7

Esa noche nos quedamos en vela hasta altas horas, tendidos en los claroscuros de una cámara ritual, en las entrañas del santuario. Las luces de las lámparas parpadeaban, haciendo temblar las sombras de la gruta y arrancando muecas al ídolo de bronce que dormitaba en su hornacina. En algún momento me pregunté, de forma distraída, cuánto tiempo llevaría ya allí, junto a la bruja, oyéndola desgranar entre cuchicheos los sangrientos entresijos de las Tierras Altas.

—… así que sus máscaras familiares le han elegido para recuperarla —decía—. Pero hay gente-serpiente entre los mediarmas y los gargales que son fieles al Cufa Sabut, y algunos de ellos a su vez se han juramentado para matar a Viboraz. Habrá grandes luchas.

Bajé la cabeza, dejando resbalar los dedos por su vientre pintado de rojo y oro, y cubierto de aceites. Ya había oído antes retazos de esa historia y no pude evitar recordar aquella noche en el Orói Marfil, y el mortífero duelo de máscaras que habíamos presenciado mis amigos y yo.

—Tú disfrutas con todos estos enredos, claro.

—Me encantan —reconoció con una risa amortiguada. Se escabulló entre mis manos para echarme los brazos, haciendo tintinear sus ajorcas en la media luz—. Adoro los duelos, los juramentos, las venganzas de sangre…

Se cimbreó muy despacio sobre mi regazo, adelante y atrás, sonriendo con malicia.

—La sangre es preciosa, tanto o más que el oro —murmuró con ojos brillantes—. Sí, es un verdadero tesoro y tú eres un cazador de cabezas. ¿Qué tendría que hacer yo para que matases por mí?

Sostuve pensativo su mirada, atrapado por ese rostro risueño, pintado de rojo y amarillo, y lustroso por el aceite. Sin responder, dejé vagar los ojos por las penumbras de la cueva: los viejos relieves gargales de las paredes, la entrada alta y angosta, las lamparillas que titilaban sobre las repisas, esparciendo una luz tenue y dorada.

—¿Qué me darías tú a cambio? —repuse por fin.

Ella acercó aún más su rostro al mío, calibrando mi expresión, antes de contestar.

—Cuanto tengo. Si es que tienes un precio que se pueda pagar.

—Todos al final lo tenemos —reconocí, pendiente de sus labios entreabiertos.

—¿De verdad cazarías una cabeza para mí? —me susurró al oído. Sus muñecas cargadas de ajorcas volvieron a resonar débilmente, mientras frotaba su pesado collar de medallones contra mi pecho. Porque, según las viejas costumbres de nuestro pueblo, Qum Moga, la bruja, había acudido a nuestra cita nocturna con el cuerpo cubierto de aceite y adornada con un sinfín de piezas de oro, bronce y cobre bruñido; de forma que el fulgor de las luces arrancaba destellos a cada uno de sus gestos.

—¿Y por qué no? —admití. Ella se había mostrado afectuosa y entusiasta, tan caprichosa como sólo puede serlo una bruja. Y, como tal, estaba siempre presta a sonsacarme una palabra imprudente que atase mi voluntad a la suya—. Mira, en este momento me debo al Alto Juez y he de encontrar a una rompevedas.

—Sí, sí. Pero ¿y después?

—Después, ¿quién sabe? Como te acabo de decir, soy de los que piensan que todos tenemos un precio.

Encajó esa respuesta con una sonrisa ambigua y dejamos ahí el tema. Tras unos momentos de silencio, inclinó la cabeza para mordisquearme la tetilla izquierda. Despacio, muy despacio, se deslizó hacia mi hombro, besuqueándome el pecho, y terminó remoloneando ahí donde antes sus dedos enfundados en garras de bronce me habían rasgado la piel, haciendo saltar la sangre. Me recosté contra la pared de piedra, sintiendo anudarse la zurda sobre mi nuca, mientras las uñas de metal correteaban por mi espalda y sus labios y lengua aleteaban cautelosos sobre la herida.

Es cierto que las brujas saben pulsar los sentidos de sus amantes y, durante un rato, me dejé llevar, a sabiendas de lo que me estaba haciendo, oyéndola resollar cada vez más fuerte, estrechándose contra mí y removiéndose con rapidez cada vez mayor. Pero luego la sujeté por la cabellera teñida de fuego y oro, aparté su cabeza para mirar en aquellos ojos oscuros, que refulgían tras párpados entornados.

—Chica —suspiré—, ¿no te basta con Sagalea? ¿También necesitas mi sangre?

—No, no —ronroneó—. Sólo quiero un poco, unas gotas. La sangre es vida, tú eres fuerte y acabas de matar. Y eres un cazador de cabezas, pariente de los demonios.

—Tú sí que eres un verdadero demonio de las Tierras Altas.

Inspiró hondo, antes de echar la cabeza hacia atrás para sentarse de nuevo en mi regazo y volver a apoyar los antebrazos en mis hombros. Parecía atacada por alguna fiebre: sus ojos estaban llenos de reflejos turbios, el sudor relucía mezclado con el aceite y su cuerpo desprendía tanto calor como un horno. Suspiró de nuevo profundamente, intentando serenarse.

Yo tanteé a nuestro alrededor, sin mirar, hasta dar con un tazón casi lleno de vino, y se lo llevé a los labios.

—No te enfades conmigo, lobo —susurró con voz melosa—. No pensaba hacerte ningún daño.

Bebí a mi vez en silencio, mientras sentía cómo un hilo de sangre resbalaba por mi pecho. Luego suspiré. Los hábitos caníbales de los gorgotas más salvajes suelen turbar a la gente como yo; un arma de ciudad que ni los practica ni, en el fondo, los aprueba demasiado.

Además, allí había algo más: vampirismo y brujería. La magia antigua de las mujeres gargales; artes oscuras con las que —mediante el sexo, la sangre o incluso un simple cruce de miradas o palabras— se pueden apoderar de la vitalidad ajena. No es algo de lo que suela hablarse, aunque no haya vedas menores sobre el tema; pero todos sabemos que esas prácticas están extendidas entre todos los pueblos gorgotas, y no pocas de nuestras mujeres lo practican, aunque la mayoría a pequeña escala. Por eso último es verdad que son contados los casos en los que su uso resulta verdaderamente dañino.

—No estoy enfadado —dije por último—. Ya sé que no pretendías dañarme y, si dijese que ciertas cosas me disgustan, mentiría. Soy arma. Pero no vuelvas a tratar de chuparme la sangre sin mi permiso ni a quitarme nada. Tendrás que conformarte con lo que te dé.

Encajó ese reproche con un mohín y sin replicar. En el silencio consiguiente, hurgué entre las ropas y armas apiladas a un lado, hasta dar con aquella miniatura que, tiempo atrás, pusiera en mis manos el Alto Juez Tucatuca. Sujeta entre los dedos, alcé a la luz aquella obra maestra de la gente-león, girándola y haciendo que el brillo de las lámparas rielase una y otra vez sobre los rasgos de metal bruñido.

—Ésta es Tuga Tursa, una bruja mestiza. —Ofrecí la réplica a mi cabizbaja acompañante, brindándosela como la joya preciosa que en realidad era.

—Sé quién es: la gente-león la ha sentenciado. —Volvió a sonreír, recobrando de golpe el humor—. Las noticias de esa clase vuelan por las Tierras Altas. —Recogió la miniatura para acunarla entre las manos y estudiarla a la media luz.

—Ella misma se ha sentenciado al romper las Vedas —me sentí obligado a matizar—. Así que la conoces.

—Claro. Alguna vez la he visto, aunque hace tiempo —admitió distraída. Con sus garras de metal, acarició aquellos labios de bronce—. La muy estúpida ha incomodado también a la Reina Bruja.

—Entonces ¿están también enemistadas?

Me fulminó con una mirada entre incrédula y burlona, antes de echarse a reír, haciendo ondear su melena roja y amarilla.

—¿Enemistadas? Pero ¿quién te has creído que son una y otra, lobo? —Deslizó sus uñas de bronce por mi mejilla—. La Reina Bruja es muy poderosa. Nadie en las Tierras Altas iguala su magia y no hay hermandad de brujas que pueda hacer siquiera sombra a la suya… la nuestra. —Volvió a reírse—. Esa mestiza no es nadie comparada con ella y, si se atreviese a desafiarla, la Reina Bruja la borraría del mapa de un soplido. No, pero Tuga Tursa ha hecho cosas que no han gustado a la Reina Bruja, y eso tarde o temprano se paga.

—¿Qué cosas en concreto? —Acaricié sus costados, resbaladizos de aceite—. Si es que pueden saberse.

—No sabría decirte con certeza —reconoció al tiempo que se mecía entre mis manos—. La Reina Bruja me envió con Lobo Feroz, tu pariente, hace ya meses, y no estoy muy al tanto de todos esos detalles.

—Así que estás en su banda.

—Sí. —Jugueteó al descuido con su gran collar, arrancando destellos a los discos metálicos engarzados—. La Reina Bruja y Lobo Feroz siempre han estado en muy buenas relaciones, y ella nos ha enviado a mi hermana Sondelide y a mí para que le sirvamos.

Cabeceé. En las Tierras Altas y en las zonas fronterizas, las brujas de guerra suelen sustituir a las lanzáis copa, ocupando junto a los jefes manamaragas el sitio que les pertenece a las segundas en la sociedad arma clásica.

Alzó de nuevo la réplica y la sostuvo ante las luces doradas de las lamparillas de aceite, para examinar embelesada el trabajo de los artífices.

—Es muy bonita, mucho —suspiró con ojos brillantes—. Alhajando, no hay nadie como la gente-león, nadie. Además, hace justicia a Tuga Tursa porque, ¿sabes?, es realmente guapa.

—Eso dicen todos los que la conocen —murmuré, contemplando a su vez ese rostro de bronce—. Pero también me habían contado que es una bruja temible, y ahora tú me dices todo lo contrario.

—No. No me has entendido —protestó—. Tuga Tursa vale mucho, aunque no pueda compararse con la Reina Bruja. No es un enemigo despreciable, créeme. Pero es de esas a las que su poder les hace perder el buen juicio y creer que pueden con todo. Yo nunca dejaré que me suceda algo así, porque es un camino que acaba siempre por llevarte a la perdición. —Abstraída, volvió a deslizar sus garras de bronce por mis mejillas—. No es bueno jugar ni con la Muerte ni con la Suerte, lobo. La primera es una amante celosa y la segunda nunca es fiel durante mucho tiempo.

Sin saber qué contestar a eso, me pregunté si sus palabras no serían un agüero… y si, de serlo, lo serían para Tuga Tursa o para mí. Traté de descifrar el rostro de la pequeña bruja en la media luz y ella, quizás intuyendo mi turbación, volvió a sonreír con malicia, al tiempo que se balanceaba sobre mí.

—¿Qué tienes en la cabeza?

—Muchas cosas. Dime, ¿qué relación había entre Tuga Tursa y Sagalea?

—Ninguna, que yo sepa.

—Pero ¿Podría haberla?

—Claro. —Me miró intrigada—. Por muy chismosa que sea la gente de las Tierras Altas, siempre habrá secretos bien guardados.

—Lo cierto es que yo no pensaba hacerle nada. Vine a preguntarle sobre Tuga Tursa y ella me atacó sin mediar palabra, y en el santuario. ¿Por qué lo haría?

—No lo sé. Si tú no la hubieses matado, los árbitros lo habrían hecho después.

—No tiene sentido.

—No tiene por qué tenerlo. Sólo tienes que acercarte al altar de Artam y contar las calaveras que hay a sus pies: siempre hay gente dispuesta a cometer ciertos crímenes, a pesar del castigo.

—¿Así, abiertamente?

—No lo sé. La gente a veces enloquece sin que los demás se den cuenta. Y un día estallan, sin que pueda ya pararles la razón, o el miedo al castigo.

—Es posible. —Meneé la cabeza.

Pero para mis adentros pensé en lo hablado con Aorcabuéis. En que la Máscara Real era mucho más que un objeto sagrado o una institución, puesto que representaba una idea, una forma de concebir el mundo. ¿Había estado dispuesta Sagalea a morir por esa idea? ¿A morir a cambio de matarme a mí, a un cazador de cabezas que perseguía una pieza valiosa para los planes de los Mutel y, por tanto, para la vuelta de la Máscara Real? Me pasé la mano por la frente.

—Es posible —repetí—. El miedo contiene a la mayoría, pero no a todos.

—Y cuando con el miedo no basta, suena la hora de los cazadores de cabezas —bromeó ella—. Vienen de noche cerrada, para cogerte y sacarte las tripas. —Soltó una risa queda—. Como en los cuentos que me contaban mis tías cuando yo era pequeña.

La contemplé pensativo, antes de responder.

—Así es, chica —acepté con lentitud, con una sonrisa que logró apagar la suya—. Así es.

A media mañana fuimos a pasear por los puestos de la feria. Yo llevaba la máscara de matar bajo el brazo y Qum Moga, incansable, correteaba de un lado a otro, curioseando, palpando mercancías y tratando de sacarme alguna chuchería. En un aparte del mercado, tres hombres-león habían instalado una fragua al aire libre y ejercían sus viejas artes cubiertos con máscaras, y con mandiles de cuero, martilleando entre surtidores de chispas y resonar de metales. Bajo los toldos, jefes de ropajes rojos y amarillos se sentaban junto a personajes que portaban las máscaras familiares de los diminutos ferales manamaragas. Los observé conversar indolentes, fumando largas pipas y sorbiendo infusiones calientes. Las ferias de los santuarios, protegidos por tregua sagrada, siempre han sido buen sitio para zanjar esas largas y sangrientas rencillas que tanto nos gustan a los armas, sobre todo a los de las Tierras Altas.

Un hombre de gran estatura se destacó de la concurrencia, abriéndose paso hacia mí. Era muy alto y ancho, con aspecto de enorme fortaleza física, y lucía una espectacular máscara de oro y bronce, con rasgos que eran mezcla de humano y jabalí. Vestía de forma no muy distinta a la mía, al estilo de muchos armas de ciudad, con ropas negras y holgadas, sobre las que ceñía defensas de cuero y bronce. Las vainas de sus espadas le colgaban del hombro, oscilando mientras cruzaba por entre la gente.

—Paz, lobo. —Se detuvo a mi altura para saludarme con una voz profunda y agradable—. Tú debes de ser Corocota, el cazador de cabezas.

—Así es. —Dudé un instante—. En cambio, yo no sé quién eres; tendrás que disculparme.

—Es normal, no importa. Soy Trapaieiro Porcaián —afirmó con sencillez—. Vengo de las montañas.

Contemplé casi boquiabierto a ese que se atribuía el nombre de un dios menor. No parecía un perturbado y, si bien su indumentaria no era para nada lujosa, el ajuar —espadas, máscara, vainas, alhajas— estaba compuesto de piezas de calidad. Qum Moga, atraída a su vez por las palabras y el aplomo de aquel hombretón, lo rodeó embelesada.

—¿Qué eres tú? —le espetó sin poder contenerse—. ¿Un mascareno? ¿Un demonio de las montañas? ¿Un dios-vivo?

—Soy un poco de todo eso. —Nuestro interlocutor dedicó una sonrisa a la pequeña bruja pintarrajeado de rojo y amarillo, antes de dirigirme de nuevo la palabra, bajando esta vez un poco el tono de voz—. Tengo entendido que buscas a una bruja mestiza llamada Tuga Tursa.

—Cierto. —Interesado ahora, acaricié la máscara de matar que acunaba en el hueco del brazo—. ¿Tienes algo para mí?

—Hablemos. —Movió la cabeza, haciendo que los metales de su máscara chispeasen bajo el sol abrasador—. Pero no aquí, en público.

—Pues vamos a sentarnos a la sombra —aprobé.

Y, con un ademán discreto, le señalé afuera del mercado.

—¿Y yo? ¿Os dejo? ¿O puedo acompañaros?

Me volví hacia la inquieta bruja que remoloneaba a nuestro lado, hirviente de curiosidad. Consulté con los ojos a Trapaieiro Porcaián, pero éste se limitó a sonreír de nuevo.

—Bueno, anda —acepté tras un momento de indecisión—. Venga, siéntate con nosotros.

Nos alejamos por las cuestas que hay al pie de los farallones, dando la espalda al bullicio de la feria, para buscar algún lugar donde las peñas resguardasen de la solana. Con un gesto, el montañés me indicó una buena sombra. Yo asentí, antes de sentarme con las piernas cruzadas y la espada terciada sobre el regazo. El montañés me imitó, acomodándose a mi zurda.

Qum Moga, tras vacilar un momento, fue a ponerse a la izquierda del montañés. Incliné la cabeza. Aquel acto dejaba a Trapaieiro Porcaián como eje de la reunión, aunque había sido él quien acudió a mi encuentro y no al revés, y pese a que ella iba conmigo, no con él. Ambos la miramos perplejos. Pero ella, sentada con las piernas juntas, apoyando las muñecas cargadas de ajorcas sobre la vaina lacada en oro y rojo de su espada, nos devolvió sin pestañear una mirada de falsa inocencia.

No me ofendí. Trabajo me costó esconder una sonrisa. Aunque valoro la etiqueta, que tan del gusto arma es, nunca me he sentido atado a la misma, ya que no es más que una herramienta útil. Además, quizá la pequeña bruja no hacía otra cosa que poner las cosas en su sitio; ya que Trapaieiro Porcaián, de ser quien afirmaba ser, era un grande entre los nuestros. Al fin y al cabo, Qum Moga era una bruja de guerra y éstas, como las lanzáis copa, dan suma importancia a las formalidades, además de considerarse a sí mismas como las custodias de nuestras viejas tradiciones.

Ofrecí tabaco al montañés y ambos cargamos en silencio las pipas, contemplando el paisaje de pedregales, pinares oscuros y páramos amarillentos, ahora abrasados por un viento ardiente. Ese mutismo formal, previo a una conversación, me sirvió para reflexionar sobre aquel extraño interlocutor, que usaba el nombre de un ídolo montañés.

Hasta donde yo sé, Trapaieiro Porcaián era, en su origen, uno de esos maliciosos diablos porcinos que tanto abundan en la mitología pandalume. Como otra docena de pequeñas deidades similares, nos llegó a través de los pandalumes que se instalaron entre nosotros en el pasado, y fue asimilado con rapidez por varios panteones gorgotas, los montañeses sobre todos. Trapaieiro Porcaián, en concreto, es muy antiguo y parece estar tomado de los trocalumes, los pandalumes nómadas.

Puede que por eso, por ser tan antiguo y anterior al resto, no se hizo un hueco entre los grandes ídolos de las montañas, como ocurrió con otros parientes suyos, como el Gochora o el Maevís. Carece de devotos o culto propio, y sus altares son escasos. A cambio, tampoco ha cambiado tanto su carácter primitivo: sigue siendo un genio marrullero y embaucador, como todos sus parientes; pero es más malicioso que malo, y no tiene sed de sangre humana.

Volví los ojos hacia aquel montañés de máscara bruñida. Fumaba con fruición, aguardando calmoso mientras lanzaba nubecillas blancas al aire de la mañana.

—En fin. Tú dirás.

—Tucatuca te ha mandado a cortar la cabeza de Tuga Tursa, y corre el rumor de que vas de un lado a otro, dando palos de ciego y sin conseguir pistas sobre su paradero. —Dejó escapar otra bocanada de humo—. Pero yo puedo llevarte hasta ella.

Agité la cabeza, interesado. Pero nada dije, recordando las artimañas que la tradición atribuye a ese demonio montañés llamado Trapaieiro Porcaián. Di una larga calada a mi pipa, invitándole con mi silencio a proseguir.

—Bueno —sonrió, como si me hubiera leído los pensamientos—, escucha. Corren muchos rumores sobre dónde puede estar Tuga Tursa, pero pocos saben nada de cierto… Esa chica está dando muchos quebraderos de cabeza a sus enemigos, que no son pocos. Yo puedo asegurarte que en estos momentos está en las Tierras Altas, actuando como agente de los hermanos Mutel, esos reyes-brujos puces que tantos problemas han dado a su vez a los armas en el este.

—Es una información valiosa y te la agradezco.

—Hay más, amigo. —Puso su larga pipa de madera en manos de Qum Moga, invitándola a dar unas caladas—. Esos locos sueñan con convertirse en Quiniones de Pagoa, establecer una hegemonía en las llanuras y, para ayudarse en sus planes, han forjado una Máscara Real. —Me miró al rostro—. Supongo que todo eso ha llegado ya a tus oídos, ¿no?

—Así es.

—Ahora, Tuga Tursa está aquí, en las Tierras Altas, con la intención de hacer una ofrenda de sangre a uno de los demonios predilectos de los Mutel: el Gochora.

Lo miré. El Gochora era otro demonio porcino de origen pandalume, emparentado por tanto con Trapaieiro Porcaián, pero mucho más sanguinario que éste. Su culto, otrora bastante poderoso en las Montañas y Cabezas Muertas, prácticamente había desaparecido.

—La Máscara Real es enemiga de demonios como el Gochora —objeté—. No veo qué relación puede haber entre una y otro.

—¿Relación? Ninguna. Los Mutel juegan sus bazas. Por un lado han despertado a la Máscara Real y por el otro se buscan la ayuda del Gochora con un sacrificio; no tiene nada que ver.

—Entiendo. Sigue.

—Un grupo de partidarios suyos se va a reunir para sacrificarle un ser humano en uno de sus viejos altares, el primer novilunio tras la fiesta del Alto Ogueral, para darle poder. Los celebrantes del rito serán, ni que decir tiene, gente escogida. Allí estarán aliados de los Mutel, adoradores del Gochora y la propia Tuga Tursa. También tomará parte el ogro Poupar, que es hijo del Gochora y una bruja arma.

Allá lejos los buitres, motas negras contra el cielo azul, trazaban lentas espirales sobre los montes. Puestos los ojos en esos círculos sin fin, me pregunté si tal visión no sería un agüero. A nuestro lado, Qum Moga chupeteaba la pipa del montañés, mientras seguía atenta la conversación y trataba de pasar desapercibida. Durante un latido, tentado estuve de pedirle que interpretase para mí la danza aérea de los buitres, pero pude contenerme.

—¿Y por qué me cuentas todo esto? —Lo observé con precaución, ya que pocos dan algo por nada.

Él recogió su pipa de manos de la bruja, dio una calada profunda y dejó escapar con lentitud una gran humareda blanca.

—Aquel que haya forjado una Máscara Real es enemigo mío.

Asentí despacio. Trapaieiro Porcaián, según la leyenda, había sido una de las máscaras mayores que habían bajado de las Montañas para combatir a la Real y los suyos. Él ladeó la cabeza, arrancando de repente reflejos amenazadores al cambuj.

—Pese al secreto, he sabido que va a celebrarse esa ceremonia y pienso frustrarla. Pero allí habrá muchos enemigos congregados y yo no puedo enfrentarme solo contra todos ellos. Ayúdame y yo te ayudaré: te llevaré hasta Tuga Tursa, si no tienes miedo de ofender a un ídolo tan feroz como el Gochora.

—¿Miedo? No —negué mientras me acariciaba la pequeña calavera del mentón—. Soy un cazador de cabezas y hago valer las Vedas. Allá el Gochora si acepta el homenaje de un condenado: habrá de cargar con las consecuencias, sea o no una deidad. Pero dime —volví a rozar con los dedos mi barbilla—, ¿cómo es posible que alguien como tú ande solo y sin partidarios?

—Yo, si quisiera, podría ser un gran jefe en las Montañas —repuso con sencilla inmodestia—. Ser tan poderoso como lo fue don Tavarusa o puede que aún más. —Apartó la mirada del paisaje para clavarla en mí y, tras las ranuras doradas del cambuj, dos ojos como carbones escarbaron en los míos—. Pero me gusta considerarme un espíritu libre y detesto cualquier clase de atadura.

—Ya veo —dije tras un instante, ganado por una repentina simpatía hacia ese extraño personaje—. ¿Y cuántos crees que serán?

—Alrededor de cincuenta. Va a ser una gran celebración. —Se terció la vaina de la espada sobre el regazo e hizo una pausa—. Según he oído contar, Tuga Tursa es responsable de la muerte de algunos de tus parientes e incluso se atreve a llamarse, y discúlpame por mencionarlo, Tumbalobos.

—Estás sugiriéndome que pidamos ayuda a mi feral. —Manoseé el pomo de mi espada—. Bueno, es cierto que tiene cuentas de sangre pendientes con nosotros y los lobos no somos de los que dejan correr el agua. Pero yo soy además un cazador de cabezas; el Alto Juez Tucatuca ha sido quien me ha enviado a matar a Tuga Tursa y, según las costumbres de los Cien, no puedo pedir ayuda a mis parientes para cazar una cabeza.

—Las costumbres son sólo eso, costumbres.

—En este caso es como una ley inmutable. Los Cien estamos para preservar la paz, no para desatar guerras. Obramos al margen de sangre y parentela. Si un cazador de cabezas recurriese a su feral, quizá los parientes del quebrantavedas se vieran obligados, por la fuerza de la sangre, a intervenir a su vez a su favor.

—Tienes razón —admitió el montañés.

Asomada tras su corpachón, la bruja se removía inquieta, tratando de llamar mi atención.

—Perdonadme. No quiero molestar. —Aún dudó, y mostró las manos en gesto de disculpa—. Pero es que Lobo Feroz, tu pariente, está aquí mismo, en el santuario.

—¿Y?

—Él no es un cazador de cabezas. —Sonreía como una niña, supongo que contenta de prestar un servicio a un grande, como era nuestro interlocutor—. Por tanto, no está atado, y seguro que estará muy contento de atacar a un enemigo de sangre. Y a mí me escucha cuando hablo; aprecia mis consejos. Podemos ir a verle.

Así que me llegué de nuevo hasta el toldo del hierbatero mestizo, aunque esta vez en compañía de la bruja y el montañés. Por consejo de la primera, fuimos pasado el mediodía, cuando el mercado dormitaba, prácticamente desierto por los embates del viento abrasador. Eran las horas más calurosas, los buhoneros sesteaban junto a sus mercancías y casi todos los asistentes se habían retirado a la sombra, a echar una cabezada.

Trapaieiro Porcaián y yo nos instalamos frente al jefe manamaraga, que se sentaba flanqueado por Arastacasta, santón de Ejaune, y Qum Moga, la bruja de guerra. Los cinco bebíamos tisanas humeantes. Los toldos chasqueaban a impulso de las cálidas ráfagas, olía a hierbas aromáticas, el polvo se arremolinaba en torbellinos fugaces y los insectos volaban en torno a nosotros.

A un lado, el mestizo trasteaba entre el puchero de agua hirviente y sus tarros de hierbas, sin reparar en nosotros. Ya antes se lo había señalado con disimulo a Lobo Feroz, pero éste había descartado el tema con un vaivén del abanico. «Descuida hombre, que es un amigo», había musitado.

Ahora, mi pariente se abanicaba con parsimonia, tan reacio como yo a mezclar a terceros en el asunto, aunque por otras razones.

—Por supuesto que me alegra saber que Tuga Tursa está aquí, en las Tierras Altas, al alcance de mi mano. Y es verdad que yo podría convocar así de fácil —chasqueó los dedos— a dos docenas de espadas o más. Pero éste es un asunto que no va con mis amigos. Tendríamos que recurrir a nuestros parientes. Después de todo, las cuentas de sangre de esa bruja son con los lobos y no está bien que otros nos saquen las castañas del fuego. ¿Qué dirían por ahí de nosotros?

—Yo no puedo acudir a los nuestros —le recordé.

—Pero yo sí. —El manamaraga volvió a abanicarse, espantando de paso a las moscas—. Alguien con el descaro de llamarse Tumbalobos no tiene derecho a la vida. Hay tiempo de sobra para convocar a los lobos y, para la luna nueva, tendré reunido un número más que suficiente para este asunto.

Hubo una pausa en la que bebimos de nuestras infusiones. Luego, Trapaieiro Porcaián denegó lentamente con la cabeza.

—Me temo que eso no es posible. Los Mutel dan mucha importancia a esta ceremonia y sus espías en las Tierras Altas tienen que estar al quite. Es más, el Gochora y yo somos viejos enemigos, y su culto nunca desapareció del todo, ni aquí, ni en las Montañas, ni en Cabezas Muertas. No te quepa duda de que, en este preciso instante, alguien nos vigila.

Lobo Feroz aceptó tal hecho acariciándose la barba veteada de gris, al tiempo que entornaba los párpados. El montañés prosiguió:

—Si los lobos suben en masa a las Tierras Altas, o los que viven aquí se reúnen, se sabrá. No hay tampoco tiempo de hacer las cosas con cuidado y en secreto. Y si los celebrantes sospechan que han sido descubiertos, obrarán en consecuencia.

—Es posible —admitió de nuevo el manamaraga. Con gesto distraído, se llevó la mano a las mejillas para acariciar los colmillos de bronce de la piel de lobo con la que se cubría—. Pero yo te digo que convocar a mis amigos para este asunto sería abusar de nuestros juramentos mutuos. No, no estaría bien. Yo te comprendo y la información es tuya. Si no quieres que acuda a los lobos, no lo haré; estás en tu derecho. Y puedes contar conmigo a nivel personal. Así están las cosas, y créeme que no puedo hacer más.

Trapaieiro Porcaián apuró su recipiente para, acto seguido, tendérselo al hierbatero, indicando así que se lo llenase de nuevo. Hasta que eso estuvo hecho no dijo palabra.

—Se acerca una guerra. —Manoseó el cuenco humeante—. Los Mutel están soliviantando a los nómadas contra los intereses armas en el Chan Menor y la gente-león se ha decidido a actuar. Tavarusa está levantando un ejército para dirigirse a los llanos y está alistando a muchos jefes y cabecillas para la campaña. Entre ellos, a no pocos de las Tierras Altas.

—¿Y? —Lobo Feroz lo miró con párpados entornados.

—Tú eres uno de ellos, si no me han mentido. Y creo que no lo han hecho.

—Las noticias vuelan. —El manamaraga se sobó la gran barba, sonriendo sin humor—. Pero ¿qué tiene que ver eso con lo que estábamos hablando?

—Todo. Es la solución —irrumpió Qum Moga, que había captado la intención del montañés—. A nadie le va a llamar la atención que convoques a tu banda. Todos supondrán que vamos a unirnos al ejército de don Tavarusa.

El manamaraga torció el gesto, pero la pequeña bruja levantó las manos, y sus ajorcas tintinearon al impedir la réplica.

—¡Déjame acabar! Si frustramos esa ceremonia y, de paso, matamos a unos cuantos aliados de los Mutel, ganaremos favor a los ojos de don Tavarusa. Sería un servicio que él sabría agradecer, y recompensar.

—Visto así, la cosa cambia. —Sin embargo, Lobo Feroz aún dudaba, acariciando pensativo el largo cañón de su fusil—. Pero dime, ¿está bien exponer a mis amigos a las iras del Gochora? Es un demonio poderoso, y vengativo.

Sentada sobre los talones, la bruja de guerra se echó a reír, haciendo resonar sus pulseras.

—Con los ídolos pasa lo mismo que con la gente, jefe. Es imposible estar a bien con todos.

El descamado Arastacasta esbozó entonces una sonrisa y dejó correr los dedos por la hoja de su hacha, similar a la de una guadaña.

—Escucha a la chica. Escúchala, que lo que dice no es ninguna tontería.

Lobo Feroz aún estuvo abanicándose largo rato, meditando con los párpados caídos.

—Bien —aceptó al fin—. Entonces, estamos de acuerdo.