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El territorio conocido como el Alto Norte tiene, sobre el mapa, la forma de un trapecio invertido. La base menor es la ribera septentrional del río Morega y raya con Cabezas Muertas, la región norteña de Los Seis Dedos. El lado occidental bordea la cordillera del Bal Bartán, abriéndose progresivamente al noroeste, y el oriental limita con la región de Lagoa. Por el norte se extiende hasta alcanzar tierras cubiertas de pinos y lagos, y habitadas por pueblos desconocidos.
Es una región inmensa, cubierta en su mayor parte por bosques de caducifolios: robles, hayas, castaños, nogales, abedules; y es abundante en lagos y cursos de agua. Son parajes que a veces recuerdan las riberas y las altitudes medias del Carauce, aunque aquí el terreno es más llano. Ríos caudalosos, espesuras deshabitadas, caminos serpenteantes, ídolos al borde de los caminos y calaveras que sonríen en las encrucijadas. Así es el Alto Norte.
La caravana se dirigía con lentitud hacia el noroeste, al paso bamboleante de los bueyes e inmersa en el progresivo avance del otoño. Las arboledas estaban teñidas de rojos, marrones y ocres. El viento soplaba a ráfagas desde los cerros, arrastrando torbellinos de hojas muertas. El cielo, entrevisto a través del ramaje, era azul lavado, entreverado con frecuencia de grandes nubarrones negros e hirvientes.
El aire era húmedo y llovía con frecuencias mansamente, alternando a veces con chubascos tremendos. En ocasiones se encontraban con que se habían inundado grandes extensiones y el camino estaba intransitable. Pero tanto el Jato Malaváia, jefe de la expedición, como sus guías, eran capaces de ventear los cambios de tiempo y desviaban la caravana con antelación, sorteando así las riadas, siempre con algún itinerario alternativo a mano.
La misma ruta era variable, sujeta a fechas y lugares. Porque aquella caravana no era sino un mercado errante que viajaba entre puestos comerciales, ferias y poblados, comprando y vendiendo, para acabar invernando en Yribse Magul, ya muy al norte. Luego, en primavera, desandaría todo lo andado hasta volver a Gaiola.
Durante esas jornadas, el maestro Te-Cui fue consignando en su cuaderno de viaje cuanto le llamó atención durante el viaje. Las hojas se llenaron de descripciones de poblados, pueblos, plantas; de cómo los caravaneros cantaban alrededor de las fogatas, de bocetos de los instrumentos que usaban, de anotaciones acerca de los cuentos que se contaban unos a otros.
A veces estallaban reyertas de repente, aunque casi siempre se veían venir. Malaváia intervenía en esos casos con contundencia, multando e imponiendo castigos, y llegando a expulsar a los alborotadores. En casos más graves, los culpables eran ajusticiados en el acto. En dos ocasiones, Te-Cui fue testigo de cómo los guardias sacaban a rastras a dos hombres sorprendidos en flagrante delito —asesino uno, y el otro cogido mientras trataba de robar marfil— y los degollaban en la cuneta, sin que nadie osase mediar.
Caso aparte eran los duelos, que solían librarse al oscurecer, con el campamento ya montado. Los hombres se medían con armas de todas clases entre las hogueras —generalmente a primera sangre o abandono—, con árbitros de por medio y sin que el jefe de la caravana moviese un dedo para impedirlo.
Perdieron hombres en la espesura. Hubo quien se salió por un instante del camino y nunca volvió. Sus allegados acudían al Jato Malaváia, pero éste se encogía de hombros y meneaba la cabeza. Son cosas que pasan, decía. Por aquellos pagos abundaban guerreros cazadores de cabezas —solitarios y feroces, siempre al acecho de viajeros—, así como tribus caníbales y bandidos que mataban por diversión. Las selvas del Alto Norte eran parajes donde el peligro nunca andaba lejos, y todos debieran recordarlo y tomar precauciones.
Aun así, cuando alguien desaparecía, acostumbraba a mandar ojeadores en su búsqueda. Éstos regresaban casi siempre con noticias parecidas. Unas veces era la de un cadáver hallado a sólo unos pasos del camino, otras un poco más lejos. En alguna ocasión no habían descubierto más que un rastro, que delataba que un cuerpo había sido arrastrado a través de la espesura.
Sólo en un caso tardaron los buscadores en volver; tanto que su tardanza causó cierta inquietud. Pero regresaron al cabo. Eran tres y todos juraban, inquietos, que el desaparecido, un buhonero curuca, debía de haberse internado por propia voluntad en lo más profundo del bosque. Habían rastreado sus huellas durante kilómetros y kilómetros, y no tenían duda alguna.
Aquel suceso dio mucho que hablar durante las noches siguientes, al calor de los fuegos, y la idea más extendida era que aquel infortunado había sido víctima de los malos espíritus, que lo habían atraído al corazón del bosque para perderlo.
También hubo algún encuentro armado, claro. La mayoría de las veces celadas que los guías atinaban a barruntar. Los emboscados solían ser bandidos caralocas que, al ser descubiertos, no dudaban en salir y amagar combate, para al menos salvar el orgullo.
Aquel tumulto de guerreros era todo un espectáculo; entre los tonos melancólicos de la otoñada, con sus pinturas de guerra, mantos de colores y cascos emplumados. Blandían adelante y atrás las lanzas, o las entrechocaban contra los escudos pintados, acompañándose de un canto profundo y resonante que parecía hacerse eco a sí mismo. Los caravaneros —sobre todo los mercenarios caralocas, de la misma raza que los atacantes— salían a darles la réplica y así se demoraban largo rato, entre bailes, gritos y agitación de armas, sin llegar en ningún momento a cruzar hierros.
Casi lo más difícil en tales encuentros era conseguir contener a los gorgotas sureños. No estaban hechos a esos alardes belicosos, que no dejaban de ser rituales para aplacar a los espíritus de la guerra caralocas, previamente invocados por los hechiceros de los emboscados. A los gorgotas del sur les enervaba aquella exuberante demostración bélica a unos solos pasos, la amenaza de los hierros, y el resto de caravaneros tenía que estar alerta para que no se le escapase a alguien un tiro o una saeta, lo que desataría una escaramuza tan sangrienta como innecesaria.
Un choque armado de verdad aún tardaría en producirse y llegaría de improviso, tal como suele ocurrir en casos así. Cuando tuvo lugar, el único preludio fue que Espadalombro, un hombre-leopardo, se adelantó para llamar la atención del Jato Malaváia con un gran grito; una de esas voces, largas y ásperas, propias de arrieros. Éste se había vuelto intrigado y aquél se le acercó trotando a lo largo de la caravana, arco en mano.
—¿Qué pasa, hombre? —se interesó el pandalume.
—¿Por qué se han turnado tan pronto los avanteros?
—No se han turnado. —Echó una ojeada al sol, por entre las ramas que abovedaban el camino—. Aún queda.
—¿Ah, sí? Pues algo raro pasa con el de la derecha. —Cabeceó en esa dirección, haciendo oscilar la pesada argolla que le adornaba la nariz—. Acabo de oír su turullo y me da la impresión de que el que lo ha soplado no era la misma persona que hace un rato.
El caravanero jefe le lanzó una mirada larga, antes de poner los ojos camino adelante, hacia donde debía estar la invisible avanzadilla, por delante de la caravana. Alzó una mano, haciendo que se detuviera la marcha. El resonar de cascos, de cencerros y de mercaderías entrechocando se apagó lentamente. Cesó.
Espadalombro y el Jato se quedaron largo tiempo inmóviles, plantados ante la caravana y escudriñando el camino. El hombre-pantera acariciaba taciturno su arco; el pandalume observaba con la cabeza ladeada y los brazos en jarras.
Se vislumbraba la senda, que serpenteaba entre troncos y rocas grisáceas, ceñida a las laderas para contornearlas. Apenas se movía nada y el silencio era casi total, sólo roto por pequeños sonidos. Hacía fresco, humedad, y el aire de otoño estaba en calma. El resplandor del sol se filtraba a través del follaje, convertido en lanzas de oro. Pesadas nubes blancas resplandecían en un cielo muy azul, y las hojas muertas revoloteaban con lentitud en los claroscuros.
El tiempo fue pasando. Se alzó una ráfaga de aire, haciendo susurrar las frondas. La luz del bosque tembló, las hojas caían murmurando y se oía el canto de un pájaro. Los bueyes sacudían las testuces, arrancando ocasionales tañidos a los cencerros. Los caravaneros removían los pies, escudriñaban la floresta, aferraban sus armas. Una de las lanzáis copa, Peitorcal, paseó con suavidad los dedos por la cuerda de su arco, y la hizo retemblar como a la de una lira.
El pájaro cesó de cantar. Malaváia agitó los brazos, conminando a los suyos a retroceder. Y en la parte de delante, como al conjuro de ese gesto, hubo entonces un atisbo de movimiento entre la maleza. Estalló un clamor tremendo y lo que un parpadeo antes no era más que arboleda vacía se trocó, como por arte de magia, en un hervidero de figuras pintarrajeadas que blandían toda clase de armas.
Esta vez no hubo preludios. Los caralocas se lanzaron cuesta abajo. Llegaban brincando por entre los árboles, con gran algarabía y desplegados en total desorden. Los arrieros azuzaban voceando a las bestias y los guardias se adelantaron, llamándose unos a otros. Con el escudo en alto, para protegerse de los proyectiles que ya llegaban silbando, el maestro Te-Cui no pudo por menos que preguntarse cómo tantos guerreros con pinturas de guerra, y ropas y plumajes multicolor, podían haber permanecido ocultos a tan sólo un puñado de pasos.
Junto a los caralocas, había también gorgotas. Gente-avispa sobre todo, embadurnada de negro y amarillo; bandidos natos, que se habían despojado de sus vestimentas para luchar desnudos. Pero también había allí gente-pantera, así como hombres-jabalí y gente-serpiente.
Chocaron enseguida, preludiada la lucha por un cruce de armas arrojadizas. La oleada de atacantes fue a estrellarse contra los caravaneros y se rompió en dos partes. Pero volvieron a la carga por ambos lados, con igual denuedo, y lograron desbaratar en parte la defensa, de forma que la lucha se convirtió en una confusión de combates singulares.
Peleaban entre los árboles y las matas, junto a los bueyes, y chapoteaban en el barro, sin orden ni concierto. Los juramentados para matar atacaban como locos a Trapaieiro Porcaián y al Rey Rojo, con gritos roncos que evocaban el gruñido de los jabalíes. Eran tantos que desbordaron a sus acompañantes —algunos montañeses, Cosal, la bruja Granlea, el dao Dobglode— y ambos tuvieron que luchar para salvar la vida. El montañés se defendía con ferocidad, abandonada ya esa pachorra de la que gustaba hacer gala, mientras el rey-brujo combatía en silencio, con su espada llena de símbolos antiguos. La gente-serpiente de uno y otro bando se atacaba con saña y las dos lanzáis copa recorrían el campo actuando a una, de forma que abatían o hacían retroceder a cuanto enemigo encontraban.
El maestro Te-Cui se había refugiado junto a un grupo de caravaneros, jacar y glutaga de Gaiola en su mayoría, que habían olvidado sus viejas diferencias para tratar de salvar la piel entre todos. Tuvo que defenderse una y otra vez con su hermosa espada de mano y media, y una rodela, algo aturdido por la vorágine de rostros pintados, escudos, lanzas, espadas, mazas.
No era el único que se hallaba en apuros. Trapaieiro Porcaián luchaba contra una multitud de enemigos, mientras que aquel sombrío montañés de máscara de chivo tuvo que correr en ayuda de la Bibruela, que se veía más que apurada ante el ataque conjunto de tres hombres-culebra, ocultos tras máscaras de matar. Lo propio tuvo que hacer Uíso Caruvé, el santón de Ejaune pintado con un esqueleto, que acudió en socorro del Rey Rojo con su hacha con forma de guadaña.
Los hierros se encontraban resonando y los muertos caían en el lodo, salpicando a los vivos que aún luchaban. Los combatientes cruzaban dos o tres golpes, antes de verse separados, e iban de un lado a otro, de enemigo en enemigo, como bailarines atrapados en alguna danza mortífera.
En plena refriega, tratando de hurtarse a una lanza que un caraloca muy alto blandía contra él con tremenda habilidad, el maestro Te-Cui resbaló y se fue de espaldas al barro. El caraloca le lanzó un puntazo antes de que pudiera esbozar siquiera una defensa desde el suelo, y si no le atravesó allí fue porque alguien desvió la lanza de un espadazo. El caraloca volvió la cabeza, asombrado, y lo propio hizo el maestro desde el suelo. Porque su salvador era un hombre-avispa, pintarrajeado de amarillo sobre negro, que blandía una espada típicamente gorgota, larga y afalcatada.
El caraloca de la lanza le dijo algo, más perplejo que irritado, y el hombre-avispa le respondió. El primero miró al segundo, boquiabierto, antes de encogerse de hombros y apartarse, dejando ileso al maestro, que seguía en el suelo, con la espada en la mano. Su mirada se cruzó un momento con la del hombre-avispa; luego éste desapareció entre los helechos.
La lucha aflojaba y los atacantes iban ya flaqueando. Se retiraron y huyeron por entre los troncos, dispersándose. Algunos caravaneros hicieron ademán de perseguirles, pero la gente-avispa cubría la retirada, volviéndose en mitad de la carrera para disparar sus largos arcos. Cosal, que había recobrado su fusil, les devolvió un tiro. Una de las figuras untadas de negro y amarillo dio una voltereta, pero dos de los suyos lo recogieron por las axilas y se lo llevaron casi en volandas. En apenas unos latidos, no vieron más que a unos pocos fugitivos que corrían por la arboleda, y ésos tampoco tardaron en esfumarse.
Los vencedores se miraron unos a otros, armas en mano y aún jadeantes por el esfuerzo, dispersos a ambos lados del camino. Los gorgotas de la caravana estallaron en un griterío formidable y comenzaron a bailar con los hierros en alto. Algunos se lanzaron a decapitar a los muertos y su júbilo se contagió al resto de los caravaneros, de forma que unos bailaban y otros vitoreaban agitando las armas. Después fue el atender a los muertos y heridos, y recontar las pérdidas en hombres, animales y mercancías.
El Jato Malaváia fue recorriendo mientras tanto la caravana, a paso calmo y con las manos a la espalda, evaluando la situación. A veces lanzaba un vistazo a los caralocas caídos.
—Ay, ay. Eran guerreros jóvenes, de los que se echan en bandas a recorrer el bosque. —Meneaba la cabeza con indulgencia—. De haber sido veteranos, otro gallo nos hubiera cantado.
Sus lugartenientes asentían.
—Si llegan a desbandarnos y romper nuestra defensa… Menos mal que nuestros hombres no son novatos. Hemos recorrido ya muchas jornadas juntos, ¿eh, amigos?
Los otros volvieron a asentir y el pandalume de la barba blanca y azul se detuvo ante una de las bestias de carga, muerta por las flechas. Con el pie, tentó los fardos desparramados, y luego el costado del animal.
—Aun así, nos han sacudido a base de bien. Tenemos bastantes bajas. Así que será mejor que busquemos un refugio, no sea que todos los bandidos de los contornos sepan de nuestra debilidad y se nos echen encima.
—¿Qué sugieres? —preguntó uno de los ayudantes.
—Os lo pregunto a vosotros. Algún día seréis jefes de caravana.
—Rau Branca —sugirió entonces el otro.
—Humm. —Lo miró, pensativo.
—En Rau Branca encontraremos refugio y nos será fácil asalariar a guardias que sustituyan a los muertos. Y allí puede que encontremos también información útil a nuestros amigos armas. He visto gente-serpiente entre nuestros atacantes y me jugaría lo que fuese a que han sido los agentes del Cufa Sabut los que nos han echado encima a esos caralocas.
—De acuerdo. —El jefe de la caravana se acarició la barba azul y blanca, antes de empujar de nuevo, con la puntera, el costado del buey muerto—. Rau Branca, sí. Es la mejor solución.
Mientras, el maestro Te-Cui, que trataba de limpiarse el barro y la sangre de sus ropas de seda, sintió cómo le tocaban en el hombro. Se volvió, con el pañuelo enfangado en la mano, para encontrarse cara a cara con un jacar; uno de los que había luchado junto a él, en piña, contra los bandidos, hacía unos minutos. Un hombre de mediana estatura, flaco, con el pelo recogido en varias trenzas. El maestro ya sabía que, entre los jacar, el número y grosor de las trenzas indicaban la posición, pero en esos momentos no se sentía con ánimo para contarlas ni indagar.
—¿Por qué ha dicho eso el avispa? —le estaba preguntando el jacar, curioso.
—No sé de qué me estás hablando, amigo. Lo siento.
—El hombre-avispa. Vi cómo paraba con su espada el lanzazo del caraloca. Te hubiera ensartado como a una langosta.
—Soy consciente. —Cabeceó distraído, al tiempo que arrancaba un puñado de hojas, para seguir limpiando de fango sus ropajes—. Pero no sé por qué lo hizo.
—¿No oíste lo que le dijo al caraloca?
—Oír lo oí. Pero no entendí nada.
El jacar ladeó la cabeza y se lo quedó mirando. Se rascó la mandíbula.
—Pues le dijo: «No lo mates. Es mi padre».
El maestro Te-Cui se quedó con las hojas en la mano. Posó los ojos, asombrado, en los de su interlocutor.
—¿Seguro que dijo eso?
—Y tan seguro. Al caraloca se le quedó una cara como la tuya.
—No sé por qué pudo decir eso. Yo soy del Sursur, a meridión de Los Seis Dedos y el Riorrío. Nunca había estado por estos pagos.
Se miraron el uno al otro, perplejos. Por último, el jacar se encogió de hombros.
—Bueno. Estos salvajes son gente muy rara.
—Es una explicación como cualquier otra, sí.
El jacar hizo saltar su lanza en la mano y se alejó. El maestro tiró el puñado de hojas enfangadas, arrancó otro, y siguió rascando la suciedad.