CAPÍTULO 1: UN VIERNES DE LOCOS
No supo por qué lo hizo, pero nada más levantarse Lydia abrió su cajón y se puso su colgante de la suerte. Una preciosa piedra roja rodeada de hilos de cobre tejidos en un intrincado diseño espiral que la envolvían como si fuera un abrazo de metal. Su colgante preferido de la maison Nemhiria de joyería artística, lo había abandonado en un cajón justo antes de salir con George, ya que sólo se lo ponía cuando no tenía pareja.
Quizás el dejarlo en el cajón le trajo la mala suerte que le había proporcionado conocerle, y también tres años de mala relación con ese estúpido. Era su colgante de la suerte, de la rebeldía juvenil, del cambio... Esa mañana de viernes se sentía mejor que durante la noche pasada, así que era el momento de volver a ponérselo. Es cierto que tenía un trabajo asqueroso con un jefe baboso y que ese fin de semana estaría más sola que nunca, pero de alguna forma se sentía con energías renovadas y con la esperanza de que algo iba a suceder. Quizás sólo había que tocar el suelo alguna vez en la vida para volver a subir hacia arriba y sentirse bien, tal vez era así de sencillo…
Casi perdió el autobús de lo tranquila y embelesada que había paseado hacia la parada. Estaba sola, sí, pero se sentía mejor. Mientras se sentaba en uno de los pocos asientos vacíos y miraba a través de la ventanilla el ajetreo de la mañana en Capitol City, decidió que cuando saliese de trabajar esa misma tarde llamaría a su amiga Laura. Le propondría ir las dos juntas a pasarlo bien como si no hubiese un mañana, como cuando tenían 20 años y no había quién las detuviese.
Las "LyLs imparables", así se hacían llamar por las iniciales de sus nombres en aquellos tiempos risueños, cuando eran las más atrevidas de cada sitio que pisaban. Los sábados por la noche eran suyos, no había quién las parara y cualquiera que se uniera al grupo terminaba enlazando dos o tres noches de juerga y cachondeo. Luego cada una se echó su primer novio formal y ambas tomaron caminos más serios en sus vidas. Ese fin de semana ella tenía que celebrar que estaba libre después de mucho tiempo con alguien que no la apreciaba. Perdida en sus pensamientos casi olvidó bajarse del autobús en la parada correcta. Mejor se centraba, porque por muy positiva que se hubiese levantado, tenía que llegar al trabajo y pasar las horas de oficina intentando comportarse. Al menos tenía trabajo, que hoy día eso ya era algo de agradecer, no todo iba a ser malo en su vida.
Don Camilo de Castro la llamó a su despacho. Ella había llegado a su trabajo como siempre, a tiempo y con ganas de terminar, aunque Lydia siempre era lo suficientemente responsable para que no se le notase que ansiaba que pasaran las horas laborales cuanto antes. Sin embargo esa mañana era distinta, Don Camilo la había llamado, su compañera la había saludado de forma muy cortante... algo estaba ocurriendo.
- Cierra la puerta por favor –su jefe, un hombre de cincuenta y tantos años de aspecto serio y arreglado, la miraba sentado tras su lujoso escritorio de madera.
Cuando entró en el despacho de Don Camilo sintió que la situación era un poco intimidante, aunque en realidad era como siempre. El habitáculo de su jefe no invitaba a relajarse, pues no tenía ventanas, y una simple lamparita en su mesa era la única iluminación que él parecía necesitar. A veces daba la sensación de ser como esos mafiosos de las películas con grandes planes malignos. El olor a tabaco inundó sus fosas nasales. Aunque Don Camilo no dejaba que sus trabajadores le viesen fumar, era evidente que él fumaba allí dentro. Tampoco era normal entrar en su despacho, así que Lydia notó en su ser que algo importante estaba a punto de ocurrir.
- Siéntate, por favor –le ofreció indicándole con la mano el único asiento que había frente a él. Seguía con la cara demasiado seria, pero eso en su jefe no era algo inusual.
- ¿Qué ocurre Don Camilo? –preguntó ella extrañada. De forma inconsciente se agarró de su colgante de la suerte, como si necesitase que en ese preciso instante le diera todo su poder.
El hombre mudó su rostro, como si quisiera encontrar uno adecuado para la situación: jefe benévolo, padre protector, ejecutivo bonachón… Nada de eso sirvió cuando abrió la boca.
- Ejem –tosió–. Bueno Lydia, tengo que decirte algo. De verdad que he hecho todo lo posible, pero... tenemos que prescindir de ti –soltó tan frío como el acero, como un martillo que golpeara contra ella sin compasión.
En un principio Lydia no lo entendió, no podía creerlo o simplemente su cabeza no tenía la preparación adecuada para otra noticia mala, sobre todo después de lo de anoche y de haberse levantado con todo el positivismo del mundo. Era como una nebulosa, unas palabras que en realidad para ella no las había dicho nadie todavía.
- ¿Có... cómo? –preguntó incrédula.
- Mira, tenemos que hacer recortes, la empresa está en números rojos ahora mismo, tu labor ha sido valiosísima pero es que simplemente no podemos, no tenemos ya capacidad para mantener tus honorarios y te aseguro que he hecho todo lo posible, de hecho no vas a ser la única, aunque sí la primera pero… –Don Camilo parecía buscar todo tipo de palabras para suavizar las cosas sin conseguirlo.
Se levantó con un sobre blanco en la mano. Su silla hizo ruido en el suelo al arrastrar las patas, pero no fue suficiente para que Lydia saliera de su asombro, prácticamente sin parpadear. Ella seguía sentada, mirando cómo su jefe iba a entregarle en mano lo que parecía ser una carta de despido.
Se detuvo frente a ella, pero Lydia no quiso coger la carta. Seguía sin creérselo. Si iba a ir todo bien a partir de ese día, ¿ahora esto?
- Yo entiendo que… –siguió él excusándose.
- No, no lo entiende, ni siquiera yo lo entiendo, con todo lo que yo he hecho por esta empresa, con todo lo que he trabajado, con todo lo que he luchado por solucionar todo tipo de embrollos en los que se metían el resto de mis compañeros...
- Mira Lydia, yo...
Entonces, de forma terriblemente extraña, su jefe dejó de estar de pie frente a ella y se agachó para ponerse a su altura. Ella le miraba a los ojos todavía incrédula, no quería ver el sobre. Los ojos de su jefe parecían comprensivos. De repente, lo notó. La mano de Don Camilo se posaba sobre su pierna. En principio sobre la rodilla, luego fue subiendo un poco, sólo un par de centímetros apenas bajo la falda, pero ella notaba cómo se acercaba a partes cada vez más indebidas.
- Siempre podemos intentar llegar a un pequeño acuerdo para que… –empezó él.
- ¡Pero qué está haciendo, maldito cerdo! –Lydia salió del estado de shock y empujó hacia atrás al hombre, que cayó de forma torpe y ridícula de espaldas, con las piernas prácticamente hacia arriba.
Ella se levantó ofendida y asqueada, sentía las nauseas en el estómago luchando por subir y vomitarle a aquel engendro encima. Durante unos segundos, con el enfado, la sorpresa y la locura de la situación –dos momentos de locura en menos de un día–, estuvo a punto de rematarlo con un puntapié en el trasero. Finalmente decidió dejarlo ahí tirado como lo que era, una maldita cucaracha.
Ya no había marcha atrás, tenía que escapar de aquel caos vertiginoso, de ese trabajo macabro y sin sentido. Salió del despacho de su ex-jefe dando un portazo y aún tuvo tiempo de escucharle pedir perdón a gritos por haberse propasado. Sucia rata asquerosa, que se quedase allí en el suelo revolcado en su propio fango. Los compañeros de Lydia estaban paralizados, la miraban sin articular palabra mientras ella recogía sus pocas pertenencias personales a toda prisa. Como si tuviera que huir antes de que aquel animal saliera de su guarida.
Las lágrimas recorrían sus mejillas, arrastrando consigo el poco maquillaje que llevaba puesto aquel día. Se había sentido muy natural y positiva al salir de casa por la mañana, con mucha autoestima o al menos con ganas de sentirse bien y libre, así que apenas se puso ninguno de sus potingues, se veía guapa al natural. Ahora, al día siguiente de terminar su relación con George también acababa de perder su trabajo. Nada podía ir peor. Lloraba desconsoladamente mientras caminaba a toda prisa por la calle.
El centro de la ciudad estaba muy transitado como cada mañana, pero a ella no le importaba que los transeúntes la vieran en ese estado penoso, ya le daba igual su aspecto, y había perdido todo rastro de alegría. Volvería a su casa y ya vería lo que hacía. A ver si al pasar las horas o los días, su vida cambiaba sin que ella tuviera que hacer nada más. Ahora mismo sólo le apetecía dejar de luchar por cada puñetera cosa que había llevado adelante con tanto esfuerzo. Su relación, su casa, su trabajo... no sabía cómo se las iba a apañar, pues el trabajo precisamente no abundaba. Pero en ese momento todo eso le daba igual, incluso como si tuviese que abandonar el piso por no pagar, ya para rematar.
Perdida en sus pensamientos, empezó a escuchar una musiquilla divertida. En una nebulosa como en la que estaba viajando, en la que pasaban rostros crueles que la miraban con extrañeza, la calle mantenía su actividad ajena a sus problemas y la musiquilla se hizo más insistente hasta que se percató de lo que era. La alegre melodía provenía de su bolso. Estaba tan metida en sus pensamientos que aún tardó en darse cuenta de que se trataba de su teléfono, que sonaba sin parar. Con la mirada borrosa por las lágrimas, tardó tanto en encontrarlo que no se explicaba cómo tuvo tanta paciencia la persona que estaba llamando. Un letrero en la pantalla le desveló el porqué: "MAMÁ", la persona más insistente del mundo. No sabía por qué cogió la llamada, no era el momento, pero antes de que pudiera decir nada, su madre ya estaba hablándole a través del teléfono.
- ¿Lydia? ¿Estás ahí?
- S... sí, mamá, ¿qué pasa? –intentó por todos los medios ocultar la voz de tristeza, pero no lo consiguió.
- ¿Hija, estás bien? Te noto rara.
- Pues... aparte de que anoche corté con George y esta mañana he perdido mi trabajo, nada malo –se permitió ser cínica, pues su madre apenas se preocupaba realmente por ella.
- ¡Oh dios, hija mía cuánto lo siento! ¿Pero por qué no me has llamado? ¿Y por qué ha sucedido?
- Mira mamá, ahora mismo no tengo muchas ganas de hablar, la verdad. Y además voy por la calle camino a casa. Me sentaré a pensar, o leeré un buen libro, o me dormiré, yo qué sé, ahora mismo me da igual.
- Pero Lydia, a ver, habrá alguna solución...
- ¡¡No mamá, no la hay!! ¡¿Está claro?! –su madre la sacaba de quicio, y además siempre acertaba con el momento más inoportuno de llamar, como cuando aquella vez que estaba con George y...
- Hija mía, quiero que vengas el domingo a casa.
- Mamá, no sé qué voy a...
- Lydia cariño, ven a casa un ratito el domingo, comemos en familia y charlamos más tranquilamente tú y yo.
- No sé...
- Mira, no se hable más, el domingo te vienes y comemos todos.
- ¿Pero todos quiénes son? –preguntó Lydia, temiéndose lo peor.
- Ah, ¿que no te lo he dicho?
- Mamá, no hablamos desde la semana pasada, ¿qué es lo que no me has dicho?
- Viene tu hermana con su novio a comer, al parecer a él le han ascendido a jefe de...
- ¡Mamá, a mí, como comprenderás, ahora mismo no me importa a qué puesto han ascendido a ese gilipollas!
- ¡Ay hija, no seas así! Te vienes, te traes una botellita de ese vino tinto que tanto le gusta a tu padre y charlamos de todo el domingo.
- ¿Vi... vino tinto?
- Sí, como me has dicho que estabas por la calle, he pensado que podrías pasarte por esa pequeña tienda que hay cerca de tu casa y allí tienen el vino ese de la etiqueta verde que...
- ¿En... en serio me estás diciendo que ahora mismo vaya a comprar cuando lo que tengo ganas es de meterme en mi habitación y no saber nada de nadie?
- ¡Venga, anímate!
- En fin... ya veré mamá...
Sin duda tras la conversación, por mucho que ella estuviese en mitad de una nebulosa, seguía pensando que a su madre le importaba más bien poco lo que le pasaba a ella. Siempre había sido así. Además, para estar satisfecha como madre estaba su hijísima Luz, la más querida por toda la familia, la que de verdad hace las cosas bien.
Decidió que, a pesar de que el domingo no aparecería por casa de sus padres por nada del mundo, compraría el maldito vino y así ya lo tenía solucionado. Ese día podría no estar abierta la tienda, y como se iba a refugiar en su casa sin saber hasta cuándo, mejor terminaba ya con el encargo. Luego se dio cuenta de que prefería sacar el dinero, ya que pasaba por un cajero, y encima ya tendría algo suelto para lo que surgiese en los próximos días. O para alimentarse, que siempre podía pedir comida a domicilio para no tener ni que cocinar con esos ánimos.
Sea como fuese, intentó sacar dinero del cajero más cercano. Introdujo la tarjeta y esperó... Nada, no salía ninguna imagen en la pantalla. Toqueteó el teclado numérico, a ver si algo se había bloqueado. Nada, seguía sin funcionar, a pesar de que al pulsar las teclas la máquina hacía un sonido con cada pulsación. Ni siquiera salía la tarjeta, era desesperante. Ella simplemente quería recuperarla y marcharse de allí. Por fin, tras muchos intentos de hacer cualquier cosa para que funcionase, el cajero dejó salir su tarjeta aunque la pantalla seguía sin mostrar nada. Cuando se fijó, la superficie de la tarjeta estaba horriblemente rayada. Lo que le faltaba, la gota que colmaba el vaso. No aguantaba ya más pero no podía irse sin sacar su dinero, sin que le cambiasen la dichosa tarjeta –y con una soberana disculpa–, o al menos sin protestar.
Sintió que un enfado monumental se abría paso en su pecho y en su cabeza, que por momentos estaba superando todo atisbo de rendición. Se iban a enterar, iba a entrar en el banco y la iba a liar. Ya estaba bien. Se limpió con un pañuelito los restos de lágrimas que quedaban en su cara para adecentarse un poco, y entró por la puerta acristalada, casualmente la sucursal bancaria más importante de la ciudad y la que peor funcionaba. Justo cuando iba a pegar cuatro gritos dentro del gran edificio, se dio cuenta de que había mucha gente en cola para sacar dinero, y por el enfado en sus caras parecía que ella no era la única que quería protestar y hasta poner una reclamación. Con toda la razón del mundo, pues de los tres empleados del banco, sólo uno de ellos estaba atendiendo en la ventanilla, el resto parecía hacer como que trabajaban en otra cosa, siempre ordenando papeles inútiles.
Cerca de una hora estuvo para que por fin le tocara su turno. Se acercó a la ventanilla, le daba igual el aspecto que mostraba, ella quería una tarjeta nueva, su dinero, y por supuesto, poner una reclamación para que se asustasen de verdad. Vaya forma de servir a sus clientes. El hombre de la ventanilla, un señor de mediana edad con unas pequeñas gafas y con cara de suficiencia, posiblemente harto de toda la gente que había ido esa mañana, la atendió de mala gana:
- Dígame...
- ¡Pues mire usted, a ver si tiran ese cajero que en realidad es un cubo de basu...!
- ¡Quieto todo el mundo, esto es un atraco, todos al suelo! –una voz grave sonó a sus espaldas.
Los gritos llenaron la sala y eclipsaron la protesta de Lydia tan violenta y cruelmente como un navajazo. El propio dependiente de la ventanilla se quedó con la boca abierta y los ojos como platos. Lo que faltaba ese viernes de locos.