13
El día de la batalla amaneció despejado y caluroso. Apenas hubo atisbo de claridad, mandaron salir a las tropas de las empalizadas para desplegarse en el llano. Un gran resplandor despuntaba a oriente, las estrellas iban difuminándose en el cielo gris y las cigüeñas aleteaban con pesadez entre dos luces, asustadas por tanto movimiento. Los centinelas avivaban sus fogatas y por todas partes sonaban los tambores. A la media luz del alba era posible ver, allá a lo lejos, a las masas de caballería del enemigo, que se disponían a su vez para el choque.
Nuestros hombres estaban formando en abierto, con el campamento a la espalda y los aguadales a la izquierda. Avanzadas de jinetes habían salido al llano por delante del grueso de nuestro ejército, compuesto por cuadros de infantería, erizados de largas picas, y líneas de ballesteros. En el ala izquierda se situaba la infantería de los aliados pandalumes y mestizos, y más allá de ellos el grueso de los irregulares. A la derecha estaba toda la caballería de los auxiliares nómadas, agrupada por razas y lares. La retaguardia la formaba la caballería arma y mediarma, y el propio Tavarusa había ido a situarse, junto con sus lugartenientes y su guardia personal, sobre un cerro desde el que dominar el campo de batalla.
Yo iba detrás de los cuadros de primera línea, sin rumbo fijo y ayudando de vez en cuando a sacar las máquinas de guerra de los atolladeros. Las plataformas oscilaban traqueteando y el bamboleo de los bueyes de tiro hacía tañer las campanillas. Brujas pintadas de colores vivos bullían por todas partes, agitando sus arcos entre alaridos, y algunas bailaban sobre las máquinas, haciendo equilibrios en lo alto. El sol ascendía con lentitud para teñir el día de azul, blanco y dorado; el viento remitía y un sinfín de aves sobrevolaba entre graznidos las aguas bajas.
Me encaramé a un árbol aislado, una encina gruesa y copuda, que permitía una buena vista del campo. Enfrente de nosotros, el enemigo nos mostraba un despliegue imponente de caballería: un mar viviente que se removía y arremolinaba entre revuelo de mantos y estandartes. Los truro ocupaban la primera fila, con sus inconfundibles ropas multicolor, y sus largas lanzas adornadas con crines. A su izquierda y algo más atrás se situaba una tropa heterogénea, un hervidero que reunía desde señores goro de atavíos recargados y corceles de ricas gualdrapas a caballistas desnudos que montaban a pelo. Tras ellos, fuera ya de la vista, aguardaban aún más jinetes, los elefantes, la infantería; una muchedumbre que multiplicaba por cuatro o cinco el ejército de los armas.
Habían plantado un gran pabellón abierto, de toldos rojos entre postes, sobre una altura próxima. Allí estaba Carará Mutel, el rey-brujo, y hacia allí dirigí la vista, preguntándome si Tuga Tursa estaría junto a su amo. Se veía una columna de humo, procedente de un fuego sacrificial y traté de distinguir detalles, guiñando los ojos. Pero la distancia era mucha y apenas pude intuir, más que ver, un revuelo de bailarinas, víctimas arrodilladas y la figura con manto rojo y máscara dorada del rey-brujo, que se mecía con el acero ceremonial en alto.
Volví los ojos al campo contrario, asombrado de ver tanta gente reunida. Estábamos a cincuenta kilómetros escasos de la sitiada Erruza y me pareció que aún había más profusión de razas que cuando yo estuve en el campamento del rey-brujo. Sin duda, la oportunidad de derrotar a los armas, así como de saquear sus establecimientos comerciales y quizá de caer sobre sus territorios más orientales, había seguido atrayendo a toda clase de nómadas y aventureros.
Los caballos piafaban inquietos, haciendo ondular las filas. Los jinetes oteaban sobre la llanura reseca, observándonos, y los nuestros, apoyados en las picas, los estudiaban a su vez. Caballistas sueltos se adelantaban para amagar cargas en falso, mientras otros encabritaban sus monturas, haciéndolas bailar al tiempo que voceaban desafíos, lanza en mano. El ataque era inminente, a la espera tan sólo de que concluyese el sacrificio en la colina. Pero don Tavarusa, al que se veía en lo alto, erguido entre máquinas de guerra y rodeado de su guardia personal, no parecía dispuesto a esperar tanto.
Los tambores seguían redoblando y varias lanzáis copa, tras despojarse de la armadura, bailaban ya en avanzada. Se cimbreaban cada una a capricho entre los herbazales secos, alternando pasos rápidos con otros lentos, mientras repicaban espadas, movían las caderas y se exhibían maliciosas ante los nómadas. Tras ellas, las brujas de guerra ejecutaban su propia danza, más antigua y ritual, y, ululando, se balanceaban al compás, al tiempo que lanzaban gestos maléficos contra el enemigo.
Algunos valientes, picados, habían salido al galope de las filas de los truro, ladeándose en las sillas para voltear redes y lazos. Las lanzáis copa los regateaban con soltura, cortando las cuerdas que volaban a su alrededor y malhiriendo a cuantos se les acercaban demasiado. Había ya caballos sin jinete sueltos por el campo y las altacopas danzaban, espadas en alto, enarbolando cabezas cortadas. Llegaban más enemigos y las brujas gritaban, meneando las caderas al hacer puntería.
Cada vez acudían más nómadas, las lanzáis copa se retiraban y las brujas corrían disparando sus arcos. Los truro habían mordido el cebo y aquel juego sangriento se habían convertido ya en una violenta refriega. Los nómadas galopaban con estruendo por entre los matorrales, las flechas zumbaban entre nubes de polvo pardusco, y hombres y caballos caían dando volteretas. Las brujas retiraban a los heridos en volandas, y los escaramuceros llegaban también en tropel, para cubrir con sus escudos a las altacopas en fuga.
El rey-brujo seguía ante el fuego, vertiendo sangre, pero sus lugartenientes tremolaban con frenesí grandes estandartes de señales, tratando de contener a sus aliados. La abigarrada caballería del flanco aún se refrenaba, indecisa, pero los truro ignoraban los avisos para salir impetuosos al combate. Morían en masa, los caballos agonizantes se revolcaban relinchando, sus formaciones se deshacían bajo granizadas de flechas y los supervivientes cabalgaban cegados por el polvo, agitando en vano sus lanzas de vistosos penachos.
Nuevas oleadas de jinetes llegaban sin embargo a rienda suelta, por entre nubes de tierra alzada, vociferando y blandiendo aceros. El suelo temblaba bajo las cargas de caballería; el fragor de cascos, de gritos, de arreos entrechocando resultaba ensordecedor, y gigantescas columnas de polvo ascendían como humaredas en el aire de la mañana. Los cuadros de nuestro ejército se estrechaban enfilando hierros, los arqueros disparaban un diluvio de flechas y los proyectiles de las catapultas trazaban parábolas llameantes sobre nuestras cabezas, para sembrar la confusión en las masas desordenadas de caballería.
Los montañeses que rodeaban a don Tavarusa agitaban ahora sus propias enseñas rojas y doradas. De repente, toda nuestra caballería volvió grupas y huyó al galope más allá del campamento; a la vez, los cuadros situados más a la derecha —los de mercenarios del Sursur, los de armamento más pesado— se replegaban en un movimiento tan perfecto como el de un mecanismo, para cerrar un gran cuadrilátero que se recostaba en los humedales de la izquierda.
Engañados por esa maniobra y creyendo que nuestro ejército cedía, el frente de caballería se deshizo como nieve. Los reyes de la llanura se lanzaron al ataque, cada uno por su cuenta, y sin hacer caso a las señales que ondeaban sobre la colina. Unos cargaban desenfrenados sobre los hierros tendidos, otros perseguían a nuestros jinetes y algunos se desgajaron de la masa principal para rodear el gran cuadrilátero del ejército arma y asaltar nuestro campamento. Los había incluso que se metían en las charcas, tratando de flanquear. Los caballos chapoteaban ruidosamente; sus jinetes blandían las lanzas, azuzándolos a gritos, y los escaramuceros, desde las orillas, los rechazaban una y otra vez a flechazos y pedradas.
Bandas dispersas de jinetes galopaban contra las tiendas, con idea de pillaje, e iban a caer en los campos de tropiezos que rodeaban el campamento. Las cabalgaduras resbalaban entre los abrojos o se metían en los hoyos; hombres y bestias caían revueltos, y se oía gritar a los jinetes aplastados bajo sus monturas. La carga de los nómadas se rompió, tuvieron que retroceder entre gritos y, apeándose, algunos tantearon apenados los remos de los animales heridos. Les musitaban palabras cariñosas al rematarlos, porque los llaneros adoran a sus caballos. Luego embrazaron escudos y se lanzaron a un asalto en masa.
Desde las empalizadas, los asistentes del ejército —herreros, talabarteros, carpinteros, cirujanos—, así como las lanzái copa, que son las encargadas de proteger los bagajes, los recibieron con un alud de proyectiles. Los virotes traspasaban cuerpos de lado a lado, las flechas incendiarias prendían en las ropas, y los bodoques de arcilla, silbando, saltaban los sesos. Ellos cerraban filas, se cubrían tras un muro de escudos y avanzaban tenaces, con los heridos arrastrándose entre sus pies.
Luego llegaron otros nómadas, obligándoles a retirarse. Se pusieron a discutir acaloradamente y no tardaron en enzarzarse a lanzazos entre ellos. Aquellas gentes sencillas, engañadas por el repliegue, se creían ya vencedores y comenzaban a disputar por el botín. Dejándose llevar por viejas enemistades, se acometían y alanceaban con saña, mientras los intérpretes se desgañitaban tratando de poner paz y las altacopas, desde las estacadas, se reían de ellos.
Pero a unos pocos cientos de metros, sus aliados rodeaban a nuestro ejército y lo atacaban en desorden por todos lados. Tavarusa, empero, había calculado bien el perímetro defensivo, disponiendo a las tropas con la precisión de un geómetra; de forma que cada ondulación del terreno y cada arboleda albergaban arqueros y, entremedias, formaban los cuadros de infantería, mostrando sus picas.
Las polvaredas, espesas como nubarrones, hervían de agitación y rebrillar de aceros. Ofuscados, los nómadas cargaban bajo una lluvia de saetas e iban a estrellarse una y otra vez contra las puntas tendidas. Los piqueros blandían hierros adelante y atrás, aunque los jinetes golpeaban las astas con sus largos sables, haciéndolas vibrar. En muchos puntos, la afluencia de nómadas era tal que se apelotonaban en las picas y, hacinados, se estorbaban mutuamente; de forma que nuestras tropas, moviendo sin cesar las varas, hacían una matanza entre ellos.
Los golpes sacaban a los jinetes de las sillas, y las monturas, encabritadas por los puyazos, se ponían de manos relinchando. Los reyezuelos soplaban trompas de hueso en medio del tumulto de lanzadas, y los hechiceros nómadas, enloquecidos por la efusión de sangre, se arrojaban sobre los hierros agitando sus sonajeros mágicos. Entre nuestros cuadros y la laguna, escaramuceros y brujas bailaban la guerra, entrechocando los palos de las lanzas y batiendo estruendosamente espadas. Y, sobre aquel lejano altozano, seguían aleteando los estandartes, y Carará Mutel se asomaba al borde, mientras el sol hacía relucir su máscara de oro y la brisa cálida agitaba sus amplios ropajes rojos.
Fue entonces cuando, entre nubes de polvo, surgieron barritando los elefantes: monstruos de pelaje marrón, enormes, cubiertos de telas azules y doradas, con pesados caparazones de púas y cuchillas curvas al extremo de los dos pares de colmillos. Tras ellos, entrevistos en la polvareda, llegaban puces con máscaras y pinturas de guerra. Entraron en liza por la izquierda, tratando de apartarnos de las charcas, y en un instante los tuvimos encima, pisoteando con furia a los hombres, trompeteando y sacudiendo las orejas. Desde las torres de vaqueta y mimbre, tiradores goro y pandalumes disparaban sus dardos y, por los huecos, los puces entraban al combate entre resonar de bramaderas.
Aquellas bestias parecían incontenibles, aplastando todo a su paso. Los piqueros se agolpaban ante ellas, enfrentándolas con los hierros tendidos y un gran griterío. Caían bajo las patas y los colmillos, y los golpes de trompa los mandaban por los aires. Las varas se rompían contra los caparazones, los cuadros comenzaban a ceder, abrumados por la lluvia de proyectiles, y los hombres del Urante blandían sus dardos entre cánticos de victoria. Pero ya los montañeses que rodeaban a don Tavarusa estaban agitando sus estandartes de señales, las catapultas corregían el tiro y, por entre toda aquella confusión, vimos aparecer a gentes de las Tierras Altas.
Se lanzaron hacia delante sin miedo. Las mujeres-araña arrancaban a sus víctimas de lo alto mediante redes emplomadas; los hombres-escorpión volteaban cuchillas al extremo de correas, infligiendo heridas atroces; y enjambres de gente-avispa, pintarrajeados a manchas amarillas sobre negro, acudían disparando saetas emponzoñadas. Los conductores de los elefantes los aguijaban contra ellos, y los tiradores asían nuevos dardos, observando desconcertados cómo hormigueaban alrededor. Manamaragas de máscaras antiguas y terribles zigzagueaban entre los remolinos de polvo, agitando lanzas en llamas, blandiendo armas como guadañas o tumbándose de espaldas para calzarse el arco y arrojar flechas humeantes con fuerza terrible.
Los tiros de catapulta silbaban entre el vuelo de las saetas, esparciendo humo y fuego. Un elefante, herido por uno de aquellos largos hierros, cayó entre berridos de dolor, aplastando a los que luchaban a su vera; y, cuando un bolaño acertó de lleno en una torre, hombres, maderas y armamento saltaron por los aires como dulces de piñata. Los monstruos trompeteaban, exacerbados por los flechazos, y se revolvían, bamboleándose de un lado a otro como montañas, oscureciendo con sus moles el sol.
Aún recuerdo cómo corría yo en medio de todo aquel caos, con la rodela en alto para protegerme de los dardos que caían silbando. Los proyectiles zumbaban rabiosos, el polvo se arremolinaba a bocanadas, sofocando, y los escaramuceros acudían en tropel, con toda clase de armas, para trabarse como furias a los mismos pies de los elefantes. Entonces, de entre toda esa barahúnda, me salió al paso un mestizo con máscara de matar; un juramentado que llevaba el sello de Tuga Tursa en el escudo. Me hizo un aspaviento de desafío, entrechocando escudo y maza. Y yo, ante el gesto, le tiré uno de mis dos venablos y le herí en el vientre.
Pero luego, antes de que pudiera asestarle el golpe de gracia, nuevos llegados me hicieron olvidarle allí herido, revolcándose entre los muertos. Personajes con máscaras de ofidio surgían como fantasmas diurnos de entre las densas polvaredas. Silbaban y siseaban al disparar sus arcos, y con ellos iba un hombre desnudo y pintado que calaba esa máscara antigua que es conocida con el nombre de Cufa Sabut.
Llevaban con ellos el estandarte de la Máscara Real: un círculo con un ojo dentro, del que irradian seis dedos como los rayos de una estrella. Multitud de gentes-serpiente se agitaban en torno al portador del Cufa Sabut —muy alto y huesudo, con un espada en cada mano— cubriéndole con escudos que lucían sellos y culebras entrelazadas. Cuando la vi así, tras las adargas, aquella máscara me resultó tan hermosa, tan enigmática como su leyenda decía. Brillaba, sonreía, cautivaba aun en medio de la vorágine, obligándome a desviar la vista, deslumbrado. Pero apenas tuve un instante para admirarla, antes de que los vaivenes de la lucha la apartasen de mis ojos, y ya no pude verla más.
Los nómadas comenzaban a ceder ante el bosque de picas, abrumados por tantas pérdidas, y nuestra caballería, en falsa fuga, tras revolverse contra sus perseguidores, regresaba ahora a la carga, contribuyendo al desastre. Los reyes de la llanura soplaban sus turullos y los brujos sacudían sonajeros, entonaban largos gritos de guerra, hacían ondear las banderas orladas con los curiosos alfabetos de los llanos, tratando de mantener el ánimo de los suyos. Pero éstos retrocedían y los nuestros pasaban ya a la ofensiva, desplegándose y empujándoles a golpes de hierro, y enseguida los llaneros se vieron ante un largo muro de moharras tendidas.
Eran horas de mucho calor, próximo ya el mediodía, y el viento ardiente soplaba a ráfagas, rasgando las polvaredas. El sudor corría a mares, los brazos pesaban de blandir las armas y el mismo aire parecía quemar en la garganta reseca. Había sed, y olía a multitud y a muerte. Nuestros cuadros presionaban al ronco son de los tambores, agitando hierros, con los aliados pandalumes y los escaramuceros cubriendo el flanco izquierdo, y la caballería por el derecho, galopando a rienda suelta entre alaridos. Los reyes del llano hacían frente al muro de picas con denuedo, gritando sin entenderse y conduciendo cargas tumultuosas. Algunos jinetes dispersos habían logrado rebasar nuestras líneas por la derecha e intentaban alcanzar el cerro donde se hallaba Tavarusa; trataban de abrirse paso a galope tendido, entre voltear de sables, tan temerarios como juramentados, pero los montañeses los derribaban de lejos, a tiros de fusil y flechazos.
Al pie de las charcas, los escaramuceros combatían en confusión, entre las moles muertas de los elefantes abatidos. Varios de aquellos monstruos, cegados por las flechas envenenadas, barritaban enloquecidos. Terribles, los veíamos surgir de improviso entre las nubes de polvo, y pasar con gran estruendo, las torres en llamas, aplastando cuanto encontraban en su camino. El clamor, el bochorno, el polvo, lo cubrían todo. Las banderas, las crines de los caballos y las ropas holgadas de los llaneros ondeaban entre hierros arremolinados. La sangre salpicaba en el revuelo de armas, enrojeciendo las hojas; relucía al resbalar por los filos y burbujeaba en charcos oscuros sobre la tierra parda y seca.
De nuevo ondearon las banderas de señales desde el otero ocupado por el rey-brujo Mutel y la caballería pesada de los necas, hasta ese momento en reserva, se abrió paso por entre aquel maremágnum. Los que combatían en alto pudieron verlos aparecer al galope por el llano, haciendo retemblar el suelo con un estruendo sordo, como una tormenta de otoño. Cabalgaban cubiertos de piezas de armadura, sobre grandes monturas cubiertas de láminas y cotas metálicas, y enristrando lanzas con vistosas banderolas. Otros jinetes, interpuestos, les estorbaban, de forma que los caballos chocaban aparatosamente. Andanadas de flechas castigaban sus filas, y el polvo enturbiaba la vista. Pero aquellos falises, una rama semicivilizada de ese pueblo nómada, cargaban en formaciones cerradas, unas tras otras, como largas olas, y nada pudo impedir que llegasen a embestir con ímpetu irresistible contra el centro de nuestro ejército.
Las bestias al galope se ensartaban en el muro de picas y, agonizantes, seguían llevadas de su empuje; daban vuelcos, rompían astas y arrollaban a los hombres. Los jinetes salían lanzados por los aires e iban a caer sobre los piqueros, desbaratando las líneas. Más de un cuadro sucumbió bajo aquella avalancha de caballería blindada, y los hombres fueron entonces barridos por el vendaval de cascos, lanzas y sables. Los restantes hubieron de resistir apiñados, erizando hierros y con los ballesteros entre las varas.
Nuestras reservas acudieron a cerrar brechas, mientras los jinetes enemigos se agolpaban allí como aguas en las represas. La infantería puce arrostraba nuestras largas picas, los jinetes nómadas volvían en desorden al ataque y los elefantes supervivientes se estaban reuniendo para una nueva carga. Los combatientes se amontonaban unos contra otros y la línea de batalla se agitaba en toda su gran extensión: hervía de lanzas agitadas, de estandartes, de espadas y hachas, y de escudos pintados que subían y bajaban sin cesar.
Un gran griterío, muy distinto, comenzó a correr entre los llaneros. Los vimos apartarse y refluir, mientras sus reyes volvían indecisos los ojos a la espalda, aupándose sobre los estribos. Y nosotros miramos también más allá.
Dos lares sensi, los Mettorutane y los Ococogunne, se habían vuelto contra sus aliados y, mientras todos luchaban, se habían lanzado al ataque contra el cerro ocupado por Carará Mutel. Aquel que arriesgaba alguna que otra mirada por entre el choque de armas, podía ver cómo los sensi espoleaban sus monturas por las laderas, apoyados por esclavos con arcos. Los puces y los necas de la guardia de Mutel se defendían con rabia, indignados por esa traición, y hombres y caballos rodaban cuesta abajo, entre regatos de guijarros y arena. Otros nómadas picaban ya espuelas en socorro del rey-brujo, pero los atacantes eran muchos para los defensores, las saetas arreciaban y, pese a todo su valor, los defensores fueron desalojados de la cima del cerro.
Y, con eso, aquella coalición heterogénea quedó sin cabeza. Nadie sabía ya muy bien qué pasaba y la confusión cundió como un incendio. Cabecillas y hechiceros titubeaban, cada uno dudando de los demás, y en un parpadeo, unos por otros, comenzaron a retirarse.
La gran horda se resquebrajó como muro de barro. La infantería tiraba sus armas para huir, y los jinetes volvían grupas. Corrían o galopaban hacia los carros o hacia campo abierto. Los nómadas, inclinados sobre el cuello de sus monturas, las fustigaban con furia, y los elefantes se abrían paso a través de la desbandada, atropellando a los fugitivos.
Vimos cómo escapaban en lontananza, desperdigándose cada vez más. Los cuadros avanzaban en línea, la caballería cargaba por el flanco y las lanzáis copa habían salido con caballos frescos a perseguir a los enemigos en fuga, desplegadas en abanico. Enarbolando lanzas y sables, les daban alcance y los derribaban. Hombres y caballos caían entre revolcones, en confusión.
Enseguida todos estuvieron lejos. Soplaba una brisa polvorienta, enturbiando la luz del sol. Los heridos se retorcían entre los muertos. El aleteo de cuervos oscurecía el aire; hurgaban en las carroñas, rebuscando desafiantes; y nubes de moscardones acudían zumbando a la sangre. Las brujas de guerra se congregaban en torno a los enemigos rezagados. Éstos les hacían frente con sus hierros mientras ellas brincaban alrededor, como demonios pintarrajeados, agitando picas recogidas de entre los cadáveres. Los hostigaban a puyazos, abriéndoles las carnes antes de ensartarlos e irse en busca de nuevas presas. Algunos se agrupaban para defenderse, pero ellas los apedreaban y, una vez caídos, les abrían el costado para arrancar el corazón aún tembloroso. Allá lejos, sobre el cerro que ocupara el rey-brujo, los toldos rojos de su carpa ardían con una humareda alta y negra, como proclamando a los cuatro vientos el desenlace de la batalla.
Hubo aún, sin embargo, choques armados durante toda la tarde. Los jinetes libraban escaramuzas rápidas a lanza tendida, los nómadas se defendían junto a sus grandes carros y los campamentos estaban en llamas.
En las lagunas, personajes con máscaras se escabullían como culebras por las cañas, dándose caza unos a otros. Pintarrajeados y sigilosos, se les entreveía en la espesura: surgían por un instante y al siguiente ya no estaban. Las aves alzaban ruidosamente el vuelo, en bandadas inmensas, y la brisa acariciaba las copas de los árboles, estremeciendo la penumbra del bosque. Ecos de gritos distantes resonaban sobre las charcas y, a veces, flechas sueltas volaban como pájaros entre dos orillas.
El sol comenzaba ya a declinar, dorando el centelleo de las aguas, cuando Tuga Tursa apareció por fin ante mis ojos, abriéndose paso entre los juncos. Vadeaba con cautela, espadas en mano, mientras yo, oculto en la maleza, espiaba sus movimientos. Lucía una media armadura de cuero lacado y metal bruñido sobre el cuerpo pintado de colores vivos, máscara de cobre pulido y llevaba la cabellera suelta y teñida de añil. Su ajuar —espadas, arnés, cambuj; las alhajas que brillaban sobre la piel untada de amarillos y azules— estaba formado por trabajos de calidad; piezas magníficas tal como corresponde a la concubina de un grande.
Se detuvo de golpe, recelosa, a escudriñar cada resquicio de la espesura circundante. La vegetación abarrotaba las orillas, sepultándolas bajo un estallido de verdes y castaños. Las copas de los árboles se mecían susurrando sobre su cabeza y el resplandor de la tarde se filtraba por el enramado, cubriendo el suelo de arabescos luminosos.
Hasta que no volvió la cabeza no me descubrió allí cerca, camuflado en los contraluces de la chopera. Nos miramos durante un instante muy largo. Luego me acerqué sopesando despacio el venablo. Comenzamos a girar entre los árboles, uno en torno al otro; lenta, muy lentamente, igual que duelistas en el ruedo. Yo agitaba el hierro con parsimonia deliberada, tanteando, y ella fintaba interponiendo aceros, algo inclinada hacia delante. Los labios llenos, pintados de turquí y amarillo, aleteaban entreabiertos, y los ojos, tras las ranuras cobrizas de la máscara, despedían fuego azul.
Amagué algunos tiros y, en cada ocasión, ella esguinzó con rapidez para hurtarse a un posible golpe. Pero advertí que había cambiado de mano las espadas —la larga a la zurda, la daga a la diestra— y, atento a sus gestos, pude constatar que a duras penas podía valerse del brazo derecho, quizá dañado por un golpe de maza o un encontronazo. Las placas de su coraza tintineaban a cada inspiración, como si le faltase el aliento, y la sangre caía sobre las plantas, las gotas reluciendo como gemas sobre el verde oscuro de las hojas.
Estuvimos así largo rato, girando. Yo blandía el venablo y ella esquivaba, escabulléndose tras los troncos. Fui azuzándola sin descanso con amagos del hierro, rehusando sus intentos de trabarse y empujándola sin cesar por la chopera. A cada paso que daba atrás, el sol le correteaba por el cuerpo, moteándolo al trasluz del enramado; los aceros chispeaban y sus ojos azules ardían con sentimientos que pasaban por ellos como relámpagos: furia, dolor, fatiga, desamparo.
Agité otra vez el venablo, ella se removió de nuevo, volvimos a cruzar miradas. Reculó una vez más, se detuvo y después, de repente, enderezó la espalda y volteó aceros, para luego abrirse lentamente de brazos, con las hojas de las espadas pegadas a los codos, adoptando esa postura ritual de brazos en cruz que ningún gorgota puede dejar de reconocer.
La observé con mezcla de recelo y respeto mientras ella aguardaba así, quieta. Estaba malherida, cierto; pero yo hubiera esperado quizás algo muy distinto de ella: puede que una resistencia desesperada con uñas y dientes o que, al verse indefensa, optase por degollarse a sí misma, como es costumbre entre algunos pueblos momgargas. Desde luego, nunca pensé que llegaría a entregarse, y me moví a un lado y luego al otro, desconfiado; porque Tuga Tursa era una bruja marrullera, capaz de cualquier treta. Sin embargo, máscara obliga y un cazador de cabezas no puede negar a nadie la buena muerte. Así que, aunque con suspicacia, acepté la rendición que me brindaba, abatiendo algo el hierro y cabeceando.
Entonces depositó con cuidado las armas en el suelo, y se alejó unos pasos de ellas, antes de dejarse caer de rodillas sobre la hojarasca. Todo eso con pasos tan sueltos como los de una bailarina en el tablado, acompasados y medidos, de forma que no hizo sino avivar mis recelos. No obstante ahora, años después, comprendo que ella era de esos que están fascinados por la idea del fin propio; de esa gente que se regodea tanto en la idea del fracaso como en la del triunfo.
Se desprendió del cambuj de cobre, luego de la gola; acto seguido se introdujo los dedos en la cabellera teñida de añil y comenzó a reunirla en un moño alto, para descubrir la nuca. Remoloneé un instante a su lado, contemplando por vez última aquel rostro hermoso y pintado, antes de ir a situarme detrás de ella. Y allí, con gesto quedo, fui desenvainando la espada.
Sus dedos largos, enfundados en bronce, anudaban con parsimonia los mechones añil. Por lo bajo, entonaba una melodía lenta y cadenciosa; uno de esos antiguos cantos de muerte pandalumes, tranquilos y suaves, sedantes como nanas. Yo aguardaba el momento propicio a su espalda, escuchando cautivado el canturreo, acero en puño y dejándome acariciar por los suaves compases de la tonada.
La cantinela fue desvaneciéndose despacio, se convirtió en un sordo tarareo. Cesó. Sobrevino una pausa. El aire de la tarde susurraba entre las ramas, las hojas se estremecían, la luz temblaba. Tuga Tursa, entrelazando los dedos a la espalda, me ofreció el cuello desnudo. Entonces pasé con rapidez a su izquierda y, de un solo golpe a dos manos, la decapité.
El cuerpo se desplomó laxo, desangrándose a chorros sobre la tierra negra, y la cabeza fue dando tumbos por la hojarasca. Me precipité a recogerla. Luego tomé asiento sobre un tronco muerto y, haciendo a un lado la espada, le di vueltas entre las manos, despreocupado de la sangre que me goteaba sobre el calzón y las polainas.
Estudié con detenimiento aquel rostro armonioso, embadurnado de colores luminosos. Así la cabeza por el cogote y me entretuve en limpiarla de motas de tierra y briznas de hierba. Los ojos, vueltos por la muerte, mostraban el blanco y la afeaban, así que le cerré los párpados con cuidado. Porque nosotros los Cien, como cualquier otro cazador, somos bien poca cosa sin las presas y gustamos de pensar que las que hemos cobrado son las mejores, las más hermosas.
Me demoré así largo rato, jugueteando con la cabeza de la bruja. El tacto untuoso de las mejillas pintadas, el olor a sangre vertida, agitaba viejos recuerdos adheridos a la máscara de matar, conjurando imágenes que no me pertenecían a mí, sino a hombres ya muertos.
Acariciando aquellos labios plenos, entornaba los párpados y los veía vagabundear por caminos, riberas, bosques; todos calando una máscara de madera negra y bronce bruñido; un semblante antiguo y alobado, de gesto entre pensativo y cruel. Cobluga, frío y distante, con una extraña manera de pensar. Taltalcú, el más cruel de todos. Col Mogüe, cazacabezas por accidente. Ellos y muchos más: todos cuantos algún día contemplaran el mundo a través de las rendijas del cambuj se insinuaban ahora en los bordes de mi propia memoria. Asomaban, desaparecían.
Luego todo aquello pasó y yo, con cierto esfuerzo, volví los ojos. La luz menguaba y enrojecía, y el sol estaba ya muy bajo. Nubes de insectos revoloteaban golosos en torno al cadáver, cubriendo las heridas, y grandes moscardones negros zumbaban como locos en torno a mi espada veteada de sangre. Durante un rato me esforcé en espantarlos a manotazos, en vano.
Cuando abandoné los humedales, el sol acababa de ponerse en ese mar de hierbas que son los llanos. Las nubes blancas se arrebolaban con bordes teñidos de un rojo intenso, mientras el azul del cielo iba pasando lentamente al violeta y, más al este, al azul muy oscuro. Las sombras se espesaban entre los árboles y grandes hogueras llameaban al raso. Santones de Ejaune, pintados como esqueletos, giraban en torno a los fuegos con sus hachas aguadañadas en alto, bailando viejas danzas en honor de los muertos en la batalla.
A campo traviesa, vi llegar a Trapaieiro Porcaián, en compañía de un nutrido grupo de hombres-jabalí: montañeses hirsutos de frondosas barbas, con pieles de jabalí sobre cabeza y espalda, armados con pesadas hachas dobles, arcos de guerra y lanzas. Redujo el paso para observarme interesado. Nos saludamos, me uní a ellos y anduvimos cierto trecho en silencio.
—Así que por fin la has encontrado —comentó al cabo.
Asentí. Llevaba yo la máscara de matar alzada sobre la frente y los despojos de la bruja —arnés, aceros, joyas— a cuestas sobre el hombro izquierdo, sujetos con una mano. La cabeza cortada pendulaba entre el botín, colgada por el cabello azul.
El montañés ladeó la cabeza para examinarla en la penumbra del crepúsculo.
—Era tan guapa como decían, tengo que reconocerlo —afirmó, admirando aquellos rasgos pintarrajeados.
—Era una bruja loca —rezongué.
—¿Seguro?
—No. Pero, en todo caso, ya está muerta.
Volvió a mirarme de soslayo y lleno de curiosidad; pero se abstuvo de comentar nada. Se reacomodó las vainas de las espadas sobre los hombros, con un gesto que le era muy propio, al tiempo que lanzaba una mirada displicente alrededor.
—Bien, cazador, ¿y ahora qué?
—Ahora a Yunquera. —Agité la cabeza. Iría a la ciudadela de la gente-león, en el corazón del Carauce: ellos dispondrían de la cabeza de aquella bruja rompevedas—. Después, puede que me acerque hasta Boca Chica.
—Boca Chica, ¿eh? ¿Y qué tienes tú que ver con la Reina Bruja, si puede saberse?
—Con ella nada. Pero sí con una de sus brujas: Qum Moga; supongo que la recuerdas. Allá en Jabalaneté cerramos un pacto que acabó siendo bastante desventajoso para mí, y ahora estoy obligado con ella y debo cazarle una cabeza.
—Ya, ya. —Reía por lo bajo—. Ya conozco ese tipo de acuerdos.
—¿…? —Ahora fui yo el que volvió la cabeza, intrigado.
—Vamos. —Bajo la máscara semihumana de jabalí, se insinuaba una sonrisa—. Tarde o temprano, la caza humana se os mete en la sangre y, cuando eso ocurre, cualquier excusa es buena para volver a ella. Al final os pasa a todos, y es lógico. Pero ten cuidado. Recuerda que en este juego uno es cazador y presa a un tiempo.
—De sobra lo sé. —Hice una pausa, caviloso—. Puede que tengas razón, al menos en parte. No se me había ocurrido pensarlo, pero eso no quita para que pueda ser verdad. Uno cree conocerse y luego, muchas veces, cuando se detiene a mirarse, sólo ve a un extraño. De todas formas, no sé siquiera si iré ahora a Boca Chica —añadí, recordando el encargo de Aorcabuéis—. Puede que antes tenga que ocuparme de otros asuntos.
Me miró de nuevo y cabeceó.
—Así que los Cien vuelven de nuevo a la guerra…
Nada respondí a eso, ni cambié de gesto, ni le pregunté cómo había sabido o qué le había hecho adivinar que los Cuatro habían decidido que saliésemos a luchar contra los seguidores de la Máscara Real. Él tampoco añadió nada a ese comentario, y seguimos caminando un rato en silencio, a la luz del ocaso.
Un puñado de jinetes pasó al trote. Extranjeros de cabezas calvas, con ropas amplias y negras sobre cuerpos untados de escarlata. Racimos de manos disecadas adornaban sus lanzas y los cascabeles de sus caballos tintineaban al cabalgar. Al cruzarnos, nos dirigieron largas miradas curiosas, de soslayo. Sin duda, debíamos de resultarles tan exóticos como ellos a nosotros. Tenían aspecto de caníbales y, de pasada, me pregunté cuál sería su pueblo y lugar origen.
Bandas de aventureros errantes, algunas originarias de lugares muy remotos, habían participado en la gran coalición de Mutel y, aunque nos habían combatido encarnizadamente hacía sólo unas pocas horas, ahora estaban de nuestro lado. Astiri, uno de los lugartenientes del ogro Tavarusa, había salido a campo abierto apenas concluir el combate, acompañado de intérpretes y rodeado de montañeses que ondeaban los estandartes amarillos con sellos rojos de la tregua. Y muchos de aquellos vagabundos habían acudido a su reclamo, tratando de congraciarse con los vencedores.
—¿Y por qué no? —Trapaieiro Porcaián se encogió de hombros cuando le señalé a aquellos nómadas que ahora dedicaban reverencias y zalemas al brujo montañés—. Es mejor tenerles de nuestro lado que a la espalda, hostigando. Son bandas demasiado pequeñas como para temer de ellas una traición y, además, son un buen refuerzo. No sé si te das cuenta de lo cerca que hemos estado hoy de la derrota y el desastre. Y seguimos en mitad del Chan Menor, a mil kilómetros de Los Seis Dedos, y la guerra aún no ha acabado.
Asentí.
Al borde del campo de batalla, los mediarmas habían improvisado altares de piedra y, olvidando heridas y cansancio, bailaban en honor de sus ídolos. Rugían llamas enormes, retumbaban los grandes tambores y un sinnúmero de hierros desnudos subían y bajaban sin cesar, reflejando la luz de los fuegos. Brujos enmascarados danzaban ante las aras, hileras de prisioneros aguardaban maniatados, y la sangre desbordaba las piedras para arroyar por la tierra parda en regatos calientes y oscuros.
Colgaba sobre todo aquel llano el olor inconfundible de la muerte que acompaña a las batallas, ese que amortaja los campos cubiertos de gran número de muertos. Al otro lado, ardían estacadas, carretas, tiendas, lanzando al aire del ocaso oleadas de pavesas incandescentes. La lucha no había acabado sin embargo, ya que algunos jefes decididos habían guiado a los suyos hasta el borde mismo de los humedales, para formar allí un gran círculo defensivo de carros. El montañés me los había señalado con el dedo.
—Esas pandillas nos vendrán bien mañana o pasado: ese ruedo de carros va a ser tan difícil de conquistar como una fortaleza.
Cuadrillas de nómadas asediaban el anillo al galope, entre agitar de arcos; nuestra infantería también tanteaba aquí y allá, formando tortuga con los escudos, y las flechas incendiarias rasgaban la penumbra con largas trayectorias llameantes, como meteoros. Los sitiados respondían, parapetados tras aquellos enormes carros de ruedas macizas, y los jinetes rodaban atravesados por largas saetas.
Contemplamos la refriega de lejos, durante un rato. Allá dentro se hacinaban hombres, mujeres, niños, ancianos. Lares enteros aguardaban su suerte al amparo de los carros. Cuando, antes o después, los nuestros entrasen a sangre y fuego en aquel ruedo, casi todos morirían en la lucha o después, por su propia mano o pasados a cuchillo. Los supervivientes se convertirían en esclavos de los mediarmas o serían vendidos a los traficantes. Algunas niñas serían elegidas por las lais altacopas para ser educadas en Escarpa Umea, y puede que algún jefe, llevado de su propio capricho, adoptase o liberase a alguien. Y, sin duda, no pocos lograrían escapar.
Pero, como grupo, estaban condenados. Al finalizar el asalto, los lares allí refugiados —cada uno con su peculiar sentido colectivo, sus dioses familiares, su pequeña historia— serían aniquilados y morirían para siempre.
—En fin —dejé de lado aquellos pensamientos—, ¿y cuáles son tus planes, montañés?
—Dicen que Carará Mutel ha muerto —volvió a recolocar sus espadas sobre el hombro—; pero aún quedan sus hermanos, la Máscara Real anda suelta y la guerra sigue… Si te soy sincero, no tengo planes. Estoy a expensas de los acontecimientos.
El terreno estaba sembrado de bultos inmóviles. En la creciente oscuridad, hienas de pelaje gris y negro se escabullían riendo entre los cadáveres y a veces nos llegaba un lamento en idiomas extraños, de labios de enemigos malheridos a los que las brujas —siguiendo sus misteriosos designios, o quizá por simple capricho— habían dejado con vida.
Trapaieiro Porcaián ladeó la cabeza, escuchando. Alguien volvió a gritar en la casi oscuridad, en una lengua desconocida y, como a coro, estalló un escándalo formidable entre las hienas. El montañés acarició las mejillas de bronce de su máscara, luego el pomo de su espada, forjado como la cabeza de un jabalí. Hubo un intervalo de silencio.
—¿Es un agüero? —le pregunté.
—Supongo que sí.