¿Por qué? ¿Ha hallado Sharpe una nueva objeción?

—¡Cielos, no! —Lady Sharpe movió la mano para desterrar semejante idea—. Sharpe sabe que no puede manejar a su hermanastra, y no lo intenta. Pero vosotros..., supongo que no vais en serio, ¿verdad, Kieran? Christine no es el tipo de mujer a la que una desearía... No sé cómo expresarlo.

Rothewell sintió que su expresión se ensombrecía. No le gustaba hablar de su vida personal; ni siquiera Xanthia se atrevía a hacerle estas preguntas. Christine tenía fama de casquivana, y él lo sabía. Pero le tenía sin cuidado.

—Me temo que mi relación con la señora Ambrose es un asunto personal, Pamela —respondió con frialdad—. Pero no hay nada permanente entre nosotros, si es lo que te preocupa.

Nada permanente. No, no había ningún futuro para él con Christine, aunque jamás se le había ocurrido pensar algo tan absurdo.

El rostro de lady Sharpe se había animado.

—Eso supuse —dijo como para tranquilizarse—. Christine es muy guapa, desde luego, pero...

—Pamela —le cortó él—, estás pisando terreno peligroso. ¿No querías pedirme un favor? Adelante.

—Sí, por supuesto. —Pamela se alisó los pliegues de su bata—. El jueves celebramos el bautizo, Kieran. Y deseo..., sí, lo he pensado detenidamente y deseo que seas el padrino de Longvale.

Rothewell la miró estupefacto.

—Voy a pedir a Xanthia que sea la madrina —se apresuró a añadir lady Sharpe—. Sois mis parientes más cercanos, a excepción de mamá. Me alegré mucho cuando regresasteis de Barbados al cabo de tantos años. ¿Aceptas, querido? Di que sí.

Rothewell se había levantado de su silla y había regresado junto a la ventana. Durante unos momentos guardó silencio.

—No —respondió por fin con tono quedo—. No, Pamela. Lo siento. No puedo aceptar.

A su espalda oyó el frufrú de la bata de su prima cuando ésta se levantó. Al cabo de unos instantes Pamela apoyó la mano suavemente sobre su hombro.

—Sé lo que estás pensando, Kieran.

—No —contestó él con voz ronca—. No lo sabes, te lo aseguro.

—Crees que no serías un padrino adecuado —insistió lady Sharpe—. Pero estoy convencida de que te equivocas. Es más, me consta. Eres un hombre brillante y decidido, Kieran. Eres franco y sincero. Eres...

—No. —Rothewell golpeó la contraventana con la palma de la mano, como si el dolor pudiera aclararle la mente—. Maldita sea, ¿no me has oído, Pamela? No. Es imposible.

Lady Sharpe retrocedió con gesto dolido.

Él se volvió hacia ella, pasándose una mano por el pelo.

—Discúlpame —dijo con tono áspero—, no debí hablarte de esa...

—No tiene importancia —le interrumpió ella—. Eres un buen hombre, Kieran. Lo sé.

—Te ruego que no nos aburras a los dos enumerando mis virtudes, Pamela —dijo él, suavizando el tono—. De todos modos, sería una lista muy breve. Te agradezco el cumplido, pero debes pedírselo a otra persona.

—Pero... Pero nosotros queremos que seas tú —contestó ella sin perder la calma—. Sharpe y yo lo hemos hablado detenidamente. Estamos convencidos de que eres la persona adecuada para una responsabilidad tan seria. Tú, mejor que nadie, sabes lo importante que es criar a un niño como es debido, o quizá debería decir, el perjuicio que sufre un niño cuando no es criado como es debido.

—No digas tonterías, Pamela —respondió él con aspereza.

—Por otra parte —prosiguió ella con tono afable—, Sharpe y yo ya no somos jóvenes. ¿Y si morimos?

Él dejó caer la mano.

¿Y si morían? Él no les sería de ninguna utilidad.

—Xanthia se ocupará del niño en caso de que os ocurriera algún percance —respondió—. Ella y Nash criarán al chico como si fuera suyo, si ése es tu deseo. Lo sabes bien.

—Pero Kieran, el papel de padrino consiste en más que...

—No vuelvas a pedírmelo, Pamela —le interrumpió él—. No puedo hacerlo. Dios sabe que no soy digno de ello, aunque tú no lo sepas.

—Creo que no comprendes...

—No, querida. —Rothewell tomó la mano de su prima con insólita ternura, la apoyó en su brazo y la condujo de nuevo a su butaca—. Eres tú quien no comprende. Ahora debes sentarte, Pamela, y apoyar los pies en el escabel. Debes descansar. Y yo debo irme.

Cuando alcanzó la butaca, lady Sharpe apoyó una mano en el brazo de ésta y se sentó.

—¿Cuándo regresan Nash y Xanthia? —preguntó—. Confío en que ella acepte ser la madrina.

—Mañana —respondió él, dándole una afectuosa palmadita en el hombro—. Pide a Nash que sea el padrino del niño. Se sentirá muy honrado. No está seguro de caernos bien.

—¿Nos cae bien? —soltó ella, alzó la cabeza y lo miró.

Tras reflexionar unos momentos, Rothewell respondió por fin:

—Creo que sí. Debemos confiar en el criterio de Xanthia. Bien pensado, me alegro de contar con él.

—¿Ah, sí? —La condesa pestañeó—. ¿Por qué?

Rothewell sonrió.

—Por nada en especial, Pamela. Y ahora debo despedirme de ti.

Su prima emitió un breve respingo de disgusto.

—Confiábamos en que al menos te quedaras a cenar —dijo, alisando de nuevo los pliegues de su bata—. A fin de cuentas, ahora no tienes a nadie con quien cenar en casa.

Rothewell se inclinó para besarla en la mejilla.

—Soy un lobo solitario —le aseguró—. Ya me las arreglaré.

La condesa alzó la cabeza para mirarlo, frunciendo los labios.

—Pero tú y Xanthia habéis vivido y trabajado juntos durante treinta años —insistió—. Es natural que te sientas solo, Kieran.

—Hemos vivido juntos, sí, pero no trabajado —contestó él, observando la puerta, su vía de escape—. Xanthia era la protegida de nuestro hermano Luke, no la mía. Eran uña y carne, Pamela. Yo era... el tercero en discordia.

Acto seguido, antes de que Pamela pudiera soltarle otra perorata, Rothewell salió de la habitación.