Capítulo 9
Se iban a casar.
Ria no se lo podía quitar de la cabeza. ¿Quién se habría imaginado veinticuatro horas antes que se iba a casar con Alexei? No era precisamente lo que tenía en mente cuando se decidió a viajar a Londres.
Pero, a pesar de todas sus dudas, había querido creer que su prometido hablaba en serio cuando dijo que lucharían juntos por el bien del país, que tenían los mismos objetivos y que ella sería su igual.
Incluso se había convencido de que tal vez la necesitara un poco.
Sin embargo, Alexei parecía haber perdido todo interés por ella desde que anunciaron su compromiso a la corte y al país.
Se acordó del día del aeropuerto, cuando avanzaron por la alfombra roja y recibieron el saludo de los dignatarios y de los militares, que Alexei devolvió con cortesía y solemnidad, sin soltarle la mano. Ria no se sentía cómoda con la situación, pero sacó fuerzas de flaqueza y lo siguió durante la ceremonia, soportando estoicamente las cámaras y las miradas de curiosidad de muchos, que sabían que su padre y ella habían caído en desgracia.
Y, al final, justo antes de llegar a la fila de coches que estaba esperando, Alexei anunció el motivo de su presencia.
–Caballeros –declaró en voz alta–, permítanme que les presente a mi prometida y futura reina de Mecjoria, la gran duquesa Honoria Maria Escalona.
En ese momento, Ria pensó que todo iba a salir bien y que su familia recuperaría el título y la posición social que había perdido, aunque estaba aún más atrapada en la red de intrigas de la situación política. Pero, desde entonces, Alexei se mantenía a distancia. Era como si ya no le interesara en ningún sentido, incluido el sexual; como si una vez anunciado su compromiso ya no tuviera valor para él.
La alojaron en una preciosa suite del palacio, situado en lo alto de una colina que dominaba Alabria, la capital del reino. Era mucho más grande y más elegante que las habitaciones que había ocupado durante sus visitas anteriores. Incluso se molestaron en llevarle todas sus pertenencias, que había dejado en su casa.
Pero estaba sola.
Más tarde, le dieron una serie de instrucciones; básicamente, información sobre lo que se esperaba de ella y los actos a los que debía asistir. Por supuesto, también le proporcionaron un vestuario acorde a su cargo, con más vestidos, zapatos y joyas de los que había tenido en toda su vida. Así que acompañaba a Alexei, sonreía, daba conversación a los invitados y se comportaba como la prometida perfecta.
En determinados aspectos, no se podía quejar. Acompañar a Alexei a los actos oficiales no se parecía nada a acompañar a su padre, un obseso del control que siempre le decía lo que tenía que hacer y lo que debía ponerse. Su futuro esposo la respetaba y la dejaba hacer a su gusto, sin intervenir.
Pero estaba sola.
Al final de aquellos actos, volvía a su habitación y no quedaba nada salvo su sentimiento de soledad.
Por otra parte, su papel se limitaba a sonreír y ejercer de acompañante. Alexei ya era el rey de Mecjoria a todos los efectos, aunque faltaba el trámite puramente simbólico de la coronación; pero no contaba con ella para nada relevante. Solo le había encargado un trabajo de alguna importancia, y solo porque, como él mismo le había confesado, era la única persona que lo podía hacer.
–Sería conveniente que grabáramos un reportaje sobre el descubrimiento del documento que prueba la legitimidad del matrimonio de mis padres –declaró–. La gente siente tanta curiosidad que se están inventando todo tipo de historias.
Entre los dos, crearon una versión de los hechos que no se parecía demasiado a la verdad. Dijeron que el documento se había encontrado en un archivador del palacio y, por iniciativa de Alexei, que no quería que nadie asociara a su prometida con las maquinaciones de Gregor, obviaron el papel del padre de Ria.
A ella no le agradaba especialmente la idea de mentir, pero se convenció de que era lo mejor para todos y lo acompañó al estudio de televisión, donde grabaron juntos el reportaje. Su prometido estuvo encantador en todo momento, y se mostró muy cariñoso con ella. Cuando los periodistas ya habían apagado las cámaras, le puso una mano en el hombro, le dio un beso en la mejilla y le dijo en un susurro:
–Gracias. Hemos hecho bien al decir que fuiste a verme a Londres para entregarme el documento. Todos pensarán que, durante tu estancia en Inglaterra, tuvimos ocasión de renovar nuestra antigua amistad. Es justo lo que necesitábamos. Una historia romántica que se publique en todos los medios.
Ria asintió, a sabiendas de que los medios de comunicación harían exactamente lo que Alexei había dicho. De hecho, las portadas se llenaron de noticias sobre su supuesta relación amorosa; y cada vez que asistían juntos a un acto, los periódicos y las revistas volvían a publicar montones de notas sobre ellos. Como si no hubiera nada más importante que contar.
Sin embargo, Alexei no le había permitido que se pusiera en contacto con su familia. Ria sabía que su madre estaba enterada de lo sucedido porque había ayudado a empaquetar sus pertenencias y enviarlas al palacio, e incluso le había mandado una carta donde la felicitaba por su compromiso matrimonial. Por supuesto, la gente sentía curiosidad por la situación de Gregor, pero no tanta como para hacerse preguntas.
Además, todos sabían que la madre de Ria estaba enferma y que se había retirado a su casa de campo para recuperarse, así que no se atrevían a insistir demasiado. Y, cuando insistían, las nuevas noticias sobre la pareja real bastaban para que la gente olvidara el asunto.
Durante los días transcurridos desde su llegada, Ria solo había tenido ocasión de charlar unas cuantas veces con Alexei, y solo de asuntos intranscendentes, porque siempre estaban rodeados por una legión de funcionarios o periodistas. Al final del día, se daban un par de besos en la mejilla, un beso rápido en la boca para satisfacer a la audiencia y, tras hablar sobre los actos del día siguiente, se separaban.
Era una situación desesperante, porque Ria necesitaba mucho más que eso.
Alexei parecía perfectamente capaz de seguir adelante sin ella, pero ella no podía decir lo mismo. De noche, daba vueltas y más vueltas en su enorme cama, sin poder conciliar el sueño. Se sentía sola, frustrada, marginada; sobre todo, cuando pensaba que estaba a punto de convertirse en la esposa de aquel adolescente al que había querido tanto, y que ya no eran dos críos, sino dos adultos.
Lo deseaba.
Lo deseaba como una mujer a un hombre.
Lo quería en su vida, en su cama, dentro de su cuerpo. Lo quería tanto que casi le resultaba doloroso.
Jamás se habría imaginado que su viaje a Londres tendría consecuencias tan extrañas. Había abierto la caja de Pandora y ya no la podía cerrar. Había pensado que podía salvarse a sí misma y salvar a su país y se había metido en una trampa.
¿Cómo era posible que lo hubiera hecho tan mal? Ni siquiera sabía si Alexei la deseaba de verdad o si se había limitado a fingirlo. ¿Qué era ella para él? ¿Un peón en el tablero de la política de Mecjoria? ¿Una simple forma de afianzar su posición en el país? ¿O la quería para algo más?
No estaba segura.
Solo sabía que empezaba a estar harta de aquella situación.
Seis noches después de volver a Mecjoria, Ria se cansó de dar vueltas en la cama. Alcanzó su bata azul, se levantó y se puso la prenda sobre el precioso camisón de seda que llevaba puesto. Lo había encontrado entre su vestuario nuevo y había pensado que era una indirecta de su prometido, una forma de decirle que, en cuanto pudieran, terminarían lo que habían empezado aquel día, en Londres.
En el exterior, el cielo nocturno estaba cargado de humedad. Hacía mucho calor, y se acercaba una tormenta al castillo desde las montañas. Las largas cortinas de los balcones se mecían bajo la brisa, tan inquietas como sus propios pensamientos; aunque la inquietud de Ria no tenía nada que ver con la elevada temperatura.
Alexei le había confesado que no se creía capaz de volver a amar a nadie, pero Ria se había dicho a sí misma que eso no significaba que no la deseara como mujer, e incluso se había convencido de que no necesitaba nada más. Sin embargo, no iba a permitir que la tratara como si no existiera.
–¡Seis noches es suficiente! –se dijo en voz alta.
Ya no tenía trece años; ya no era aquella niña obediente que acataba las órdenes de su padre sin rechistar. No estaba obligada a aceptar las órdenes de nadie, ni siquiera de su futuro esposo. Era una mujer libre.
Se ajustó el cinturón de la bata, se puso unas zapatillas, se dirigió a la puerta de la suite y la abrió de par en par.
–¿Madame?
Ria se sobresaltó al oír la voz; no se acordaba de que Alexei había aumentado la seguridad en palacio, porque la situación política seguía siendo inestable. Se giró hacia Henri, el oficial de la guardia, y le dijo:
–Su Alteza desea verme.
El oficial asintió.
–Por supuesto, madame. Si tiene la amabilidad de seguirme…
Ria siguió al hombre por varios corredores extraordinariamente largos, de techos altísimos. No le agradaba la idea de que la escoltaran; tenía la sensación de que, si en el último momento se negaba a ver a Alexei, la llevarían a la fuerza.
Pero no tenía intención de negarse, y poco después llegaron a su destino. Henri llamó suavemente a la puerta y se apartó.
–¿Sí?
Alexei abrió la puerta en persona. A Ria le pareció más alto, más devastador y más imponente que nunca.
Se había quitado la chaqueta del traje que tenía por la tarde, pero llevaba la misma camisa inmaculadamente blanca, abierta ahora por el cuello y con la pajarita colgando. Tenía el pelo revuelto, como si se hubiera pasado las manos por él, y sostenía una licorera con una bebida de color claro.
–Duquesa…
Su voz sonó dura y ligeramente irónica, sin el menor asomo de afecto.
Sin pensárselo dos veces, Ria respondió con la norma de etiqueta que le habían enseñado. Se agarró los laterales de la bata, como si fuera un vestido de noche, y le ofreció una reverencia de lo más formal.
–¿Quería verme, señor?
Él frunció el ceño, porque no la había llamado; pero se dio cuenta de que el oficial de la guardia estaba escuchando y le siguió el juego.
–Sí, en efecto.
Alexei se apartó y añadió:
–Entra, por favor.
Ria entró en la habitación, pasando por delante del guardia. En cuanto Alexei cerró la puerta, le ofreció una fría sonrisa y dijo:
–Gracias.
La suite de Alexei era enorme; de balcones grandes y habitaciones inmensas, decoradas en tonos de verde oscuro. Al verlo allí, se acordó del edificio de Londres, con aquellas fotografías tan bellas como impersonales, sin gente. Era una suite verdaderamente bonita, pero no contenía ni un solo detalle personal; nada que diera la menor indicación sobre el carácter de Alexei, el nuevo rey de Mecjoria.
Ria dio un par de pasos, se detuvo y dijo de repente:
–Oh, Dios mío…
–¿Qué ocurre?
–Nada, que me acabo de dar cuenta de lo que he hecho –contestó, sin saber si reírse o sentirse avergonzada–. El pobre Henri habrá pensado que…
–¿Qué habrá pensado?
–Es muy tarde, Alexei.
–¿Y?
–Bueno, habrá pensado que, si me has llamado a estas horas a tu suite, será porque quieres… en fin, ya sabes.
Alexei arqueó una ceja.
–¿Y eso te parecería tan terrible?
–No, en absoluto, pero…
–¿Crees que no deberías estar en mis habitaciones? –la interrumpió–. Te recuerdo que vamos a ser marido y mujer. Y por las historias que publica la prensa, la gente pensará que ya somos amantes.
Alexei alcanzó la copa que se había servido y se la bebió de un trago, lentamente. Ria se quedó hechizada con el movimiento de su garganta y con el vello negro que le asomaba por el cuello de la camisa.
–Sí, supongo que tienes razón –dijo.
–De hecho, habrá quien se extrañe de que nunca hayas venido a verme de noche –observó Alexei–. Pero dime, ¿a qué debo el placer de tu visita?
La valentía de Ria se esfumó. Lo que le había parecido enteramente posible cuando estaba en la cama, ansiosa por sentir el contacto de Alexei, le parecía ahora completamente imposible. No era que estuviera menos excitada; bien al contrario, la visión de su piel morena y de su reluciente cabello negro había aumentado su estado de necesidad, volviéndolo más visceral y primitivo. Pero tenía un problema.
¿Cómo decir que se quería acostar con él?
–Yo…
–¿Sí? –preguntó Alexei, mirándola con extrañeza.
–Yo… He venido a decirte que necesito saber algo más que la hora de los actos a los que tengo que asistir y los vestidos que me tengo que poner –declaró con rapidez–. Me pregunto qué estoy haciendo aquí… por qué me tienes prisionera.
Tras unos segundos de confusión, Alexei le lanzó una mirada cargada de ira. Dejó la copa en la mesa y dijo:
–¡Tú no estás prisionera! Eres libre de ir y venir a tu antojo.
Ella sacudió la cabeza.
–No, Alexei. Reconozco que no te pareces nada a mi padre, y que me das entera libertad… pero me tienes apartada de todos los asuntos importantes. Necesito saber qué está pasando. Ahora mismo, solo sé que nos vamos a casar.
Ria respiró hondo. Había ido a la suite para acostarse con él y, en lugar de eso, le estaba echando en cara su actitud. Y ni siquiera encontró el valor suficiente para recordarle lo que le había dicho en cierta ocasión: que estarían juntos todo el tiempo y que, juntos, harían grandes cosas por Mecjoria.