Capítulo 10
Oh, vamos, Ria –dijo él con humor–. Sabes perfectamente que no has venido a mi suite para decirme eso… Has venido porque me deseas tanto como yo a ti. Nos excitamos el uno al otro con una simple mirada.
Ria pensó que no podía estar más en lo cierto, aunque se lo calló. Le ardía la piel y, un momento después, cuando Alexei se acercó a ella, tuvo que apretar las manos contra la bata para resistirse a la tentación de tocarlo.
–¿Que me deseas? ¿Que tú me deseas? ¡Pero si ni siquiera te acercas a mí! Te limitas a enviarme flores y joyas.
Ria movió las manos al hablar y, sin querer, rozó la mejilla de su prometido. El contacto le causó tal descarga de placer que se apartó de él como si se hubiera quemado y, a continuación, se ruborizó.
–¿Sabes que estás preciosa con esa bata? –dijo él en voz baja.
–Tan preciosa que no has pasado un solo día entero conmigo desde que llegamos a Mecjoria –protestó.
Alexei arqueó una ceja.
–¿Estás diciendo que me echas de menos?
Ella respiró hondo.
–Te estoy diciendo que soy tu prometida.
Alexei le dedicó una pícara sonrisa.
–Sí, por supuesto que eres mi prometida. Y reconozco que interpretas muy bien el papel de novia celosa.
–¿Celosa? ¿De qué? ¿De quién?
–Del tiempo que paso con mis nuevas amantes.
–¿Tus nuevas…?
Ria dejó la frase sin terminar porque se dio cuenta de que no se refería a ninguna mujer, sino a los asuntos de Estado.
–Sabía que estarías muy ocupado durante unos cuantos días –reconoció ella–, pero eso no justifica que me dejes al margen de todo. Aunque me equivoqué al decir que tal vez necesitaras ayuda, no la necesitas.
–¿Adónde quieres llegar?
Ria fue sincera con él. Lo había observado durante los distintos actos oficiales y estaba realmente impresionada. Trataba a todo el mundo con elegancia, equidad y firmeza, desde la gente normal y corriente hasta los miembros del Gobierno.
–A que estás haciendo un trabajo maravilloso. No te has equivocado ni una sola vez.
Él asintió en agradecimiento por el cumplido.
–Tuve una gran profesora.
Esa vez fue ella quien frunció el ceño.
–¿Yo? Yo no he hecho nada. Yo no hago nada.
–Naturalmente que sí –replicó él–. Te dejas ver conmigo, y a la gente le encanta. Bueno, a la gente y a la prensa.
–Ah, sí, nuestra bonita y romántica historia –ironizó Ria–. Cualquiera diría que somos Romeo y Julieta.
–Has estado conmigo día tras día –alegó él–. Eres un vínculo con los reyes anteriores, y has vivido toda tu vida en Mecjoria. La gente valora mucho tu posición. Agradecen que estés a mi lado.
Ria entrecerró los ojos, sorprendida. Había tenido la sensación de que las palabras de Alexei no eran sino una forma indirecta de decir que él valoraba su trabajo y que le estaba agradecido por ello.
–Tú eres la única que puede interpretar ese papel, Ria –Alexei se acercó un poco más y le puso una mano en la cara–. Una persona que ama Mecjoria, que pertenece a este lugar.
–Tú también perteneces a él. Por lo menos, ahora.
Él guardó silencio, como si la puntualización de Ria le hubiera recordado sus años de exilio, convertido en un paria.
–Lo siento, Alexei.
–¿Por qué dices eso?
–Porque sé que no querías volver a Mecjoria.
Él sacudió la cabeza.
–Te equivocas por completo.
–¿Cómo?
–¿Por qué crees que me puse tan furioso cuando nos echaron del país? ¿Por qué crees que me molestaba tanto lo que nos había sucedido? –le preguntó–. Porque esta era la tierra de mi padre, porque quería que me aceptaran aquí. Crecí amando Mecjoria, Ria; amando sus ciudades, sus lagos y sus montañas.
Alexei clavó la mirada en los balcones abiertos, desde los que, de día, se podía admirar la cordillera y sus cumbres, que estaban nevadas hasta en verano.
–Por eso me dediqué a la fotografía, ¿sabes? –siguió hablando–. Porque quería captar la inmensa belleza de Alabria y de sus bosques. Mi padre me regaló la primera cámara que tuve. Quién iba a imaginarse que la estrenaría en Londres, en el exilio.
«El exilio».
Esas dos palabras decían mucho más de Alexei que ninguna otra cosa. Estaban llenas de soledad, de abandono, de amor roto, de sentimiento de pérdida. Ria volvió a pensar en las fotografías que había visto en la sede de su empresa, las fotografías que lo habían hecho rico y famoso; eran imágenes de una belleza sin igual, pero mucho más frías de las que habría hecho el adolescente al que su padre había regalado esa primera cámara.
–¿Aún la tienes?
Él no contestó. En lugar de eso, señaló un mueble que estaba pegado contra la pared. Ria se giró y vio la vieja cámara, cuya superficie negra y cuyo objetivo contrastaba enormemente con la decoración anticuada de la suite.
Se le encogió el corazón al instante.
–Tu padre habría estado orgulloso de ti –le dijo.
–¿Tú crees?
–Por supuesto que lo creo.
–Pues no pareció muy orgulloso de mí durante el tiempo que estuve a su lado.
–Bueno, no se puede decir que le dieras una oportunidad –declaró ella, sincera–. Ten en cuenta que la corte de Mecjoria es muy conservadora; es un lugar lleno de normas tan rígidas como arcaicas. Y hace diez años era mucho peor. De hecho, sigue sin ser el lugar más abierto del mundo.
Alexei sonrió con tanta calidez que Ria creyó estar frente al adolescente que había sido.
–Lo sé de sobra, Ria. No sabes cuántas veces he pensado en ti durante los días pasados.
–¿En mí? ¿Por qué?
–Porque, como bien dices, la corte está llena de normas y protocolos absurdos. Cuando era joven y me enfrentaba a uno que no conocía, pensaba en ti y me preguntaba lo que habrías hecho tú si hubieras estado en mi lugar.
Ria se quedó anonadada.
–¿Lo dices en serio?
–Completamente. No exageraba al decir que has sido una gran profesora.
–Pero podría haber hecho más. Te podría haber ayudado más.
Él volvió a sacudir la cabeza.
–Tu padre se encargó de que no tuvieras ocasión de ayudarme. Tenía planes para ti, y no iba a permitir que nada ni nadie se interpusiera en su camino. Sobre todo, tratándose de un desarrapado que, para empeorar las cosas, era el producto de un matrimonio más que inconveniente para él.
–¿Estás insinuando que su plan de casarme con Ivan no es reciente? ¿Que ya lo tenía pensado cuando éramos adolescentes?
–No es una insinuación. Lo sé a ciencia cierta –dijo él–. Y, si no hubiera pensado en Ivan, habría elegido a otra persona. A cualquiera que le ofreciera la mejor posibilidad de ser el poder a la sombra del trono.
–A cualquiera, menos a ti –dijo ella en un susurro.
–En efecto.
Ria se estremeció. Había albergado la esperanza de que los motivos de Alexei fueran nobles, de que hubiera aceptado el trono porque el futuro de Mecjoria le interesaba de verdad. Pero, por el tono amargo de las palabras de Alexei, llegó a la conclusión de que no lo había hecho por eso, sino para vengarse de Gregor, del hombre que se lo había quitado todo. Y ella se había convertido en el instrumento de su venganza.
–Dime una cosa, Ria. ¿Te habrías casado con Ivan?
–Ya te he dicho que no me quería casar con él –le recordó.
–¿Y si hubieras pensado que era lo mejor para el país? –insistió Alexei–. ¿Te habrías casado con él en ese caso? ¿Habrías aceptado el acuerdo que firmó tu padre?
Ria palideció. Mecjoria le importaba tanto que, en otros tiempos, la respuesta habría sido afirmativa; pero las cosas habían cambiado mucho.
Alexei la miró con interés. Había estado investigando, y el resultado de sus pesquisas demostraba que el padre de Ria era aún peor de lo que había creído. El hombre que había provocado la caída en desgracia de su familia pertenecía a la clase de personas capaces de vender su alma al diablo si la recompensa era lo suficientemente alta.
Sin embargo, Alexei no iba a permitir que saliera de la cárcel hasta tener la seguridad de que Gregor Escalona se encontraba bajo su control. Y Ria era la mejor forma de controlarlo. Si se convertía en su esposa, Gregor se lo pensaría dos veces antes de organizar una revuelta palaciega contra él; aunque solo fuera por no hacer daño a su hija.
Pero, por otra parte, ni siquiera estaba seguro de que su hija le importara. Siempre había sido un padre frío y negligente. Esa era una de las razones por las que Ria había buscado su amistad en el pasado. Los dos eran jóvenes y estaban solos y atrapados en un mundo de luchas de poder y conspiraciones. Conspiraciones como la que había protagonizado el propio Gregor al organizar un matrimonio concertado con Ivan.
Definitivamente, no iba a permitir que Gregor se acercara a su hija hasta que se hubiera convertido en su esposa. Era la única forma de impedir que forzara la boda de Ria con Ivan o le intentara arrebatar la corona de otro modo. Además, detestaba la idea de que Ria se viera obligada a casarse con un hombre que le daba miedo.
En cualquier caso, no podía negar que Gregor había hecho algo bueno: había formado maravillosamente bien a su hija, que ahora tenía las habilidades necesarias para convertirse en reina. Se había asegurado de que sirviera a sus propósitos, y ahora iba a servir a un objetivo más digno.
Pero todavía no estaban casados. Y no iba a permitir que se acercara a su hija hasta después de la boda.
–No hace falta que contestes a mi pregunta; creo que ya conozco la respuesta –continuó Alexei–. Solo espero que la perspectiva de casarte conmigo no te disguste tanto como la de casarte con Ivan.
Ria apretó los dientes, como haciendo un esfuerzo por no decir nada. Alexei deseó inclinarse sobre ella, pasarle un dedo por los labios y, a continuación, probar su sabor y asaltar su boca sin más.
Se le había acelerado el corazón de tal modo que tuvo miedo de que Ria pudiera oír los latidos. Había elegido personalmente la bata y el camisón que llevaba, imaginándose cómo quedarían sobre sus suaves hombros y sus pechos. Pero la realidad era mucho mejor y más interesante que las fantasías. Lo estaba volviendo loco de deseo.
Por fin, ella abrió la boca y dijo:
–Por supuesto que no. Pero ¿no crees que nuestra relación sería bastante más creíble si pasáramos más tiempo juntos, Alexei? No me refiero a pasar más tiempo como rey y futura reina, sino en calidad de hombre y mujer. Comprendo que estás muy ocupado y que tienes muchas responsabilidades, pero había pensado que, al final del día, cuando hayas terminado de trabajar…
–¿Me podría pasar por tu habitación? –dijo él, terminando su frase–. Tal como están las cosas, no te podría conceder ni una hora, Ria.
Alexei fue sincero con ella, pero no le dijo toda la verdad. Mantenía las distancias con ella porque le asustaba la posibilidad de quedarse atrapado en lo que sentía. Le gustaba tanto que no se conformaría con una hora de sexo; le haría el amor toda la noche y, después, estaría tan encadenado a su piel que no volvería a ser libre.
–Pero me gustaría que me prestaras un poco más de atención –declaró ella–, que hicieras algo más que enviarme regalos.
–¿No te gustan los regalos? –preguntó él, aparentemente inseguro–. Pensaba que a las mujeres les gustaban las joyas y las flores.
–No se trata de eso. Es que…
–¿Sí?
–Los regalos no sustituyen al…
Ria se quedó helada al comprender lo que había estado a punto de decir: que los regalos no sustituían al amor.
«Amor».
No quería pensar en esa posibilidad; y, por supuesto, tampoco quería estar enamorada de Alexei. Pero la palabra había aparecido en mitad de sus pensamientos y ya no estaba segura de que la pudiera expulsar.
–¿A qué, Ria?
Ella sacudió la cabeza.
–Olvídalo. Carece de importancia.
–Es una pena. Esperaba que los regalos te gustaran. ¿Quieres que cancele la cita de mañana con el modisto?
–¿Para qué necesito tantos vestidos? Tengo más vestidos de los que podría…
–Necesitas uno nuevo para el baile de disfraces.
–Ah…
–¿Creías que yo no iba a respetar la tradición? –preguntó con una sonrisa–. No he olvidado lo mucho que te gustaba.
Ria se quedó atónita. No lo había olvidado. Habían pasado diez años y todavía se acordaba.
–El baile de disfraces, claro… –dijo, sin poder refrenar su entusiasmo–. ¿Tendremos que llevar máscaras?
–Por supuesto que sí.
–Jamás me habría imaginado que tú, precisamente tú, tuvieras interés en participar en esa tradición –le confesó.
–¿Precisamente yo? –preguntó ofendido.
Ria guardó silencio, arrepentida.
–¿Por qué has dicho eso, duquesa? ¿Crees acaso que un desarrapado como yo no sabrá estar a la altura en un baile de disfraces?
–No, no pretendía insinuar que…
–¿Entonces?
–Simplemente, creía que no te gustaban esas cosas.
–Pues me gustan. Y sé bailar, por cierto. Mi padre insistió en que aprendiera, y no es algo que se olvide.
Ria lo miró con sorpresa.
–¿Tomaste clases de baile?
–Sí.
–¿Con madame Herone?
Alexei asintió.
–¿Cómo es posible? También me dio clases a mí. Me extraña que no coincidiéramos.
Él se encogió de hombros.
–¿Por qué te extraña? Tu padre hacía verdaderos esfuerzos por impedir que estuviéramos juntos. Y muchas veces, se salía con la suya.
Ria estaba realmente desconcertada. Siempre había pensado que Alexei se habría rebelado contra el baile como se había rebelado contra muchas otras cosas. Y ahora resultaba que había aprendido a bailar con madame Herone, igual que ella.
Al pensarlo, se preguntó cuántas historias de Alexei desconocería y cuántas de las que creía conocer serían ciertas. Efectivamente, su padre habría sido capaz de inventar cualquier cosa con tal de separarla de él.
–¿Te acuerdas del bastón que llevaba, Ria?
Ella se estremeció al recordarlo.
–Cómo lo voy a olvidar. Daba golpes en el suelo para marcar el ritmo y, si lo hacíamos mal, nos pegaba con él en las pantorrillas. A veces, cuando salía de clase, tenía las piernas llenas de moratones.
–¡Basta de quejarte, Honoria! –dijo Alexei, imitando la voz de madame Herone–. ¡Y ponte bien de puntillas! Uno, dos, tres… Uno, dos tres…
Alexei la tomó de las manos y empezó a girar con ella.
–Uno, dos, tres…
Los giros eran cada vez más rápidos. Él la abrazó con fuerza, apretándose contra su cuerpo de tal forma que Ria podía sentir su calor, la tensión de sus músculos y su erección. Al cabo de unos segundos, se empezó a sentir mareada; pero, naturalmente, no fue por la velocidad de los giros, sino por las sensaciones que su contacto le causaba.
–Uno, dos, tres… –siguió repitiendo.
Ria no llegó a saber si fue deliberado o un simple accidente; solo supo que tropezó, que perdió el equilibrio y que, cuando se quiso dar cuenta de lo que pasaba, se encontró tumbada en la cama, con Alexei encima.
–¡Alex! –exclamó, sorprendida.
Él se quedó helado, completamente inmóvil, como si la situación le resultara tan desconcertante como a ella. Estaban tan pegados el uno al otro que apenas había unos centímetros de distancia entre sus bocas.
–Ria… –dijo él en voz baja.
Ella apartó la mirada.
–Mírame, Ria.
Ria hizo un esfuerzo y miró sus ojos negros.
–Esta es la razón por la que nunca voy a tus habitaciones. Sé que, si cometiera ese error, terminaríamos así.
Alexei cambió ligeramente de postura y ella volvió a sentir el contacto de su erección, que la excitó un poco más.
–Y sé que ya no te podría dejar –continuó.
Él sacudió la cabeza, como si no pudiera creerse lo que le acababa de confesar. Desgraciadamente, ya no tenía remedio.
–No quería desearte tanto… nunca quise desearte tanto. Aunque mentiría si dijera que no te deseo, duquesa –le confesó–. Si no quieres que sigamos, será mejor que me lo hagas saber ahora, mientras aún me puedo controlar.
Ria guardó silencio, a sabiendas de que, con ello, le estaba dando carta blanca.
Pero lo deseaba tanto como él.
Alexei asaltó la boca de Ria con un beso apasionado que recibió una respuesta igualmente apasionada. Tras unos momentos de caricias, le introdujo una mano por el cuello de la bata y apartó la prenda lo suficiente para poder besarla en el hombro.
Ella gimió, estremecida.
Había pasado seis noches terribles; seis noches de frustración y falta de sueño; seis noches de deseo y creciente necesidad. Estaba tan ansiosa de él que le sacó la camisa de los pantalones y se la desabrochó tan deprisa como pudo, para poder acariciar la piel de su pecho. Cuando lo consiguió, cerró las manos sobre los dos extremos de la pajarita desanudada y tiró de ellos, aprisionando la boca de Alexei contra la suya.
En cuanto a él, su ansiedad era casi mayor que la de Ria. Le quitó la bata y le arrancó el camisón de seda con un movimiento tan brusco que lo rasgó; pero ella ni siquiera se dio cuenta porque, acto seguido, se inclinó sobre uno de sus pechos y le empezó a succionar el pezón, maravillosamente.
–Lexei… –dijo en voz baja–. Lexei…
Él se detuvo y la miró.
–¿Qué ocurre?
–Yo…
–No me digas que eres…
–¿Virgen? –preguntó Ria, sorprendida–. Oh, Dios mío… ¿Crees que he mantenido el celibato durante todos estos años? ¿Que me he dedicado a esperar por si volvías a mí? No seas tonto. Por supuesto que no soy virgen.
Ria fue sincera. Había estado terriblemente encaprichada de Alexei; pero, cuando él se marchó y se empezó a dejar ver en todas partes en compañía de la preciosa y elegante Mariette, con la que más tarde tuvo una hija, ella hizo todo lo posible por olvidarlo. Sin embargo, no había tenido mucha suerte con las relaciones amorosas; en gran parte, porque seguía pensando que Alexei era el hombre de su vida.
Lo volvió a besar y, de algún modo, se las arregló para quitarle la ropa. Ya desnudos, él le metió una pierna entre los muslos y ella se arqueó, invitándolo a llegar más lejos. Incluso se atrevió a cerrar las manos sobre su trasero y a apretarlo con fuerza.
–Ria…
Alexei pronunció su nombre con desesperación, demostrando que ella no era la única que estaba a punto de perder el control. Después, le volvió a succionar un pezón mientras le acariciaba el otro con una mano. Ria pensó que se iba a volver loca de placer. Estaba tan excitada que casi no lo podía soportar.
Cuando se apartó de ella lo suficiente para penetrarla, Ria dejó escapar un gemido de satisfacción. Sus viejos sueños se habían hecho realidad de repente, pero una realidad mil veces mejor que ninguna fantasía erótica.
Para entonces, Alexei la había llevado tan cerca del orgasmo que apenas tuvo ocasión de disfrutar del preludio. Se sorprendió a sí misma moviéndose contra él, acelerando el ritmo, empujándolo y empujándose hacia el placer que tanto necesitaba.
Un momento después, todas y cada una de sus terminaciones nerviosas se activaron con las oleadas del clímax, que la dejó tan satisfecha como agotada. Pero, a pesar de ello, todavía tuvo fuerzas para apretar sus músculos internos sobre el sexo de Alexei, que gimió al cabo de unos segundos y se deshizo en ella.
La experiencia fue casi una revelación para Alexei. Había estado con muchas mujeres, pero nunca había sentido nada parecido. No se podía mover, no podía pensar. Su corazón latía desbocado y su respiración se negaba a volver a la normalidad.
Poco a poco, sin embargo, fue recuperando el control de su cuerpo. Ria se había apretado contra él, con la cabeza apoyada contra su pecho. Él la miró y, durante unos instantes, se sintió el hombre más feliz del mundo. Hasta que sus pensamientos entraron en escena y rompieron el hechizo.
¿Qué diablos había hecho?
Se había mantenido alejado de Ria por una buena razón. Había mantenido las distancias porque perdía el control cuando estaba con ella. Y, por mucho que la deseara, se había prometido a sí mismo que jamás se volvería a acostar con ninguna mujer sin usar un método anticonceptivo. La amarga experiencia de su pasado era una lección que procuraba no olvidar.
Pero la había olvidado.
En cuanto tuvo a Ria entre sus brazos, perdió la cabeza hasta el extremo de que el resto de las cosas dejaron de tener importancia. No se preguntó por las consecuencias de lo que estaban haciendo. No se preguntó por lo que el futuro les pudiera deparar. Solo quería disfrutar del presente.
Alexei sabía que había cometido muchos errores a lo largo de su vida. Errores absurdos, inadmisibles, temerarios. Pero, en ese momento, tuvo la certeza de que ninguno había sido tan terrible como aquel.