12

Mediaba ya ese largo verano cuando, desde lo alto de un cerro, pude divisar al ejército de don Tavarusa, que marchaba hacia Erruza. El sol inundaba las planicies de luz ardiente y el aire vibraba, provocando ese vértigo que acomete al viajero en mitad de los espacios abiertos y los horizontes ilimitados. El calor hacía danzar espejismos y vapores ante mis ojos, golpes de aire abrasador agitaban los matorrales resecos y grandes columnas de polvo se alzaban en el aire y, en la quietud de la tarde, la tierra retemblaba bajo miles de pies, cascos y pezuñas.

Los llanos se abrían en todas direcciones ante mis ojos, hasta perderse de vista, cubiertos de pasturas y algunas arboledas. Sólo al sudoeste llegaba uno a columbrar algo que bien podría tomar por un atisbo lejano de la sierra Culebra, si no fuera porque estaba demasiado lejana. Aunque en aquella atmósfera recalentada se producían extraños efectos ópticos. Algunos cúmulos blancos surcaban lentos el cielo azul de aquella tarde perezosa, las aves planeaban con alas tendidas sobre las corrientes de aire cálido y los insectos chirriaban entre las matas.

Un par de jinetes se aproximó al altozano para estudiarme con recelo, antes de espolear sus monturas y alejarse. Guías mestizos al servicio del ogro Tavarusa. Balbucas de brillantes ojos azules y pinturas de guerra rojas y blancas, con ropas holgadas de grandes listas, arcos en la mano y cuernos de señales colgando del arzón.

Contemplé cómo cabalgaban por entre los matorrales resecos, despacio, con una flecha en el arco, tan alertas como si esperasen una emboscada. Y es que aquél era un terreno peligroso. Aquel ejército, mandado por un montañés y costeado por los armas, acudía en ayuda de Erruza, la colonia más oriental de los armas, en el camino de Tres Cortes, asediada en esos momentos por los nómadas.

Tavarusa había salido de Los Seis Dedos en auxilio de los puestos situados a lo largo de ese camino. Cayó por sorpresa sobre los sitiadores de Ornija e hizo una matanza entre ellos, antes de seguir hacia el este, sumando fuerzas amigas. Derrotó a los que rodeaban Vendija y ahora se dirigía a Erruza, sometida también a cerco y que, al ser el establecimiento más oriental y alejado, era el que en mayor peligro se encontraba. Uno de los tres hermanos Mutel, Carará, le salía al encuentro, con una muchedumbre de jinetes. Estábamos en vísperas de una gran batalla y los exploradores de ambos bandos menudeaban por las llanuras, tendiéndose emboscadas, evitándose o cruzando insultos, y a veces librando refriegas fugaces.

Guiñé los ojos, tratando de evaluar las fuerzas que marchaban por el camino de Tres Cortes, a un tiro de flecha. Bandas de escaramuceros flanqueaban el ejército y, aún más alejados de la columna, galopaban los ojeadores. Había una avanzada de jinetes balbucas y la vanguardia estaba formada por infantería pesada reclutada al sur del Riorrío. Tras ellos marchaban en sucesión la infantería gorgota, los aliados pandalumes y mestizos, agrupados según lares y por último los irregulares, armados de forma ligera. La caballería iba por fuera del camino, a la derecha de la columna, y una enorme polvareda flotaba a retaguardia, señalando el paso de la caravana de bagajes con su escolta de lanzáis copa. Y, entre toda esa muchedumbre en movimiento, la litera del ogro Tavarusa se bamboleaba a lomos de un buey gigantesco, custodiado por hombres-cabra y brujas montañesas que enarbolaban sus enseñas rojas y doradas.

Con la rodela en una mano y los dos venablos en la otra, bajé al encuentro de las fuerzas. El calor danzaba entre los matojos, haciendo temblar la visión, y las culebras se escabullían siseando ante los golpeteos de mis armas contra la maleza. Los ojeadores trotaban sin rumbo fijo y los escaramuceros deambulaban en grupos sueltos. Algunos conocidos me vieron: me saludaban a gritos y yo respondía levantando los hierros.

Fui contorneando a paso calmo las formaciones de infantería que marchaban con el equipo a cuestas. Luego advertí que un jinete llegaba galopando hacia la cabecera. Su máscara —hecha de cráneo de chivo y placas metálicas— lo señalaba como un gran guerrero entre los montañeses, así como un hechicero de rango menor, y, al constatar que cabalgaba hacia mí, cambié un venablo de mano. Se me acercó refrenando poco a poco la montura, de tal forma que llegó hasta mí al paso.

—¿Eres el hombre-lobo Corocota? —Los ojos, tras las rendijas de hueso y bronce, eran oscuros y fieros.

—Sí.

El caballo, tan salvaje como el jinete, piafaba y hacía saltar pellas de tierra y polvo. El hombre-cabra se inclinó sobre la silla para observarme, y entonces fue cuando advirtió la forma en que empuñaba el venablo, listo para lanzar.

—Paz, lobo, paz —protestó.

—Haber empezado por ahí, hombre. —Abatí el hierro—. Paz, chivo.

—¿Vienes del este? ¿Tienes noticias?

—Puede que tenga alguna, sí. Todo depende de lo que ya sepáis.

—Entonces vamos, dáselas tú mismo a don Tavarusa.

—Bueno —me excusé, azarado—, tampoco tengo tantas cosas que contar.

—No importa. Él te escuchará de todas maneras. Vamos —urgió—. Vamos.

Así que tuve que aceptar a regañadientes. Me agarré al pomo de su silla, él azuzó a la montura y salimos al trote, al encuentro de la comitiva del dios-vivo.

Cien montañeses, armados hasta los dientes, guardaban el palanquín durante la marcha. Aquel buey era uno de los más grandes que yo haya visto nunca: muy ancho y con casi dos metros de alzada; engualdrapado en rojo, con campanas al cuello y fundas de bronce en los cuernos. La litera oscilaba lentamente a lomos de aquel gigante animal, brujos enmascarados guiaban a éste de las riendas y montañeses de aire salvaje rondaban todo en torno, velando por su señor.

Habían alzado los velos para que corriese el aire, y el dios-vivo se recostaba bajo el dosel en compañía de dos concubinas, amodorrado por la hora, el bochorno y el pausado bamboleo de la marcha. Había relegado sus ropas rojas de jefe para vestir una larga falda blanca, sujeta con faja dorada; pesadas defensas de bronce le cubrían el hombro y brazo izquierdos, y un collar de cráneos dorados, grandes como puños, se columpiaba sobre su pecho velludo.

Una de sus mujeres, apenas cubierta por tres filigranas de plata, estaba sentada junto a su cabeza, espantando el calor y los insectos con un abanico. La otra —con cambuj de cobre bruñido y un peinado tan barroco como el de una altacopa— leía en voz alta un libro, reposando una mano sobre el texto, para evitar que la brisa pasase las hojas.

Caminando entre montañeses a la par que la litera, en espera de que me llamasen, presté oídos para escuchar. Todos callaban y —aunque las palabras eran difíciles de captar a esa distancia— el tono, el ritmo, las inflexiones de la voz llegaban con claridad en el silencio de la media tarde. Fascinado, me di cuenta de que recitaba versos: viejos poemas en Alto Arma.

Los cascos del buey golpeteaban la tierra, las campanillas tañían débiles y las colgaduras susurraban agitadas por la brisa. Y, sobre todos esos pequeños sonidos, la concubina del ogro iba desgranando cadenciosa las estrofas. Conjurando emociones, hechizando a la concurrencia, arrullando los sentidos con su voz privilegiada.

Por último, la lectura tocó a su fin y la magia cesó. A una señal del dios-vivo, puse mis venablos y rodela en manos de una bruja, y me aupé a los estribos intermedios del buey.

La litera se mecía con suavidad, a lentos bandazos. El paisaje subía y bajaba despacio, muy despacio. El ogro guardaba un mutismo somnoliento entre sedas, oro, mujeres; como la viva estampa de esa molicie bárbara que, entre montañeses, es atributo de la grandeza. Su testa de chivo basculaba adormilada, el collar de cráneos se mecía sobre el torso peludo, las alhajas metálicas de sus concubinas tintineaban a cada vaivén. La chica del abanico aireaba rítmicamente a su amo, mientras la lectora repasaba sus versos.

Estudié intrigado a esta última. El cabello negro, los ojos oscuros, los matices morenos de la piel, delataban su sangre gorgota. Y aquel hermoso cambuj de cobre era de un estilo mimético del de las máscaras altacopas. De nuevo, reparé en ese tocado repleto de broches, peinetas y fundas de marfil y metal.

—¿Te gusta la poesía, cazador? —inquirió distraído el ogro.

—No tengo mucho paladar para los versos, grande.

—Lástima. La poesía es un placer incomparable: una de las artes mayores —murmuró con su acento exótico, lleno de resabios al balido de las cabras—. Y éstos son buenos, viejos versos. —Tendió la mano hacia el volumen encuadernado en cuero—. Eran ya antiguos cuando los armas no existían siquiera.

Con sus garras de bronce alzó el rostro de la lectora, y yo pude apreciar aquella boca agraciada bajo el hermoso semblante de metal pulido.

—¿Sabes? Pagué muchos pesos de oro por ella. Las lais de Escarpa Umea la adiestraron expresamente para mí en las artes de la lectura. Domina el Alto Arma y los tres alfabetos gargales, el goro, el cinca, el falanai y las siete grafías coutou… —Con un gesto desdeñó proseguir—. Hay una máscara así entre vuestras altacopas: una máscara de la que ésta es un remedo, pero supongo que tú no la conoces.

—Las altacopas custodian ciento sesenta y nueve máscaras tradicionales, grande —me excusé—. Son muchas y resulta difícil conocerlas a todas.

—Sobre todo a ésta, que es de las menos populares —concedió—. Hoy en día sobran dedos en las manos para contar a las altacopas capaces de portar una Máscara Lectora. Es una pena. —Agitó la cabeza, como para sacudirse el sopor—. Pero, en fin, dime, ¿cómo ha ido tu caza?

—De momento no muy bien, grande. Aún no he logrado la cabeza de Tuga Tursa.

—Cuéntame qué te ha sucedido.

Colgado del palanquín, me acomodé para relatarle mi larga cacería. Tuga Tursa era astuta y resbaladiza, además de temeraria; ya que su fuerza, que era a la vez su debilidad, estaba en un gusto malsano por tentar de continuo a la suerte. Tras escaparse del pinar de Jabalaneté, había bajado a las llanuras de Biga y se había dirigido hacia el este.

Me ahorré relatar los pormenores de la persecución. Se había unido disfrazada a una caravana y así había recorrido el camino de Tres Cortes, yo había ido en pos de ella y, curiosamente, a los dos nos había sorprendido el estallido nómada contra los armas en Vendija. Tan decidida como siempre, había abandonado la ciudad antes de que los guerreros del llano la cercasen por completo y yo me fui una vez más en pos de ella. De una forma u otra, los dos habíamos logrado llegar a la sombra de la sierra Ongada, donde Carará Mutel preparaba un gran ejército para marchar contra las colonias armas.

Nunca habrá certeza de tal cosa, pero lo más seguro es que todo aquel ataque de multitud de pueblos contra los armas debió de pillar también por sorpresa a los propios Mutel. Habían estado soliviantando durante largo tiempo, en secreto, a los nómadas, pero todo se había desatado antes de lo que ellos habían previsto; antes de que pudieran ultimar sus planes. Había sido la codicia de algunos jefes truro lo que los había llevado a atacar la caravana de la Pequeña Estrella Norte, y eso había sido la chispa que había encendido los llanos.

El caso es que Tuga Tursa había ido a unirse a Mutel y yo, ofuscado por las ganas de matar, no había dudado en seguir la caza al propio campamento del rey-brujo.

Tomé aliento un instante. La concubina del abanico me lanzó una mirada turbia. Su amo me contemplaba con ojos amarillentos.

—¿Entraste en el campo enemigo? Ésa es una muestra de mucho valor.

—No, grande. Carará Mutel estaba acampado al norte de la sierra Ongada, en Aspoulas, recibiendo aliados. Pero hay muchos gorgotas, puces sobre todo, en ese ejército. Ellos no sólo me respetaron, sino que me protegieron. Incluso el Cufa Sabut mandó a los suyos hacerlo.

—Entonces, ¿está el Cufa Sabut con Carará Mutel?

—Sí, grande. Está con un número respetable de partidarios.

—¿Ha tomado partido por los Mutel? ¿Tan grande es su odio a los suyos?

—Más bien ha reunido juramentados a favor de la Máscara Real y, de momento, es aliado de los Mutel, que por otra parte fueron los que lo sacaron de nuevo a la luz.

El ogro cabeceó pensativo.

—Estuve al acecho durante varios días, pero ella no se apartó en ningún momento de sus amos. Porque, entre nuestra gente, los reyes-brujo y los dioses vivos están por encima de la caza de cabezas y la gente como yo no puede molestarles. A su vez, Mutel me dejó en paz, fuese por respeto a mi condición o por miedo a enojar a los puces. Pero en ese ejército había muchos momgargas, gente que no debe nada a los cazacabezas y, aconsejado por las brujas puces, decidí huir.

—Ya daré con Tuga Tursa en la batalla, o después —concluí—. Un cazador de cabezas ha de ser paciente.

—Cierto —convino—. ¿A qué distancia pueden encontrarse en estos momentos?

—Calculo que a unos dos días. Son muchos y se mueven despacio.

Hice una nueva pausa, para luego, midiendo las palabras, intentar describirle aquella coalición grande y abigarrada. Carará Mutel venía a nuestro encuentro con un ejército cuyo núcleo eran puces y necas. A ellos había que sumar no sólo un gran contingente que seguía al Cufa Sabut y el antiguo estandarte de la Máscara Real —diseñado hacía siglos por el Rey Rojo para su creación: un círculo, con un ojo dentro, del que irradian seis dedos dorados, como los rayos de una estrella, sobre fondo blanco inmaculado—, sino también jinetes: trocalumes y truro sobre todo, pero también grupos menores de otros pueblos nómadas: sensi, falises, colagines, ancavales, alganóus…

Traté de pintarle, con tranquilidad, la imagen de aquella muchedumbre. El lujo de las carpas de los jefes, la imagen de grandes hordas montadas que cabalgaban entre polvaredas, el espectáculo de vagabundos exóticos llegados de lugares muy lejanos. No sólo había allí guerreros, puesto que algunos lares de Aspoulas e incluso del Chan Mayor se habían unido a la aventura y avanzaban entre el traqueteo de los carros, con las mujeres correteando junto a las yuntas y los esclavos arreando el ganado con sus lanzas.

Tavarusa me dejó hablar, animándome a veces a proseguir, sobre todo cuando comentaba acerca de las rencillas y los resquemores, la confusión de pueblos, los campamentos separados delatando que aquélla era una alianza de lo más turbulenta.

—Parece que nos superan en número —dijo por fin.

—Ampliamente —acepté sin rodeos. Él ya sabía todo cuanto le estaba contando, claro, pero a los grandes jefes gorgotas les gusta simular ignorancia—. Tienen muchísima caballería y —aquí sí que dudé un momento— también elefantes.

—Eso había oído. —Sus labios de cabra se removían, como rumiando la noticia. Agitó una mano velluda—. ¿Cuántos son?

—Cada nómada da una cifra; pero, por lo que yo he visto, deben de ser unos veinte. Son elefantes del norte; elefantes de guerra: grandes y peludos, de los de cuatro colmillos. Los reyes goro del Urante se los han enviado a los Mutel; unos dicen que en alquiler y otros que como gesto de alianza.

Cabeceó y yo añadí:

—Lo que es cierto es que sólo uno de los tres hermanos, Carará, dirige ese ejército. Eneqe está sitiando en persona Erruza y, en cuanto a Antil, nadie sabe su paradero. Algunos dicen que está en un santuario secreto, sacrificando por la victoria; pero nadie sabe nada de cierto.

Tavarusa movió de nuevo la gran cabeza cornuda.

—Me has dado informaciones valiosas y te lo agradezco. Y ya no te entretengo más.

Eso era una despedida. Me apeé del estribo y, tras recobrar rodela y hierros de manos de la bruja, me aparté de la cabalgata. Me detuve un instante a contemplar cómo se alejaban, la litera basculando perezosa sobre el buey engualdrapado en rojo, entre revuelo de colgaduras, envuelta en una polvareda pardusca. Luego me volví y me marché en busca de algún hueco para mí en la retaguardia.

Según nuestras viejas costumbres, los carpinteros del ejército habían montado un tablado anejo al campamento y, desde la caída de la noche, un gentío armado se agolpaba al reflejo de los fuegos, absorto en el espectáculo de bailarinas que, con máscaras, espadas y teas, se cimbreaban al son de los grandes tambores.

Ejecutaban una danza tradicional a la luz de las llamas, ágil y rápida, llena de juegos, quiebros y saltos. Giraban unas en torno a las otras, al compás de los tambores, con las hojas tendidas, contorsionándose y batiendo aceros. Cada articulación parecía estar en juego y los pies descalzos —con anillos en los dedos y ajorcas en los tobillos— taloneaban estruendosamente sobre las maderas del tablado. Los cuerpos desnudos y aceitados y las antorchas llameantes tramaban una red de reflejos movedizos, hilvanando el embrujo de las altacopas sobre aquel público en víspera de batalla. Las espadas entrechocaban entre el retumbar de los parches, expresiones enigmáticas asomaban a los semblantes de metal bruñido y las alhajas relucían como fuegos dorados.

Luego, el redoble de tambores cesó de golpe y las bailarinas se detuvieron jadeantes, empapadas en aceite y sudor, y aturdidas por ese griterío —remedos de voces de fieras— que es el aplauso de los gorgotas. Entre el clamor, las bailarinas saludaron entrecruzando las espadas sobre sus cabezas, antes de esfumarse en la noche, custodiadas por lanzáis copa con los hierros desnudos.

Nosotros, por nuestra parte, nos alejamos del tablado. Habíamos estado presenciando el espectáculo desde las últimas filas, entre las sombras del fondo; pero ahora elegimos salir a dar un paseo por el campo. A nuestras espaldas, los tambores volvían a tocar, anunciando un nuevo grupo de danza. Porque esa noche, por orden expresa de don Tavarusa, todas las bailarinas del ejército estaban en pie, actuando para las tropas hasta el desfallecimiento.

Dejamos a nuestras espaldas el campamento, protegido por terraplenes, empalizadas y fosos. La noche era húmeda y cálida, y la gente, desvelada, holgazaneaba entre las tiendas y la primera línea de centinelas. La luna, grande y llena, entretejía espejismos con sombras; las cañas se estremecían acariciadas por una brisa tibia y las ranas, que saltaban a nuestro paso, punteaban la oscuridad de chapuzones.

—Mañana es el día. —Distraído, Palo Vento se ajustó las espadas, al tiempo que echaba un vistazo a las hogueras enemigas, que resplandecían allá a lo lejos.

Cosal asintió y, pasándose de mano el fusil, se agachó a coger un guijarro plano. Lo arrojó al agua con un gesto de muñeca y, en la oscuridad, oímos dos chapoteos consecutivos. El hombre-serpiente también se detuvo, buscando alguna piedra adecuada, y enseguida los tres nos habíamos arrimado al agua, para competir a los saltos y contar salpicaduras.

Nos habíamos reencontrado los tres en el ejército de don Tavarusa, lo que —sobre todo en el caso de Palo Vento— había sido una sorpresa para mí. Ninguno de los tres pertenecíamos, estrictamente, a las tropas del ogro. Cosal había venido en el séquito de dos enviados del Ras —la asamblea de los ferales armas—, que daban legitimidad a ese ejército compuesto en su mayoría por mercenarios y dirigido por un montañés. En cuanto a Palo Vento, estaba allí acompañando a un personaje fabuloso: el legendario Rey Rojo, que una vez más había bajado de las montañas Nubladas para combatir a su antigua creación, la Máscara Real.

Nos entretuvimos tirando piedras hasta que, en un momento dado, Palo Vento se detuvo y señaló campo adelante. Allí estaba surgiendo un resplandor que crecía y crecía, semejante a una aurora rojiza. Tratamos de aguzar la mirada. Un incendio, sin duda, que bailoteaba en la distancia, alumbrando la noche; y al poco el viento nos trajo, a ráfagas, un rumor débil de gritos, relinchos y entrechocar de armas.

Observamos con avidez aquellos resplandores. Algún accidente, o puede que un golpe de mano, había provocado el fuego en uno de los campamentos enemigos. Tiendas y carros ardían en el calor de la noche, y los impetuosos nómadas debían de haberse lanzado unos contra otros.

A nuestras espaldas, los soldados se agolpaban sobre los taludes y las empalizadas, gritando y haciendo conjeturas. Luego se oyó mugir a los turullos, que llamaban a reunión. Todos los que estaban entre el primer círculo de guardia y el campamento regresaron, algunos a regañadientes. Ninguno de los tres estábamos sujetos a la disciplina estricta de las tropas, pero Cosal, cuyo sitio estaba junto a los enviados del Ras, se volvió, y lo propio hizo Palo Vento, alegando que quería estar descansado para morir al día siguiente, en alusión a un viejo dicho arma; aunque él lo pronunció más en broma que de forma solemne.

Así que me quedé solo, paseando entre el primer y el segundo círculo de centinelas. Nos encontrábamos al borde de una zona de humedales, y Tavarusa había levantado el campamento a orillas de una laguna, para aprovechar el respaldo del agua. Enfrente, en campo abierto, estaban los campamentos de los Mutel y sus aliados, y entremedias un llano cubierto de gramíneas ahora resecas por el sol. Los turullos volvieron a sonar por segunda vez, llamando a los rezagados; pero yo fui a sentarme junto al agua, en un tronco muerto y, casi a tientas, comencé a cargar mi vieja pipa.

Estuve fumando mientas miraba el incendio palpitar a lo lejos, hasta que un susurro de malezas me hizo volverme en mi asiento, poniendo la mano en el acero. Escudriñé receloso las tinieblas circundantes. Hubo un largo intervalo de silencio; se oía cantar a los grillos y olía a noche, a proximidad del agua y a vegetación. Luego hubo un nuevo murmullo de plantas y me puse en pie. Alguien chistó y una bruja pintarrajeada de rojo y amarillo surgió de entre las sombras de los cañaverales, con la diestra alzada.

—¿Qum Moga? —Aparté la mano de la espada, agradablemente sorprendido.

—Paz, lobo. —Traía un arco en la zurda, y una sonrisa deslumbrante en el rostro.

Me senté de nuevo y, con un ademán, la invité a hacer lo propio a mi lado. No se hizo de rogar. Acerqué fuego a la cazoleta, porque se me había apagado la pipa, y estuvimos un rato en silencio, mirando el incendio que rugía a lo lejos.

—Te traigo un regalo —dijo al cabo.

Volví los ojos y ella, como un prestidigitador, me mostró una cabeza recién cortada. La hizo rodar entre sus manos, sin dejar de sonreír, mientras yo examinaba esos rasgos muertos a la luz de la luna. Olía a sangre, y escarbé en vano en mi memoria.

—No —acabé renunciando—. No lo conozco, o no lo reconozco.

—Mis hermanas lo sorprendieron rondando por las lagunas, hace un rato. Llevaba máscara y el sello de matar de Tuga Tursa. Éste trataba de llegar al campamento, y seguro que venía a por ti, Corocota.

—A Tuga Tursa no parece faltarle gente dispuesta a morir y a matar por ella. —Agité la cabeza.

—Siempre ha sido muy buena engatusando y ha estado rodeada de juramentados. —Había un punto de envidia en su voz.

Hizo saltar aquel trofeo sangriento entre las manos y yo le tendí la pipa, invitándola a fumar.

—Da las gracias a tus hermanas, de mi parte.

—Lo haré. —Aspiró una calada honda, avivando las brasas rojas del tabaco—. ¿Y cómo es que no estás con una mujer, con alguna altacopa? ¿No es ésa la costumbre de los cazadores de cabezas antes de matar?

—Lo es de algunos. Dicen que la espera de matar, en soledad, destempla los nervios. —Aún tenía en el bolsillo un par de guijarros y recuerdo que los sopesé distraído, haciéndolos sonar—. Pero yo casi prefiero estar solo. Siempre me ha gustado la soledad, y me gusta cada vez más.

—Ah —titubeó en las sombras, con aquella antigua timidez que ya había mostrado en las Tierras Altas—. Entonces, mejor me voy.

—No, mujer. No me entiendas mal.

En el silencio que siguió, volví a entrechocar las piedrecillas. Qum Moga jugueteaba con la caña de la pipa, dando vueltas a alguna idea.

—He oído decir a mis tías —apuntó por fin, dando una última calada a la pipa, antes de devolvérmela— que la soledad es como una enfermedad entre las máscaras como la tuya.

Fumé a mi vez despacio, al tiempo que rumiaba para mis adentros ese comentario. Entre mi gente, las brujas lo son por nacimiento: las comadronas lo descubren gracias a los signos que acompañan el parto y, apenas destetadas, alguna máscara menor la lleva junto a sus iguales. Éstas se encargan de ellas, se convierten en su única familia y las crían, instruyéndolas en las tradiciones de esa clase misteriosa y aparte que son las brujas armas.

Poseen costumbres propias, nombres secretos, alfabetos distintos. Viven al margen, a su aire, y se consideran desligadas del resto; espectadoras capaces de observar sin involucrarse. Son enigmáticas e intrigantes, y a menudo peligrosas; pero sus opiniones merecen consideración, ya que tienen un punto de vista diferente.

—No sé muy bien qué quieres decir.

—La gente como tú se refugia en la soledad y en una postura distante. Eso os hace fuertes a ojos de los demás. —Dudó por un instante—. Pero a la larga esa imagen os atrapa y ya no podéis escapar de ella.

—La máscara protege, pero también obliga. —Sonreí.

—Máscara obliga… —Ahora fue ella la que pareció degustar esa frase hecha, dejándola sonar en la noche.

Se inclinó sobre la pipa, buscando otra calada. Su mano, cargada de ajorcas y anillos, rozó la mía al agarrar la caña, y pude oler el perfume enredado en su cabellera revuelta; uno de esos perfumes que destilan las brujas de las Tierras Altas, tenues y sugerentes.

Nuestras miradas se cruzaron en las sombras, de reojo. Ahora estábamos muy cerca. Ella dejó escapar una lenta bocanada y la humareda ondeó como un velo entre ambos. El roce de manos se repitió, hubo tintineos muy leves y, entre el humo y la oscuridad, aquellos labios entreabiertos, aquellos ojos brillantes, atraían como abismos.

Meneé la cabeza, sonriendo con esfuerzo. Qum Moga jugaba conmigo a la manera de las brujas y, si cedía a sus enredos, tendría que pagar más tarde un precio muy alto. Me moví y ella se apartó algo, porque las brujas saben cuándo ceder. Fumé con parsimonia. Las ranas croaban en las charcas y, a lo lejos, llameaba aquel resplandor rojizo.

Se lo indiqué y ella cabeceó con gesto desenvuelto.

—¿Eso? Indica que Sisiu Sochi, el gran jefe sensi, ha muerto.

—¿Muerto? —Acaricié la madera negra de la máscara de matar, perplejo. De los días que había pasado en el campo enemigo recordé a aquel nómada alto y de ojos dorados, siempre rodeado de guardaespaldas recelosos, a quien llegué a ver una vez y del que tanto oí hablar—. Era un malvado dispuesto a todo; cruel y sanguinario, y mataba por si acaso. Pocos le querían, y se apoyaba en el miedo. No me extraña que al final alguien le haya ajustado las cuentas.

—No, no. —Se atusó la melena teñida de amarillo y rojo—. Ha sido una altacopa quien lo ha matado; uno de los nuestros.

Mientras la oía reír, me vino a la memoria una mujer enjoyada, oculta tras un primoroso cambuj de jade y bronce, que estaba entre las concubinas de Sisiu Sochi. Los chismes de campamento decían que era una altacopa de alto rango, capturada cerca de Ornija, y lo cierto es que iba siempre vigilada por uselgeres, esas mujeres salvajes que los magnates orientales compran para vigilar a sus esposas. Pero yo, que soy bastante escéptico a veces, la había estudiado de lejos, tratando de determinar si de veras era una altacopa arma o tan sólo una esclava adiestrada para aparentar como tal. Porque las altacopas gozan de gran renombre y muchos harenes momgargas cuentan con esas imitadoras, mucho más fáciles de conseguir que las verdaderas.

Qum Moga seguía riendo y yo moví despacio la cabeza. Así que aquella mujer lánguida y distante a la que yo espiaba entre las caníbales pintarrajeadas de blanco y negro que la rodeaban era en realidad una asesina, quizás una Qutu Roja, entrenada en Escarpa Umea y enviada a Ornija como un cebo mortal.

—Lo ha matado y ella misma ha provocado el incendio, para huir gracias a la confusión. Tenía que llegar a las lagunas, y algunas de mis hermanas la están esperando allí, si lo logra. Yo no he ido con ellas porque mañana estaré con la vanguardia. Y, hablando de eso, sería mejor que me fuese a dormir un rato.

—Así que mañana bailarás el noái…

—Sí. —Volvió a reír, contenta. Se incorporó, apoyándose en mi brazo—. ¿Estarás mirándome?

—Desde luego —sonreí a mi vez.

Retrocedió unos pasos hacia las sombras, sopesando su arco de guerra. Me dedicó otra de aquellas miradas oblicuas suyas, tan difíciles de interpretar, y pareció cambiar bruscamente de humor.

—En paz, lobo.

Y me dio la espalda en la oscuridad, mientras yo la miraba, sorprendido por una despedida tan abrupta. Hice entrechocar los guijarros en la mano y pensé en decirle algo; pero mientras se me ocurría, ella ya se había sumido en las tinieblas de los humedales, desapareciendo de la vista.