XX
Fantasma

La súbita aparición de los salvajes de vello blanco explicó muchas cosas a Doc Savage.

Esto era prueba evidente de que las Bestias Blancas se habían apoderado de la Ciudad Fantasma, capturando o matando a sus habitantes.

Esto explicaba también por qué no había aparecido nadie en las murallas al acercarse Doc y la muchacha. Las Bestias Blancas habían esperado, y luego, con una astucia de felino, habían ideado la emboscada.

El compatriota de Ja se había arrepentido demasiado tarde, al advertir a la muchacha y a Doc, del peligro que les amenazaba. Su aviso a los dos jóvenes no le sirvió para nada más que para firmar su propia sentencia de muerte.

Porque, de pronto, con un terrible rugido, uno de los monstruos peludos se abalanzó sobre el compatriota de la muchacha esgrimiendo una terrible porra, con la que propinó tal golpe al otro en la cabeza que el infeliz cayó a tierra como herido por un rayo. Estaba muerto.

Una lanza, con la punta terminada en un agudo pedernal, vino ahora por los aires, dirigida a la cabeza de Ja.

Solo la rapidez y agilidad de Doc Savage, que dio un fortísimo tirón de Ja, haciéndola caer de rodillas, le salvó la vida. Y la lanza, girando en el aire, fue a chocar contra un muro vecino, donde su punta de pedernal se rompió en mil añicos.

Era urgente y necesario, pues, que huyeran de esta calle.

—¡A la derecha! —gritó Doc—. ¡Vamos a esta casa!

Luchando contra sus enemigos silenciosa y eficazmente, Doc se abrió paso hacia la casa.

Pero había muchísimos salvajes de aquellos peludos, y un grupo numeroso de ellos rodeó a la muchacha, arrebatándola y huyendo con ella calle arriba.

Doc Savage se lanzó en socorro de la muchacha, repartiendo golpes y puñetazos con la velocidad de aspas de molino. Pero todo era inútil.

Hasta la fuerza inmensa del hombre de bronce tenía un límite natural y humano. Las Bestias Blancas eran tan numerosas que incluso saltaban unas sobre otras en su afán de caer sobre el enemigo odioso.

A pesar de sus esfuerzos de gigante, Doc se vio empujado lejos de la muchacha.

Por suerte, consiguió, de todos modos, acercarse a un muro y, agachándose, dio un brinco de gimnasta que le llevó hasta el techo de una de las casas, donde quedó colgado, sujeto al alero.

Un momento después había trepado al techo de la casa.

De pronto, un garrote, lanzado con fuerza brutal, fue a chocar contra uno de los brazos de Doc Savage; pero rebotó como si hubiera dado contra cables de acero extendidos.

Doc corrió por encima del techo de la casa, que era plano como al lado de una losa enorme de piedra.

Algo más allá había otra calle, más estrecha. Doc la saltó con un brinco prodigioso, que habría parecido algo fantástico en otro hombre cualquiera.

Doc se miró ahora el brazo donde había recibido el golpe del garrote.

Le dolía mucho. La piel aparecía ligeramente amoratada y había saltado un poco de ella. Pero los músculos del gigante no habían sufrido gran daño.

Ahora empezó una especie de juego del galgo y la liebre. Pero los salvajes, que no poseían la habilidad de Doc para saltar las calles, eran batidos con ventaja por su maravilloso enemigo. Y la caza empezaba una y otra vez.

Desde los techos de las casas Doc dominaba una gran extensión del paisaje, que se extendía en los alrededores de la ciudad.

Hacia el Este se extendían las marismas saladas, en una distancia tan enorme que parecían un verdadero mar.

Doc acabó por bajar y entrar en una de las casas talladas en la roca viva de la montaña.

Pronto descubrió pasajes y corredores que se encontraban y formaban un verdadero laberinto. Muchos de ellos se dirigían hacia abajo. Doc penetró en aquel laberinto de corredores que recorrían, por lo visto, toda la ciudad.

Los monstruos peludos desconocían este laberinto de pasajes subterráneos en absoluto, igual que le pasaba a Doc.

Este pudo, pues, esconderse fácilmente y burlar así a sus perseguidores, que bien pronto no tenían la menor idea de dónde pudiera haberse refugiado Savage.

Y cuando llegó la noche no habían conseguido descubrir tampoco el paradero del hombre de bronce.

La claridad y el calor del desierto hacían que las noches fueran aquí de un brillante y majestuoso esplendor.

La luna parecía estar a miles de millas más cerca de la tierra que en otros países; las estrellas y los luceros brillaban en aquel cielo nítido con una fuerza de luces eléctricas algo distantes.

Doc Savage salió de una cámara subterránea donde había estado escondido largo tiempo y se encaminó hacia las murallas de la ciudad. Las murallas no eran muy altas, de modo, que esperaba poder saltarlas con relativa facilidad.

Con gran agilidad, Savage podía haber abandonado esta ciudad de piedra en cualquier momento, durante la tarde, y escapar; pero no había querido hacerlo… por una poderosa razón: esperaba poder espiar convenientemente y descubrir los planes de sus enemigos, las Bestias Blancas.

Se había aplicado a la tarea y había tenido un éxito completo.

Una conversación sorprendida entre dos guerreros, que hablaban lentamente a causa del cansancio y la fatiga de la jornada, había bastado para que Doc comprendiera las palabras de sus enemigos y adivinara las intenciones de estos.

Los prisioneros del Helldiver iban a ser traídos aquí sin duda alguna.

No es que los dos guerreros hubieran hablado de esto, ya que las Bestias Blancas que estaban en la Ciudad Fantasma desconocían el episodio del submarino; pero pensaban hacer de esta ciudad su cuartel general, en vista de que era un sitio fuerte y bien defendido.

En cuanto a la muchacha rubia, Ja, vivía aún, por fortuna.

La tenían prisionera, junto con unos cuarenta o cincuenta compatriotas suyos, que eran los únicos supervivientes de los habitantes de la Ciudad Fantasma.

Todos aquellos prisioneros, por lo que Doc había podido entender a los dos guerreros, iban a ser sacrificados, en pequeños grupos, siendo arrojados al río subterráneo.

Detenido cerca de las murallas de la ciudad, Doc Savage esperó.

Sus ojos erraron en todas direcciones ahora, buscando, bajo la vivísima luz de la luna, al grupo de enemigos que custodiaba a sus cinco camaradas y examinando el terreno también para asegurarse la retirada.

El camino mejor parecía ser hacia la marisma, río abajo.

Durante la tarde Doc había podido observar numerosos objetos pequeños e irregulares esparcidos aquí y allí junto a la orilla del río. Y se había figurado lo que eran.

Eran pieles de camello hinchadas, que se usaban en el país como pequeñas canoas, o mejor dicho, como balsas. Semejantes medios de transporte fluvial eran usados por los árabes nómadas en el río Jordán.

Los camellos parecían abundar en el país. Durante la tarde, Doc había descubierto muchos. Los animales bebían, no en el río, sino en las marismas saladas, lo cual, confirmaba la creencia de que en el país existía una especie de camellos que podían vivir bebiendo solamente agua salada.

En cuanto al agua del torrente, Doc, había apagado con ella su sed, valiéndose de un cuenco recogido en una de las casas del pueblo.

El agua tenía un pronunciado sabor a cosa química, aunque no resultaba muy desagradable. Doc estaba ahora completamente seguro de que el mero hecho de bañarse o lavarse en aquellas aguas haría volverse los cabellos rubios, comunicándolos aquel tono blanquecino de oro sutil que los hacía tan bellos e interesantes.

Sus pensamientos recayeron de pronto en el momento actual.

Algo había llamado su atención.

Era una fila de hombres salvajes que se acercaban. Doc los distinguió a lo lejos, gracias a la luz de la luna. Algunos de ellos traían albornoces flotantes.

La caravana, formando vueltas y zig-zágs, se acercaba.

Y, de repente, desde las murallas de la Ciudad Fantasma salieron gritos salvajes, voces rudas.

Otros gritos de los que se acercaban les contestaron.

Doc descubrió a Mohallet entre los que venían. A su lado venía un personaje corpulento y peludo, que era a todas luces el jefe de las Bestias Blancas. Ambos abrían la marcha de la caravana.

Los cinco camaradas de Doc venían también entre esta, algo detrás. Savage pudo ver que los infelices llevaban las manos, atadas a la espalda.

Las enormes puertas de metal de la Ciudad Fantasma se abrieron de par en par para dar paso a los que llegaban.

***

Una inmensa emoción, una gran alegría invadió a Mohallet en el momento en que vio aquellas puertas.

Sin contenerse, corrió hacia ellas, rascó una de las hojas herrumbrosas con un puñal que habría encontrado él supiera dónde, y su éxtasis llegó al colmo al ver el metal reluciente y brillante que había debajo.

—¡Platino! —exclamó, en árabe, a gritos—. ¡Wallah! ¡Esto es platino!… ¡Nada más que estas puertas, valen millones de dólares!

Mohallet venía a la Ciudad Fantasma creyendo que en ella abundaba mucho el platino, y esto obedecía a que la muchacha rubia llevaba una pulsera de este metal cuando él la encontró por primera vez en las costas de Arabia.

Junto a la puerta se había promovido ahora una gran animación y algazara.

Todos los hombres de Mohallet fueron entrando en la ciudad. Y todos pensaban que habían hecho de golpe su fortuna y su suerte. De momento ninguno pensaba cómo habría de escapar de este país misterioso y extraño.

Los cinco amigos de Doc Savage se acercaron también, silenciosos y entristecidos.

Las Bestias Blancas pululaban por allí, sin llegar a comprender por qué la vista de este metal reluciente llenaba a aquellos hombres de una alegría, tan radiante.

La marcha se reanudó al fin.

Una figura de bronce se deslizó también dentro de la ciudad, disimulándose entre las calles más obscuras.

Doc Savage tenía la gran ciencia, de avanzar y deslizarse silenciosa y subrepticiamente, aprendida, de los mismos felinos de la jungla.

Nadie le vio, pues. De pronto, Doc pudo ver a uno de los árabes espiando cerca de un muerto que había en la calle, y luego de observar que el cadáver iba vestido con una túnica o red hecha de placas de platino, no pudo resistir a la tentación y rezagándose de la columna, se apoderó de la riquísima túnica.

El ladrón estaba haciendo un paquete con su rico botín y guardándoselo, cuando le pareció que un monstruo espantoso se tragaba el mundo de pronto.

Al menos, esta fue la impresión del infeliz, que vio que todo se tornaba oscuro… oyó un ruido tétrico dentro de su cabeza… y cayó al suelo sin sentido.

Doc Savage levantó aquel montón inerte de carne y huesos.

Había sido su puño de hierro el que, cayendo sobre uno de los centros nerviosos del árabe, le había privado del sentido con una rapidez eléctrica.

Doc pensó que podría disfrazarse perfectamente utilizando el albornoz de su enemigo.

Savage no tardó más que unos segundos en ponerse y adaptarse el albornoz.

La prenda apestaba que confundía, pero la verdad, el momento no era para andarse en remilgos ni pequeñeces. Así, pues, se lo puso como si fuera un árabe auténtico.

Varios de los hombres de Mohallet, los que iban cerrando la marcha, miraron con cierta desconfianza a este hombre con albornoz que vino a unirse a la columna subrepticiamente.

Sin duda se habían dado cuenta de que su compañero se quedaba un tanto rezagado, y hasta tal vez pensaban de un modo vago que este hombre parecía un poco más alto que su compañero.

Pero Doc empleó un procedimiento infalible para desechar las sospechas de aquellos hombres.

De debajo de su albornoz sacó una punta de la rica armadura de platino cogida a su enemigo, y los otros, al verla, sonrieron con larguísimas sonrisas de cómplices que se llaman a la parte.

De este modo sus leves sospechas, más bien fantásticas que reales, se desvanecieron vivamente. Todos comprendían perfectamente que un hombre puede abandonar una columna para hacer una ratería al pasar por un sitio a propósito…

Y la caravana siguió adelante sin que nadie se diera cuenta de que Doc Savage se había unido a ella.

Las calles, a consecuencia de su misma estrechez, estaban muy oscuras y además, Doc Savage mantenía muy echada hacia delante y bien pegada a su cabeza la caperuza del albornoz.

La caravana llegó al fin a un gran edificio tallado en la parte de la montaña que había horadado el pico de aquella, donde se había construido la Ciudad Fantasma.

Entraron en un largo anfiteatro abierto al aire libre. Esto era seguramente una especie de audiencia donde las autoridades de esta extraña ciudad habrían recibido al populacho en los días prósperos y venturosos.

Doc pudo obtener ahora uno de los datos más importantes que iba buscando.

Los prisioneros fueron encerrados en una especie de cámara cuya puerta comunicaba con este anfiteatro.

Doc iba en el grupo que conducía a Renny, Monk y los otros a la prisión.

El interior de esta, estaba alumbrado con antorchas.

Doc descubrió de pronto a la muchacha rubia. Por suerte, la linda joven no estaba, sino ligeramente herida.

En cambio, la mayoría de los prisioneros restantes estaban más o menos heridos. Pero todos podían tenerse en pie.

Una puerta de hierro cerraba la prisión donde estaban los prisioneros.

Mientras tanto, en el centro del anfiteatro se celebraba una conferencia del más vivo interés.

Mohallet no perdía el tiempo.

Poniéndose frente a frente del jefe de las Bestias Blancas, empezó a hablar en voz alta y recia, para que todo el mundo pudiera oírle. Pero sus hombres no entendían sus palabras, ya que Mohallet hablaba en el dialecto de los monstruos blancos.

Doc, en cambio, debido al esfuerzo que Mohallet hacia, para hablar lenta y abiertamente, entendía casi todo cuanto iba diciendo el jefe árabe.

—¡Ese hombre de bronce y los cinco camaradas suyos que le acompañan, son verdaderos demonios! —decía Mohallet—. Han cerrado la salida del río y por ende, de las marismas y los lagos al mar. Ya habréis observado todos que las aguas están subiendo, ¿eh? Pues bien: continuarán subiendo todavía, hasta que la ciudad y el mundo entero se vean anegados.

Mohallet exageraba mucho, como Doc comprendía, pero los salvajes blancos lo creían a pies juntillas. Así es que se elevó hasta el cielo un rumor de gritos y rugidos de protesta y de cólera, mezclados con amenazas contra Doc y sus compañeros.

—Es preciso que matéis al hombre de bronce —siguió diciendo Mohallet, cada vez más exaltado—. Solo entonces es posible que el río vuelva a correr bajo las montañas.

—¿Tú crees que el río corra otra vez si matamos al hombre de bronce? —preguntó el jefe de las Bestias Blancas.

—Pudiera ser, aunque no puedo asegurarlo —repuso Mohallet, prudentemente.

—¿Y tú crees que correría, si matáramos, no solamente al hombre de bronce, sino también a sus cinco ayudantes y a todos nuestros prisioneros?

—Probad y lo veréis —repuso Mohallet, con innoble sangre fría—. Pero te repito que ya no puedo garantizarte nada en concreto.

—¿Te parece que empecemos los sacrificios inmediatamente? —siguió preguntando el asombrado jefe de los monstruos—. El lago ha subido mucho y mi pueblo se siente muy intranquilo e inquieto. Todos creen que esta subida de las aguas es una maldición que pesa sobre nosotros por habernos apoderado de esta ciudad.

—¡Tonterías! —repuso vivamente Mohallet, alarmado—. La verdadera maldición es ese metal blanco con que os habéis puesto en contacto. Es preciso que os desembaracéis de él enviándolo a un sitio donde no os pueda, tocar ni contaminar nunca más a ninguno de vosotros.

Hizo una pausa, para que los otros comprendieran y se fijaran bien en aquellas últimas palabras, y luego continuó:

—Es preciso que ordenes que tus hombres reúnan todo el metal blanco que haya en la ciudad y que los envíes lejos, hacia el desierto, en dirección al Sur… a un sitio donde yo mismo te indicaré.

Observando atentamente, Doc comprendió que estos ignorantes monstruos blancos serían muy capaces de obedecer la ridícula orden del astuto Mohallet.

No hay que decir que tal orden no era otra cosa que una añagaza del astuto jefe árabe para hacerse transportar el platino de la Ciudad Fantasma hasta un sitio cercano a la costa.

—Pero antes que nada —continúa diciendo Mohallet—, debes capturar al hombre de bronce y matarlo.

Entonces, disimuladamente, sin ser visto ni observarlo por nadie, Doc Savage se acercó a la puerta de la prisión donde estaban encerrados los prisioneros y donde había un hombre de centinela. Y de un puñetazo demoledor le hizo caer al suelo redondo, sin proferir el más leve grito.