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En aquellos días extraños no fui yo el único que se topó con personajes que portaban máscaras antiguas y fabulosas.
Mi amigo Palo Vento, casi al mismo tiempo que yo me dirigía a las Tierras Altas en busca de la bruja Sagalea, se unió como escriba e intérprete a un viajero que acababa de llegar del Sursur. Respondía ese extranjero al nombre de Te-Cui y era una especie de filósofo, adscrito a una escuela bastante extendida por las tierras del Sursur. Se hacían llamar los Mundanos, y seguían el precepto de un antiguo maestro, que defendía que un filósofo tenía que dedicarse a los negocios de este mundo para después, en lo privado, entregarse a estudios y especulaciones de carácter más abstracto. Es una forma de vida con bastantes adeptos en el Sursur y Te-Cui, fiel a esa máxima, había trabajado en no pocas cortes, en todo tipo de ocupaciones, desde la supervisión de obras hidráulicas a la enseñanza de los hijos de sus patronos.
En la época en que vino a Los Seis Dedos era hombre ya de mediana edad, alto, delgado, con una barba entrecana muy cuidada. Vestía ropas de buena factura y corte sencillo. Personaje muy viajado, curioso impenitente, dominaba multitud de artes, entre ellas la esgrima, aunque procuraba recurrir lo menos posible a ésta, tanto por temperamento como por convicciones filosóficas.
Había abandonado el último de sus empleos, en una lejana corte meridional del Sursur, para venir al norte del Riorrío, en busca de un discípulo suyo. Uno por el que sentía especial aprecio, que le acompañó durante años y que se había apartado de su lado para acudir a su vez a Los Seis Dedos, con la intención de estudiar y transcribir textos gargales y armas.
Esos documentos eran tratados de ingeniería y medicina, dos disciplinas que interesaban especialmente tanto a Te-Cui como a su discípulo; así que aquél no creía que éste hubiera violado ninguna veda sin querer, ni que se hubiese metido en problemas por culpa de los mismos. Pero lo cierto es que, tras enviarle ciertas cartas, había desaparecido sin dejar rastro. El maestro temía que hubiese sufrido algún percance y eso le causaba cierta desazón, ya que, aunque la idea había partido de su alumno, había sido él quien lo animó a hacer ese viaje, habida cuenta del caudal de conocimientos que podía encontrar.
Eso había sucedido hacía unos pocos años y el maestro, fiel a una forma de ver la vida y a unos preceptos de comportamiento, tras constatar que su discípulo no iba a reaparecer, lo dejó todo para subir al norte. Fue bien recibido en Minacota, donde las autoridades le brindaron su ayuda. Así se supo que el desaparecido había estado, en efecto, algún tiempo en la ciudad, antes de partir hacia Resegra, en el Carauce, con la intención de estudiar en la Biblioteca de esa ciudad, la más sagrada de los armas.
El maestro era hombre decidido, a la par que prudente, así que resolvió dirigirse a su vez hacia Resegra. Pero no lo hizo de forma irreflexiva, sino que antes contrató a un guardaespaldas, así como a Palo Vento, ya que pensó que un escriba que dominase los alfabetos locales, capaz además de empuñar las armas si la necesidad lo requería, podía serle de suma utilidad en su viaje al corazón de Los Seis Dedos.
El maestro Te-Cui llegó así a una ciudad que no sólo era sagrada, sino también prohibida, ya que se necesitaba un salvoconducto para entrar en ella. Él y sus dos compañeros viajaron por los ásperos caminos montañeses, y tuvieron que cruzar los tres desfiladeros antes de alcanzar el valle en que se enclava Resegra. Y sin duda, aun él, que tantas maravillas había visto, debió de sentirse impresionado ante esa ciudad monumental, de edificios construidos con grandes bloques y fachadas talladas en la ladera pétrea.
No es una ciudad muy grande, ni muy populosa, pero sí imponente, puesto que contiene multitud de templos y edificios públicos, como la Casa de Ciencias o la Biblioteca, de las que tan orgullosos nos sentimos los armas. El maestro Te-Cui pudo recorrer a su antojo aquella ciudad sagrada, custodiada por mil máscaras guerreras; se entrevistó con sus cinco alcaldes, visitó los santuarios y estudió las construcciones. Pero no por eso descuidó el motivo que lo había llevado hasta aquella región montañosa, y que no era otro que encontrar a su alumno desaparecido.
Los bibliotecarios recordaban muy bien a aquel otro viajero del Sursur, pero sólo pudieron decirle que había pasado una temporada en la ciudad. Que tuvo libre acceso a cuanta documentación quiso y que un buen día se marchó, sin que nadie le preguntase nada; pues era hombre entregado a su trabajo y no estuvo allí el tiempo suficiente como para entablar amistad con nadie.
Te-Cui no era de los que se desaniman a las primeras de cambio, así que pidió a su vez que le dejaran examinar los libros que había estudiado su alumno. Quizá, se decía, había encontrado algo destacable; algo que podía poner en marcha a un hombre inquieto, más preocupado por el saber práctico que por acumular erudición. ¿O cómo explicar si no su partida repentina?
Pero esa investigación laboriosa no dio fruto alguno, y tuvo que ser un encuentro extraño —que él aceptó con estoicismo— el que le sacase del atolladero en el que se hallaba.
Cierta tarde, harto de hojear libros de ingeniería con la cada vez más lejana esperanza de encontrar una pista, abandonó la biblioteca antes de la hora habitual. Era éste un edificio monumental, un rectángulo de enormes sillares adosado a la ladera, con salas orientadas al sur para la lectura y el copiado, y kilómetros de galerías y cámaras subterráneas donde se almacenaban decenas de miles de tomos, escritos en un centenar de alfabetos. Aunque había oído hablar de esa Biblioteca, el maestro se había quedado anonadado ante su magnitud. Sin embargo, en todos aquellos libros, no había una sola línea que pudiera ayudarle.
Declinaba la tarde y la temperatura era tibia, aunque luego, tras el ocaso, haría frío. Bajó casi sin darse cuenta, porque tenía la cabeza puesta en otra cosa, hasta el santuario de Arbar, diosa del rayo y del trueno, en el que se practicaban ciertos tipos de sanación. El templo dispone de un atrio exterior y de pórticos con estatuas grotescas a manera de columnas, y allí tenían a un puñado de enfermos a la sombra de los árboles, aprovechando la tibieza vespertina. Los dolientes lo eran de enfermedades internas, y el viajero se detuvo a observar cómo los sanadores de ropas blancas y rojas les atendían con pócimas, agujas y pases de las manos.
Absorto en el espectáculo, tardó en darse cuenta de que había un segundo hombre también mirando, éste desde la sombra de los soportales, muy cerca. Pero, en cuanto se fijó en él, se olvidó de enfermos y sanadores. Era obviamente gargal; un sujeto de estatura normal al que una barroca máscara de toro, de oro y bronce, hacía parecer un gigante.
Observó aquella figura colorista. Su piel, muy morena, contrastaba con la túnica roja y los adornos de oro, muy trabajados, tales como el gran collar o los brazaletes. De fortaleza nervuda, antes que musculoso, lucía una gran barba blanca, quizá teñida. Empuñaba un báculo tallado y, de su axila izquierda, pendían una gran espada y una daga.
Sólo cuando llevaba un rato estudiando al personaje y su ajuar, sus ojos fueron a toparse con los del otro, que le estaba observando a su vez; y entonces comprendió que, una vez más, se había dejado arrastrar por una curiosidad excesiva. Pero los ojos oscuros del gargal no mostraban hostilidad e incluso le vio sonreír con tolerancia, tal como ocurre con los hombres de mundo y ciertos filósofos, que están por encima de las formalidades.
—Perdón… —murmuró, sin embargo.
—Supongo, señor, que eres el maestro Te-Cui —le dijo el otro con soltura, el bastón en la diestra—. El sabio que ha venido del Sursur.
—Te-Cui me llamo —repuso, ahora igual de desenvuelto—. Pero no soy ningún sabio.
—Dicen que aquel que niega ser un sabio da muestras precisamente de serlo, o al menos de estar en camino de lograr tal dignidad.
—Tal vez. —Contempló con mayor curiosidad aún, si cabe, al portador de la máscara de toro—. Y mi sabiduría, si es que tengo alguna, aumentará sin duda, aunque sea una pizca, cuando conozca el nombre de mi interlocutor.
—Poca sabiduría hay en eso. Pero la gente me llama el Rey Rojo.
Te-Cui hizo una reverencia con los brazos abiertos, tal como se estila en el Sursur; aunque fue por cortesía y no porque tal nombre le dijese nada. Sólo más tarde sabría, por boca de otros, quién era el Rey Rojo. Pero éste hablaba ya de nuevo.
—Tengo entendido que estás en Resegra buscando a alguien; a uno que estuvo aquí tiempo atrás.
—En efecto, así es.
—¿Y cómo esperas encontrarle si todos dicen que se marchó hace años?
El maestro lo contempló y, tras vacilar un momento, se decidió a responder.
—Leo los mismos libros que él leyó en su momento. Aquel a quien he venido a buscar es un antiguo discípulo. Le conozco bien y sé que, si encontró alguna descripción que llamase su atención, no se habría limitado a copiar las páginas, sino que hubiera ido a verlo con sus propios ojos.
—Descripción de…
—De alguna obra de ingeniería, por ejemplo. Era su pasión, y sé que si hubiera sabido de alguna verdaderamente audaz, o útil, habría ido a verla, y a tomar él mismo notas.
—Y por eso buscas en los libros. Me parece poca cosa: una esperanza muy débil.
—Soy consciente de ello, pero es lo único que tengo.
—Yo puedo ofrecerte algo mejor.
El maestro Te-Cui se quedó contemplándolo con curiosidad renovada.
—Adelante. Te escucho —le invitó.
—Me dirijo a oriente, a unirme a don Tavarusa, el montañés, que está reuniendo un ejército por cuenta del Ras arma, para luchar en los llanos.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? ¿Encontraré allí a la persona que busco?
—No. No allí.
Te-Cui se acarició la barba entrecana, cada vez más desconcertado. La tarde declinaba, los sanadores seguían atendiendo a los dolientes y soplaba una brisa de última tarde, llevándoles olores a prados.
—No entiendo. Si no lo voy a encontrar, ¿por qué habría de viajar al este?
—A veces no dependemos de nosotros mismos, sino de otras circunstancias. El que encuentres a tu discípulo o no, y en qué condiciones lo hagas, dependerá de lo que ocurra en fechas próximas en las llanuras. —Sonrió de nuevo con una especie de benevolencia distante—. Comprendo que es difícil de creer, porque no me conoces de nada y, de momento, no puedo contarte más.
El maestro Te-Cui volvió a mirarle, se acarició la barba de nuevo. Meneó por último la cabeza.
—Hay muchas cosas difíciles de creer que sin embargo son ciertas. ¿Puedo pensarlo?
—Me voy mañana.
—Entonces, mañana tendrás mi respuesta.
—Guardaré un hueco para ti y los tuyos en mi comitiva —dijo simplemente el otro.
Y se marchó haciendo resonar el báculo tallado sobre los adoquines del atrio.