10
Y así, yendo a la ventura hacia el este, Trapaieiro Porcaián tomó uno de esos viejos caminos de carga que atraviesan el Carauce, ondulándose por las laderas, culebreando entre barrancos y bosques, y cruzándose caprichosamente una y otra vez.
El montañés se topó por dos veces con caravanas a lo largo de ese viaje. Columnas perezosas de bueyes; grandes bestias de cuernos enfundados en bronce que avanzaban entre polvaredas, bamboleándose bajo el peso de los fardos entre el resonar de sus cencerros. Y también mercaderes a caballo, arrieros que azuzaban a los animales con sus aguijas, porteadores con las mercancías a cuestas, mercenarios flanqueando la columna arco en mano…
En ambas ocasiones, el viajero se detuvo para sentarse a la sombra con guías y ojeadores. A fumar una pipa, intercambiar información sobre los bandidos y la guerra en ciernes del este, y trocar adivinaciones por un poco de comida y tabaco.
Y así, tras un par de días de perezoso deambular, Trapaieiro Porcaián llegó a un terreno llano y anegado, cubierto de malezas altas y con algunos bosquecillos dispersos por toda la extensión. Las aguas se remansaban en aquellas tierras planas, creando un marjal salvaje y peligroso, en el que el único signo humano era la vieja calzada que lo atravesaba, retorciéndose entre charcas y cenagales.
Mientras recorría esa ruta, que había sido abierta por los hombres-león en tiempos inmemoriales, como atestiguaban los leones de piedra sitos a intervalos a lo largo de la calzada, el montañés pudo ver inmensas bandadas de aves que alzaban el vuelo a su paso, rebaños de toros salvajes que retozaban en las pasturas, nubes de mosquitos que zumbaban alrededor de las charcas. Las aguas estaban llenas de reflejos de luz, un aire cálido corría por las landas, acariciando hierbas y arboledas, y el calor hacía temblar las imágenes ante los ojos del viajero.
Más adelante, vislumbró a dos hombres que luchaban al pie del camino. Parecía un duelo y no un viajero asaltado por bandidos; así que, acomodando las vainas lacadas de sus espadas al hombro, el montañés siguió caminando hasta llegar a unos pasos. La pelea había arrastrado a los dos luchadores hasta una charca poco profunda, donde ahora contendían con el agua por la cintura, sin pronunciar palabra. Forcejeaban agarrándose por las muñecas y blandiendo dagas que centelleaban al sol. Los dos eran hombres-serpiente, advirtió el espectador, y ambos calaban máscaras de matar: de bronce bruñido una, de mosaico verde y negro la otra.
Se detuvo al borde de la calzada, a observar cómo se desarrollaba ese duelo ritual. Los hombres-serpiente se debatían, cada uno tratando de librar el brazo armado y girando juntos a través de las plantas acuáticas, entre chapoteos. En bastantes ocasiones se zafaron para trabarse de nuevo, sin lograr encajar ni un solo golpe. Por último, fueron dando tumbos hasta sumergirse en las profundidades de un juncal y desaparecieron de la vista del espectador.
Trapaieiro Porcaián se quedó junto al camino, aguardando. El aire traía multitud de olores vegetales, y desde donde él estaba veía agitarse los juncos. Paradójicamente, se escuchaba cantar un pájaro, con una llamada que resonaba a lo largo de la extensión de aguas y plantas. Por fin uno de los combatientes —el de la máscara de mosaico, hecha de piezas de malaquita verde y obsidiana negra— reapareció por entre los juncos. Resollaba al remolcar por los sobacos el cuerpo de su enemigo, que mostraba esa laxitud de la muerte, y, a su paso, las aguas ya turbias enrojecían. Vadeó penosamente las charcas hasta alcanzar, chorreando, la orilla que daba al camino.
Arrastró el cadáver a tierra, al tiempo que lanzaba una mirada de través al viajero, que alzó la mano derecha en gesto de paz. El vencedor de la lucha ritual era un arma delgado y de músculos fuertes; un manamaraga casi desnudo, cubierto de aparatosas alhajas de bronce y oro, y algunas defensas de metal y cuero. En la espalda llevaba pintado un sello de matar rojo.
Con movimientos pausados, el montañés abandonó su lugar para acercarse. El hombre-serpiente adelantó la cabeza, vigilándole con suspicacia.
—Paz, serpiente, paz.
—Paz… —El otro dudó, tratando de clasificar a aquel vagabundo de gran estatura y ropas negras, cubierto con máscara semihumana de jabalí—. Viajero —concluyó, sin poder decidirse.
—Ha sido una gran lucha. —Y, con un ademán, el montañés abarcó tanto a la charca como al cadáver.
El manamaraga fue a sentarse en una roca y se despojó de la máscara y las defensas. Se palpó con gesto distraído la cabellera, recogida en una gruesa coleta que le colgaba de la sien izquierda.
—Sí que lo ha sido. Sí —admitió, al tiempo que se recostaba al sol, manoseándose de nuevo el peinado, que iba sujeto por pesados broches de bronce. Advirtió cómo el montañés observaba los sellos rojos y amarillos que el muerto llevaba pintados en los antebrazos—. El del brazo izquierdo es el Sello Maestro de la Máscara Real, y el de la derecha, el de matar del Cufa Sabut.
—Gracias, pero los conozco de sobra —dijo con suavidad el montañés.
El hombre-serpiente observó lleno de curiosidad a su interlocutor; pero éste, sin añadir nada, se acomodó sobre una piedra cercana.
—Soy Trapaieiro Porcaián. Vengo de las montañas.
El otro entornó los párpados para valorar el cambuj del hombrón, así como su ajuar guerrero.
—Usas un nombre famoso. ¿Qué eres? ¿Un mascareno?
—Algo así —aceptó sonriendo.
—Yo soy Viboraz, arma del feral de las serpientes.
—Ah, Viboraz. —El montañés se inclinó hacia delante, interesado—. Vaya, vaya. ¿Sabes que en las Tierras Altas se habla mucho de ti estos días?
El manamaraga se encogió de hombros por toda respuesta. Y Trapaieiro Porcaián, abriendo sus alforjas, comenzó a cargar la pipa.
—Dicen que tu feral te ha encargado la misión de acabar con el Cufa Sabut. No te preguntaré si es verdad, claro. Pero —señaló con la cabeza al muerto— entonces ese mediarma muerto es…
—Uno que tenía que acabar conmigo —gesticuló de nuevo con desgana—. Era un hombre-víbora del norte. Estuvimos charlando un rato antes de luchar… ya no volverá nunca al río Morega.
El montañés asintió lentamente, mientras acercaba la mecha a la cazoleta de la pipa. Lanzó una gran nube de humo.
—Y ahora vas al este, supongo.
—Voy allá donde pueda estar el Cufa Sabut. Si está en el este, allí voy yo.
—Y viajas así, a plena luz. —Blandió su pipa, volvió a sonreír bajo el borde de la máscara de jabalí—. Tienes más valor que cabeza, serpiente. Y no te ofendas. Pero dicen que hay todo un ejército de juramentados buscándote.
—Ya serán menos. A la gente le gusta exagerar.
—Eso también es verdad. Por cierto que yo también voy hacia el este. —Entre dos caladas, señaló hacia el camino—. Don Tavarusa está reuniendo un ejército en Ruq Ulea, y yo pienso unirme allí a él.
—Ah. —El hombre-serpiente volvió a mirar con sorna al montañés—. La verdad es que no tienes aspecto de guerrillero ni de mercenario.
—No soy ni una cosa ni otra. Pero tengo algunas cuentas pendientes que saldar.
—No es difícil suponer cuáles ni con quiénes. —El manamaraga esbozó una sonrisa desvaída.
—No es un secreto, ni pretendo que lo sea. Luché contra la Máscara Real hace trescientos años y volveré a hacerlo ahora. Contra ella o contra cualquiera que pretenda resucitar su poder.
—Ya. ¿Y qué haces por esta comarca? ¿Vienes de las montañas para la guerra?
—No. Vengo de Jabalaneté.
—¿El pinar de Jabalaneté? Pues te has desviado bastante.
—Sin duda. No conozco estas tierras.
—Mira —Viboraz se incorporó a medias—, sigue la calzada hasta salir de estas ciénagas y llegarás a una bifurcación. Toma el camino de la derecha porque, aunque también se llega a Ruq Ulea por el de la izquierda, es más largo y da más vuelta. El de la derecha es más corto aunque bastante solitario: lo usan los buhoneros y alguna caravana pequeña de mulas, porque la senda es demasiado abrupta para los carros y los bueyes.
—Te agradezco las indicaciones. —El montañés meneó la cabeza con cortesía antigua—. Es fácil perderse por aquí, aunque ya veo que tú conoces los caminos.
—Un poco. Suelo ganarme la vida escoltando caravanas.
—Ah. Yo también soy un poco vagabundo, ¿sabes? Allá, en las Montañas, voy de un lado a otro. Leo las suertes, rompo maleficios y cosas parecidas… Así voy tirando.
El manamaraga volvió a estudiar, más que curioso, a su interlocutor.
—¿Cómo es posible? Alguien como tú sería un grande en las Montañas, o incluso en Los Seis Dedos, con sólo desearlo.
—Tú lo has dicho. Yo no lo deseo. Voy de un lado a otro, acepto lo que me trae el destino y no aspiro a más. Creo que la mía es una buena vida.
—No sé, señor. —Viboraz torció el gesto—. Hubo un tiempo en que pensaba lo mismo que tú. Pero lo cierto es que al final acaba uno cansándose de ir dando tumbos.
—Y también de estar en un mismo sitio, haciendo siempre las mismas cosas —sonrió Trapaieiro Porcaián—. La verdad, amigo, es que al final acaba uno hartándose de casi cualquier cosa…, si es que llega a vivir lo suficiente.
Viboraz se tumbó de nuevo, sin responder a eso, y ambos se quedaron en silencio. Viboraz tendido al calor del día, Trapaieiro Porcaián fumando y tratando a veces de espantar a los mosquitos a manotazos. Al cabo de mucho tiempo, el hombre-serpiente se incorporó, tentando con cierto disgusto el acolchado aún húmedo de sus defensas.
—Bueno, montañés, se está a gusto aquí, al sol, pero tengo que proseguir mi camino.
El hombretón cabeceó con placidez, envuelto en la humareda de tabaco. Viboraz se había incorporado y, con cierta pereza, comenzaba a ceñirse las piezas de armadura. Titubeó antes de volver a hablar.
—Pues la verdad es que yo también tenía en la cabeza unirme al ejército de don Tavarusa. Los dos nos dirigimos al mismo lugar, estamos del mismo bando y tenemos algunos cuantos enemigos en común.
—El camino se hace más llevadero en compañía. —El montañés vació las cenizas de su cazoleta—. ¿Por qué no seguimos juntos?
—Me parece bien. Pero antes tengo que encargarme del cadáver. —Señaló al hombre-víbora muerto—. Después de todo hay un parentesco entre él y yo.
—Claro. —Trapaieiro Porcaián se puso en pie, al tiempo que observaba con descuido el cuerpo al sol y las moscas que se agolpaban en torno a la herida de daga—. Uno no debe dejar a los de su sangre tirados como si fueran carroña, a merced de las alimañas. Permite que te ayude a disponer de él.