I
En busca del submarino

Nueva York es una gran urbe cosmopolita. Individuos de todas las razas se ven constantemente en sus calles.

De aquí que cuatro hombres de tez muy morena, que descendían por la Quinta Avenida, no atrajeran la atención de nadie.

Los cuatro caminaban muy juntos. Sus ojos miraban, alerta y desconfiadamente, a uno y otro lado de la hermosa avenida. Iban nerviosos.

Pero a los extranjeros procedentes de lejanos países y asustados a la vista de los inmensos rascacielos y de las calles anchas y obscuras, como cañones de montaña, les ocurre a menudo esto.

Y su gran excitación atraía más de una mirada y alguna que otra sonrisa divertida de los transeúntes.

Pero aquellas miradas y aquellas sonrisitas burlonas de las gentes que se cruzaban con ellos se habrían trocado en miradas torvas y en gestos de estupor si se hubiera conocido la verdadera personalidad de aquellos cuatro hombres.

Porque los cuatro eran asesinos y gangsters tan peligrosos y terribles como jamás pudieran verse en las calles y avenidas de Nueva York.

Iban a realizar una misión… una misión que, de haber sido siquiera adivinada por la policía, habría llenado estas calles y avenidas de bocinazos y rumores de los autos de las divisiones neoyorquinas.

La posición erguida, ligeramente echada hacia atrás de los cuatro personajes, era debida a sendas espadas planas que, metidas en sus fundas de cuero, llevaba cada uno de ellos fuertemente atada en la espalda, paralela a la espina dorsal.

Y todos llevaban, perfectamente disimuladas entre sus ropas, pistolas automáticas, de cañón corto y puntiagudo.

Aún no hacía una hora que las puntas de las cuatro espadas y también las balas que iban en los cargadores de las armas de fuego habían sido envenenadas.

Los cuatro hombres torcieron por una calle lateral, llegaron ante un portal oscuro y se detuvieron allí.

La entrada era sucia, y el marco aparecía arañado, roído y roto por mil sitios, como indicando que por la puerta, que debía ser de algún almacén, se entraban y sacaban mercancías y cajas pesadas.

Una gran caja de embalaje, evidentemente vacía, estaba olvidada junto a la acera, en la oscuridad.

De pronto, de la gran caja vacía saltó una voz humana, diciendo:

—¡Daos prisa!… Escondeos ahí… Nuestro enemigo puede aparecer de un momento a otro.

El cuarteto se acercó al gran cajón, con objeto sin duda de esconderse en él, aunque tuvieran que entrar a viva fuerza.

Pero el hombre que estaba escondido en el cajón les gritó, en tono exasperado:

—¡Aquí no, hijos de camellos, aquí no!… Ahí, en el portal ese… Y será mejor que yo permanezca escondido aquí todo el tiempo, no apareciendo en ningún momento. Por eso, vosotros no vayáis a traicionar o delatar mi presencia aquí con vuestras miradas o con cualquier tontería. ¿Anta sami? ¿Habéis oído?

En un árabe gutural, los cuatro dijeron en voz baja que comprendían.

Seguidamente se escondieron y disimularon en el portal, sumidos en las sombras.

Después, cada cual extrajo, por detrás y por debajo de su americana, las largas espadas planas. Las vainas eran lo suficientemente fuertes para mantener las espadas rígidas, y así podían ser sacadas con comodidad, hacia abajo, por los que las llevaban encima.

—¡Idiotas! —susurró en voz baja su jefe, desde su escondite del cajón—; volved a enfundar las espadas. ¡No hay que matar a nadie mientras no hayamos conseguido la información y los datos que necesitamos!

—Pero ¿vendrá pronto? —preguntó uno de los hombres, en árabe.

—¡En cualquier momento puede llegar! —repuso el que estaba escondido en el cajón—. Vosotros vigilad la calle de la izquierda, hijos míos.

—Pero ¿cómo sabremos que es él?

—¡Oh, es un hombre gigantesco! ¡Wallah! Es tal vez el hombre más alto que hayáis visto en vuestra vida. Y su cuerpo es de un color y apariencia de dureza que recuerda el de un metal… el bronce. ¡Un gigante de bronce!

—Es una calle oscura y muy sucia, pues huele muy mal —dijo uno de ellos.

—¿Estás seguro que vendrá por aquí?

—¡Mirad: fijaos precisamente en medio de la calle hay una gran puerta de hierro! ¿Lo veis? Pues bien: al otro lado de esa puerta hay un gran garaje, donde el hombre de bronce guarda muchos autos. En esta calle hay la dirección única, de modo que ese hombre tiene que venir por fuerza por la izquierda.

Los cuatro hombres miraron ahora a la inmensa puerta de hierro al otro lado de la calle. Y por primera vez se dieron cuenta de la altura colosal del edificio donde estaba aquella y que parecía sepultarse en las nubes.

Era un edificio gigantesco, hecho de acero y ladrillo, pintado de gris.

Tendría seguramente casi cien pisos.

—Pero ¿el hombre de bronce vive aquí?

—En el piso 86 —repuso el hombre escondido en la caja.

—¡Wallah! Entonces ese individuo debe tener una salud magnífica para vivir en semejante sitio.

—¡Es extraordinario este hombre de bronce! Un ser misterioso, acerca del que cuentan mil historias fantásticas. Su nombre es familiar a todos los habitantes de la gran urbe; los periódicos relatan casos y detalles curiosos acerca de él; y, sin embargo, resulta casi un ser legendario, ya que no se muestra apenas en público ni busca la popularidad.

—Pero ¿ese hombre… tiene en realidad lo que nosotros necesitamos?

—Sí, lo tiene. Nosotros solo tenemos que descubrir dónde lo guarda. Esa es vuestra misión precisamente.

Sentados en cuclillas, semejantes a cuatro pájaros nocturnos de presa, el cuarteto se quedó mirando fijamente a la izquierda de la calle en sombras.

—¿Habéis averiguado algo acerca de la mujer rubia esa que se escapó? —preguntó el del cajón.

—¡Ni rastro, oh amo! Pero nuestros camaradas están haciendo pesquisas por todas partes.

—¡Talvib Malih!… ¡Muy bien! Es preciso que se la coja y se la lleve de nuevo a mi yate.

—Ya es una cosa buena que nadie en esta ciudad pueda entender la lengua que ella habla —dijo uno de los hombres, pensativamente—. ¡Solamente tú, oh, lumbrera y querido amo!, eres capaz de comprenderla. Y eso que tú mismo, a pesar de tu gran cultura, tardaste muchos días en aprender unas cuantas palabras de su lengua.

—¡Vigilad la calle! —murmuró el del cajón, en tono bajo y colérico—. Tened prontas vuestras pistolas. Pero no hagáis uso de ellas como no sea en caso de lucha y necesidad de defenderos.

Uno de los cuatro camaradas murmuró:

—La muchacha esa, podría, ser asesinada, y…

—¡Imbécil! ¡Quizá, la necesitaremos para que nos guíe hacia la ciudad fantasma esa! Es preciso que la conservemos viva y desarmada. Fijaos bien en esto: si a esa muchacha le tocáis uno de los cabellos rubios de su cabeza, ¡qué Alá proteja al responsable!

Los cuatro que estaban sentados en cuclillas dirigieron miradas inquietas al cajón, como si ocultara a un verdadero monstruo, a un monstruo peligroso.

Todos temían a su amo y jefe.

Y uno de ellos se atrevió a preguntar, en voz baja:

—¿El hombre de bronce, al que estamos esperando… es el mismo individuo que nos ha hecho cruzar el Océano para encontrarle?

—¡El mismo! —repuso la voz del hombre escondido en el cajón—. ¡Ese hombre es… Doc Savage!

Dos manzanas más allá, una limosina apareció, girando hacia la izquierda.

Era un auto grande, de lujo, pintado de color oscuro. No tenía el carruaje nada llamativo ni de mal gusto. Los cristales estaban todos subidos y cerrados.

El policía de guardia en la esquina miró la placa de la matrícula.

Inmediatamente se cuadró militarmente. En Nueva York las matrículas bajas indican que el coche pertenece a algún personaje influyente, y la matrícula de este no tenía más que una sola cifra.

El policía lanzó una mirada oblicua y soslayada, para ver quién era, el ocupante de la limosine. Enseguida sonrió de un modo obsequioso, al tiempo que hacía un vivo saludo militar.

Varios transeúntes que miraron por casualidad y vieron la escena, se quedaron boquiabiertos. Todos ellos reconocieron instantáneamente al ocupante de la limosine.

En la esquina inmediata, un hombre muy grueso se detuvo para dejar paso al automóvil. Y pudo ver perfectamente al que iba en el volante.

Y su sorpresa fue tanta que casi dejó caer un paquete grande que llevaba en la mano.

—¡Diablo! —exclamó, en el colmo del asombro.

Un golfillo vendedor de periódicos, que había presenciado el incidente, se acercó viva y solícitamente al grueso personaje, ofreciéndole un diario de la tarde, al tiempo que decía:

—¿Quiere usted leer algo acerca de ese individuo, señor? ¡Pues compre usted un número del Evening Comet! ¡Viene una historia magnífica acerca de él! Da todos los detalles de la última hazaña de ese individuo, que ha sido librar a una ciudad industriosa de un gang que la tenía aterrorizada.

—Pero ¿quién es ese hombre?

El chicuelo pareció disgustado al oír estas palabras, y repuso:

—¡Señor, yo creía que todo el mundo conocía en Nueva York, a ese hombre!

Pues sí, ese señor fue a Prosper City con sus cinco ayudantes y vencieron enseguida a un gang que había asesinado a no sé cuántas personas. ¡Es una cosa que hace siempre ese hombre: ayuda a las gentes que lo necesitan, y castiga a los bandidos y a los malvados! ¡Esa es su profesión!

El grueso personaje parpadeó dos o tres veces y luego preguntó:

—¿Ese hombre… era Doc Savage, acaso?

—¡Usted lo ha dicho!

La limosina, mientras tanto, avanzó dos manzanas de casas y volvió hacia la izquierda, penetrando en la callecita estrecha y oscura donde estaba el enorme rascacielos donde Doc Savage tenía sus habitaciones.

Se acercaba hacia el sitio donde los hombres aquellos, de rostro bronceado estaban escondidos y al acecho.

—¡Talai! —murmuró en tono de susurro uno de los individuos morenos del cuarteto—. ¡Ya viene!

Los cuatro se precipitaron hacia la calle, y, formando abanico, avanzaron vivamente hacia la limosina. En sus manos llevaban sendas pistolas automáticas.

—¡Wallah! —susurró uno de ellos—. ¡Verdaderamente este hombre tiene un aspecto asombroso y extraño!

A la tenue claridad de uno de los focos, los cuatro personajes podían distinguir al único ocupante del coche, que iba al volante. Los rasgos del rostro de este hombre eran muy notables, tanto que eso justificaba cómo el grueso personaje que había visto momentos antes cruzar la limosina, habíase sentido como aterrado y asombrado al ver al misterioso ocupante del auto.

El rostro, el busto entero del conductor del coche, parecía tallado en bronce.

En el cuello y las manos se veían tendones enormes, que parecían cables metálicos en reposo.

El color bronce del cabello era algo más oscuro que el bronce de la piel.

El cabello estaba rígido y pulido, semejante a una capa metálica. Y la alta y extraña frente, las mejillas delgadas y atravesadas por gruesos tendones, la boca de gesto firme y muscular, delataban un carácter de hierro.

Lo más notable de todo eran los ojos, de todos modos. Unos ojos que semejaban lagos de oro fundido, relucientes a la vaga luz. Su mirada parecía poseer una rara cualidad hipnótica, una intensidad extraña, maravillosa.

—¡Arriba las manos! —gritó uno de los árabes, en perfecto inglés.

Doc Savage examinó a los cuatro hombres que le salían al paso. Sus facciones de bronce no cambiaron de expresión. El cuarteto podía haber sido pintado o pertenecer a una pantalla de cine, a juzgar por la serenidad conque que Doc les contemplaba.

Sus manos permanecieron fijas en el volante del coche.

El cuerpo de la limosina estaba acorazado de acero, aunque esto no se podía observar a simple vista. Los cristales de las ventanillas eran gruesos, de una pulgada, y del último modelo, a prueba de bala. Habría sido necesario un proyectil de rifle potente para atravesarlos.

Doc Savage murmuró ahora para sí, en voz muy baja y sin mover los labios siquiera:

—¡Cuatro hombres!… ¡Me parecen árabes!… ¡Y han salido de un portal, esgrimiendo sendas pistolas automáticas!…

El cuarteto de hombres morenos no pudo ver siquiera el más leve movimiento en los labios de Doc Savage.

No oyeron tampoco palabra alguna. El interior de la limosina estaba construido también a prueba contra cualquier sonido normal exterior.

—¡Anta sami! —gritó otra vez el mismo árabe que había hablado antes—. ¿No ha oído usted? ¡Que levante las manos!

Doc continuó diciendo para sí y sin mover tampoco ahora los labios:

—¡Estos hombres son extranjeros a todas luces!… Me parece que lo mejor que puedo hacer es hacerles el juego y descubrir de este modo sus propósitos… Y quien sabe si estas gentes cubrirán en realidad nuestros movimientos sí pretenden realizar alguna hazaña.

De nuevo los árabes no pudieron percibir palabra alguna de su enemigo.

De haber podido oírlas habríanse sentido intrigados por el breve comentario de Doc Savage. Pero es difícil que hubieran comprendido el sentido de aquellas palabras.

Inclinándose un tanto hacia un lado, Doc Savage descorrió la llave de una portezuela del coche y se dispuso a echar píe a tierra.

—¡La! —gritó uno de los árabes—. ¡No!… ¡No se mueva!

Y diciendo esto, penetró en el carruaje instalándose a su antojo en el asiento delantero, junto con la pistola pronta. Los otros tres treparon por detrás.

Los árabes no se dieron cuenta de que el coche iba acorazado de acero ni que los vidrios eran a prueba de balas. Y mucho menos sospecharon que la rendición del hombre de bronce era una cosa deliberada y decidida de antemano por Savage. Así, se mostraban jubilosos.

—¡Hable sin mentir y conteste a nuestras preguntas lealmente y no le haremos nada! —dijo uno de los asaltantes.

—¿Shu biddak? —preguntó Doc Savage, en correcto árabe—. ¿Qué quieren ustedes?

—¿Cómo? ¿Habla usted nuestro idioma?

—Un poco… —repuso Doc, modestamente.

Pero la verdad era, que hablaba a la perfección el dialecto árabe que se hablaba en la parte de Arabia de donde eran oriundos estos hombres, o sea las costas meridionales de la península. Y Doc podía haber añadido también que tenía conocimiento de los otros dialectos que se hablaban en las diferentes partes de Arabia.

Este detalle del idioma era en realidad la primera prueba que los asaltantes tenían de los notables conocimientos del hombre de bronce.

Porque hay que añadir que el gigante de hierro tenía una mente verdaderamente maravillosa. Y el hecho de que Doc pudiera sostener una conversación con toda soltura en la mayoría de los idiomas del Globo, no era sino una de las manifestaciones de su fantástica habilidad, de su talento inmenso.

—Usted tiene un submarino —dijo ahora uno de los árabes—. Un submarino con el que usted consiguió ir bajo el hielo hasta el Polo Norte, ¿no es eso?

—En efecto —admitió Doc, contestando en árabe.

El árabe que había hablado se llevó una mano a la espalda, se curvó y extrajo su larga espada plana.

Seguidamente añadió, señalando la punta del arma:

—¡Pues bien! ¡Necesitamos ese submarino!…

Puso la punta de la espada contra el pecho de Doc Savage y apretó ligeramente. El filo agudo del arma cortó algunos hilos del chaleco de Savage. Y el árabe añadió todavía, en tono amenazador y rotundo:

—¡Y usted nos va a llevar ahora mismo al sitio donde está el submarino!