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Una noche cualquiera, con la espada al hombro y el rostro oculto tras la máscara de matar, me acerqué hasta la isla del Orói Marfil, el barrio comercial de Minacota. En aquellos días, solía deambular entre mercaderes y forasteros, buscando alguna noticia, un rumor al menos, que me pusiese sobre la pista de Tuga Tursa, la bruja mestiza marcada para la caza de cabezas. Pero nunca nadie tenía nada para mí, y yo dejaba pasar el tiempo sin impacientarme, esperando acontecimientos y recorriendo la maraña callejera al resplandor amarillento de las lámparas de aceite.

Aquella noche hacía calor, ráfagas de aire tibio recorrían las calles, agitando las ropas de los transeúntes, y había grandes nubes rojas que recorrían el cielo nocturno como malos presagios. Los ídolos de bocas anchas y ojos saltones sonreían entre las sombras, las lagartijas se deslizaban entre la hiedra verde de las fachadas, y las polillas y murciélagos revoloteaban en las cercanías de las llamas de aceite.

A lo largo de mi vagabundeo, encontré a dos brujas pandalumes acuclilladas junto a uno de los ídolos de piedra. Parecían aves de presa nocturnas al acecho, allí inmóviles, sombras entre las sombras, y sus ojos relucían en la penumbra como los de las fieras. Aflojé el paso y remoloneé unos instantes en su derredor. Las brujas pandalumes tienen fama de feroces y sanguinarias, de conocer hechizos terribles y gustar en demasía de la carne humana, y los míos suelen evitar, si pueden, hasta el roce casual de ropas con ellas. Pero yo, tras algunas dudas, me acerqué tras hacer el gesto de la paz.

Me senté a su lado con las piernas cruzadas, la vaina de la espada sobre el regazo. Ellas siguieron contemplando las idas y venidas de la gente, mientras yo jugueteaba con la réplica de bronce. Mutuamente, nos estudiábamos de soslayo. En esa semioscuridad, se me antojaron esbeltas y hurañas, tan impredecibles como todas las brujas, y de una edad difícil de precisar por culpa de sus amplios vestidos negros, las máscaras de madera pintadas de blanco y azul, y los cabellos teñidos de blanco.

No cruzamos palabra durante largo rato, limitándonos a observar la calle. Una gran caravana acababa de llegar del nordeste, y esa noche multitud de norteños de exóticos atavíos pululaban por el Orói Marfil. Al cabo, me volví a ellas para enseñarles aquella miniatura.

—Tuga Tursa —les aclaré, acariciando aquellas mejillas de metal.

—La mestiza, sí. —Una de ellas apartó los ojos del gentío para posarlos sobre la pequeña cabeza de bronce. Luego volvió su rostro enmascarado hacia mí—. ¿Por qué ha de morir?

—Ha roto las Vedas de los armas: está condenada.

—¿Qué ha hecho?

—Incendió un santuario de Arbar y los santuarios son intocables: están vedados, y hacer algo así supone la muerte.

—Somos pandalumes. —Una chispa de desdén prendió en los ojos verde gato de la bruja—. ¿Qué tiene que ver eso con nosotras?

—Nada —convine—. Pero he oído decir que también tiene algunas cuentas pendientes con las brujas pandalumes.

—Es posible. Pero ¿acaso todas las brujas armas están siempre de acuerdo? ¿Es que tienen todas los mismos amigos y enemigos?

—Claro que no. Hay distintas facciones entre ellas.

—Pues lo mismo ocurre con nosotras. Pero es cierto que mis irmans y yo no sentimos ningún aprecio por esa mestiza…

Dejó la frase en el aire y yo no dije nada, pues no conviene apresurarse cuando uno trata con brujas. Hice rodar la cabeza metálica entre los dedos, sintiendo el tacto del bronce, mientras esperaba a que ella prosiguiese.

—Tienes razón: no nos importaría verla muerta. En cuanto a quién lo haga, nos da igual —susurró por fin—. Pero, desde que los soldados del jefe Tucatuca acabaron con su banda, nadie sabe dónde puede estar ni qué ha podido ser de ella. No podemos ayudarte.

Asentí resignado. Ésa era la respuesta que recibía siempre. La historia venía de largo: hubo una banda, la de Carog, un mestizo también, que había asediado los caminos del norte de Los Seis Dedos durante años. Tuga Tursa formaba parte de esa banda y, según el decir popular, era una de las amantes del propio Carog. Claro que a la gente siempre le han gustado las historias truculentas de bandidos.

Fuera como fuese, ya no importaba, porque hacía un par de años, a comienzos de un verano, los mercenarios de la gente-león habían logrado sorprender y aniquilar a la banda junto al lago Brujo. El propio Carog había aparecido entre los cadáveres traspasados por las flechas, pero no así Tuga Tursa, que entonces ya era famosa por su crueldad. Los ojeadores la habían visto en el campamento antes del ataque, pero nadie pudo encontrar el cadáver de aquella mestiza de boca jugosa y ojos de demonio, y se supuso que se había ahogado en el lago, al tratar de huir.

Tal suposición era errónea, y bien claro quedó cuando reapareció para incendiar un santuario de Arbar, a mediados del otoño de ese mismo año. Ese acto insensato fue muy sonado y provocó gran número de especulaciones, aunque el decir popular, de nuevo, lo consideraba una especie de venganza salvaje por la muerte de su capitán y amante, el bandido Carog. Tras cometer ese desmán, la mestiza se había esfumado, dejando sólo rumores que no conducían a ninguna parte. Y en esos dos años había reaparecido esporádicamente, para cometer alguna tropelía, antes de desaparecer de nuevo.

—Tuga Tursa ya ha matado a dos cazadores de cabezas —añadió de repente la bruja; siempre la misma, ya que la otra era poco más que una sombra de enloquecidos ojos claros.

—Así es —hube de admitir, molesto.

Volvimos al silencio. Todo estaba dicho entre nosotros, pero yo me demoré al lado de esas brujas momgargas y a ellas no pareció molestarles. Me entretuve mirando a la gente que pasaba: culteros armas de cabezas calvas y pintadas; montañeses y norteños desnudos, con una piel de animal sobre cabezas y espaldas; altacopas cargadas de joyas, con peinados caprichosos y cubiertas por máscaras; pandalumes con los emblemas de sus lares estampados en las ropas; mercaderes del Sursur, nómadas, caravaneros, vagabundos…

De repente me di cuenta de que un hombre se había parado a pocos pasos de nosotros. Un extranjero barbudo y entrecano, flaco, de ropas de ricas telas pero sencillas, y sin espada. Detenido allí, al pie de la esquina, nos estaba contemplando y, pasados los primeros instantes, apoyé la mano en el puño de la espada, devolviéndole perplejo el escrutinio.

Los gorgotas respetan y temen a los cazadores de cabezas, y los momgargas sólo nos temen; pero todos por igual nos eluden si no tienen nada que tratar con nosotros. Hacen como si no existiéramos o fuésemos invisibles. Nadie, sin una buena razón, se cruza en el camino de alguien que cala una máscara de matar, y resulta prudente seguir igual política con las brujas.

Pero aquel extraño no parecía tener ningún asunto que tratar con nosotros. Se limitaba a estar allí parado, junto a la esquina tallada, devorándonos con los ojos y frunciendo el ceño, como si tratase de forzar la vista para captar más detalles en la penumbra. Las brujas echaron mano a sus espadas, siseando irritadas, y yo, aunque atónito, las imité.

El desconocido reculó, mudando de gesto, de repente asustado por el brillo de aceros entre las sombras, y por el susurro del metal sobre el cuero de las vainas. Pero, en aquel preciso instante, se interpuso un segundo hombre. Un arma alto y de anchas espaldas, con ropas de calidad y una máscara de halcón, forjada en cobre rojo y bronce dorado, con una gran melena de largas plumas rojas.

El hombre-halcón apartó de un gesto al entrometido, a la vez que tendía la otra mano hacia nosotros, en un gesto que era a la vez de paz y de advertencia. Agazapado, el puño sobre la espada a medio desenvainar, observé a aquel segundo personaje, que era sin duda mi amigo Cosal. El extranjero se agitaba confundido a sus espaldas, y él seguía con la mano extendida hacia nosotros. ¿Era aquel hombre un forastero demasiado curioso, y puede que ignorante de ciertas normas básicas? Meneé la cabeza.

—Quietas, quietas… —aplaqué a las dos brujas, que ahora también dudaban ante aquella escena—. Es un extranjero, creo que un sabio, venido de… do Changola. —Utilicé el nombre que los pandalumes dan a las tierras situadas a meridión del Riorrío, lo que nosotros llamamos el Sursur—. No conoce las costumbres. Seamos generosos.

Ellas devolvieron las espadas a sus vainas y el hombre-halcón, seguro ya de que no íbamos a atacar a aquel desconocido, lo cogió por el codo y se lo llevó calle abajo sin mayores miramientos. Sosegadas, las brujas volvieron a acuclillarse y los tres nos dedicamos a contemplar el paso de la multitud.

Pero, poco antes de la medianoche, el menguante gentío enmudeció ante el repicar que acompaña a los condenados a muerte. Volví la cabeza a tiempo de ver cómo los peatones cedían el paso a dos verdugos con mantos y máscaras grises y blancas. Uno de ellos llevaba de las riendas a un buey ensillado y con fundas de plata en los cuernos, mientras que con la zurda agitaba la campana de la muerte. Sentada en esa silla iba una bailarina, cubierta con un velo y cargada de alhajas: anillos en los dedos de pies y manos, ajorcas en tobillos y muñecas, pendientes, brazaletes. No llevaba, sin embargo, collares y le habían pintado un sello en la espalda desnuda, que proclamaba la naturaleza de su delito, según la costumbre arma. Pero yo estaba demasiado lejos y la luz era escasa, así que no pude distinguirlo, y no me levanté tampoco a mirar. Las brujas sí que se marcharon detrás de la cabalgata y yo me quedé allí sentado, haciendo saltar la réplica en mis manos y preguntándome el porqué de aquella ejecución nocturna.

La comitiva de la muerte, con su estela de curiosos, se alejó serpenteando por el dédalo callejero, hasta cruzar un arco adornado con calaveras pintadas. Del otro lado se encuentra una plaza cuadrada, en la que se alza una plataforma de pedernal, flanqueada por rechonchos ídolos de basalto. Ésa es la plaza Sangarea, el lugar del degüello público.

Había allí flameros encendidos y, a la luz de las llamas, los verdugos arrodillaron a la mujer sobre una alfombra y ante una estera. Le retiraron el velo y le ataron las manos a la espalda. Cosal, que se hallaba entre el público, supuso por sus facciones que era de sangre balbuca y al maestro Te-Cui, que no se despegaba de su lado tras el incidente de hacía un momento, la mujer le pareció muy joven, al tiempo que reparaba en detalles tales como el pelo negro recogido, la garganta desnuda y los ojos azules, apáticos por efecto del bebedizo.

El verdugo enarboló la hoja, tan antigua, de obsidiana negra, para mostrársela al público. Su discurso tradicional no pudo ser más escueto.

—Muere por quebrantar los códigos de las altacopas —anunció simplemente.

Y, alzándole con delicadeza el mentón, le abrió la garganta de oreja a oreja con un gesto de la hoja. Saltó una riada de sangre y, tras un chispazo de la mirada azul, como el de un rescoldo al apagarse, el cuerpo cayó de bruces sobre la estera.

Veterano de nueve cortes, el maestro Te-Cui había presenciado a lo largo de su vida muchas ejecuciones, algunas de ellas verdaderamente terribles. Pero, aun así, toda aquella parafernalia nocturna le produjo una gran desazón.

—Una altacopa —le aclaró su acompañante, inescrutable tras su máscara de halcón, al tiempo que le señalaba el cadáver—. Son una institución que nos viene de los gargales. No, no nacen armas. —Se anticipó a la pregunta y, al menear la cabeza, los reflejos de las llamas rielaron sobre los metales de su cambuj—. Se las captura de niñas en la guerra o se las compra a los tratantes de esclavos, y se las envía a Escarpa Umea. Allí las educan. Hay varias clases de altacopas y tienen todo un sistema de jerarquías propias; pero todas ellas son intocables. Hay castigos muy duros para cualquiera que las moleste, y también para ellas —volvió a mostrarle el estrado—, si violan su posición.

El maestro asintió. Todavía tenía en la cabeza el incidente que acababa de provocar, y se dolía de ello. «Demasiado tiempo entre libros y gente pacífica», se recriminaba. Se había dejado llevar por la curiosidad y había estado a punto de causar un altercado con un cazador de cabezas y dos brujas pandalumes, y eso lo mortificaba. Se prometió ser más cuidadoso y se hizo el propósito, apenas regresase a su alojamiento, de volver a ceñir la espada que guardaba en el equipaje.

Las moscas zumbaban ya en torno al rostro ensangrentado de la muerta y, al otro lado de la plaza, una figura enorme abandonó la oscuridad de los soportales para mostrarse al resplandor de los flameros. El maestro Te-Cui sintió cómo se le erizaba el vello de antebrazos y nuca. Y, olvidado su propósito de cautela, se volvió a medias para observar a aquel gigante de cuerpo humano y cabeza de chivo, ataviado con una coraza de bronce, larga falda roja y una gran espada que se balanceaba bajo su axila izquierda. El hombre-halcón siguió su mirada.

—El ogro Tavarusa. Un dios-vivo de los montañeses y, desde la guerra del Oga Pantera, un héroe para los armas.

—Un ogro… —El maestro sacudió la cabeza, sin poder apartar los ojos de aquella figura.

Se quedó allí quieto, observando, entre el calor y mientras una joven altacopa se desangraba sobre una estera, rodeada de moscas. Vio al ogro caminar con parsimonia y abrirse paso entre el público en dispersión. Llevaba un lienzo colocado a capricho sobre hombros y codos, como un chal, ocultando a medias una gran hacha de dos hojas sujeta a la cintura, y su brazo izquierdo lucía armadura desde el hombro a los dedos. Luego, cuando la gran testa cornuda se volvió en su dirección, ya no se atrevió a seguir mirando. Aquellos ojos amarillentos tenían un brillo maligno, y los labios rumiaban lentamente, a la manera de las cabras, descubriendo y ocultando los dientes.

Apartó los ojos y se hizo de nuevo propósito de no mostrar su interés tan abiertamente. Olía a sangre vertida y las moscas zumbaban, y el maestro se preguntó si su desaparecido discípulo no habría sucumbido a esa misma curiosidad desbordante que ambos compartían y que era la que le había llevado a aceptarle a su lado años atrás.

Al abandonar Tavarusa la plaza, con sus dos guardaespaldas unos pasos más atrás, acababa de sonar la medianoche. A esa hora las calles se vacían con rapidez de transeúntes, los tenderos recogen sus mercancías y sólo algunas tabernas permanecen aún abiertas, porque el barrio comercial nunca duerme del todo. Sin prisas, el ogro emprendió la vuelta a casa, distrayéndose en contemplar los rostros esculpidos en las cornisas, los pórticos cargados de imágenes, las esquinas talladas. Cuando algún mediarma se cruzaba en su camino, se inclinaba ante su presencia, y él aceptaba con gesto distraído el homenaje.

Aquel grande entre los montañeses había llegado hacía un par de años a la ciudad, para instalarse con su corte de brujas, concubinas y guardaespaldas. Había tomado casa en el Orói Marfil y su figura se había hecho ya familiar a los asiduos del barrio, paseando por las calles como si aún gobernase su reino de las montañas con sus ropas rojas de jefe y escoltado por dos montañeses desnudos, con pieles de cabra sobre cabeza y espalda, y grandes hachas de dos filos al hombro.

De repente, al pasar por la plaza de la Fragua, el pomo de su espada —grande como un puño y forjado en forma de cabeza de chivo— lanzó un agudo balido metálico que sobresaltó al ogro, a sus guardaespaldas y a los escasos viandantes que pasaban en aquel momento por allí.

El dios montañés se detuvo, flanqueado por sus dos escoltas. Acariciando pensativo el pomo del arma paseó la mirada por la plaza. Algunas lámparas esparcían resplandores inquietos, pero allí casi todo eran arcos en sombras, recodos oscuros, zonas en tinieblas. A unos veinte pasos de él, se alzaba la enorme estatua en basalto del ídolo Calaminea, sentado con las piernas cruzadas y con una mano a medias tendida sosteniendo un gran péndulo de bronce. Al pie de esa efigie inmensa ardía un fuego ceremonial.

Desde lo alto, los rasgos cincelados en basalto de Calaminea parecían mudar de gesto a cada brinco de las llamas. Inmóvil, rumiando con mucha lentitud, el ogro posó sus ojos amarillentos en ese rostro de boca ancha, como si buscase alguna señal por parte de aquel tutelar de la minería, propicio a los montañeses. Luego, muy despacio, como si hubiera obtenido respuesta, la mirada de Tavarusa fue descendiendo por la estatua hasta clavarse en las sombras que se espesaban tras el fuego sacro.

Hubo un compás de espera: el ogro aguardaba con la mano sobre la espada; sus guardaespaldas detrás, empuñando sus grandes hachas. Luego, el silencio se quebró de golpe. Como nacida de la espalda encorvada del ídolo, una riada de hombres brotó de la oscuridad, entre gritos y resonar de armas. La plaza entera pareció retemblar bajo su alarido unánime. Los guardaespaldas se adelantaron a hacerles frente, blandiendo sus hachas y coreando a una el grito de guerra de la cabra, al tiempo que el ogro recurría a sus propias armas para defenderse y los escasos peatones huían al reconocer las capuchas de tela de los talafurata, los asesinos a sueldo pandalumes.

A la luz del fuego, uno de los hombres-cabra lanzó su hacha, antes de blandir dos dagas. El arma pasó volteando entre los asesinos y, tras herir a uno de ellos, fue dando botes sobre el empedrado, entre surtidores de chispas. Pero así consiguió deshacer su piña y frenar, aunque sólo fuese un instante, el ataque. Los talafurata se desplegaron para rebasar a los escoltas del ogro por ambos lados, pese a los esfuerzos de éstos por cerrarles el paso, y caer sobre su señor en un asalto destinado a durar un segundo.

Pero aquellos asesinos no conocían al dios montañés. Arrojó su capa roja a los pies de sus atacantes y se defendió con golpes amplios de aquella oleada de aceros que se le venían encima. Un par de hojas saltaron en mil pedazos y las esquirlas metálicas laceraron a los combatientes; la espada del ogro arrancó las armas de manos de un talafurata y alcanzó con la punta el rostro de otro, que quedó revolcándose en el suelo. Los asesinos saltaban ya como sabuesos alrededor de Tavarusa —que se movía sin pausa para evitar ser rodeado— con los ojos brillantes por las pócimas, tratando de esquivar sus grandes armas y buscando algún hueco por donde encajar sus propios golpes.

Mientras uno de los hombres-cabra abría el pecho de un atacante con su hacha y el otro caía acuchillado, un buhonero que dormía en los soportales —un mediarma cubierto con una piel de jabalí— abandonó su manta para sumarse a la refriega, desnucando a uno de los asesinos con un golpe de maza.

Bramando, el dios montañés arremetió contra sus enemigos, rompió su círculo y se abrió paso a golpes hasta la estatua de Calaminea. El batir de armas atronaba por toda la plaza, levantando nubes de chispas en las sombras. El ogro rompió una rodilla de una patada, su hacha enganchó a un talafurata situado a su izquierda y lo volteó como a un pelele, entre una lluvia de entrañas; la punta de su espada vació el ojo a otro que trataba de cerrarle el paso. El resto cedió sin poder rebasar la guardia de sus grandes armas. En la penumbra, el dios-vivo fue a chocar con un talafurata rezagado, que acababa de rematar a su segundo guardaespaldas, y lo derribó. Pateó con saña al caído, antes de arrimarse a la peana del ídolo y allí, respaldado por las llamas, plantó cara a sus atacantes.

La famosa carga de los asesinos pandalumes estaba rota y los supervivientes titubeaban, asombrados ante el desastre de armas rotas, muertos y heridos que se revolcaban en la penumbra de la plaza. Se oían lamentos, roces de hierros y olía a sangre derramada. Aquellos talafurata desconocían la vitalidad, la fuerza, la habilidad con las armas de ese gigante con cabeza de chivo negro. Pero yo le he visto en la guerra, descollando como una torre sobre los enemigos, haciéndolos pedazos con la espada y el hacha. Y puedo jurar que es un espectáculo aterrador.

Los pandalumes calibraron con la mirada la situación, vigilando sobre todo lo que ocurría en las puertas de arco de la plaza, donde algunos mirones se habían congregado, sin atreverse aún a entrar. Cruzaron unas palabras y, por último, se volvieron hacia Tavarusa, que les aguardaba armas en puño, gesticulando silenciosamente con sus labios de cabra.

La brisa nocturna agitaba a intervalos las ropas sueltas de los asesinos, los ojos relucían tras las capuchas bordadas, las hojas tendidas centelleaban con cada vaivén de los fuegos. Luego, todos a una, los asesinos cargaron a través de la plaza en sombras.

Enardecidos por sus pócimas secretas, todavía muchos contra uno, los talafurata cayeron sobre el dios montañés lanzando golpe sobre golpe. Las hojas entrechocaban con estruendo, las chispas casi cegaban a los combatientes y el acero rechinaba sobre las defensas de bronce del ogro. Éste se hizo fuerte contra las llamas y luego, de repente —haciendo girar las armas y usando su corpachón como ariete— arremetió contra el grueso de los atacantes y lo deshizo. Los asesinos que no saltaron o retrocedieron fueron arrollados.

Entonces, Tavarusa comenzó a lanzar golpes atroces contra sus enemigos. Descoordinados, unos trataban de mantener la posición, otros retrocedían y algunos contraatacaban. Hubo una matanza en la plaza. El dios de testuz de cabra pisoteó hombres derribados, hundió cráneos con su puño acorazado, mutiló con los filos de sus armas. Los asesinos caían bajo los aceros del ogro y sin embargo aquella noche hicieron honor a la fama que tienen los talafurata sin cejar, y el ogro encajó más de una puñalada. Esos talafurata son, en el peor de los casos, hábiles y decididos, y quizás aún más cuando se ven azuzados por la adversidad.

El barrio entero despertaba alarmado por el estruendo de la lucha. En los aledaños de la plaza sonaban ya las bramaderas de los guardias y, al pie de los arcos, los más valientes de los espectadores se animaban mutuamente a intervenir.

El momento de los asesinos pasó cuando más gente se unió a la lucha. Cuando, riendo, la lanzái copa Acitacil surgió como por arte de magia de las sombras, a espaldas de un talafurata, y lo descabezó con un revés de la espada. El combate se propagó entonces por toda la plaza, alejándose del ídolo, y acabó cuando los pocos asesinos supervivientes se desbandaron, tratando de salvarse cada uno por su cuenta al amparo de la oscuridad.

En un callejón, no muy lejos, Palo Vento fue a toparse de boca con uno de los fugitivos. El hombre-serpiente acudía a la plaza, la espada suelta en la vaina, atraído como tantos otros por el estrépito de la lucha, cuando vio como alguien doblaba la esquina a la carrera. Un hombre ensangrentado que daba traspiés, con una capucha de seda, hermoseada con bordados, sobre la cabeza. Ambos se pararon en seco, evaluándose en la penumbra. Palo Vento blandió sus armas envenenadas a modo de advertencia, tal como una serpiente se alza y muestra los colmillos al verse amenazada.

Transcurrió un instante. El asesino, herido y con gente a los talones, sopesó sus hojas y observó al arma que le cerraba el paso, pareciendo dudar durante un momento muy largo. Luego, con pulso firme, se cortó el cuello con la espada.

El hombre-serpiente dio un brinco, impresionado. Luego envainó sus aceros y se inclinó entre las sombras para examinar al caído. Frotándose la cabeza calva, miró dentro de aquellos ojos verdes que se apagaban, intuyendo sin esfuerzo la desesperación del asesino. Y no le costó nada imaginarle, descartada ya cualquier posible salvación, sonreírse desalentado para sus adentros, como hacen los hombres fatalistas ante el desastre, antes de volver su propio acero contra sí mismo.

Yo también estuve aquella noche en la plaza. Había cadáveres y restos humanos por todas partes y, con el calor, el aire nocturno apestaba a sangre vertida. Tuve que sortear algunos charcos rojizos, y espantar a las moscas que acudían ya en gran número a los pingajos y las salpicaduras. Los cadáveres estaban medio despedazados, muertos por heridas atroces. Creo que en toda mi vida no he visto una esgrima tan sucia como la que practicaba don Tavarusa: era fuerte como varios hombres fuertes, inteligente y sumamente hábil con las armas; pero nunca, nunca daba golpes limpios. Si decapitaba, lo hacía siempre por encima del cuello y, si cortaba un miembro, invariablemente era al bies. Aplastaba, mutilaba, destripaba…, el resultado no habría sido más atroz de usar dos serruchos en vez del hacha y la espada.

Los dos escoltas del ogro y once talafuratas habían caído en la refriega, aunque alguno de éstos todavía conservaba un último soplo de vida, agonizando sobre el empedrado. También habían muerto tres de los que se sumaron a la lucha, entre ellos un montañés al que nadie conocía, y que fue el primero en acudir en ayuda del dios-vivo. Y no voy a hablar de todos los que habían recibido heridas más o menos graves.

Los guardias de la ciudad, con sus arneses rojos y dorados, deambulaban por entre los cuerpos a la luz de las antorchas; e incluso esos mercenarios —momgargas que habían tenido que dejar a sus gentes por culpa de algún crimen violento— se mostraban atónitos ante semejante matanza; y eso que muchos de ellos habían visto, a lo largo de sus vidas errantes, no pocos episodios sangrientos.

La lanzái copa Acitacil había cogido una cabeza humana y jugaba a la pelota con ella. Me levanté la máscara hasta la frente antes de acercarme a hablar con ella. Sonreía y sus ojos azules fulguraban al resplandor de los fuegos nocturnos.

—No me regañes… ¡huuuu! —Lanzó la cabeza a lo alto para recogerla luego en el aire—. Mira: es mía; la he cortado yo.

—Aún sangra —gruñí y me aparté un par de pasos para evitar las salpicaduras—. Pero mírate, mujer, te estás poniendo perdida.

La risueña lanzái copa agarró su trofeo por los pelos y, con dedos goteantes, trazó un dibujo sangriento alrededor de su ombligo desnudo. Y a mí se me escapó una sonrisa ante aquello: soy arma. El entrenamiento militar que reciben las lanzáis copa en la ciudadela de Escarpa Umea es secreto pero, sea cual sea, esas altacopas guerreras son de gustos crueles, como aquella Acitacil, que perdía la cabeza ante el olor de la sangre y gustaba de bailar entre los muertos.

—En fin. ¿Qué piensas hacer esta noche, Acitacil?

—Nada contigo —repuso con gesto amable—. Pero por cierto, me han contado que has vuelto a la caza de cabezas.

—Es cierto. —Toqué la máscara de matar que llevaba apoyada sobre la frente.

—Dicen que vas detrás de Tuga Tursa, la bruja.

—Sí.

—Bueno. —Me miró sonriente—. Pues cuando la mates puedes regalarme su espada.

Se echó a reír y yo no pude por menos que menear la cabeza, sonriendo. Las lanzáis copa son tan rapaces como sanguinarias. Es más fácil sacar algo por nada de una piedra que de cualquiera de ellas.

Cerca, uno de los capitanes de la guardia deambulaba con gesto entre hosco y asombrado por entre los despojos humanos. Mientras jugueteaba con una capucha talafurata, de bordados especialmente ricos, lanzó una mirada sombría a Tavarusa, que sangraba por varias heridas.

—A veces, señor —le comentó—, los talafurata envenenan sus hojas. Al menos eso es lo que se cuenta.

El ogro contempló con displicencia la sangre que le corría por los antebrazos.

—Podría ser —admitió, con ligereza propia de demonios.

Y sin más, se marchó.

Dedicó un gesto informal al ídolo Calaminea —el saludo que un montañés dirigiría a uno de sus iguales— antes de marcharse. Al pasar junto a Acitacil, que ensayaba unos pasos de danza entre los cadáveres, le lanzó un objeto brillante; puede que una moneda de gran valor o quizás una joya. Ella lo cazó al vuelo con una sonrisa deslumbrante, sin soltar la espada ni alterar el cimbreo de sus caderas.