21
Rodilla en tierra, con una jabalina en la mano, el dao Dobglode vigilaba los movimientos del dragón. La bestia, un reptil enorme de escamas ocres y pardas, cuerpo alargado y cola gruesa, serpenteaba con torpeza por la cuesta abajo, como a un tiro de lanza, arrastrando el vientre por la tierra oscura, al tiempo que balanceaba la gran cabeza de culebra.
Ocalid, la lanzái copa, se apoyó en el hombro del dao para susurrarle por lo bajo:
—Si se revolviese contra nosotros, ¿podrías acertarle en el ojo?
Él evaluó blanco y distancia, sin apartar los ojos del monstruo.
—Puede ser —musitó.
—¿Y tú qué dices? —Ella se dirigía ahora a Palo Vento, que vigilaba al ser con un pie sobre un tronco muerto y una hoja arrojadiza en cada mano.
—Quizás. —Sopesó las hojas de acero con mango de hueso—. Quizás. Aunque estaría por ver que el tiro fuese de muerte.
—Calma. —Espadalombro, el hombre-leopardo, llegando desde atrás, les hizo gestos tranquilizadores—. No es más que un dragón comedor de plantas. Abundan por estos pagos. También se ve alguno, de vez en cuando, en Cabezas Muertas. Son inofensivos, a no ser que se les provoque.
La lanzái copa acarició su arco de guerra y se mordisqueó los labios carnosos, mirando aún con desconfianza al ser. Pero éste seguía inmutable su camino, arrastrándose sobre la panza, la cabeza yendo de un lado a otro y la lengua bífida azotando el aire. Llegó a su altura, los rebasó y fue alejándose con movimientos sinuosos, haciendo crepitar la hojarasca. Los tres intercambiaron entonces una mirada de alivio, antes de retroceder unos pasos.
Entre los robles de más atrás, pasado el sobresalto, cada cual había vuelto a su sitio. Trapaieiro Porcaián estaba sentado sobre un tronco, jugueteando con la espada envainada, con tres hombres-jabalí siempre a su vera, con arcos y hachas dobles en las manos. Algo más allá, el santón rojo afilaba impasible su acero. En un aparte, las dos lanzáis copa, cubiertas con sus vistosas medias armaduras, cuchicheaban muy por lo bajo.
—¿Cuáles son los agüeros? —se interesó el hombre-serpiente, aunque no sabía si fiarse mucho de tales prácticas.
Ellas se miraron. Peitorcal, la de menor rango, echó un vistazo a los signos, antes de darle una respuesta.
—Sangre, muerte. Para todos por igual.
—¿Eso es todo?
Volvieron a consultarse con los ojos. Peitorcal le señaló entonces algo, aunque él no llegó a saber si se trataba de los árboles, de alguna ardilla o de las hojas muertas que revoloteaban entre los troncos.
—Éste es el final del camino —añadió—. Para bien o para mal.
El hombre-serpiente asintió lacónico. Luego fue a reunirse con Cosal, que estaba junto a un tilo, las manos sobre el fusil y los ojos puestos en las frondas. Apoyó a su vez la espalda en la madera, con una hoja arrojadiza en cada mano. A su alrededor, las hojas muertas caían en una lluvia mansa.
—Granlea tarda —dijo por último el hombre-halcón, poniéndose el fusil en la flexura del brazo—. Me pregunto si podemos fiarnos de esa virago.
El otro dejó vagar la mirada por los gruesos troncos, las rocas que afloraban de la turba negra, la maleza, antes de contemplarlo, un poco desconcertado por el comentario.
—Ninguna bruja es muy de fiar. Pero no veo motivos para pensar que pueda traicionarnos.
—No hablo de eso. Me pregunto si tendrá tanto poder mágico como afirma.
El hombre-serpiente se encogió de hombros y le mostró las palmas. Luego cogió un terrón oscuro y se entretuvo desmenuzándolo entre los dedos.
El día antes, él mismo —junto a esa bruja y Guda Nego, el hombre-avispa que afirmaba haber sido hijo del maestro Te-Cui en una vida anterior— había salido a explorar.
El asalto frustrado a Rau Branca había dado un vuelco completo a la situación. El jefe de guerra de los caralocas matioteé, consagrado por los sacerdotes de su pueblo, había caído bajo la espada del gran maestre de los raúnes. El Cufa Sabut había perecido también, y la máscara estaba ahora en poder de Trapaieiro Porcaián. Gran número de guerreros había muerto en el ataque, y no pocos heridos fueron hechos prisioneros por los raúnes que, con buen tino, no los habían matado. El interés y los signos habían llevado a los matioteé a abandonar a su aliado Pogar que, con unos pocos fieles, había salido de Matecoda, al parecer rumbo al sur, hacia la ribera norte del río Morega, donde su causa contaba con amigos.
Trapaieiro Porcaián, tras deliberar con sus juramentados y sopesar pros y contras, había decidido perseguirle, ya que el rey-brujo aún conservaba en su poder la Máscara Real. Por eso se habían internado una vez más en los bosques y por eso estaban allí, esperando la vuelta de los oteadores. Porque la búsqueda los había llevado a un santuario abandonado del ídolo Cició, que era el nombre que el Gochora recibía entre los caralocas, perdido en aquellas inmensidades rocosas.
El día antes, moviéndose con toda clase de precauciones a través de la espesura, la bruja, el hombre-avispa y el hombre-halcón, tras evitar a un hombre-víbora de aspecto temible que montaba guardia en la breña, habían logrado llegar a una cuesta muy suave, a orillas de un río. Las aguas centelleaban tras los árboles y, a través de la espesura, se entreveían dinteles y muros de piedra, columnas esculpidas con forma de figuras superpuestas, estatuas casi tapadas por las enredaderas.
Las zarzas invadían los umbrales, el liquen veteaba de gris el rostro de las efigies y, en ciertas partes, los muros medio desaparecían bajo la maleza. El abandono era patente. Aquel culto, tras un auge breve e intenso, un siglo atrás, ya había casi desaparecido entre los caralocas, que consideraban al Gochora norteño, Cició, una deidad poderosa y maligna, siempre dispuesta a engañar y destruir a los incautos que recurrían a ella.
—Por fin, ahí viene. —El hombre-halcón hizo un gesto.
El hombre-serpiente se volvió a medias. Granlea regresaba de su exploración, andando con parsimonia por la arboleda. Recostado en un tronco, el dao Dobglode la seguía de reojo, fijándose, una vez más, en el desgarbo de aquella mujerona alta y forzuda, de una fealdad que las pinturas verdes y negras acentuaban antes que ocultar.
—Llevo más de diez años con los armas, soy arma —le confió por lo bajo al santón rojo, que también la observaba con párpados entornados, sin dejar de pasar el esmeril por los filos de su espada—. Y nunca deja de sorprenderme…, es verdad que las brujas son extremas.
El otro asintió con la mayor gravedad.
—Cierto. O son muy guapas o son unas viragos como aquélla, cuando no unas pellejas o unas panzonas. Pero la palabra clave es ésa, siempre demasiado. Si sabes lo que te conviene, te mantendrás apartado de todas ellas por igual.
La bruja pasó por su lado como si no existieran, y se fue hasta donde estaba Trapaieiro Porcaián, con la espada entre las manos.
Dobglode, a lo lejos, observó cómo conversaban, atento a los gestos comedidos que uno y otra usaban. Ella le mostró una cabeza y él asintió, complacido. Después el dao se desentendió de aquella charla que no llegaba a oír, para volver los ojos a la espesura circundante. Las nubes ocultaban a intervalos el sol, llenando de sombras el bosque; las aves revoloteaban entre las copas y, cada vez que corría aire, el enramado temblaba con un rumor que hacía pensar a aquel trocalume renegado en el suspiro de almas condenadas.
—Si vamos a entrar, cuanto antes mejor —murmuró.
El santón no dijo nada, pero Espadalombro, que también estaba cerca, parecía compartir sus aprensiones.
—Sí. —Había echado una larga mirada en torno—. Éste es mal sitio. Seguro que, al anochecer, estos bosques se llenan de malos espíritus.
—No os preocupéis, la espera ha acabado —les previno el santón, envainando ya su acero—. Nos vamos.
Se dieron la vuelta. Trapaieiro Porcaián, puesto ahora en pie, pedía a todos, por señas, que se acercasen. Un pie en la roca, la vaina de la espada entre las manos, esperó a que llegara el último de sus juramentados, con los guardaespaldas siempre a su lado, como una sombra triple. Se reunieron en torno a él, mirando expectantes al hombrón de las ropas negras y la máscara bruñida. Él alzó una mano, indicando que iba a hablar.
—Amigos, vamos a entrar —anunció—. Y hay algo que debéis saber sobre ese santuario. Es grande y ocupa mucho terreno. Imaginaos siete círculos incompletos y concéntricos, como siete herraduras, unas dentro de otras. Pues así es el sitio. Hay una fachada principal que mira al río, y que no es más que un pórtico de dos ojos en cada círculo, excepto en el más interior, que es de tres. Aunque en los seis primeros círculos el muro está incompleto, no ocurre lo mismo con el séptimo, el interior; ése no tiene más acceso que la puerta de tres ojos, así es fácil convertirlo en una ratonera para los que están dentro.
Hizo una pausa, miró a su alrededor.
—Pogar está allí, y tiene la máscara llamada Real. No hay mucha gente de armas con él; parte de sus seguidores murieron en el asalto a Rau Branca y la mayoría de los devotos del Cufa Sabut lo han abandonado al caer éste en nuestras manos. Nosotros también hemos perdido a algunos amigos; pero creo que les doblamos en número. Aparte de ellos, ahí dentro no hay más que tres o cuatro sacerdotes de Cició, y son todos viejos, porque el culto agoniza. —Hizo otra pausa—. Eso sí, Granlea me dice que ha visto a algunos pandalumes.
—¿Mandemo? —siseó la Bibruela.
—O lagoáns. ¿Qué más da ya ahora? —Le mostró la palma de la mano, sin incomodarse por la interrupción—. No sé si son negociadores o mensajeros; lo que importa es que no parecen sumar más de media docena. Todos juntos siguen siendo menos que nosotros, y seguro que casi ninguno tiene armadura puesta, ni armas arrojadizas a mano.
—Eso será si logramos llegar sin ser vistos —matizó Ocalid—. ¿Qué pasa con los centinelas?
Entonces, con un gesto, el montañés cedió la palabra a Granlea.
—Había uno por donde vamos a entrar, pero yo misma le corté la cabeza hace un rato. También he neutralizado los maleficios que protegen el santuario contra los incursores —añadió, rebosante de orgullo—, que eran muchos y todos de muerte.
—¿Algo más? —Trapaieiro Porcaián paseó una larga mirada por el grupo, como si se fijase en cada uno en concreto—. ¿No? Entonces vamos allá.
Hubo murmullos, retintín de aceros, miradas encontradas. El maestro Te-Cui, siempre atento a los detalles, constató que sus compañeros se habían acicalado como para una batalla. Se veían toda clase de proyectiles —jabalinas, venablos, dardos, hojas varias—, así como arcos, ballestas y un fusil. Muchos se cubrían con cascos o máscaras, o monteras de formas diversas, y algunos, como dos hombres-gallo de la partida, iban destocados, luciendo peinados airosos. Los metales de joyas y armas brillaban recién pulidos, las ropas se agitaban a cada gesto y las pinturas de guerra desdibujaban los rasgos entre los claroscuros de la fronda.
Se desplegaron en dos oleadas, separados unos pasos. Ahora se movían con precaución entre los árboles, atisbando la espesura, armas en puño y comunicándose por señas. El bosque estaba en calma, el sol de otoño chispeaba entre las ramas, las ardillas corrían por lo alto y, aquí y allá, se oía el canto de las aves.
Alguien se detuvo, haciendo un gesto, y los demás le imitaron, empuñando atentos los hierros.
Sin palabras, el hombre-avispa señaló con su arco y, al mirar algo más allá, pudieron distinguir entonces a una pantera moteada, a pocos pasos, casi invisible entre el follaje ocre y rojo del otoño. Hubo cierta conmoción entre ellos y Peitorcal hizo amago de tender el arco, pero Espadalombro se lo impidió con un gesto enérgico, antes de adelantarse y chistar a su pariente animal. La fiera le bufó a su vez, mostrando los dientes, antes de bajar de un salto y alejarse con trote cansino, meneando con desgana el rabo.
Aguardaron hasta que se perdió de vista, tragada por la espesura. Se desató una repentina ventolera, que los envolvió en una tormenta de hojarasca, y Trapaieiro Porcaián, por señas, dio orden de seguir.
No tardaron en llegar al primer círculo, que no era más que un vasto redondel de estatuas y columnas plantadas en el bosque, mientras que el segundo, dentro del primero, consistía ya en tramos sueltos de muro, bastante separados entre ellos. Los dos estaban en mitad de la arboleda y, a un viajero no avisado le hubiera sido de veras difícil darse cuenta de que había cruzado dos de los recintos de un santuario.
En el tercer círculo, los lienzos de muro eran más largos y estaban más próximos, de forma que parecían los restos de una muralla, perdidos en el robledal. El cuarto era ya un muro entero, con abundantes pórticos de piedra tallada, y en su interior desaparecían ya los árboles, de forma que por primera vez tenía uno la sensación de estar dentro de algo. A partir de ahí, la planta del santuario se volvía laberíntica, convertida en una sucesión de giros de pared y pórticos, hasta el punto de que el visitante no sabía ya muy bien en cuál de los recintos interiores podía hallarse.
Pero Granlea, la bruja, los guió sin vacilar por esa madeja de piedra, a través de patios, dinteles y escaleras. Nadie habló en ningún momento. La bruja indicaba por señas cuándo detenerse, antes de atisbar ella misma a la vuelta de las esquinas, y cuándo seguir. Ellos se señalaban unos a otros los peldaños y los desniveles. Había signos de abandono y ruina por todas partes: maleza, piedras sueltas, altares abandonados a las zarzas. Animalejos de todas clases se escabullían a su paso y, en más de una ocasión, alguna ave remontó asustada el vuelo, provocando en más de uno gestos de desasosiego.
La bruja se detuvo y alzó una mano. Se volvió a medias para mostrarles un gran dintel, a pocos pasos, y por señas les dio a entender que, al otro lado, estaba Antil Mutel, también conocido como Pogar, y, por tanto, la Máscara Real.
Salvaron esos metros con sigilo, pegados a las rocas del muro. El pórtico era alto, ancho, con jambas profusamente talladas y medio ocultas por las zarzas. Palo Vento se acercó aún unos pasos y, destacándose, arriesgó una ojeada tras las tallas y la vegetación. Trapaieiro Porcaián se le unió, la espada desnuda en la diestra.
El recinto interior era como un patio amurallado: muy amplio, con construcciones y columnatas adosadas a la pared circular. En el centro se alzaban cuatro efigies de Cició: gigantes de cabeza porcina que miraban a los cuatro puntos cardinales, espalda contra espalda; dos de ellos pintados de blanco y otros dos de negro. Alrededor de ese grupo central se disponían estatuas y columnas, de forma aparentemente caótica, quizá remedando en esquema el laberinto exterior.
Dentro había algunas personas. La mayoría era gente-serpiente, aunque también se veía a un hombre-jabalí gargal, un par de caralocas, una mujer-pantera y un sujeto de ropajes rojos y azules y rostro pintado, que debía de ser un cultero del santuario.
—¿Y Mutel? —murmuró Trapaieiro Porcaián—. ¿Dónde está?
—No veo a nadie que pueda ser él —admitió Palo Vento por lo bajo, tras echar otra ojeada.
—Antes estaba. —Granlea también se acercó, la espalda pegada al muro, con su larga espada triangular de bruja en la mano—. A mediodía se oficia siempre una ceremonia en honor de Cició, y suelen estar todos. Desde luego, Mutel no acostumbra faltar.
El montañés se acarició las mejillas metálicas de la máscara y echó un vistazo a las nubes que cruzaban el cielo otoñal, puede que buscando un presagio en sus formas.
—Falta algo para el mediodía —suspiró entre dientes—. Esperaremos hasta ese momento. Haced correr la voz.
El tiempo fue pasando. Ellos aguardaban inmóviles, pegados al muro, acariciando las armas desnudas. Grandes cúmulos blancos volaban en lo alto y el sol, al asomar entre esas nubes, hacía relucir los aceros afilados. El viento soplaba a ráfagas, suspirando. Las ropas ondeaban, los matorrales se mecían susurrando, las hojas muertas iban dando tumbos a lo largo de los pasajes de piedra.
Otra ojeada. Junto a los colosos vieron ahora a un hombre-víbora con cambuj de cobre y jade; una máscara menor del norte, a juzgar por su artesanía exquisita. Estaba conversando con tres pandalumes de mantos azules y una mujer que calaba un cambuj de cobre bruñido, quizás una mestiza, que era quien parecía llevar la voz cantante. Cerca de todos ellos, se hallaba un patacón; un hombre de muy corta estatura, arco en mano, con una gran cabeza de arcilla rojiza sobre los hombros.
Palo Vento examinó a la mujer; los atavíos azules y amarillos, el porte airoso, los modales altivos. Una bruja mestiza, sin duda alguna.
—Me recuerda a Tuga Tursa —murmuró Trapaieiro Porcaián, asomado también por entre la vegetación.
—¿Tuga Tursa? —Se retiró tras la esquina—. Eso es imposible: Corocota la mató en Aguas Sogqi, el mismo día de la batalla.
—Lo sé; yo mismo vi su cabeza cortada. Pero se le da un aire, una…
Le atajó un gran grito; una voz de aviso que rebotó una y otra vez por los recodos del lugar. Se volvieron aceros en mano. A unos pasos, un hombre añoso de barrocas vestiduras, otro de los culteros de Cició, los miraba con ojos muy abiertos. Gritó otra vez para alertar a los de dentro y alguien le tiró un dardo. Pero él, pese a los años, se escabulló con agilidad y desapareció en el laberinto que se abría a sus espaldas.
—¡Dejadle! —rugió Trapaieiro Porcaián. Enarboló su espada—. ¡Adentro! ¡Adentro!
Atravesaron en tromba el portal, con muchos gritos y blandir de hierros. Los del santuario echaron a su vez mano a las armas, dando voces de alerta. El enano patacón, que ya tenía una flecha en el arco, disparó apenas verles, y mató a un hombre-cabra que iba de los primeros. Cayó traspasado, y alguno que venía detrás tropezó con él y se fue al suelo. Pero el portal era amplio y los demás lo esquivaron o saltaron por encima.
Los atacantes invadieron el patio. Volcaron un alud de proyectiles sobre sus enemigos, pero éstos se cubrieron tras efigies y columnas, y aún devolvieron algunos tiros. Jabalinas, venablos y dardos silbaban por los aires. Golpeaban entre chispazos contra la piedra, y caían tintineando sobre el empedrado. Apenas hubo heridos, pero la descarga sí logró impedir que los defensores se agrupasen para luchar. Después, entraron al cuerpo a cuerpo.
El patacón, que brincaba como un duende, volvió a tirar de arco y atravesó esta vez a uno de los escoltas de Trapaieiro Porcaián. Ya se tentaba la aljaba, en busca de otra flecha, cuando Cosal le disparó. Le dio en la cabeza y el enano salió despedido hacia atrás, entre una lluvia de sangre y fragmentos de arcilla.
El norteño del cambuj de cobre y jade se había acercado corriendo a las cuatro grandes efigies y, tras rebuscar frenético bajo uno de los altares, quiso huir con un estuche de marfil con adornos dorados. Apenas dio unos pasos, porque las dos lanzáis copa le dispararon sus arcos. Las flechas le hirieron entre los hombros y los riñones, y el norteño cayó con un grito. Dos hombres más acudieron al rescate de la caja, pero para entonces ya estaba allí la Bibruela, siseando y esgrimiendo con tal furia sus espadas que, entre los dos, apenas podían hacer otra cosa que contenerla.
Se luchaba al arma blanca por todas partes, desperdigados. Los numerosos obstáculos impedían a los atacantes imponer su número sobre los norteños, que fintaban entre las esculturas, defendiéndose con fiereza. Había gritos, confusión, cuerpos tendidos; los aceros se encontraban con estruendo y algunos golpes, al errar, mordían la roca, arrancando diluvios de chispas.
La bruja mestiza y el santón rojo cruzaron hierros y el segundo no tardó en asestar a la primera un tajo que, tras resbalar sobre ajorcas y brazaletes, la hirió en el brazo izquierdo. Los tres pandalumes de su escolta salieron al quite; pero él les hizo frente. Mató a uno de una estocada en el cuello y aún pudo tocar de nuevo a la bruja, esta vez en el costado; porque ésta, con los ojos azules llameando tras la máscara de cobre, había vuelto a la carga, enrabiada por el dolor de la primera herida.
Los dos pandalumes supervivientes retrocedieron, llevándosela con ellos. El santón mantuvo un momento la guardia pero, viendo que se retiraban hacia el exterior, se olvidó de ellos para acudir en ayuda de la Bibruela, que ya tenía que vérselas con tres enemigos a la vez.
A pesar de la enconada defensa, los atacantes iban poco a poco imponiéndose. Ante los altares, un cultero salió al paso de los que ya iban a hollar el círculo sacro. Uno de los hombres-gallo le atacó; pero el hombre de manto ornado esquivó su hacha y le tocó a su vez con las manos. El mediarma se inflamó con estruendo, como una estopa mojada en alcohol; dio unos pasos de acá para allá, ardiendo y gritando, y acabó por derrumbarse como un pajar en llamas.
Los demás atacantes recularon aterrados. Palo Vento le tiró un hierro que él desvió sin esfuerzo, con un simple revés de la mano. La bruja Granlea se le echó encima, salmodiando en gargal y blandiendo la espada con las dos manos. El cultero detuvo el tajo con las suyas, pegando con las palmas contra el plano de la hoja, y el acero mágico saltó en mil pedazos.
Ella arrojó a un lado su empuñadura, para agarrarle por la garganta. Él la golpeó varias veces con las manos abiertas. Forcejearon unos instantes. Luego, la bruja arrojó al cultero como a un pelele, con el cuello roto. Pero ella misma se tambaleaba. Alguien la sostuvo por un codo; sangraba a borbotones por la boca y la nariz, y tuvieron que ayudarla a sentarse, con la espalda contra un altar. Quiso decir algo y ya no pudo. Se le cerraron los ojos y murió.
Una mujer con velo y un gorro escarlata de cuatro puntas sobre la cabeza intentaba sacar de allí a otra —vestida de blanco y untada de pinturas rojas y blancas—, cubriéndola con dos aceros. Un hombre-hiena, que enarbolaba entre aullidos una gran maza, quiso cerrarles el paso, pero la primera, sin pararse siquiera, se tiró a fondo y lo atravesó con su largo sable nómada.
Luego tuvo que enfrentarse a Cosal, que era esgrimista más prudente, y tras un cruce de estocadas se hizo atrás, urgiendo a su amiga a huir. Después, mientras se medía de nuevo con el hombre-halcón, Espadalombro llegó por detrás y le hundió el acero entre los omóplatos. En cuanto a la otra, un montañés le dio alcance cuando escapaba dando chillidos y la abatió de un hachazo.
Ya no quedaban en pie más que seis hombres, entre ellos una máscara menor de las serpientes norteñas, que defendían a la desesperada el estuche de marfil e incrustaciones de oro. Se cubrían unos a otros las espaldas, y sus enemigos los acometían en desorden, obstaculizándose, sin hacer caso a las lanzáis copa, que les gritaban que no se estorbasen. Atacaban y retrocedían como el agua contra la orilla, entre un gran tumulto de hierros, escudos y voces.
Alguien trataba de salir a rastras, malherido, y las altacopas lo sacaron por las axilas. Uno de los defensores, un hombre-culebra, dobló la rodilla. Luego se desplomó otro. A cada baja, el resto cerraba huecos sin flaquear; se defendían con broqueles y espadas puntiagudas, cubiertos de sangre. Pronto murió un tercero y los demás no pudieron ya seguir estrechándose. Arreciaban los golpes y enseguida, abrumados por multitud de puntas y filos, cayeron los unos sobre los otros.
Los vencedores se miraron jadeantes, armas en puño. Se hizo de golpe un silencio, apenas roto por el susurro del viento y el resuello pesado de los heridos. Lanzaron miradas a su alrededor, aún acalorados, para asegurarse de que no quedaban ya enemigos, y más de uno se arrebujó en sus ropas, sintiendo de repente que el aire de otoño le helaba el sudor. El hombre-gallo echó atrás la cabeza y cacareó estruendosamente. Se oyeron algunos gritos sueltos de victoria.
Entre muertos, hierros y sangre, yacía abierto aquel estuche de marfil con adornos de oro, y dentro brillaba esa faz de oro conocida como la Máscara Real. Se arremolinaron fascinados en su rededor. Era de rasgos nobles y hermosos y, en mitad de la frente, relucía una gran joya roja, como un tercer ojo. Luego Cosal cerró la caja, ocultando así la máscara a los ojos de la gente. Él mismo se quedó el estuche, dado que estaba al servicio del Ras arma.
Trapaieiro Porcaián, tras mandar vigías a las puertas, fue caminando despacio por todo el lugar, demorándose a veces ante algún cuerpo, para acabar deteniéndose junto a una estatua que representaba a un genio del río: un demonio fluvial, con cuerpo de mujer y cabeza de barbo. Sus compañeros parpadearon entonces, atónitos; porque sólo en aquel momento se dieron cuenta de que había alguien allí, junto a la efigie.
Se trataba de uno de los culteros; un viejo sarmentoso de cabeza calva y rostro pintado, que se sentaba inmóvil, cruzado de piernas, sobre un pedestal de roca. Lo observaron boquiabiertos, sin poder explicarse cómo no lo habían visto hasta ese momento. Hubo tentar de amuletos, de hierros, y no pocos retrocedieron, pensando en el final del hombre-gallo, que se había convertido en poco más que un montón de huesos ennegrecidos, aún humeantes.
Pero el anciano siguió quieto, mientras el aire agitaba sus vestiduras y Trapaieiro Porcaián, parado ante él, lo contemplaba con curiosidad. Parecía en trance y sólo después de largo rato, alzó los ojos hacia el hombretón.
—Anoche soñé con vosotros. —Exhibió una sonrisa desdentada—. Pero no quisieron hacerme caso.
El montañés asintió con solemnidad, antes de hacer un gesto a uno de sus guardaespaldas, que esperaba detrás del cultero, con un hacha doble entre las manos. Cargando todo su peso, el hombre-jabalí lo decapitó de un solo golpe. El cuerpo cayó de lado; la cabeza voló un trecho y fue rodando otro tanto, antes de chocar contra una columna.
Dobglode, que vigilaba el pórtico principal, había dado una voz de aviso y señalaba con su jabalina afuera, al gran terreno despejado que se abría entre el santuario y el río. Los que acudieron a su llamada pudieron ver a un hombre que, salido del bosque, corría como el viento hacia el recinto. Sin duda un centinela, atraído por el ruido de lucha. Un hombre-víbora de ropas negras que aleteaban con la carrera, una máscara de hierro, y un venablo en cada mano.
Se miraron unos a otros, indecisos, y hubo quienes quisieron disuadirle, agitando los brazos. Pero él, sin hacer caso, seguía acercándose a la carrera; se les echaba encima y, viendo que ya blandía una de sus lanzas, a punto de tirar, Cosal tomó puntería y disparó. La bala le dio en el pecho y lo volteó en mitad de la carrera; fue dando tumbos cuesta abajo, lentamente, hasta quedar tendido, y ya no se movió más.
Trapaieiro Porcaián, que se había acercado también a la puerta le echó un vistazo distraído. Los brazos en jarras, se volvió a observar el interior del santuario, mirando los cadáveres dispersos, las estatuas de demonios, las columnas esculpidas con forma de efigies superpuestas. Pasó una nube, oscureciendo el sol, y un golpe de viento hizo ondear sus ropas.
—Pero ¿dónde estás…? —le oyeron murmurar entre dientes a la vez que acariciaba su espada, ya envainada bajo la axila izquierda.
Luego, como si hubiera dado con la respuesta, volvió la cabeza hacia una columnata situada al fondo del recinto. Allí, siguiendo su mirada, quienes le acompañaban descubrieron a un hombre entre los pilares de piedra musgosa. Un gargal de ropas rojas y máscara de bronce, que les apuntaba con un fusil.
Hubo un estallido de actividad; voces, gestos, desenvainar de aceros. Pero el montañés contuvo a los suyos abriendo los brazos. Se hizo el silencio. El gargal sonreía bajo el borde de la máscara mientras los encañonaba. Su ajuar —el manto carmesí, las defensas de bronce, las vainas lacadas— era rico y recargado, y el cambuj, con forma de rostro híbrido de jabalí, era digno de los mejores trabajos de la gente-león. Pasaron unos instantes. Las nubes se abrieron; el recinto se llenó de luz, y las máscaras y los aceros destellaron acariciados por el sol.
—Soy buen tirador —dijo al fin, en gargal—. Eres blanco seguro.
—Malo tendrías que ser para fallar a esta distancia —le replicó, en alto arma, el montañés.
—¿Hablamos?
—Claro, hablemos. —Apartó a sus guardaespaldas, empeñados en cubrirlo con sus propios cuerpos, para acercarse a una distancia cómoda a la voz.
El otro abatió un poco el fusil y se miraron con curiosidad recíproca. El montañés trató de calibrar a aquel personaje: era bien plantado y parecía listo, ágil y fuerte; los ojos, tras las ranuras del cambuj, eran temerarios, tal como corresponde a un bandido encumbrado a rey-brujo. A su vez, Mutel había contemplado al gigante de ropas negras y máscara bruñida, antes de pasar los ojos por cuantos se desplegaban a sus espaldas, los hierros medio tendidos.
—¿Dónde estabas mientras los tuyos morían por ti? —inquirió el hombrón.
—Meditando en uno de los subterráneos sagrados. —El gargal hizo un gesto con la cabeza—. Hay unos cuantos aquí, muy hondos. Por eso no oí nada. Sólo al subir…
Cambiando de pie el peso del cuerpo, paseó los ojos por los cadáveres dispersos. Suspiró.
—¿Teníais que matarlos a todos? —Su voz, cargada de acentos orientales mostraba ahora cierta tristeza—. ¿También a Etinnú?
—¿Etinnú? ¿Quién es Etinnú?
—Una de mis esposas. —Con el cañón del fusil, señaló a la mujer untada de rojo y blanco que yacía entre las estatuas—. Ramcrin, la otra, sabía manejar las armas; pero Etinnú no había tocado un acero en su vida.
—Amigo —repuso filosóficamente el montañés—, cuando se lleva cierta clase de vida, uno ha de estar dispuesto a la muerte, tanto a la propia como a la ajena, que a veces duele más.
Mutel asintió sin decir nada. De nuevo, dejó vagar la mirada por el santuario.
—¿Dónde está el Cufa Sabut? —preguntó de repente.
—Lo tengo yo. —Algo retrasada respecto al montañés, la Bibruela sacó por un momento ese cambuj de entre sus ropas ocres y negras, antes de ocultarlo de nuevo a la vista. Luego descolgó de su hombro las vainas de las espadas, haciéndolas tintinear levemente. Su diestra revoloteaba cerca de las empuñaduras—. ¿Lo quieres? Quítamelo, si puedes.
—No. —El gargal contempló curioso a aquella adolescente menuda; el cambuj ofidio, las alhajas, los broches de bronce entre los tirabuzones de cabello oscuro, reconociendo que estaba ante una máscara mayor—. Sólo quiero que, donde sea que la lleves, le digas que la hubiera salvado de haber podido, pero que no tuve ninguna oportunidad, y que hice cuanto estuvo en mi mano para poner a salvo la Máscara Real. ¿Me harás ese favor?
La mujer-serpiente asintió aplacada, apartando ya los dedos de las armas.
—Bueno, Mutel —intervino Trapaieiro Porcaián—. ¿Tenías algo que decirme?
—Sí. —El gargal sonreía otra vez—. Que te tengo a tiro.
—¿Nada más?
—Y que dispararía a la máscara, claro.
—Bueno. Quizá los hombres-león pudieran forjar otra igual.
—Sí, quizás —aceptó sin dejar de sonreír.
—Además, yo no soy exactamente un mascareno. Pero en fin, ¿tienes algo que proponerme?
—Un trueque. Uno por otro. —Se recostó contra una columna, el fusil siempre listo entre las manos—. Déjame salir de aquí y dame unas cuantas horas de ventaja. Después, podrás lanzar a tus cazadores detrás de mí.
El montañés acarició el puño de su hoja, con los ojos fijos en el gargal.
—¡Qué ocurrencia! —suspiró—. Hay sangre por medio y ha muerto gente por mi causa. ¿Qué dirían de mí si ahora te dejase marchar, sólo para salvarme a mí mismo?
—Dirían lo que siempre se ha dicho —rompió a reír—: que eres un liante y un tramposo, y que habrías cambiado mucho por casi nada. Mírame. Todos los míos han muerto y estoy solo en tierra extraña, sin nadie a quien recurrir ni donde refugiarme. —Su risa se empañó ahora de amargura—. Anda, dime, ¿qué oportunidades tengo?
—¿Y aun así…? —Trapaieiro Porcaián lo miró con un nuevo interés.
—Aun así, casi nada es siempre mejor que nada en absoluto.
—Mutel, me caes bien. —El hombrón sonrió con suavidad—. Lástima…
—Lástima, sí. —El gargal cabeceó. ¿Qué respondes?
—Aclárame antes una duda.
—Tú dirás.
—Tengo curiosidad por saber por qué huiste del destino que decretaron para ti los ancianos de tu pueblo. No pareces hombre que tema la muerte.
—Tienes razón. No la temo.
—¿Entonces?
—En un principio, mis hermanos y yo forjamos la Máscara Real como parte de nuestro plan para combatir a los armas. De los tres, me cupo en suerte viajar con ella hasta Los Seis Dedos, y también buscar un portador digno de llevarla. Sin embargo, la Real es mucho más que una máscara: encarna unas ideas, una filosofía, un camino en la vida. Y yo, al final, he acabado creyendo en todo lo que representa.
—Curioso… —Trapaieiro Porcaián ladeó la cabeza.
—Por eso no me entregué a la muerte, y por eso he aceptado cargar con el deshonor de que todos piensen que he huido por miedo. Ahora sirvo a una causa más importante que la de mi propio pueblo, los puces.
Hubo una pausa, antes de que Trapaieiro Porcaián dijese nada.
—De acuerdo, trato hecho. Te doy hasta el alba. —Y tentó el pomo de la espada, cincelado como una cabeza de jabalí; un gesto común entre gorgotas al confirmar juramentos—. Vete ya.
Mutel bajó el fusil y, sin más palabras, se dirigió hacia la salida, pasando por entre los compañeros del montañés. Ellos le abrieron paso en silencio; iban apartándose de su camino y, aunque más de uno sopesó goloso su hierro, nadie alzó un dedo contra él.
Apenas hubo traspuesto el dintel, acudieron todos a ese umbral de piedra, a seguirlo con los ojos. Le vieron bajar la cuesta, despacio, el fusil en la mano, sin volver en ningún momento la cabeza. El día se nubló de golpe, oscureciendo; después se abrió de nuevo. Soplaba el viento, rizando las aguas del río; los juncos se mecían y las hojas secas revoloteaban por doquier.
El rey-brujo se detuvo un momento junto al hombre-víbora muerto, a contemplarle, con las ropas rojas agitándose a impulsos de las ráfagas. Iba hacia la orilla, hacia unas cuantas piraguas varadas entre las matas y, al ver aquello, un suspiro recorrió todo el grupo. Porque un hombre en bote puede recorrer muchas leguas en pocas horas, o desembarcar en cualquier punto intermedio sin dejar casi huellas.
Cambió de mano el fusil y anduvo rondando por entre las embarcaciones, como si no supiese muy bien cuál elegir. Y entonces, mientras estaba tanteando con el pie el costado de una, tres brujas gargales surgieron a su lado como por arte de magia.
Debían de estar ocultas entre la vegetación de la ribera, al acecho, aunque nadie las vio levantarse. Aparecieron de golpe ante sus ojos, con los cabellos teñidos de colores, máscaras de matar sobre el rostro y los dedos enfundados en uñas de bronce, largas y afiladas. El rey-brujo gritó, primero de sorpresa y luego de dolor, cuando lo agarraron con aquellas zarpas.
Se debatió rugiendo, pero ellas eran tres, y en un abrir y cerrar de ojos lo derribaron, las garras hundidas en las carnes. Perdió el fusil, luego la máscara y, cuando quiso recurrir a la daga, se la hicieron caer de entre los dedos. Lo arrastraron pataleando hacia el bosque, a través de las matas alborotadas por el viento. El grupo situado a las puertas aún pudo verlos unos instantes, mientras forcejeaban entre torbellinos de hojarasca, antes de desaparecer en la arboleda. Los gritos del rey-brujo fueron haciéndose más débiles; luego se esfumaron, apagados por la distancia.
Los espectadores dejaron escapar el aire que habían estado conteniendo y se miraron estremecidos. El santón acarició su collar de calaveras de marfil, Peitorcal hizo campanillear sus joyas, Palo Vento se pasó las manos por la cabeza. Y más de uno observó de reojo al montañés, preguntándose si sabía previamente que las tres brujas estaban allí, para dar al rey-brujo la muerte decretada.
Pero él siguió unos instantes con los ojos puestos en el bosque. Tenía la zurda sobre el puño de la espada y el sol, al asomar entre las nubes, hacía danzar reflejos sobre la máscara híbrida.
—Se acabó —dijo Cosal, que tenía aún el estuche de madera blanca y adornos de oro entre las manos.
—Nunca acabará. —Trapaieiro Porcaián meneó despacio la cabeza.
—Mutel ha muerto, ya no podrá forjar otra Real.
—Eso da igual. —Sonrió como distraído, por debajo del rostro híbrido de bronce—. Ya has oído a Mutel. La Real encarna unas ideas. Y, cuando hablamos de ideas, los papeles se trastocan: son las ideas las que importan y los hombres se convierten en máscaras tras las que éstas se esconden para enfrentarse entre ellas una y otra vez.
Nadie de entre los que lo rodeaban se animó a responder nada a eso. Él lanzó una larga ojeada al bosque, de nuevo solitario, abandonado al viento y el revuelo de las hojas muertas, antes de volverse y entrar en el santuario con sus dos guardaespaldas, las hachas al hombro, siempre detrás.