Capítulo 2

 

Ria pensó en lo que Alexei le había dicho minutos antes: «Dudo que estés aquí por un asunto de vida o muerte». Su ironía estaba completamente desencaminada. El difunto rey Felix había sido un hombre mezquino, pero todos lo recordarían como a la mejor de las personas si Ivan llegaba a acceder al trono.

Ella lo sabía mejor que nadie. Llevaba diez años sin ver a Alexei, pero había mantenido el contacto con su primo Ivan y lo conocía a fondo. De ser un niño brutal, que torturaba a los animales, había pasado a ser un hombre implacable, egoísta, agresivo y extraordinariamente peligroso para el país.

Por desgracia, solo había una persona que se pudiera interponer en su camino: Alexei. Y no quería saber nada de Mecjoria.

–Por favor, escúchame. ¡Te lo ruego!

Él sonrió con crueldad.

–¿Por favor? Vaya, ni siquiera sabía que fueras capaz de pronunciar esas dos palabras –se burló.

–Yo…

–Muy bien –la interrumpió con dureza–. ¿De qué se trata?

–No sé si querrás saberlo.

Alexei se apoyó en la pared y se cruzó de brazos.

–Has conseguido despertar mi curiosidad. Me encantaría saber qué es tan importante como para que la gran Honoria Escalona se rebaje a pedir algo por favor.

–¿Lo dices en serio?

–Por supuesto –respondió él con sorna–. Me divierte que la tortilla se haya dado la vuelta. Creo recordar que, en cierta ocasión, te pedí algo… te lo pedí como tú me lo estás pidiendo a mí, pero me negaste tu ayuda.

Ella no lo había olvidado. Alexei le había pedido que los ayudara a su madre y a él; que intercediera ante su padre para que, por lo menos, les dejara algún lugar donde vivir, una de las muchas propiedades que les había confiscado, dejándolos sin techo y en la ruina. Pero Ria no sabía que la madre de Alexei estaba muy enferma, ni comprendía el alcance de las maquinaciones de su padre, de cuyo lado se puso.

–Cometí un error –se disculpó.

Ria siempre había sabido que su padre era un hombre implacable y ambicioso, pero no creía que fuera capaz de mentir y manipular hasta el extremo de condenar a una mujer inocente y a su hijo. Cuando le dijo que los expulsaba por el bien del país, lo creyó. Cuando le dijo que la relación de la madre de Alexei con uno de los miembros más jóvenes de la familia real era un problema de Estado, pensó que decía la verdad.

Y ahora, diez años después, había descubierto que su padre la había engañado y manipulado de la peor manera.

–¿Qué ocurre, cariño? –ironizó Alexei–. ¿Te incomoda la situación?

Ria contempló el destello cruel de sus ojos y supo que estaba disfrutando. Se estaba vengando de ella; se estaba cobrando un pequeño precio por lo que le había hecho en el pasado. Y lo comprendió perfectamente.

–Rogar no es divertido, ¿verdad? –prosiguió él–. Especialmente, cuando te ves obligado a rogar a una persona a quien no querrías ver en toda tu vida.

Ella guardó silencio mientras él la miraba desde la raíz de su cabello inusitadamente recogido hasta la punta de sus zapatos, tan limpios que brillaban. Seguía apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre su imponente pecho. Parecía un depredador ante su presa; un depredador sin prisa, dispuesto a esperar.

–Yo lo sé muy bien, Ria. He estado en esa misma situación. Te rogué, te supliqué, me humillé ante ti… y me fui con las manos vacías.

Ria era consciente de que tenía pocas posibilidades, pero decidió probar otra vez, con un argumento distinto.

–Mecjoria te necesita –dijo.

Alexei no se inmutó.

–De todas las cosas que podrías decir, esa es la que menos me interesa y la que menos efecto puede tener en mí. Pero adelante, intenta convencerme de lo contrario; puede que se te ocurra alguna forma de persuadirme…

Ria no era tan ingenua como para no ser consciente de la forma de persuasión a la que se refería, y no estaba dispuesta a rebajarse hasta ese extremo. Sacó fuerzas de flaqueza, alzó la barbilla y clavó sus ojos verdes en los negros de Alexei.

–No, gracias –replicó con frialdad.

Pensó que su padre habría estado orgulloso de ella. Su actitud era absolutamente digna de la gran duquesa Honoria Maria Escalona, de la hija del canciller. Pero después de lo que había descubierto sobre su padre, ni le interesaba su opinión ni le importaba su dichoso título nobiliario. Ya no quería ser la mujer que había sido.

–Tu tono aristocrático no te servirá de nada. Conmigo no –le advirtió él.

Ria se dijo que, de momento, no podía hacer nada salvo asumir su derrota y marcharse de allí. Él había ganado la batalla. Pero ganar una batalla no era ganar la guerra.

–Gracias por tu tiempo, Alexei.

Él se acercó y ella estuvo a punto de perder el aplomo cuando captó su aroma cítrico, profundamente masculino. Por suerte, las siguientes palabras de Alexei rompieron el hechizo y le recordaron que ya no era el que había sido. Había cambiado mucho.

–Me gustaría poder decir que ha sido un placer, pero los dos sabemos que mentiría –declaró con sarcasmo.

Ria asintió.

–Sí, los dos lo sabemos.

–En ese caso, adiós. Da recuerdos a tu padre.

Alexei lo dijo con un tono tan provocador que Ria sintió la tentación de quedarse. Pero se recordó que había perdido la batalla y que debía optar por una retirada estratégica. Era un asunto demasiado importante. No se lo podía jugar todo a una sola carta.

En cuanto a él, solo quería que se fuera. En parte, porque la niña a la que tanto había querido se había convertido en una mujer enormemente atractiva, que había despertado su deseo; y, en parte, porque su presencia le recordaba demasiadas cosas. Cosas que había creído olvidadas y enterradas para siempre.

Solo habían pasado diez años, pero tenía la sensación de que había pasado un siglo. Cuando Ria le entregó el documento que demostraba la legitimidad del matrimonio de su madre, se limitó a echarle un vistazo y a desestimarlo enseguida porque ya no tenía la menor utilidad. Era demasiado tarde. Su madre había muerto.

Pero había algo en aquella situación que le parecía enormemente sospechoso. Algo que no encajaba. No podía creerse que Honoria se hubiera presentado en la sede de su empresa sin más objetivo que el de entregarle ese documento.

Justo entonces, se acordó de lo que había dicho: «Ya no soy gran duquesa; bueno, ni grande ni pequeña, porque ya no soy duquesa en absoluto».

Al pensarlo, cayó en la cuenta de un detalle en el que no había reparado hasta entonces. Efectivamente, había algo que no encajaba; pero, fuera lo que fuera, también había algo que faltaba. O, más bien, alguien.

¿Dónde estaba su guardaespaldas? ¿Dónde estaba el hombre que siempre la acompañaba a todas partes, preparado para entrar en acción si surgía algún problema? Ria había llegado sola. Estaba sola.

¿Cómo era posible?

 

 

Alexei estaba perfectamente al tanto de la situación política de su antiguo país. No le interesaba en exceso, pero había salido en todas las noticias. Había manifestaciones y protestas en la capital, Alabria. El gran duque Escalona, que además de ser el padre de Ria era también el canciller, se había dirigido a la población para pedir tranquilidad. Luego, el rey y el nuevo heredero al trono habían fallecido inesperadamente y la situación se había complicado.

Alexei intentaba despreocuparse de los asuntos de Mecjoria, pero le costaba mucho. A fin de cuentas, era el país de su padre; el país que también habría sido el suyo si no se hubiera visto obligado a abandonarlo.

«Por favor, Lexei…».

¿Por qué le había hablado en esos términos? ¿Por qué se había dirigido a él con el nombre que cariñosamente le daba en otra época, cuando eran más jóvenes y más inocentes, cuando seguían siendo amigos?

Ria le estaba ocultando algo importante. Y necesitaba saberlo.

–Muy bien, has despertado mi curiosidad. Es evidente que tienes algo que decir, así que te concedo diez minutos de mi tiempo. Pero será mejor que me digas toda la verdad. ¿Por qué has venido a mi empresa sin avisar antes? ¿Qué significa eso de que ya no eres duquesa? No mientas. Sé sincera conmigo.

Ria se quedó atónita. No esperaba que cambiara de opinión. Se giró hacia él con la boca entreabierta y un destello de asombro en sus preciosos ojos verdes.

El efecto en Alexei fue devastador. La expresión de sus ojos y su boca despertó en él un profundo deseo, un apetito sexual que lo pilló por sorpresa. En ese momento, Ria le pareció la tentación personificada.

Pero, por otra parte, no tenía nada de particular. Ya no era una niña; se había convertido en una mujer preciosa y perfectamente capaz de despertar el deseo de un hombre. Una mujer que le gustaba más de lo que le había gustado nadie en muchos años.

–¿Es que no me crees? –preguntó ella.

–No se trata de que te crea o no te crea –respondió–. Sin embargo, me extraña que un miembro de la familia real de Mecjoria haya renunciado a su título nobiliario. Significa demasiado para vosotros.

Ria sacudió la cabeza.

–Yo no he renunciado a mi título.

–Entonces, ¿qué ha pasado?

–Que nos los han quitado. A mi padre y a mí.

Alexei frunció el ceño.

–¿Que te lo han quitado? No me ha llegado ninguna noticia.

Ria se preguntó cómo era posible que no lo supiera. Suponía que sus empleados lo mantenían informado sobre los asuntos de Mecjoria y que, en consecuencia, lo habrían investigado y habrían informado a su jefe. Pero, por la expresión de Alexei, supo que le estaba diciendo la verdad; así que dijo:

–No es de conocimiento público. Oficialmente, mi padre está… descansando. Recuperándose de una dolencia.

–¿Y extraoficialmente?

–Está detenido.

–¿Detenido?

–Sí. Lo han llevado a la prisión estatal.

Alexei se quedó perplejo. La noticia era tan sorprendente que casi borró hasta la última huella de deseo en él.

–¿De qué lo acusan?

–De nada –contestó Ria–. Supongo que la acusación dependerá de la evolución de los acontecimientos.

–Pero ¿qué ha hecho?

Él no lo podía entender. Gregor siempre había sido un hombre astuto; un hombre más que capaz de cuidar de sus intereses. ¿Se habría pasado de listo y de avaricioso? ¿Habría cometido algún error?

–Bueno, digamos que se equivocó de bando en la lucha por el trono.

Alexei asintió. Ya no le interesaban los problemas de Mecjoria, pero todo el mundo sabía que, tras la muerte del viejo rey Leopold, se había desatado una lucha por el poder. Su hijo, el príncipe Marcus, había asumido la jefatura del Estado durante unos meses, hasta que sufrió un infarto y falleció. Como Marcus no tenía descendencia, el trono debería haber pasado a Felix, sobrino de Leopold, pero se había matado en una carrera de coches.

–Comprendo –dijo sin más.

–Tras la muerte de Felix, mi padre se ha convertido en un enemigo para determinadas personas, que lo ven como una amenaza.

Alexei supo que no le estaba diciendo toda la verdad; lo notaba en sus ojos, en la tensión de su delicada mandíbula y el suave y casi imperceptible temblor de sus labios. Unos labios que deseaba besar.

–Bueno, todo saldrá bien –le aseguró.

–¿Tú crees? –dijo ella con ironía.

La expresión de Ria cambió de repente. Tras unos momentos de debilidad, había recuperado el aplomo y volvía a ser la altiva, aristocrática y orgullosa Honoria. Pero, lejos de molestarle, lo encontró de lo más atrayente. Aquella mujer era un desafío, y la deseaba tanto que casi resultaba doloroso.

–Tú no sabes nada, Alexei. No sabes si las cosas van a salir bien o si van a salir mal –continuó ella–. No has puesto un pie en Mecjoria desde hace diez años.

–Porque no podía –le recordó él–. Nos dejaron bien claro que no nos querían allí.

Alexei era más que consciente de que la caída en desgracia de su familia se debía a Gregor, al mismo hombre que, al parecer, estaba en una cárcel de Mecjoria. ¿Qué esperaba Ria? ¿Que sintiera lástima por él? El muy canalla ni siquiera les había permitido que asistieran al entierro de su padre; se había encargado de que la policía los escoltara al aeropuerto y los subiera al primer avión que despegara del país.

Después, Gregor se encargó de robarles hasta el último céntimo de su herencia, dejándolos en una posición tan precaria que no tenían más posesión que su ropa. Y, no contento con eso, retiró el título a su madre y ocultó el documento que Ria le acababa de llevar inesperadamente; el documento que demostraba que su matrimonio había sido legítimo, que el difunto rey les había dado permiso para casarse.

No, definitivamente, no lamentaba que ese hombre estuviera en prisión.

–Además, no necesito estar en Mecjoria para saber lo que sucede. Ha salido en todos los periódicos.

–Lo sé, pero los periódicos están llenos de mentiras y manipulaciones –alegó ella.

A Ria se le humedecieron los ojos. Alexei se dio cuenta y no se pudo resistir a la tentación de extender un brazo y secarle la solitaria lágrima que empezaba a descender por su mejilla. Al sentir el contacto de su suave piel, se estremeció y la deseó con más fuerza; pero, a pesar de ello, se contuvo.

No la podía besar. Estaba demasiado tensa, demasiado nerviosa. Si se dejaba arrastrar por el deseo, solo conseguiría que se encerrara en sí misma. De momento, no podía hacer nada salvo tranquilizarse un poco e intentar animar a su antigua amiga.

–Está bien. Cuéntamelo todo.

Ria respiró hondo. No se sentía con fuerzas para seguir adelante, pero no tenía más opción; si fracasaba en su intento, las consecuencias serían terribles para su país y para su propia familia, empezando por su madre. La pobre mujer había perdido el interés por la vida; no comía, no descansaba, no hacía otra cosa que dejarse llevar por la inercia y por las pesadillas que la torturaban de noche.

Unas pesadillas de las que el padre de Ria era protagonista.

Desde que la policía estatal se presentó en la casa y se lo llevó esposado, no lo habían visto ni una sola vez. Sabían que estaba vivo y en la cárcel, pero nada más. Fue entonces cuando, acuciada por la necesidad de encontrar algo que demostrara su inocencia, se puso a buscar y encontró el documento que le había llevado a Alexei y otros muchos que revelaban la verdad sobre su querido padre.

La triste y terrible verdad.