Capítulo 12
Ria estaba delante del espejo. Llevaba tanto tiempo allí, completamente inmóvil y sumida en sus pensamientos, que ni siquiera se había dado cuenta de que se había quedado mirando su propia imagen.
Por fin, parpadeó varias veces en un intento por aclararse las ideas, pero no lo consiguió. Además, no podía hacer gran cosa. Estaba metida hasta el cuello en su relación con Alexei, lo cual significaba que también lo estaría en su matrimonio. Estaba condenada a ser su reina, su amante y la madre de sus hijos, pero ocupando un espacio secundario en su vida y en su corazón.
Deprimida, se llevó una mano al collar de diamantes que le habían llevado a la suite minutos antes, junto con unos pendientes a juego. Junto al regalo había una nota de Alexei, donde le pedía que se los pusiera aquella noche.
Ria jugueteó tan nerviosamente con él que estuvo a punto de romperlo. Estaba visto que Alexei no necesitaba la ayuda de nadie. Se había acostumbrado a dar órdenes a diestro y siniestro, a todo el mundo, como un verdadero dictador.
Hasta acarició la idea de romper el collar a propósito.
Justo entonces, se acordó de la conversación que habían mantenido días antes, cuando él le preguntó si no le gustaban los regalos que le enviaba. ¿Lo había dicho con inseguridad? ¿O eran imaginaciones suyas? En cualquier caso, se sintió ofendida al recordar las palabras que Alexei añadió a continuación: que siempre había pensado que a las mujeres les gustaban las flores y las joyas.
Quizá fuera cierto en lo tocante a otras mujeres, pero ella era distinta. Necesitaba mucho más que unos cuantos regalos.
Sacudió la cabeza y se dijo que se había dejado arrastrar a una situación que le podía salir muy cara. Su relación con Alexei se parecía demasiado a la que había soñado en otros tiempos. Pero también se dijo que no era el momento más adecuado para abandonarse a las lágrimas; si empezaba a llorar, destrozaría el exquisito trabajo de la maquilladora que había pasado por allí una hora antes.
En cuanto a su expresión, esperaba que la máscara de seda, adornada con perlas y cristales, ocultara la tristeza que sentía.
Ria estaba a punto de salir de la habitación cuando tropezó con un objeto. Bajó la mirada y vio que era una cartera de hombre; una cartera de cuero marrón, tan vieja como desgastada, que parecía completamente fuera de lugar en un palacio.
Supuso que sería de Alexei y que se le habría caído durante su visita del día, cuando entró en la suite, lanzó la chaqueta a la silla y, acto seguido, se acercó a ella y la besó con la misma pasión de siempre. Ria no había observado que se le cayera nada, pero tampoco tenía nada de particular, porque el beso se convirtió rápidamente en otra cosa y terminaron en la cama, haciendo el amor.
Se inclinó, la recogió e, incapaz de contenerse, examinó su contenido.
Casi todo era bastante normal; tarjetas de crédito y algunos extractos bancarios. Pero, en uno de los pequeños compartimentos, encontró una fotografía que la dejó perpleja. Era de un bebé de apenas unas semanas; una criatura preciosa de grandes ojos oscuros y cabello negro.
Ria supo que se trataba de Belle, Isabelle, la hija que había llegado a la vida de Alexei en mitad de un escándalo y que había fallecido poco después, completamente sola, porque su padre estaba borracho y se había olvidado de ella.
Se enfureció tanto al pensarlo que cerró los ojos con fuerza como si así pudiera borrar la imagen; pero, cuando los volvió a abrir, la fotografía seguía en su mano.
Y seguía contando la misma historia.
Había visto muchas fotos de Alexei en periódicos y revistas, sin contar las que hacía él mismo. Pero esa era distinta a las demás; era una fotografía espontánea, sacada en el calor del momento, sin más intención que la de captar la encantadora sonrisa de una niña pequeña. Se notaba que había alcanzado la cámara a toda prisa y que, como resultado, había obtenido algo verdaderamente especial.
La imagen hablaba de la felicidad de un bebé; pero, sobre todo, hablaba de la felicidad de su orgulloso padre.
Ria se acordó del niño que Alexei había tomado cariñosamente en brazos, durante la inauguración del hospital infantil; y, al recordar el suceso, se acordó también de las terribles palabras que ella le había dedicado en Londres, convencida de que la prensa decía la verdad y de que, efectivamente, Belle había muerto por culpa de su dejadez.
Lo había juzgado y condenado sin concederle el beneficio de la duda. Ni siquiera le había prestado atención cuando declaró con tristeza que, aunque él tuviera otra versión de los hechos, aunque las cosas no hubieran pasado como se había dicho, nadie lo creería.
Qué diferentes le parecieron ahora sus palabras. Entonces, estaba tan enfadada que no se dio cuenta de que estaban llenas de desesperación. Había sido terriblemente injusta con él; tanto que no supo si tendría fuerzas para mirarlo a la cara.
–¿Ria?
Ria se sobresaltó al oír su nombre, pronunciado desde el otro lado de la puerta. Era Alexei. ¿Qué estaría haciendo allí?
–Adelante.
Alexei entró en la suite, tan imponente como de costumbre e incluso más atractivo. Llevaba un esmoquin precioso y una máscara de seda negra tras cuyas aberturas brillaban unos ojos del mismo color. Estaba realmente forrmidable. Ya no era el chico que había sido, sino un rey y un hombre que, además de haber asumido su destino al frente de Mecjoria, era su amante y su futuro esposo.
–Estás preciosa.
Alexei le acarició el cuerpo con la mirada, pasando sobre todas y cada una de sus curvas, enfundadas en el vestido blanco. Su comentario se había quedado corto. Ria le inspiraba pensamientos tan carnales que apenas podía refrenar el deseo. Además, la máscara de perlas y cristales enfatizaba el color de sus ojos y le daba un aspecto más refinado, como de un personaje del carnaval de Venecia.
–Tú tampoco estás mal. Madame Herone estaría orgullosa de ti.
A Alexei le sorprendió un poco el tono de voz de Ria, enormemente más cariñoso que de costumbre. Pero la tomó de la mano y la observó con más atención.
El largo vestido sin mangas dejaba al descubierto las suaves líneas de sus hombros y, por supuesto, la perfección de su cuello. Le costó creer que, apenas unas horas antes, hubiera besado aquel cuello y se hubiera deslizado lentamente hacia la tentación de sus pechos. Cuando pensó en la textura de sus pezones, se excitó tanto que casi le resultó doloroso.
Era su estado habitual. Se había convertido en un adicto a Ria, y evitaba o retrasaba reuniones oficiales, encuentros con diplomáticos y debates gubernamentales para estar más tiempo con la mujer que lo obsesionaba. No podía pensar en otra cosa. Si estaba con ella, pensaba en ella; si estaba lejos, pensaba en volver con ella. No tenía más objetivo que entrar una vez más en su cuerpo.
Y sabía que Ria sentía lo mismo.
Su futura esposa se mostraba tan apasionada como él. Aceptaba sus besos y sus caricias y se los devolvía con más ardor; se ofrecía constantemente, sin contención alguna, y hasta lo asaltaba en mitad de la noche, cuando Alexei creía que ya estaba agotada, para que le hiciera el amor otra vez.
Pero ya no podía pensar en esos términos. Había dado vueltas y más vueltas a la conversación que habían mantenido por la mañana y había llegado a una conclusión; a la única conclusión posible.
Tenía que decirle la verdad.
–Quiero hablar contigo, Ria.
Ria se estremeció al oír las palabras de Alexei. Incluso se preguntó cómo era posible que una frase tan aparentemente inocente sonara tan inquietante.
–¿Hablar? ¿Ahora?
–Sí, ahora.
–Pero dijimos que nos encontraríamos en uno de los salones de abajo y que, después, iríamos juntos al baile –le recordó.
Alexei asintió.
–Lo sé, lo sé… pero esto no puede esperar. Es importante que hable contigo antes de que bajemos.
–Está bien, como quieras.
Ella respiró hondo y se abanicó la cara con la mano, sintiendo un súbito calor. No supo por qué, pero se acordó de la fotografía que había encontrado en su cartera; y no se llevó ninguna sorpresa cuando él dijo:
–Se trata de Belle.
Ria sacudió la cabeza.
–Sé que no fue culpa tuya, Alexei –declaró en voz baja–. Sé que habrías sido incapaz de hacer daño a tu hija.
–No, no fue culpa mía –dijo él con toda tranquilidad–. Los médicos dijeron que son cosas que pasan, pero, si alguien hubiera estado a su lado…
–¿Mariette no estaba con ella?
Él suspiró.
–Por supuesto que sí –contestó–. Desgraciadamente, Mariette no se encontraba en condiciones de cuidar de nadie. Había caído en una depresión… bebía demasiado y tomaba demasiadas pastillas. Además, aquel día habíamos mantenido una discusión muy fuerte. Ella me amenazó con abandonarme y yo me fui con intención de beber hasta perder el sentido.
Ria lo dejó hablar.
–Ni siquiera me emborraché. De repente, tuve la sensación de que pasaba algo malo. Volví rápidamente a la casa e intenté entrar, pero Mariette había cerrado por dentro y no me abrió por mucho que grité. Tardé un poco, pero al final eché la puerta abajo y entré en la casa… Nunca olvidaré lo que vi entonces. Mariette estaba tendida en el suelo, inconsciente por las pastillas, y Belle yacía muerta en la cuna.
Ria se acercó a él y lo tomó de la mano.
–No lo entiendo –dijo ella, con voz temblorosa–. Todo el mundo pensó que tú…
–Sí, ya sé lo que pensaron –declaró él, sin más.
–Oh, Dios mío… Asumiste la responsabilidad para que no culparan a Mariette.
–En efecto.
–Pero ¿por qué? ¿Tanto la querías?
–¿A Mariette?
–Sí, claro.
Alexei sacudió la cabeza.
–No, nuestro amor había muerto tiempo atrás. Solo estábamos juntos porque creímos que sería lo mejor para Belle.
Él se quitó la máscara y se pasó una mano por la frente. Su rostro era la viva imagen de la tristeza.
–Asumí la responsabilidad porque yo era más fuerte que Mariette y porque ella ya tenía demasiados demonios a los que enfrentarse. La pobre Mariette ni siquiera quería ser madre; cuando se quedó embarazada, consideró la posibilidad de abortar, pero yo la presioné tanto que, al final, no abortó. Aquel embarazo le costó una depresión tan terrible que la tuvieron que hospitalizar.
–Comprendo.
–Pensé que ya le había hecho demasiado daño. Estaba completamente hundida. Lo último que necesitaba era una horda de paparazis que la siguieran a todas partes, acusándola de la muerte de su propia hija –le explicó.
En los labios de Alexei se dibujó una sonrisa tan llena de pesadumbre que a Ria se le partió el corazón. Definitivamente, había sido muy injusta con él. Lejos de ser responsable de la muerte de su hija, había asumido la culpa como un perfecto caballero.
–Yo adoraba a esa niña, ¿sabes?
–Sí, lo sé.
Él la miró a los ojos.
–¿Me crees entonces?
Ella asintió lentamente, emocionada.
–Por supuesto que te creo. Tú no tuviste la culpa.
Alexei cerró los ojos durante unos momentos y dijo:
–Gracias.
Ria volvió a pensar en la imagen de la pequeña Belle, la que había encontrado en la cartera de Alexei. El hecho de que la llevara encima, después de tanto tiempo, demostraba lo mucho que la había querido; pero la expresión de sus ojos y el sonido triste de su voz eran inmensamente más explícitos.
Solo entonces se preguntó por qué le habría contado la verdad. ¿Significaba eso que la consideraba algo más que un instrumento político y una amante con quien pasar sus noches? Habría dado cualquier cosa por creerlo, pero no se atrevió.
Abajo, en el gigantesco salón del palacio, uno de los empleados golpeó el gran gong dorado para anunciar que el baile empezaría en pocos momentos. Ria pensó que tendrían que dejar su conversación para más tarde y lamentó que sus obligaciones interrumpieran siempre sus momentos más íntimos. Alexei también debió de darse cuenta, porque se pasó una mano por el pelo y declaró:
–El baile tendrá que esperar. Aún no he dicho todo lo que te tengo que decir.
Ria guardó silencio, con el corazón en un puño. Alexei vio sus ojos empañados y se dijo que, si rompía a llorar, estropearía el maquillaje que indudablemente llevaba bajo la preciosa máscara blanca.
Pero tenía que aclarar las cosas.
–Esto no va a funcionar.
–¿Cómo? –dijo ella–. ¿A qué te refieres?
–A todo. A nuestra boda, al hecho de que seas mi reina… a todo.
–No lo entiendo, Alexei. Ya hemos anunciado nuestro compromiso. Te recuerdo que esta noche…
–Sí, ya lo sé –la interrumpió–. Esta noche nos enfrentaremos a la corte, a la aristocracia y al cuerpo diplomático. Daremos el primer paso hacia la conclusión natural de todo este maldito asunto.
Alexei se maldijo para sus adentros. Estaban a punto de presentarse al mundo como rey y reina, como el futuro de Mecjoria. Y ese era el problema; un problema que no había dejado de crecer en su interior desde la discusión que habían mantenido por la mañana. ¿Existía alguna posibilidad de que aquella maravillosa mujer y él pudieran ser algo más que amantes? ¿Podían albergar la esperanza de ser una familia?
Una familia. El deseo de tener su propia familia era tan abrumador que ni siquiera se atrevía a pensar en ello.
Siempre lo había deseado. Por eso había vuelto a Mecjoria la primera vez, pero su padre falleció y, tras su muerte, los condenaron al exilio. Por eso había presionado a Mariette para que no abortara. Por eso se había enamorado perdidamente de su hija en cuanto la vio.
Pensó en las duras acusaciones que Honoria le había lanzado por la mañana y en el dolor que le habían causado. No se había ido de la habitación porque tuviera cosas que hacer, sino porque ya no tenía fuerzas. E incluso ahora, cuando ya le había dicho la verdad, cuando Ria le había asegurado que lo creía, era consciente de que no la podía condenar a ser su esposa. Se merecía algo mejor que él.
Al fin y al cabo, nadie podía negar que le había tendido una trampa para que no tuviera más remedio que casarse con él. En su momento, le había parecido que estaba justificado; era obvio que el país se beneficiaría de su relación, pero también lo era que Ria no se había prestado a ese matrimonio por voluntad propia.
Además, ¿quería estar casado con una mujer que le marcaría las distancias todo el tiempo, excepto en la cama? ¿Una reina que estaría tan tensa a su lado como si estuviera a punto de romperse en mil pedazos? ¿Una persona que, al igual que su madre, sería un simple peón en el juego político de la corte?
Alexei era consciente de que había arrastrado a Mariette a una situación que terminó de forma catastrófica, con una tragedia. Y no estaba dispuesto a cometer un error parecido con Honoria Escalona.
–Dime una cosa, Ria ¿Habrías aceptado mi oferta de matrimonio si no lo hubiera puesto como condición para aceptar el trono?
Ella tragó saliva.
–Yo…
–Dime la verdad, te lo ruego. ¿La habrías aceptado si yo no te lo hubiera pedido? –insistió Alexei.
–¿Pedido? No fue una petición, fue una orden.
Ria lo dijo con una voz tan sarcástica que se preguntó si esas palabras habían salido realmente de su boca. Y se maldijo a sí misma por esconderse otra vez tras una máscara de displicencia para ocultar sus verdaderos sentimientos.
Lamentablemente, no se sentía capaz de expresarlos. Sabía lo que Alexei le iba a decir, y deseaba con toda su alma que no lo dijera, que discutiera con ella, que le llevara la contraria, que le diera la excusa que necesitaba para seguir adelante con su relación sin tener que confesarle lo que sentía por él.
Pero Alexei no se lo discutió. Dio por buenas sus palabras, asintió ligeramente y dijo:
–Comprendo. No tuviste más opción que aceptar.
Ella no dijo nada.
–Bueno, ahora te voy a dar esa opción –continuó él–. Me equivoqué al pedirte que te casaras conmigo. No tenía derecho. A decir verdad, podría haber afianzado mi posición en la corte sin necesidad de que nos comprometiéramos. Pero no te preocupes… Nuestro compromiso está roto. Vuelves a ser libre.
Ria tuvo la sensación de que la sala había empezado a dar vueltas a su alrededor. Cerró los ojos, respiró hondo y pensó que, si lo que estaba sintiendo era la libertad, prefería ser esclava hasta el fin de sus días.
–Libre… –acertó a decir.
–Sí.
–¿Desde esta misma noche? ¿A partir de ahora?
Alexei asintió y Ria pensó que tenía una habilidad verdaderamente extraordinaria: la de decir las cosas más terribles como si le estuviera ofreciendo lo que ella quería.
Lo miró a los ojos y supo que estaba hablando muy en serio.
–Pero ¿qué va a pasar con…?
El gong sonó por segunda vez. Alexei sacudió la cabeza y, como si el sonido lo hubiera despertado, declaró:
–Oh, ¿cómo he podido ser tan estúpido? Lo siento, Ria. Tenía intención de hablar contigo después del baile, pero… no sé, supongo que era demasiado importante para mí. Y ahora, los invitados nos están esperando.
–¿Por qué, Alexei? ¿Por qué querías esperar hasta después del baile?
Ria no pudo preguntar otra cosa. Estaba tan deprimida por el hecho de que quisiera librarse de ella, de que pretendiera romper su compromiso, que se aferró a un detalle aparentemente sin importancia.
Alexei la miró con tanta ternura que, de no haber sido por la tensión de su rostro, ella habría pensado que se encontraba ante el mismo adolescente del que se había encaprichado diez años atrás.
–Porque era tu sueño.
–¿Mi sueño?
–Sí, el baile. Siempre quisiste asistir al baile de máscaras del palacio.
Ella se quedó boquiabierta.
–Sé que practicaste día y noche con madame Herone para poder bailar cuando llegara el momento –prosiguió Alexei–. Simplemente, no quería destrozar tu sueño.
–Pero ¿qué pasará ahora?
Ria ni siquiera supo de dónde había sacado las fuerzas necesarias para poder hablar. Desde que Alexei le había anunciado que rompía su compromiso de matrimonio, había caído en un colapso casi absoluto.
–Esperaremos a que termine el baile y, a continuación, anunciaremos que has cambiado de idea y que ya no te quieres casar conmigo –contestó él.
–¿Que yo he cambiado de idea?
Ria se dijo que lo tenía todo bien pensado; pero, al menos, le dejaba una salida digna: la de ser ella quien rompiera la relación. Nadie podría decir que Alexei la había dejado plantada. Y, por otra parte, se había acordado de que siempre había querido ir al baile de disfraces.
No era mucho, desde luego; no precisamente en comparación con la vida de amor que había soñado. Pero era todo lo que iba a tener. Y decidió aceptarlo por el simple placer de pasar una noche más en su compañía; de asistir al baile y ser, durante un rato, la Cenicienta que había encontrado a su príncipe.
Sacó fuerzas de flaqueza y, tratando de que su voz sonara lo más tranquila y relajada posible, declaró:
–Está bien. Lo haremos así.
Si Alexei había decidido devolverle su libertad, ella le devolvería a cambio la suya. No se iba a rebajar a rogarle que siguiera a su lado. Su padre era un hombre lleno de defectos, pero le había enseñado a afrontarlo todo con dignidad, incluso la derrota.
Entonces, sonó el tercer y último gong.
–Vamos.
El descenso por la gran escalinata se le hizo interminable a Ria. Alexei le ofreció su brazo y ella lo aceptó porque tenía miedo de que las lágrimas que se habían empezado a formar en sus ojos le nublaran la visión y la hicieran tropezar y caer. Además, quería volver a sentir la fuerza de sus músculos, concederse el pequeño placer de actuar como si no pasara nada y de regalarse a sí misma un recuerdo bonito de lo que había habido entre ellos.
El lord camarlengo los estaba esperando al pie de la escalera. Guardaba silencio, pero Alexei y Ria supieron por su expresión que estaba preocupado por su retraso. A fin de cuentas, los estaban esperando.
–Alteza…
Alexei levantó una mano y dijo:
–Lo sé. Ya vamos.
Volvió a tomar a Ria del brazo y la llevó hacia las enormes puertas que daban acceso al gran salón de baile. Las brillantes lámparas de araña y las paredes de tonos dorados permanecían ocultas tras ellas, pero el ruido de las conversaciones y de los pasos en el suelo de mármol demostraban la inquietud de los alrededor de mil invitados que esperaban al rey y a su prometida.
–El deber nos llama –dijo él.
–Lo sé.
–¿Seguro que quieres pasar por esto?
Ria habló con la cabeza bien alta. Había conseguido recobrar la compostura y sus ojos ya no eran los de una mujer a punto de llorar.
–¿Es que tenemos elección? Ahora, Mecjoria es lo único que importa.
–En ese caso, empecemos de una vez.
Avanzaron hacia las enormes puertas, custodiadas por dos guardias que, al verlos, se dispusieron a abrir.
Y, entonces, de improviso, Alexei se detuvo y la miró.
–Eres toda una reina –dijo en voz baja.
Ria supo que lo había dicho con intención de halagarla y respondió con una sonrisa que, no obstante, llevaba la carga de la profunda decepción que sentía.
–Pero no seré tu reina –contestó.
Los guardias abrieron las puertas y los murmullos de la gente se volvieron súbitamente más altos. Alexei entró con ella en el salón de baile y, durante los minutos siguientes, se dedicaron a fingir por última vez que eran una pareja salida de un cuento de hadas.