Capítulo 11
Ria se miró en el espejo e intentó reconocer a la mujer que reflejaba. Parecía distinta, y no solo porque se encontrara más bella y más elegante que nunca, como si se hubiera transformado por completo. No se trataba de un cambio simplemente físico. Era algo más profundo, más importante.
Desde luego, el vestido que llevaba contribuía a la sensación general. Era perfecto; una columna blanca, de seda, con cristales diminutos que brillaban cuando se movía. El vestido con el que había soñado desde que empezó a fantasear con la perspectiva de asistir alguna vez al baile de disfraces del palacio. Y su sueño incluía otro sueño: el de hacer el amor con el único hombre que la podía hacer feliz.
Alexei Sarova.
Admiró su peinado alto, del que caían unos cuantos mechones que le acariciaban los hombros, y se dijo que lo había conseguido. Había hecho el amor con Alexei. Pero ya no era una niña encaprichada de un adolescente, sino una mujer adulta que deseaba a un hombre adulto en un mundo de adultos, donde las cosas solían ser bastante más complicadas que en el mundo de una niña.
Ria no se hacía ilusiones al respecto. No creía que su historia con Alexei pudiera tener un final feliz; pero allí estaba, a punto de acompañarlo al baile, donde tendría que sonreír a todos y fingirse dichosa.
Nadie debía adivinar su angustia. Nadie debía saber lo preocupada que estaba. Y menos que nadie, Alexei.
Alexei, el hombre que le había demostrado lo mucho que la deseaba; que había reconocido su deseo de tenerla a su lado, de convertirla en su esposa y su reina. Pero solo le había ofrecido el matrimonio porque era políticamente conveniente. Y no se engañaba con la posibilidad de que la quisiera por otros motivos más románticos.
Aquella noche de amor no había cambiado nada en absoluto. Nada salvo un detalle que, en realidad, lo cambiaba todo.
Ya no estaba sola en la cama, atormentada por la frustración, atrapada en la agonía de no poder satisfacer sus necesidades. Ahora compartía la cama de Alexei todas las noches, y todas las noches hacían el amor apasionadamente, como si no se cansaran el uno del otro. De hecho, cada vez se deseaban más, con más fuerza, con más apetito, con más desesperación. Aunque, a diferencia de la primera vez, tomaban las medidas oportunas para evitar el riesgo de que se quedara embarazada.
Sin embargo, los días de Ria no se limitaban a las relaciones sexuales con Alexei. La política de Mecjoria les quitaba tanto tiempo que, a veces, se despertaba a primera hora de la mañana y descubría que su amante se había ido; obviamente, a cumplir con sus muchas y diversas obligaciones.
Ria se volvió a mirar en el espejo y se preguntó si podría llevar una vida así, apasionante en muchos sentidos, pero también carente de amor.
Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando pensó en su breve conversación de la mañana. Alexei se levantó y se vistió para marcharse; pero, antes de que llegara a la puerta de la habitación, ella preguntó:
–¿Cuándo volverás?
Ria supo que había cometido un error al preguntarlo, pero ya no podía retirar las palabras. Alexei se puso tenso y contestó sin emoción alguna.
–No lo sé. Voy a tener un día muy complicado.
Después, la miró durante unos momentos y añadió:
–Pero esta noche estaremos juntos. E iremos al baile.
En principio, Ria tenía motivos para estar contenta. Adoraba el baile de disfraces del palacio y, por si eso fuera poco, el baile de ese año iba a ser más importante que en otras ocasiones. Aunque Alexei ya era rey de Mecjoria, faltaba la ceremonia de coronación, que se celebraría inmediatamente después.
Pero no estaba contenta. No lo podía estar, porque, después del baile y de la coronación, llegaría el momento que tanto temía.
Su boda.
Alexei le anunció que, cuando se casaran, liberaría a Gregor. Dijo que su liberación contribuiría a mejorar el estado de salud de su madre, y Ria pensó que seguramente estaba en lo cierto. Sin embargo, el anuncio despertó en ella no pocos temores. No se fiaba de lo que su padre pudiera hacer.
–¿Estás seguro de eso, Alexei?
Él la miró con desconcierto.
–¿Por qué lo preguntas? Creía que lo deseabas.
–Por el bien de mi madre, sí. Daría cualquier cosa por verla recuperada. Sea lo que sea mi padre, es evidente que ella lo quiere.
–¿Pero?
–¿No te parece que Gregor podría ser una amenaza? Para Mecjoria, para ti…
Ria estuvo a punto de decir que también lo podía ser para ellos, pero no se atrevió.
–¿Por qué crees que no lo he liberado todavía? –preguntó Alexei.
–Lo desconozco.
Alexei se la quedó mirando con fijeza y completamente inmóvil. En ese momento, parecía una estatua de mármol.
–Porque quería estar seguro de que Gregor no tenga ocasión de hacerte daño otra vez –declaró.
Hacerle daño.
Ria se quedó atónita. No se le había ocurrido que la decisión de Alexei de mantenerlo en la cárcel se debiera a que estaba preocupado por ella. Pensaba que lo hacía por venganza, por castigar al hombre que tanto daño había causado a su familia. Y ahora resultaba que lo había hecho por protegerla.
–Que lo intente si quiere –dijo Ria, desafiante–. Fui a Londres a hablar contigo porque me pareció que eras la persona adecuada para dirigir el destino de Mecjoria, y todo lo que has hecho demuestra que yo tenía razón. Si mi padre te pudiera ver ahora y supiera cómo has manejado las cosas, no tendría más remedio que admitir que eres el mejor rey que podríamos tener.
–Yo no estoy tan seguro de eso. Tu padre no aprobaría nunca lo que hicimos ayer –comentó Alexei.
Su futuro marido se refería a lo que había pasado tras la inauguración de un nuevo hospital infantil. La ceremonia oficial duró algo menos de una hora, pero había tanta gente y gritaban tanto sus nombres que, al final, Alexei rompió el protocolo, se salió de la zona de seguridad y se dedicó a estrechar manos, a sonreír y a departir tranquilamente con los ciudadanos de Mecjoria, de igual a igual.
Al recordarlo, Ria pensó brevemente en la reacción que había tenido Alexei cuando un niño surgió de entre la multitud con un ramo de flores. El pequeño se acercó y le tiró de la ropa para que lo mirara, cosa que consiguió. Alexei se inclinó sobre él, lo tomó en brazos, se giró hacia ella y anunció:
–Tienes un admirador. Ha traído flores a su princesa.
Ria, que no estaba acostumbrada a comportamientos tan relajados en actos oficiales, tardó unos segundos en reaccionar, pero sonrió y dijo:
–Bueno, no sé si me parecen bien estas rupturas del protocolo, pero creo que hoy es lo más apropiado.
–Hoy y siempre –puntualizó Alexei.
Era obvio que estaba encantado con el recibimiento que del pueblo de Mecjoria. Todo el mundo lo quería abrazar o charlar con él. Algunas personas le dijeron que se parecía mucho a su padre, y otras le dieron la bienvenida al país y le mostraron lo contentas que estaban de que hubiera vuelto. Por lo visto, el hombre con quien ahora estaba en la cama, el hombre que se iba a convertir en su marido, se encontraba absolutamente a gusto en el papel de rey.
Justo entonces, como si le hubiera leído el pensamiento, Alexei dijo:
–Lo de ayer fue como volver a casa, ¿sabes?
–Porque has vuelto a casa. Esta es tu casa –replicó ella.
Alexei la miró y pensó que quizás fuera cierto; pero, curiosamente, ya no estaba tan seguro de que se pudiera decir lo mismo de ella. Aunque Ria hubiera crecido allí, sus circunstancias habían cambiado mucho. Ahora era la futura reina de Mecjoria, y lo era por obligación, porque las circunstancias la habían empujado a ello.
Se preguntó qué habría hecho si hubiera podido elegir. ¿Se habría casado con él de todas formas? ¿Habría aceptado la responsabilidad de ese cargo?¿O habría preferido hacer cualquier otra cosa, estar en cualquier otro sitio?
No lo sabía, pero se consoló pensando que, por lo menos, se acostaba con él porque quería acostarse con él. Y, en ese sentido, Alexei no podía estar más contento. Adoraba su piel y su calor; le gustaba tanto que su satisfacción nunca era completa. La deseaba hasta inmediatamente después de hacer el amor, hasta un segundo después de haber llegado al orgasmo.
Pero ¿era suficiente? Y, por otra parte, ¿qué pasaría cuando todo aquello terminara?
Se había convencido a sí mismo de que se iba a casar con Ria porque era la mejor forma de protegerla, y de que después, cuando las cosas se hubieran tranquilizado, le devolvería su libertad.
Por desgracia, ya no estaba seguro de querer que aquello terminara. Los días transcurridos desde su vuelta a Mecjoria habían sido los mejores y más intensos de su vida. ¿Cómo podía renunciar a algo que le gustaba hasta el extremo de haberle devuelto las ganas de vivir? Sencillamente, no podía; pero tampoco la podía obligar a ella a permanecer a su lado contra su voluntad.
Si la obligaba, no sería mucho mejor que Gregor.
Era consciente de que Ria nunca había querido ser reina, del mismo modo en que él nunca había querido ser rey. Habían aceptado esa obligación porque consideraban que era lo mejor para Mecjoria, pero ¿qué era lo mejor para ellos?
–Creo que formamos un buen equipo, Ria.
Ella asintió.
–Sí, eso parece.
–Pero no soy un monstruo. No te obligaré a ser mi esposa hasta el fin de tus días.
La declaración de Alexei fue tan inesperada que pilló a Ria por sorpresa. Y como desconocía las razones que lo habían llevado a decir eso, lo malinterpretó. Pensó que la estaba rechazando y que, en sus prisas por quitársela de en medio, había empezado a pensar en el divorcio cuando aún no se habían casado.
–Podríamos establecer un límite para nuestro matrimonio –continuó él–. No sé, tal vez dos o tres años.
Ella pensó que debía sentirse aliviada; al fin y al cabo, le estaba ofreciendo una salida para un matrimonio de conveniencia, sin amor. Pero no se sintió aliviada en modo alguno. Bien al contrario, se sintió como si le hubieran atravesado el corazón con una espada, como si acabaran de destrozar todos sus sueños.
–Sobra decir que te ofrecería un acuerdo de divorcio muy generoso.
–Sí, claro –replicó ella con ironía–. Y supongo que me lo ofrecerás cuando lleves el tiempo suficiente en el trono.
–En un trono que te debo a ti –declaró él, con intención de halagarla.
–No creo que me debas nada. Te has ganado el corazón de la gente sin ayuda de nadie. Lo de ayer fue un buen ejemplo –alegó ella.
–Aun así, tu ayuda me ha sido muy valiosa. Sabía que serías una reina magnífica.
–Pero solo lo seré durante una temporada –le recordó ella, intentando ocultar su sentimiento de amargura–. De hecho, supongo que deberíamos hablar sobre lo que va a ser nuestro matrimonio mientras dure. Necesito saber lo que esperas de mí.
Ella se sentó en la cama y empezó a enumerar, contando con los dedos:
–Ya soy tu prometida, he contribuido a crear una imagen idílica de nuestra relación, te he acompañado a los actos oficiales, te he calentado la cama por las noches, me voy a casar contigo y… ¿qué más? ¿También quieres que te dé un heredero?
La reacción de Alexei la sobresaltó. Fue como si, de repente, un muro de hielo se hubiera levantado entre los dos.
«Un heredero».
Obviamente, Ria sabía que ese tema iba a ser delicado. Desde el punto de vista del interés del reino, convenía que tuvieran descendencia; pero no olvidaba lo que se decía sobre la difunta hija de Alexei: que había fallecido por culpa de su padre. Y él no se había molestado en negarlo cuando se lo comentó.
Sin embargo, tenían que hablar de ello en algún momento.
Alexei guardó silencio durante casi un minuto. Últimamente, había pensado mucho en la posibilidad de tener otro hijo. Lo había empezado a considerar durante su primera noche de amor con Ria, cuando se acostaron sin usar ningún método anticonceptivo, pero la muerte de Belle pesaba tanto sobre su conciencia que no se lo quería plantear en serio.
Y ahora, Ria metía el dedo en la llaga y la volvía a abrir. Justo cuando él estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por concentrarse en sus obligaciones como rey y olvidarse de todo lo demás.
No podría haber elegido peor momento.
La noche anterior, Alexei había dormido mal. La inauguración del hospital infantil había sido un éxito innegable, un verdadero triunfo. Hasta que aquel niño se le acercó y le tiró de los pantalones para darle un ramo de flores. Él se inclinó sobre el pequeño de forma instintiva y lo tomó en brazos.
No pasó nada más. Pero, al mirar al niño, se acordó de su preciosa Belle y se dio cuenta de que se había metido en un buen lío al aceptar el trono.
No había pensado que, al convertirse en rey, la gente esperaría que tuviera herederos. Era lógico. El país los necesitaba. Y tampoco había pensado que, si dejaba embarazada a Ria, ya no sería capaz de separarse de ella.
Sin embargo, sus sentimientos personales debían quedar en un segundo plano. Había asumido una responsabilidad y estaba dispuesto a seguir adelante, aunque la idea de volver a ser padre le diera miedo.
Miró a Ria y declaró, en contestación a su pregunta:
–El nuestro será un matrimonio de verdad.
–¿De verdad? ¿Qué significa eso?
–Que tendremos hijos. Por supuesto que los tendremos.
Ria se quedó atónita.
–¿Es que esperabas que te dijera otra cosa? –continuó él–. Si te hubieras casado con Ivan, habrías tenido hijos, ¿verdad?
Ria tragó saliva y asintió. Efectivamente, tener hijos con Ivan era una de las condiciones del matrimonio que había concertado su padre, y, de paso, uno de los motivos que la habían empujado a pedir ayuda a Alexei. Si la idea de casarse con Ivan le daba náuseas, la idea de hacer el amor con él y tener un hijo suyo le parecía lo más terrible del mundo.
–Tienes que admitir que, al menos, tú y yo nos llevamos bien en la cama. Nos deseamos. Y el deseo es un buen punto de partida, ¿no crees? –dijo él, que había notado su ansiedad–. Tenemos algo en común. Una llama de pasión.
Ella pensó que, más que una llama, era un verdadero incendio. Ni siquiera tuvo que mirar las sábanas, completamente revueltas, para llegar a esa conclusión. Alexei lograba que se sintiera más viva que nunca y, al parecer, el sentimiento era recíproco.
A decir verdad, el hecho de que se desearan tanto debería haber facilitado las cosas en lo relativo a su matrimonio y a la necesidad de tener descendencia. Alexei tenía razón. Por lo menos, era un buen punto de partida. No podía negar que le encantaba estar con él, que adoraba hacerle el amor y, con ello, hacer realidad los sueños de su más tierna y bastante ingenua adolescencia.
Sin embargo, eso era lo que lo hacía tan difícil.
Si se hubiera casado con Ivan, habría tenido que pasar por el mal trago de acostarse con un hombre que la asustaba y le causaba repugnancia, pero habría sido algo estrictamente físico, sin más complicaciones que las derivadas de un acto de ese tipo. En cambio, con Alexei era muy diferente.
Se estaba jugando su corazón.
Ria no se engañaba a sí misma. Sabía que, si seguía haciendo el amor con Alexei todas las noches, se enamoraría de él. Y aunque estuviera equivocada y lograra mantener las distancias lo suficiente, estaba segura de que un hijo rompería su equilibrio emocional y sería completamente catastrófico para ella.
–Sí, el nuestro será un matrimonio de verdad, con todo lo que implica. Como rey, es obvio que debo tener herederos.
–Claro –dijo ella, casi sin habla.
Ria sacudió la cabeza. Desde su punto de vista, tener un hijo con Alexei sería mucho más que dar un heredero al país. Y su tristeza se convirtió en rabia cuando pensó que, para empeorarlo todo, su futuro marido ya estaba pensando en divorciarse de ella.
La sensación fue tan amarga que Ria estalló.
–¿Para qué quieres tener otro hijo?
Su voz sonó con más ira de la que realmente sentía. De hecho, ni siquiera estaba segura de que sintiera ira. No estaba segura de nada.
–¿Para qué lo quieres? –insistió–. ¿Para abandonarlo como hiciste con Belle?
–No lo abandonaría nunca –la interrumpió él.
Los ojos de Alexei se volvieron translúcidos como el hierro fundido, pero fríos como el hielo. Ria se dijo que había cometido un error. En aquel asunto había algo que ella no alcanzaba a comprender. Pero, fuera lo que fuera, la expresión de Alexei no admitía dudas; se había adentrado en un terreno sumamente peligroso.
–Jamás lo abandonaría –repitió él con brusquedad–. Ese niño sería demasiado importante, demasiado…
Alexei dejó la frase sin terminar, y ella no supo lo que había querido decir. ¿Se refería a que sería muy importante para él? ¿O solo muy importante para sus conveniencias políticas y para el futuro de la propia monarquía de Mecjoria?
–Recibiría cuidados permanentes. Recibiría todo el cariño del mundo y toda la atención –continuó al cabo de unos segundos.
–¿Porque sería el heredero que necesitas?
Él sacudió la cabeza.
–No. Porque tú serías su madre y cuidarías de él.
Ella se quedó helada.
–Ah, así que ese es el papel que me has reservado. De yegua, para tener tus crías y cuidarlas –le recriminó.
Los ojos de Alexei se volvieron aún más fríos y más duros. Ria se preguntó por qué. A fin de cuentas, se había limitado a constatar un hecho, que la quería como madre y protectora de sus hijos.
–¿Es que no te gusta el papel de madre? –preguntó, bajando la voz–. ¿Crees que Ivan te habría ofrecido otra cosa?
–Creo que Ivan y tú sois iguales. Que los dos me habríais utilizado y utilizaríais a cualquiera con tal de conseguir lo que queréis. Pero no te preocupes por mí. Cumpliré con mi deber –declaró, mortalmente seria–. A fin de cuentas, no me queda más opción. Supongo que ya has conseguido todo lo que querías.
Él frunció el ceño.
–¿Que ya he conseguido lo que quería? ¿Se puede saber de qué diablos estás hablando?
Ria se encogió de hombros.
–Hemos hecho el amor una y otra vez durante los últimos días, y en todos los casos hemos usado preservativos. En todos, menos en uno… el primero –le recordó–. Es posible que ya esté embarazada de ti, y que dentro de nueve meses te dé un heredero. Entonces, tendrás todo lo que quieres. Y yo me podré ir.
–¿Te irías? ¿Serías capaz de irte y abandonar a tu propio hijo? ¿De dejarlo al cuidado de otro para que lo convierta en príncipe o princesa de Mecjoria?
A Ria le pareció indignante que le echara eso en cara cuando su hija había muerto, aparentemente, porque él la había abandonado.
–No, supongo que no sería capaz. Pero ¿por qué lo preguntas? Lo sabes de sobra. Me conoces y sabes que, diga lo que diga, no me marcharé si tengo un niño del que cuidar. Me has tendido una trampa y he caído en ella como una tonta.
Alexei se quedó blanco como la nieve. Ria no lo había visto nunca tan pálido. Apretó los dientes con fuerza, como haciendo un esfuerzo por mantener el control, y ella se estremeció al pensar en lo que diría a continuación.
Pero él no echó más leña al fuego. Guardó silencio hasta que la alarma de su teléfono móvil, que estaba encima de la mesita de noche, empezó a sonar. Entonces, alcanzó el aparato, apagó la alarma y dijo:
–Me tengo que ir. El deber me llama.
Momentos después, salió de la habitación dando un portazo.
Ella se quedó en la cama, sin más ropa que la sábana que la cubría parcialmente. Consideró la posibilidad de seguir a su futuro esposo, pero habría tenido que hablar con Henri o con el soldado que estuviera de guardia aquella noche en la entrada.
Y no se sentía con fuerzas.
Su batalla dialéctica la había dejado completamente derrotada. No pudo hacer otra cosa que tumbarse y quedarse mirando al techo, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y empapaban la almohada.