14

La batalla, más tarde conocida como la de Aguas Sogqi, supuso el final de los sueños de los hermanos Mutel. Uno de ellos, Carará, murió incluso en aquella jornada. Su coalición se deshizo y los ancianos de Pagoa les retiraron la confianza. Los nómadas levantaron el sitio de Erruza, y unos se apresuraron a firmar la paz en tanto que otros volvían grupas y escapaban al este y al norte, para alejarse de las lanzas armas.

El ejército de Tavarusa, tras asegurar las colonias armas en el Chan Menor, se retiró hacia Los Seis Dedos. Pero ni el Rey Rojo ni Trapaieiro Porcaián volvieron con él. Aquellas dos máscaras legendarias se apartaron con sus acompañantes y se dirigieron por su cuenta hacia la ciudad de Gaiola, porque los espías del ogro montañés habían logrado averiguar que el Cufa Sabut había sobrevivido a la derrota de sus aliados y se había refugiado en aquella ciudad independiente y mercantil.

Ese viaje al norte lo hicieron junto a un pequeño séquito de amigos y asalariados. El viajero del Sursur, Te-Cui, se fue con ellos, y Palo Vento hizo lo propio a su vez, acompañando a éste.

Así fue como, unas tres semanas después de la gran batalla en los llanos, el escriba se encontró en una azotea de Gaiola, asomado al borde, en compañía de Viboraz. Éste fumaba una larga pipa de madera y aquél se abanicaba con parsimonia, mientras contemplaban el espectáculo de la gente en la calle. Porque allá abajo, por plazuelas y callejas, hervía una mezcolanza humana típica de las ciudades fronterizas. Gorgotas con máscaras, pandalumes de barbas teñidas, caralocas pintarrajeados, mestizos, nómadas, vagabundos de lugares muy lejanos.

—Raro es el día que no entra o sale una caravana, o un barco —comentó entre dos caladas el manamaraga, que ya había estado allí otras veces, escoltando a mercaderes—. Dicen, y con razón, que Gaiola es uno de los ombligos del mundo.

El otro asintió, sin apartar los ojos de la calle. Las gentes iban de acá para allá, se detenían en los puestos, regateaban con gestos exagerados. Aromas a especias, frutas, hierbas aromáticas, perfumes, subían a oleadas. Las voces de los vendedores se confundían con el batir de yunques y los gritos de los porteadores. Los mendigos alargaban sus escudillas, los forasteros observaban embobados y los matones empujaban a la gente, abriendo paso a las sillas de mano de los ricos. Vagos con aceros desnudos en las fajas se recostaban en las esquinas, y había mujeres con máscaras doradas que se pavoneaban entre aquel mar de gente. Con la pipa, el manamaraga le mostró una de estas últimas a Palo Vento.

—Míralas —rezongó—. En Los Seis Dedos no andarían así, imitando con tanto descaro a las altacopas.

—No, claro. —El otro se permitió una sonrisa leve—. Se llevarían, como poco, una buena paliza, y tendrían que pagar una multa elevada. Pero tú lo has dicho: no estamos en Los Seis Dedos… que no se te vaya a olvidar.

Observó cómo los vencejos oscuros, de alas como hoces, sobrevolaban la ciudad en busca de insectos, antes de poner los ojos en el maremágnum de tejados y terrazas circundantes. En los balcones de madera, muy trabajada, suspendidos sobre las calles y en la ropa tendida que ondeaba en la brisa vespertina. Giraldas de hierro negro daban vueltas en lo alto de las torres y el sol iba declinando entre nubes blancas, esparciendo un resplandor tardío que avivaba los colores, acentuando contrastes y ennobleciendo los detalles con una pátina de reflejos dorados.

El calor comenzaba a remitir y pronto, al ocaso, refrescaría para dar paso a una noche algo destemplada, casi como un preludio a un otoño que ya se iba dejando sentir en el aire. Pero eso sería luego, a la puesta del sol. A esas horas, el bochorno aún gravitaba sobre la ciudad, convirtiendo las calles estrechas en hornos de atmósfera recalentada.

Palo Vento volvió su atención a la azotea en la que se hallaban. Viboraz fumaba con cachaza, a su mismo lado y, más allá, tres hombres descansaban bajo un toldo multicolor, bebiendo vino y charlando informalmente. Uno de ellos era Cosal, el otro el maestro Te-Cui y el tercero su anfitrión, Caug lar Mahín, también llamado el Jato Malaváia. Era él quien estaba hablando.

—Entre mi gente, es un dicho que el lar está hecho de chan e curmáns; es decir, de tierra y parentela —explicaba con pasión, sobándose la gran barba teñida de azul y blanco, tal como suelen llevarla muchos pandalumes de Los Seis Dedos—. Los trocalumes sólo saben de lazos de sangre pero eso se debe a que ellos son nómadas. Para nosotros, los pandalumes, hay algo más; un vínculo con la tierra que… —Se miró absorto las manos, grandes y nudosas, más de campesino que de mercader. Luego sonrió de repente, haciendo nacer infinidad de arrugas en torno a los ojos—. Pero en fin, me cuesta explicarlo. Tendría que hablar con las lais. Ellas saben más que yo.

—Creo haberlo entendido —sonrió el maestro Te-Cui—. Siempre me ha interesado el sentir de la gente. Creo que ese sentir forma una corriente poderosa que los gobernantes deberían tener en cuenta, porque es lenta pero muy fuerte, y no conviene remar en contra de ella.

—Sin embargo, usted no ha venido de tan lejos para ver cómo vive la gente por estos pagos.

—Cierto. Vengo buscando a una persona en concreto, y no cejaré hasta hallarla o saber al menos qué ha sido de ella. Pero eso no me ha robado mi manera de ser. Y yo soy un hombre curioso.

—E inquieto. Apuesto a que no está nunca mucho tiempo en el mismo sitio.

—¿Tanto se me nota? —sonrió el maestro.

—Lleva la marca del errante. —Al otro, a su vez, se le escapó una sonrisa—. Hace muchos años que estoy en el caravaneo, lo que en sí mismo es una forma como cualquier otra de ganarse la vida. Pero no voy a negar que me gusta ir de un lado a otro, ver mundo y conocer gente.

—A mí también. Aunque a este viaje me empuja la obligación.

—Por supuesto. Pero si no hubiera sido eso hubiera sido otra cosa; de no ser el norte, hubiera sido el sur. Cuando a uno se le mete el veneno del camino en el cuerpo…

—Humm. —El maestro meneó la cabeza, con una media sonrisa, sin desdecir a su anfitrión.

Sentado enfrente, Cosal observó con simpatía a aquel viajero llegado de las cortes sureñas. El sol de las praderas le había oscurecido la piel, y la barba era algo más larga y salvaje ahora. Sus ropas se habían hecho también más abigarradas y casi podría pasar por un mestizo o por uno de esos trotamundos que, a fuerza de viajes, han hecho de su atuendo un muestrario de sus vagabundeos.

La blusa azul cobalto era de corte arma; el calzón holgado y lleno de pliegues, de un granate subido, era trocalume. La faja tenía una botonadura de monedas y, entre sus vueltas, eso sí, llevaba aún su antigua espada del Sursur, y una primorosa daga, triangular y calada, como las que usan los pandalumes de Tres Cortes. Sobre tales atavíos, portaba algunas piezas de armadura, a la gorgota, aunque cada una de ellas era de un estilo distinto.

—¿Espera encontrar a su desaparecido alumno aquí?

—No, pero sí acabar llegando a alguna pista sobre su paradero.

—¿Por qué está tan seguro? ¿Sólo porque lo diga el Rey Rojo?

—Así es: él me ha dado su palabra.

—El Rey Rojo es un grande, sin duda —afirmó con prudencia el pandalume—. Pero la gente como usted suele preferir los hechos, y lo que se puede palpar y tocar; y no da mucha importancia a augurios ni profecías.

—Cierto, aunque tampoco desdeño nada de eso. En todo caso, voy a ciegas y el Rey Rojo me ha ofrecido al menos un camino. Ya veremos adónde me lleva…

Se interrumpió al advertir cómo los dos hombres-serpiente se inclinaban sobre el antepecho de la terraza, perdida de repente la indolencia.

—Algo pasa ahí abajo —advirtió Palo Vento.

Los otros tres se incorporaron. Una pequeña muchedumbre se arremolinaba en un cruce. No dejaba de llegar gente, se oían gritos y algunos curiosos se habían subido a los tenderetes, o se asomaban a los balcones, tratando de averiguar qué ocurría.

—No se ve nada —rezongó Cosal—. ¿Qué puede haber pasado?

—¿Quién sabe? —Malaváia se apartó del borde—. Habrá habido una pelea, o habrán pillado a un descuidero. O puede que hayan asesinado a alguien.

El hombre-serpiente torció el gesto.

—Es fácil morir en Gaiola, por lo que veo. Ayer apuñalaron a un mestizo, un glutaga, en plena calle. Nadie vio nada pero, de repente, aquel hombre cayó al suelo. Yo lo vi, estaba tirado, muriéndose, y creo que ni llegó a saber qué le había pasado.

—Hay aquí talafuratas expertos en matar a plena luz. Se acercan a sus víctimas en las aglomeraciones y les clavan unos aceros estrechos y sin mango que manejan como prestidigitadores. Ocurre tal como has contado: alguien cae muerto, en mitad de la gente, y nadie ha visto nada.

—No parece que Gaiola sea un remanso de paz —manifestó el maestro.

—Nunca lo ha sido, aunque vivimos tiempos especialmente turbulentos. Gaiola es una ciudad comercial, situada en una encrucijada. Al oeste tiene el Alto Norte y el Carauce, al este el Chan. Aquí el río cambia de nombre: aguas abajo es el Morega y aguas arriba el Moregúa, por el que se sube hasta Lagoa.

Se miró luego las palmas de las manos, callando un momento para observar a continuación el vuelo de una bandada de pájaros, que aleteaban alrededor de una torre cercana.

—Somos gente de aluvión: no hay más que asomarse a la calle para comprobarlo. Esta ciudad está habitada por dos docenas de pueblos, sin contar a los mestizos. De hecho, hay aquí dos grupos mestizos, los jacar y los glutaga, que se reparten el poder y que, entrambos, bien pueden sumar un cuarto de la población total.

—¿Es esa diferencia de pueblos la que provoca tanta violencia?

—No creo. Aquí pesa más el interés que la sangre. —Volviéndose al toldo, se sirvió un poco más de vino—. Somos comerciantes: no tenemos más dioses que los del Mercado, ni más nobleza que la de las bolsas bien repletas. Esta ciudad ha sido siempre un avispero de clientelas y rivalidades, y el asesinato no es otra cosa que una herramienta más.

Bebió un trago largo, y paladeó el vino. Nadie dijo nada.

—Aunque la sangre también pesa lo suyo, claro. Es famosa, fuera de aquí, la enemistad entre los jacar y los glutaga. Pero todo son motivos de separación y discordia. Los mismos pandalumes, por ejemplo… unos lares son emigrantes y otros nativos, fundados aquí, y también los hay que no son sino filiales de lares foráneos.

—¿Y el suyo propio? —tanteó con cautela Te-Cui.

—Los míos llegaron a esta ciudad hará unos dos siglos, procedentes de Los Seis Dedos, y aquella rama aún existe. Traficamos río abajo y no es ningún secreto que nuestros intereses coinciden más con los de los armas que con los de los lagoáns o los de los pandalumes de Tres Cortes. Pero así son las cosas del comercio.

Hizo otra pausa y el doctor se asomó a la calle. Todo había terminado abajo, fuera lo que fuese, y la gente iba ya dispersándose. Creyó ver que se llevaban algo o a alguien a rastras, y se inclinó un poco más, pero las sombras cubrían ya el cruce y el gentío le estorbaba la visión. Alzó los ojos. El sol, ya bajo, caía deforme y enrojecido por entre las torres de la ciudad, mientras el cielo iba cambiando poco a poco de color.

—Son tiempos revueltos, amigos —añadió el mercader—. La guerra en el Chan ha tenido un efecto carambola y parece como si todos los nómadas del Chan Menor y Aspoulas estuvieran en pie de guerra, luchando unos contra otros. ¿Quién podía prever una situación así? Hay rutas cortadas, se han perdido caravanas y el mercado es un caos. Nadie sabe qué géneros van a subir o bajar, ni cuánto, de un día para otro. Se hacen y se pierden fortunas, y casi nadie está contento con su suerte.

Sus oyentes asintieron. La guerra seguía en el Chan Menor, convertida ya en escaramuzas y golpes de mano. Los armas habían deshecho la coalición llanera en Aguas Sogqi, y los nómadas se entregaban ahora a luchas tribales. Muchos reyezuelos habían enviado regalos a las colonias que hacía pocos días sitiaban, mientras diplomáticos y asesinos a sueldo de los armas recorrían incansables las planicies.

Tras el desastre ante el ejército arma y la muerte de uno de los hermanos Mutel, no sólo Pagoa y los necas los habían abandonado, sino que los propios puces los habían sentenciado a muerte, tal como ocurría a veces con los reyes-brujos caídos en desgracia. Fiel a ese designio de los mayores de su pueblo, Eneqe Mutel había acudido a las montañas, a entregarse al cuchillo del degüello.

—¿Y Antil Mutel, el tercer hermano? —se interesó Te-Cui.

—Nada se sabe de él; pero nada se sabía ya desde hace tiempo. Hay quien dice que ha huido al Alto Norte —apuntó Malaváia.

—Eso he oído. —Cosal tentó el pomo de su espada, pendiente de su vaina en la axila—. Dicen también que las máscaras mayores de los puces han mandado a tres brujas, a arrancarle el corazón. Pero otros cuentan que en realidad ha muerto… y yo casi apostaría por esto último, porque me cuesta creer que un rey-brujo gargal, y más un Mutel, rehúya así sus obligaciones y ande huido como un bandido.

—¿Quién sabe? —Palo Vento se deslizó las yemas de los dedos por la franja ocre, orlada de negro, que le surcaba el cráneo—. Se cuentan tantas cosas… Hay quien dice incluso que Antil Mutel es ese rey-brujo, Pogar, que acompaña a todas partes a la Máscara Real.

Hubo un silencio. Habían llegado rumores desde Los Seis Dedos, sobre que había habido una matanza de partidarios de la Máscara Real, y que ésta había huido al Alto Norte. De ser así, sin duda el Cufa Sabut se dirigía hacia ese territorio con la intención de reunirse con ella.

—Corren muchos rumores, sí, y uno no puede saber qué es cierto —convino Malaváia—. Todo se descubrirá quizás a su debido tiempo. Pero, entretanto, esto hierve de intrigas y no es prudente hacer comentarios o preguntas a la ligera. Aquí, una lengua demasiado suelta puede costarle muy caro a uno.

Nadie repuso nada a eso. Cosal se entretenía jugando con su vaso, y Palo Vento y el maestro Te-Cui cabecearon. Viboraz se acarició la coleta que pendía sobre su mejilla, y lanzó luego una bocanada. El humo blanco ascendió en volutas perezosas, antes de dispersarse en el aire de la tarde, tal como se disipan en su momento la mayoría de los rumores.

Un par de noches después, moviéndose a la luz de una llama por una sala llena de muertos, Cosal habría de recordar todos aquellos comentarios sobre los peligros de Gaiola. Porque aquella noche, cada paso que dio en la oscuridad fue con extrema cautela, con una lámpara de latón en la zurda y la diestra cerca del puño de las de las espadas, mientras el maestro Te-Cui trasteaba por el lugar, estudiando los detalles más nimios.

La atmósfera de la casa era viciada, cálida y algo maloliente; las moscas zumbaban en la negrura y las llamas, al temblar, agitaban sombras sobre los muros. En esa casi oscuridad turbia, la sala se intuía amplia, llena de rincones y abierta a otras estancias a través arcos. El maestro se había acercado a la gran mesa central, también él con una lámpara en la mano, y examinaba a las seis mujeres muertas que se sentaban a su alrededor, ataviadas con mantos estampados y collares de plata y crines; dos de ellas con el rostro cubierto por máscaras de cuero castaño.

Unas yacían retrepadas en los asientos, otras de lado, y una había caído de bruces sobre el tablero de la mesa. Te-Cui paseó la luz de la llama por esos rostros, contemplando ojos ya opacos, labios entreabiertos, hilos de saliva que churreteaban los mentones. Cosal se acercó con la lámpara en alto, y esa nueva luz alumbró vasos de cerámica ocre, alguno de ellos volcado, así como una jarra aún medio llena de vino, con una mosca ahogada en su interior.

—Esto, entre pandalumes, es algo así como un asesinato ritual —susurró. Un castigo por un delito sacrílego que alcanza a todos los de una misma sangre.

—Es cierto —dijo una voz en la oscuridad, sobresaltándoles.

Pero no era sino el Jato Malaváia, que volvía de una inspección por la casa en sombras. Se detuvo bajo los arcos, el rostro empalidecido, con una mecha chisporroteando entre sus dedos.

—He mirado por todas partes y no hay más que muertos. Los niños, los criados, todos… y esta gente no es pandalume, sino yeyáus: descendientes de trocalumes que se asentaron en Gaiola.

Cosal, al asentir, hizo resbalar reflejos de las lámparas sobre los metales de su máscara de halcón.

—Pues deben de tener costumbres iguales —musitó.

—No; en absoluto. Pero alguien les ha aplicado la vieja ley pandalume —matizó Malaváia, a la luz oscilante de su mecha.

Cosal, por su parte, al alzar de nuevo la lámpara, se fijó en un cadáver exangüe que yacía despatarrado en una esquina, entre su propia sangre, como un monigote tirado.

—Ésta debió de rechazar el vino envenenado, así que usaron aceros. —Alumbró aún más cerca, arrancando destellos rojizos a la sangre.

Le habían asestado multitud de golpes, ninguno mortal, antes de abandonarla allí, para que se desengrase con lentitud.

—Este lar andaba metido en asuntos turbios —murmuró el mercader—. Nunca fueron gente limpia; pero la lai que los guiaba ahora era demasiado ambiciosa, y jugaba con todos los bandos. Eso debe de haberles perdido. —Se manoseó la barba blanca y azul—. Pero esta matanza no es normal. Me pregunto qué habrá pasado; quién les ha condenado y por qué…

Cosal tentó los puños de sus aceros, inquieto por los juegos de penumbras y tinieblas que bailoteaban por toda la sala. Aquellas gentes iban a revelarles —así se lo habían dicho a los agentes del Jato Malaváia— el paradero del Cufa Sabut, del que se sospechaba que estaba en Gaiola, esperando la oportunidad de dirigirse al Alto Norte. Pero, al acudir a la cita, se habían encontrado una casa silenciosa y a oscuras y, al entrar con cierta audacia, se habían dado de bruces con aquel espectáculo inesperado.

—¿Habrán muerto por querer contarnos quién y dónde se oculta el Cufa Sabut? —Por bajo que uno hablase, las palabras resonaban a lo largo de las estancias, y las sombras parecían cobrar vida sobre las paredes blancas.

—Sin duda.

—¿Estamos nosotros en peligro?

—No lo sé. —El pandalume volvió a acariciarse la barba—. Es posible.

Se impuso el silencio. Las moscas zumbaban viciosas alrededor de los muertos y, en el exterior, cantaban los grillos. Por último habló el maestro Te-Cui.

—¿Cuál de estas mujeres es la lai del lar?

—Ninguna de ellas. Esa está en su propio cuarto: a ella no le han dado una muerte tan generosa.

El otro se pasó un pañuelo por el rostro, porque hacía calor allí, antes de dirigirse a una de las paredes, con ánimo de estudiar un altar de dos peldaños allí situado. Habían barrido los objetos de culto familiar —amuletos, figurillas, cántaros— que yacían desparramados y rotos, para sustituirlos por un atado. Una ligadura mágica hecha con un cuerno de vaca, manojos de hierbas, una ristra de ajos secos, guijos de formas extrañas, una muñeca de madera…

Tendió la mano hacia esta última, pero Cosal se la sujetó con un respingo.

—¡No! ¿Qué hace, hombre? No se le ocurra nunca tocar algo así, si tiene la desgracia de volver a ver algo semejante. Esto es meigaio veio, mala magia.

—Hágale caso —convino el Jato Malaváia—. Cuanto más lejos de esas cosas, mejor.

Pero él mismo se acercó a su vez y, alzando la mecha, examinó el atado. Escudriñó los detalles y se paró en la muñeca; con ésta se entretuvo largo rato, estudiándola mientras se pasaba los dedos por la barba. Cosal se mantenía algo aparte, cubierto con la máscara de halcón, toqueteando sus espadas, y Te-Cui lo observaba todo en silencio.

El pandalume, cada vez más inquieto, se apartó del altar familiar y observó las paredes a la luz de la mecha, hasta que de repente el resplandor desveló una mancha reciente en el encalado. Porque alguien había mojado la mano en sangre para luego apretarla contra la pared e imprimir una mano roja sobre el blanco.

Los otros dos se acercaron también a mirar. El pabilo chispeaba y humeaba, alumbrando a fogonazos. Las sombras se agitaban a cada destello, los reflejos corrían por el cambuj de Cosal y el rostro del Jato Malaváia brillaba cubierto de sudor.

—Ay —se le escapó por fin, sin dejar de mirar y remirar—. Mandemo, mandemo.

—Mandemo… —Cosal frunció los labios e, inquieto, rozó de nuevo las empuñaduras de sus espadas, forjadas como cabezas de halcones—. Tenemos que salir de aquí.

El maestro apoyó a su vez la mano en el puño de su espada, envainada entre las vueltas de la faja. Observó aquella mano roja. Ya había oído antes aquel nombre. Mandemo, las temidas brujas pandalumes del lago Amarelo, situado entre la frontera de Lagoa y el Alto Norte.

Se llegaron los tres a las celosías para espiar a través de los calados. La noche estaba en calma; el aire inmóvil, las calles desiertas. Una media luna, como una hoz blanca, colgaba sobre los tejados, y en las tinieblas, aquí y allá, brillaban las luces de unas pocas lámparas dispersas. Los murciélagos aleteaban en torno a esas luces, cazando insectos, y alguna que otra ráfaga de aire estremecía a veces las sombras en las callejas.

—Hay alguien ahí fuera —susurró el Jato, al tiempo que señalaba unos soportales oscuros, al otro lado de la calle—. Tres o cuatro personas.

—Sí. —El hombre-halcón se pasó el dorso de la mano por los labios, los ojos clavados en esas sombras más espesas, quietas bajo la oscuridad de los arcos de adobe—. Y seguro que hay más. Quizá deberíamos apagar las luces, para que no nos delaten.

—No —rechazó el mercader—. Nos quedaríamos a ciegas. Antes, mientras registraba otros cuartos, encendí algunas lámparas para despistar a los posibles espías.

—Bien pensado.

—Esta casa tiene un portillo trasero, al fondo del patio. Iré a echar una ojeada y, si está libre, lo mejor es que salgamos lo más rápido posible, por ahí.

—Ya es tarde —rezongó Cosal—. Mira ahí.

Porque en el exterior, como por arte de magia, había aparecido un nutrido grupo de gente armada. El maestro Te-Cui, fascinado, pegó aún un poco más el rostro al entramado de madera, tratando de discernir detalles en la casi oscuridad callejera.

Entre los recién llegados abundaban los pandalumes, muchos de ellos pintarrajeados de blanco y azul, así como las brujas de vestidos negros y cabellos teñidos de blanco. Pero allí había también sujetos menos clasificables, algunos de ellos cubiertos con máscaras o capuchas. De entre todos ellos, la mirada del maestro fue a pararse en una mujer que se mantenía un poco apartada. Estudió su porte, el manto azul y amarillo con el que se envolvía de pies a cabeza y el cambuj de bronce, que destellaba entre los pliegues de su ropa cada vez que movía la cabeza. Supo, sin necesidad de preguntar nada a sus compañeros, que estaba viendo a una de las legendarias brujas mandemo del lago Amarelo.

Se habían congregado ante la casa, en grupo, sin, al parecer, intención de entrar. Ellos se quedaron observando desde la ventana. El tiempo fue pasando muy despacio. Los murciélagos volaban al fulgor de las lámparas callejeras, los aceros destellaban y la máscara de la bruja relucía entre las sombras. Te-Cui se volvió, ahora sí, a sus dos compañeros.

—¿Qué ocurre? ¿Qué significa todo esto?

—Tiene fácil explicación —suspiró Cosal—. Las brujas armas juegan a juegos muy parecidos con los entrometidos, y con los que tienen la mala suerte de meterse por casualidad en sus asuntos. Las mandemo lo aprendieron de ellas. A partir de este momento, nuestras vidas dependen de lo que hagamos.

—¿Un juego? —Pestañeó perplejo—. ¿A qué te refieres?

—Ellas ya han decidido, pero nosotros no lo sabemos. Están ahí paradas para dárnoslo a entender. Si salimos, por ejemplo, por la puerta, lo mismo pueden degollarnos que dejarnos ir. Ese es el juego.

—Entonces tenemos una oportunidad. Pero ¿cuáles son las reglas, si es que hay alguna?

—Las hay, pero sólo ellas las conocen. Es como tener que elegir a ciegas entre varias puertas: en unas está la salvación, en otras la muerte, en otras la mutilación o cosas peores…

Se quedaron en silencio, y el tiempo fue desgranando con lentitud mientras esperaban. Fuera, la lai mandemo y su séquito seguían ante la puerta, también aguardando.

—Bueno. Lo que está claro es que, quedándonos aquí, no… —Pero el hombre-halcón no llegó a terminar la frase, ya que Malaváia le agarró por el codo, para señalarle después un extremo de la calle.

A través de las celosías, vieron llegar un buey de carga con una litera a cuestas, bamboleándose con pesadez entre repicar de cascabeles. Según se acercaba, pudieron distinguir, al resplandor de las luces callejeras, gualdrapas verdes y oro, fundas de bronce rematadas en bolas, protegiendo los cuernos, y un revuelo de colgadura, que cubrían los laterales de la litera y que se agitaban al compás de la marcha.

Junto al buey, bullían los escoltas armados: hombres fuertes de libreas holgadas, enlistadas en diagonal, con aparatosos chascás de bronce sobre la cabeza. La mayoría empuñaba archas de anchas cuchillas y adornadas con borlas, de los mismos colores que las listas, aunque algunos portaban ballestas al hombro. Un par de mozos sostenían antorchas en alto, para alumbrar con grandes llamaradas el paso del palanquín.

—Jacar —susurró el Jato Malaváia.

Alertados por la presencia del grupo congregado ante la casa, en mitad de la calle, uno de los guardias se destacó de la comitiva para lanzarles un grito desabrido, semejante al que los pastores emplean con las bestias. Los pandalumes se revolvieron indignados, entre murmullos.

—¡Pero qué gente estos jacar! ¡Mira que son soberbios! —El mercader, con los ojos pegados a la celosía, meneaba la cabeza—. ¡Son capaces de iniciar una pelea por el derecho de paso! ¡Ah, mirad!

Fuera, tras un agrio cruce de palabras, el jacar había retrocedido y, sin más, los ballesteros se adelantaron, encarándose ya las armas. Hubo una explosión de gritos y movimientos, seguido del chasquear de las cuerdas y un vuelo de saetas entre las sombras. Los pandalumes anteponían sus propios cuerpos a la lai bruja, y los heridos se revolcaban rugiendo, traspasados de pecho a espalda por los virotes.

Los demás se echaron contra los jacar, pero se adelantaron los archeros, blandiendo sus largos hierros. Sin embargo los pandalumes, lejos de acobardarse, volcaron sobre sus atacantes una granizada de armas arrojadizas; acero de formas caprichosas que zumbaban como avispas en la semioscuridad, destellando a veces al roce de las luces, para hundirse en la carne de sus enemigos.

Los archeros jacar, no obstante, pasada la primera confusión, duchos como eran en refriegas urbanas, lograron alinearse a lo largo de la calle y rechazaron a los pandalumes con los hierros tendidos, mientras los ballesteros recargaban sus armas, unos pasos más atrás. Arriba, en la casa, el Jato Malaváia se tironeaba de la barba sin poder evitar un ramalazo de simpatía por aquellos de su misma raza que momentos antes amenazaban su vida y que ahora combatían con denuedo, pese a tenerlo casi todo en contra: el número, la posición, el armamento.

Las brujas abrían el combate. Brincaban enardecidas ante las moharras que se agitaban, volteando sus propias espadas con chillidos tan agudos que aguaban la sangre, y los jacar a duras penas podían contenerlas al extremo de sus archas. Las cuchillas chocaban una y otra vez con las espadas, resonando como gongos entre torbellinos de chispas.

Los ballesteros llevaron a cabo una segunda descarga contra los pandalumes, y más de éstos cayeron gritando, atravesados de parte a parte. Los archeros ya se adelantaban pisoteándolos, empujando a los supervivientes, cuando, sin previo aviso, varias figuras armadas surgieron a sus espaldas, saliendo de la oscuridad de una bocacalle. Más brujas pandalumes que acudían ululando, con las ropas negras al viento y los aceros rebrillando entre las manos.

Los mozos, que aguardaban junto a la litera, tiraron sus antorchas para defenderse; pero las brujas se les echaron encima como exhalaciones, y les dieron muerte antes de que pudieran siquiera desenvainar las espadas. Los archeros titubearon entonces, puesto que su instinto era el de proteger a toda costa el palanquín, y, en ese parpadeo de duda, un par de pandalumes logró colarse entre las varas. La línea se rompió y los dos bandos se trabaron en un cuerpo a cuerpo, en la mayor de las confusiones.

—Esas brujas eran las que vigilaban la parte de atrás. El ruido las ha hecho acudir. —Cosal se enderezó—. Es nuestra oportunidad de salir de aquí.

—Sí… —Malaváia agitaba la cabeza pero no hacía amago de moverse, como hechizado por el tumultuoso combate que se libraba en torno al buey y su litera. Pero, despabilándose por fin, sopló la mecha que sostenía entre los dedos, hasta avivar la llama—. Vámonos, amigos.

Les condujo por un pasillo a oscuras y luego por una escalera, hasta salir a un patio sin luz. Allí se demoraron un momento, apenas lo necesario para cerciorarse de que no les estaban esperando. Los cobertizos parecían tranquilos, nada se movía en los corrales y tan sólo se escuchaba el susurro de una higuera, mecida por el viento. Cosal desenvainó sus espadas. El maestro olisqueó el aire libre, contento de abandonar la atmósfera enrarecida de aquella casa. Pero luego, cuando quiso echar a andar, tropezó entre las sombras y no se fue al suelo porque entre los otros dos lo sujetaron.

—Pero ¿qué es esto? —Cosal se agachó para palpar a ciegas y, al tacto, pudo reconocer un gran cuerpo de pelaje tupido—. Pero ¡si han matado hasta a los animales!

—Vamos, vamos —urgía Malaváia.

Fueron hasta la tapia zaguera y, tras desatrancar el portillo, el pandalume se asomó con precaución. Cosal, aceros en puño, salió con cautela. Hubo una pausa llena de tensión mientras examinaban el callejón, tratando de taladrar con los ojos la negrura. Pero no había sino silencio en aquel pasaje angosto.

—Vamos —repitió el mercader.

Lejos, se oía el rumor de la refriega desatada ante la puerta principal. El maestro Te-Cui se volvió por un momento y los chispazos del pabilo arrancaron destellos a la hoja de su espada sureña.

—¿Quién irá venciendo?

—Allá se las compongan. —El hombre-halcón se encogió hosco de hombros—. A mí tanto me dan unos como otros.

—Estaba igualada la cosa. Pero, si tengo que elegir, casi prefiero a la lai y los suyos. —Malaváia hizo una pausa, antes de soltar una risa sombría—. Aunque, por si eso llegase a suceder, lo mejor es que aligeremos. —Señaló callejón adelante con la brasa de la mecha—. Por aquí.