CAPÍTULO 3: UNA NOCHE EXTRAÑA

 

 

Tras pasarse casi todo el resto del día dando explicaciones en la comisaría, Lydia pudo tumbarse tranquilamente en el sofá por fin. Había tenido que describir con pelos y señales todo lo que había ocurrido: si había identificado a alguno de los atracadores, si sabía cómo eran, si vio algún rasgo característico, si le habían dicho algo, si reconocería sus voces…, y mil detalles más que como es lógico, ninguna persona en su sano juicio suele retener. Pero como le habían dicho, cualquier pequeño detalle podría servir para identificar a los malhechores. Ella hizo todo lo que pudo, explicó todo lo que recordaba bajo su punto de vista, sobre todo describió al hombre de la cicatriz y los ojos verdes del jefe y por fin, sobre las ocho y media de la tarde, la dejaron marchar.

 

Al llegar a casa ni siquiera se puso cómoda, sino que permaneció con la misma ropa, y se tumbó rendida en el sofá. Dejó caer una mano por el borde para sentir las caricias y el suave pelo de Tintín. La noche imponía su presencia a través de la ventana, y ella sólo quería permanecer casi a oscuras, mirando al techo casi sin parpadear, todavía en estado de shock, mientras en el televisor sonaba uno de esos programas de entrevistas a gente famosa por no haber hecho nada, más que acostarse con alguien que ya era famoso. Las imágenes del televisor lanzaban destellos extraños contra el techo. Más o menos ese era el reflejo de sus pensamientos, todo y nada a la vez. Su vida se tambaleaba continuamente pero ella estaba tan aturdida que sólo podía ver reflejos de lo que estaba pasando a su alrededor.

 

Un sonido; casi un gemido susurrante, eso fue lo que la sacó de su aturdimiento. No provenía de la televisión, sino de fuera, justo en la entrada de su puerta. Era alguien quejándose. Lydia se incorporó en el sofá, Tintín giró rápidamente la cabeza hacia la puerta, también lo había oído. Por un momento le entraron escalofríos y permaneció mirando hacia la entrada. Apagó el televisor, aunque quizá eso había sido un error, acababa de demostrar que sí había alguien en casa. Entonces, pudo oírlo mejor:

 

- A... ábreme por favor... Sé que estás ahí dentro, chica rubia… –dijo una voz quejumbrosa de hombre tras la puerta.

 

Lydia pudo ver sombras interponiéndose en la rendija del suelo. Quienquiera que fuese el dueño de la voz, estaba refiriéndose a ella, sin duda. Tintín seguía atento a la entrada, miró un par de veces a Lydia asustado, parecía preguntarse qué haría ella.

 

Ahora un golpe fuerte en la puerta, ¿estaba intentando entrar? Lydia se encogió todavía más asustada en el sofá. Cogiéndolo con una mano, se colocó el cojín a modo de escudo como absurda protección, mientras sus ojos se agrandaban por el miedo. La puerta hasta parecía haberse movido del golpe. Lydia buscó de inmediato su teléfono móvil, iba a llamar a la policía. Además, incluso ya la conocían tras pasar toda la tarde en la comisaría... Encontró su teléfono perdido en el bolso entre sus cosas. Con todo lo que ocurrió aquel día no quiso hablar con nadie hasta que sus ánimos mejorasen. Quizás el sábado, o el domingo, pero no tuvo ganas de hablar con sus padres ni con ninguna amiga para decirle lo del atraco al banco. Comenzó a marcar el número...

 

- Ayu... ayúdame –se escuchó fuera, y un golpe seco más fuerte, como el de un cuerpo cayendo al suelo.

 

Fue justo en ese momento, justo en ese pequeño instante, donde una hace algo que le cambia la vida pero no sabe por qué, ni en qué momento decide elegir ese camino. Un simple número de teléfono, una simple llamada a la policía... que no realizó. No llegó a marcar el número completo. Dejó el móvil tirado en el sofá y se levantó. Aún con el cojín en una de sus manos, descalza, dando pequeños pasos, se preguntaba todavía por qué estaba haciendo aquello, qué le llevaba a decidir que eso era lo correcto.

 

Al acercarse a la puerta sólo escuchaba su propia respiración, y sentía los latidos nerviosos de su corazón golpear fuertes contra su pecho. Estaba aterrorizada, pero a su vez ansiosa por saber qué estaba pasando ahí fuera. Agarró el pomo y con la otra mano soltó el cojín y se hizo con un paraguas que siempre dejaba en el paragüero junto a la puerta. No sabía a quién se iba a enfrentar, pero aquel día ya había tenido suficiente dosis de miedo e incertidumbre, nada podía ir a peor. Además, siempre era mejor defenderse con algo que pudiera hacer un poco de daño. Quitó el seguro del pestillo intentando hacer el menor ruido posible y comenzó a girar el picaporte lentamente. Cuando hubo girado el pomo por completo, sintió que tenía la mano agarrotada de temor.

 

Al principio, le pareció que alguien empujaba la puerta desde fuera, pero era una sensación extraña, como de peso. Por fin, Lydia se armó de valor, y abrió completamente, dispuesta a atacar con el paraguas a quien se pusiera por delante. Lanzando un grito de terror por la impresión, vio cómo un cuerpo sentado que al principio estaba apoyado contra la puerta, hizo empuje contra ella y se desplomó delante de sus narices. De forma automática estuvo a punto de golpearlo con el paraguas, pero se frenó a tiempo. Un hombre con los ojos cerrados, que efectivamente parecía haber estado sentado, cayó frente a sus pies.

 

Pasaron los segundos, aquello era lo más extraño que le había ocurrido, y eso que el día no había sido normal. De repente, reconoció la ropa que el hombre llevaba. El corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que era uno de los asaltantes que estuvieron en el banco aquella mañana. Completamente paralizada y aterrorizada, ahora sí que no sabía qué hacer. Tenía que llamar a la policía de inmediato, eso haría. Fue a buscar el teléfono que estaba tirado en el sofá, mientras no dejaba de mirar al hombre asombrada. Aún tenía el paraguas bien cogido por si acaso. En esa ocasión, ni siquiera marcó el primer número, se frenó antes.

 

- ¡Aaaagh! –el hombre gritó de dolor en el suelo, llevándose una mano al hombro.

 

Lydia se fijó bien, además de más consciente de lo que ella creía, estaba herido. Se volvió a acercar a él. Cuando estaba justo al lado, los ojos verdes suplicantes del hombre se fijaron en ella. Ahora estaba claro, esos ojos verdes jamás se le olvidarían, eran los del jefe de la banda de atracadores, al que después del atraco exitoso vio caer desde el helicóptero. Su mano, con la cual se agarraba el hombro, estaba llena de sangre por una herida que palpitaba dolorosamente.

Sin saber por qué, Lydia se puso en marcha. Cerró la puerta y fue a la cocina a por un barreño que llenó de agua. También buscó en el pequeño botiquín que tenía en el cuarto de baño unas vendas y alcohol. Ella no tenía ni idea de cómo curar una herida así, pero algo tenía que hacer. Más nerviosa de la cuenta, dejó el barreño en el suelo junto al hombre y comenzó a limpiarle la herida con un pañito mojado. A cada roce de su mano el hombre se quejaba del dolor, pero lo peor fue cuando intentó desinfectar la herida y le echó alcohol directamente. Lanzó un grito terrible.

 

- Lo siento, lo siento de verás –dijo Lydia en voz baja quitando el paño de la herida.

 

- N... no... Sigue por favor... M... muchas gracias… –susurró él sin apenas fuerza en la voz.

 

Ella siguió curándole en el suelo. Cogió una de las vendas y rodeó todo el hombro herido de la mejor forma que pudo. Tintín parecía tan nervioso como ella. Miraba continuamente sus movimientos, al lado de ellos dos, como si quisiese ayudar si pudiera. Cuando terminó de proteger la herida con las vendas, Lydia decidió llamar a una ambulancia a toda prisa. Buscó su teléfono una vez más en el sofá y comenzó a llamar.

 

- ¡N... no, no avises a nadie, por favor! –el hombre se retorcía de dolor en el suelo, pero aún así se dio cuenta de lo que Lydia iba a hacer y trató de evitarlo.

 

- ¡Pero si estás herido, quién sabe si a punto de morir, claro que llamaré! –gritó ella desde el otro lado del salón.

 

- ¡Por favor, te lo suplico!

 

- Pero... Esto es denegar el auxilio a una persona y… –siguió explicando ella.

 

- A... ayúdame tú –y el hombre no luchó más, se quedó relajado, como si esas hubieran sido las últimas palabras que podría decir. Ya sin fuerzas.

 

Lydia dejó el móvil una vez más tirado en el sofá y corrió hacia el herido muy preocupada.

 

- Oye, ¿e... estás bien? –le dijo moviendo un poco su cara para que se despertara y temiendo que estuviese muerto. Sus ojos verdes se volvieron a abrir. En aquel momento, en esas extrañas y desquiciadas circunstancias, con el rostro del hombre, sereno y perfecto como un misterioso dios, le parecieron los ojos más bonitos que Lydia había visto en mucho tiempo.

 

- Te necesito... Déjame descansar contigo... Aquí en tu casa...

 

Se quedó callada, pensativa. Tenía a un hombre herido en su propia casa que ese mismo día había asaltado un banco, pero por otra parte estaba cansada. Cansada de sentirse mal, de no ser necesaria nunca, de no sentirse útil, de que la largaran a la mínima en su trabajo, en sus relaciones, en su vida. Él la necesitaba, y ella iba a ayudarle.

 

- ¿Cómo te llamas? –preguntó ella, acariciándole el rostro. Él cerró los ojos, apreciando sus caricias.

 

- Ángelo...

 

¡CONTINÚA EN... ÁNGEL DE PECADO!

 

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