VI
La muerte que acecha

Renny frotó sus grandes puños, uno contra el otro, y rugió con su terrible vozarrón:

—Vaya un principio para nosotros…

—¿Esos señores le han alquilado a usted el coche? —preguntó Doc Savage.

El chofer asintió, un tanto turbado, repuso:

—¡Si, señor! Me han dado cinco dólares. Pero ya me preguntaba por qué no habían alquilado un taxi; así es que, en cuanto los dejé, volví aquí para ver si podía descubrir algo extraño en este asunto y sobre esos señores, con el propósito de que, si resultaba así en efecto, dar cuenta a la policía de lo que ocurría, y del sitio adonde les he llevado.

Doc se volvió entonces vivamente hacia el coche, al tiempo que preguntaba:

—¿No nos podría usted llevar a nosotros a ese sitio?

El chofer vaciló, muy turbado esta vez. Su labio inferior se dilató, moviéndose como el de un conejo. Parecía asustado.

Al fin murmuró, en tono vacilante y tímido:

—El caso, señor, es que yo no sé de lo que se trata en realidad, y…

—Pregunte usted a un policía cualquiera, y le dirá quién soy yo —sugirió Doc Savage—. Nada más sencillo.

El chofer se secó sus ojos húmedos de la lluvia, y repuso, como convencido:

—¡Bien, no hay necesidad, señor! Ya se ve que es Usted un hombre honrado. ¡Pueden subir!

Doc subió al estribo, según su costumbre, mientras que sus cinco amigos penetraban en el interior del coche. Y este partió.

El auto corrió en dirección al Sur y luego al Este, atravesando barrios más pobres todavía que los que habían recorrido poco antes Doc y sus camaradas.

Por aquí vivía el elemento más miserable de la urbe, donde no era extraño encontrar a dos o tres familias ocupando una misma habitación.

La lluvia llenaba de gotas como de roció los cristales y las cortinillas del coche. No llevaba limpiador mecánico el parabrisas, y el chofer tenía que pasar de vez en cuando la palma de su mano regordeta sobre el cristal, para poder ver. El techo del coche, viejo y carcomido, dejaba pasar gotas de lluvia.

Doc Savage parecía tan impermeable a la lluvia y la humedad como si fuera en efecto la estatua de bronce que parecía ser su cuerpo de atleta admirable.

Mientras el coche marchaba, Doc vigilaba muy alerta. Pero no pudo ver nada extraño ni alarmante en todo el camino.

El amable y humilde chofer gordo, pisó al fin los dos pedales de los frenos, deteniendo el carruaje. Luego dijo, señalando a una casa pequeña que se veía a un lado de la calle:

—Aquí ha sido donde he traído a esos hombres.

Era una casita vieja, de piedra ennegrecida por el tiempo. Las ventanas aparecían sucias y abandonadas. La casa era estrecha y solo tenía dos pisos.

No sé veía en ella luz alguna.

Doc bajó del estribo, y se acercó a la casa. Las ventanas aparecían veladas par cortinas, que estaban corridas. Eran unas cortinas sucias, lamentables, como todo lo de esta casa.

Volvió junto al coche, y preguntó al chofer:

—Escuche: ¿no vio usted un cartel que dijera «se alquila» en alguna de las ventanas de la casa, cuando ha traído usted aquí a esos señores?

—No, señor, la verdad. No vi nada.

—¿Y entraron esos hombres en la casa pronto, como si dispusieran de una llave de la puerta?

—Sí, señor, sí. Enseguida.

Doc volvió entonces junto a la casa.

Encendida su linterna se acercó a la puerta y se inclinó enfocando con la manga de luz la cerradura.

La placa metálica de la cerradura, aparecía llena de arañazos y rozamientos.

Grandes líneas de rozaduras aparecían en ella.

Hasta los ojos menos expertos, habrían podido darse cuenta enseguida de lo que había ocurrido allí: la cerradura había sido mordida, rozada y arañada hacía poco tiempo con un instrumento cortante.

Doc miró hacia arriba.

Las junturas entre las piedras de la fachada, ofrecían sitio y facilidad para que una persona hábil y conocedora de eso que se llama «el vuelo humano», o sea el trepar por una fachada, pudiera ponerse en práctica aquí.

Muy pocas personas poseían en realidad la habilidad de Doc Savage en este aspecto.

Doc Savage trepó, pues, por la fachada de la casa, con la misma facilidad y la misma prontitud con que otro habría trepado por una escalera.

Sus camaradas y el chofer, que habían quedado en el coche, le vieron llegar al techo de la casa.

Luego, Savage se perdió en la lluvia y la obscuridad.

***

A bordo de un buque anclado en uno de los muelles del río, la campana de señales empezó a tañer lúgubremente, anunciando tiempo tormentoso.

Pronto, otras muchas campanas de barcos, hicieron coro a la primera, para anunciar cada cual la situación de la nave y evitar colisiones, a causa de la lluvia y la niebla.

Y los pitos que suenan en tiempo tormentoso y de niebla, resonaron también a lo lejos, como gritos fúnebres.

En las casas, se oía la radio. Un niño empezó a llorar no se sabía dónde.

Por el armazón metálico del elevado, cruzó un tren con gran estrépito, en dirección al Sur. Riachuelos de lluvia, caían de las canales, con un largo gemido. EL tiempo iba corriendo, minuto tras minuto.

Renny dijo, de pronto, en voz baja, con su tono de voz bronca:

—¡No me gusta esto, señores!

Y echó pie a tierra.

Los otros le imitaron, excepto el chofer, que estaba inclinado sobre el volante y un poco pálido.

Doc no aparecía.

El tintineo de las campanas de los barcos había cesado.

La radio dejó también de oírse, al acabarse la emisión o ser desconectada.

Monk miró a su lujoso reloj de pulsera, que casi desaparecía en el vello rubio y espeso que cubría sus manos y sus brazos y gruñó:

—¡Ya han pasado cinco minutos!… Si pasa un minuto más, y Doc no aparece, entraré en la casa sea como sea.

En el puerto, por la parte sur, la sirena de un trasatlántico, lanzó un terrible y prolongado gemido, como el canto fúnebre de un monstruo asustado.

Doc apareció al fin en el techo de la casa, bajó por la fachada con tanta rapidez y agilidad como había subido, y se acercó al coche, diciendo en voz baja:

—No se oye ruido ni voz alguna detrás de la casa. Vamos a hacer saltar la cerradura y a entrar por aquí.

El chofer no dijo nada. Quizá no había oído las palabras de Doc Savage.

Doc extrajo de un bolsillo un pequeño objeto alargado, con una curva en un extremo, y lo introdujo en el ojo de la cerradura.

Enseguida, los tambores o rodetes de esta, crujieron, al girar la cerradura.

Y la puerta se abrió, con un leve ruido de los goznes.

—¡Muy bien! —exclamó Doc satisfecho y en tono que fuese oído por sus cinco amigos—. ¡Podemos entrar!

Entraron, en efecto, empezando a avanzar por un corredor muy oscuro, donde olía a ratas y a humedad.

¡SSSSSSSSSSS!…

El terrible silbido de una bala, cruzó junto a los intrusos, como un aviso de peligro.

Y pronto fue seguido de otros y otros, con tal profusión que formaban un fúnebre concierto.

Al fondo del oscuro corredor, se oyeron gritos, lamentos, ayes… y luego se hizo un profundo silencio.

Una de las balas fue a estrellarse contra la pared de una casa de enfrente, rebotó y vino a caer en la calle, ante la luz de los faros del coche.

Inclinándose hacia adelante, el chofer miró la bala delgada. Entonces pudo darse cuenta que la punta, algo roma, iba impregnada de un líquido viscoso: era veneno.

El chofer se echó a reír.

Era una risita nerviosa, que producía un sonido gutural en su garganta.

Enseguida, empuñando el volante, puso el auto en marcha.

Al llegar a la esquina volvió la cabeza. El terrible silbido de las balas había cesado. Y en la vieja casa de piedra se había hecho un silencio de muerte.

—¡Ya está! —murmuró el chofer, con una larga sonrisa—. ¡Ha sido un plan admirable! ¡Ya los tenemos!…

Siguió adelante, hasta que llegó al animado y brillante distrito de los teatros, cerca de Times Square.

Después volvió por una callejuela nada limpia y muy estrecha, algo más arriba de Times Square, deteniendo el vehículo junto a la acera frente a un pequeño hotel. Enseguida se dispuso a echar pie a tierra.

Un hombre de tez muy morena, estaba de centinela junto a la puerta. Al ver el coche, se adelantó vivamente, a pesar de la lluvia.

Aquel hombre era, Mohallet.

Al ver acercarse a Mohallet, el chofer volvió a instalarse detrás del volante, y esperó a que el otro llegara.

Mohallet se acercó y preguntó en un inglés que hacía adrede incorrecto y difícil:

—¿Qué, cómo ha ido la cosa?…

—¡Maravillosamente! —repuso el chofer, con una risita acentuada y complacida—. ¡No han sospechado lo más mínimo!… ¡Y les he dejado dentro de la casa!

—¡Oh, qué bien! —murmuró Mohallet.

—¡Me ha salido a pedir de boca! —añadió el chofer, vanagloriándose de su hazaña.

Mohallet asintió, diciendo a su vez:

—Sí, ha sido un gran acierto por mi parte cuando le tomé a usted a mi servicio para este asunto, teniéndole dispuesto para lo que pudiera ocurrir, aprovechando la ocasión que pudiera presentársenos. Mis hombres no habrían sido capaces de imaginar un golpe así.

—Bien —sugirió el otro—; entonces, ¿ahora me pagará usted mis servicios, no es eso?

—Sí, desde luego. Pero antes, lleve usted el coche unos pocos metros más arriba. Es mejor que no, me vea nadie entregarle a usted el dinero en este sitio.

Obedeciendo a lo que se le mandaba, el chofer puso el coche en marcha nuevamente, llevándolo una manzana más arriba.

Mohallet, que había subido al auto, sentándose junto al chofer, buscó algo en uno de sus bolsillos, en el lado mismo del chofer.

Este se estremeció vivamente, diciendo:

—¡Oh, me ha pinchado usted con algo!…

—¡Oh, mil perdones! —murmuró Mohallet bajando del coche vivamente—. Debe haber sido con un alfiler que llevo en la ropa.

El chofer permaneció inmóvil durante unos momentos. Luego, con un esfuerzo terrible intentó mover sus miembros y sus músculos. Parecían paralizados súbitamente.

Su faz empezaba a amoratarse con rapidez… Sus labios, se abrieron, torciéndose luego dolorosamente. Pero ni una sola palabra salió de su boca.

El desdichado continuó sus terribles movimientos durante unos treinta segundos, hasta que al fin se desplomó, quedando inmóvil.

Mohallet cogió una mano del chofer y le tomó el pulso en la muñeca.

—¡Muy bien! —dijo luego sonriendo—: ¡Ya te he pagado, amigo mío!

El chofer estaba muerto.

Mohallet sacó luego del bolsillo de su americana que había quedado junto al chofer, una larga y delgadísima aguja, la punta de la cual estaba manchada de veneno.

Enseguida la tapó con una cápsula que tenía una tuerca de tornillo, y la metió en una cajita metálica.

Hecho lo cual, miró en torno suyo, para cerciorarse que nadie le había visto.

Pero al mirar al otro lado del coche, vio algo que le hizo estremecerse violentamente, obligándole a lanzar un agudo grito de terror y sorpresa.

***

Mientras tanto, allá… en la vieja casa de piedra del barrio miserable de Nueva York, Doc Savage y sus cinco amigos examinaban una cosa, muy interesante, llena de aparatos.

Era una especie de máquina, que recordaba una ametralladora, cuyo cañón aparecía retorcido en forma de espiral.

Montado en una potente cureña, estaba equipado con una rueda, dentada que le permitía moverse a uno y otro lado por sí mismo. Además iba provisto de un gatillo.

Al gatillo estaba atada una cuerda, que luego iba, sostenida por anillas, a lo largo del hall y del corrector de la casa. Al entrar en la casa Doc y sus compañeros habían tocado esta cuerda, naturalmente.

—¡Esto era una trampa! —murmuró Doc, luego de examinar el infernal aparato—. Yo he entrado por una ventana de atrás y lo he podido descubrir.

—De modo que no tuve más que colocar el aparato de manera que, al disparar, las balas pasaran por encima de nuestras cabezas. Esto lo hice para engañar al chofer del auto que nos ha traído.

—¿Cómo? —preguntó vivamente Monk a su jefe—; pero ¿tú crees que el chofer era uno de ellos?

—Al menos, había sido alquilado por ellos —repuso Savage—. Y yo apostaría cualquier cosa, seguro de ganar, a que el chofer ese se pondrá de acuerdo con ellos para decirles que hemos caído en la trampa y que estamos perdidos.

—Pero ¿cómo diablos vamos a saber a adónde ha ido? —preguntó Monk.

—¡He avisado a la policía, rogándole que me envíen un auto para seguir a ese individuo! —explicó Doc—. Ahora hacemos tiempo para que llegue el coche aquí. Por eso he estado ausente tanto rato.

Monk, recordando la espera angustiosa en la calle, sonrió con expresión de alivio.

Long Tom había estado examinando la extraña arma en el suelo. El hombre mostraba el natural interés de un experto electricista por algo que se relacionaba con su profesión.

Al fin se le oyó exclamar, en tono de inmenso asombro:

—¡Diablo!… ¿Sabéis lo que es esto, amigos míos?

Doc repuso vivamente:

—Yo sí, pero, bueno díselo a estos.

—Pues esto —explicó Long Tom— es nada menos que un cañón magnético. Yo he hecho ciertos experimentos con modelos pequeños, pero nunca con uno tan grande y poderoso como este. Existen en él una poderosa serie de baterías, algo semejantes a las de una linterna eléctrica, unidas por un cable a un electro-magneto. Los proyectiles van en una especie de culata del arma, y por un sistema muy ingenioso de contactos, el magnetismo los lanza por el cañón violentamente. La corriente se cierra en el momento preciso, saliendo entonces los proyectiles.

—Eso es la idea general del aparato —asintió Doc—. Y el arma esta, es el único tipo de ametralladora o pistola automática verdaderamente silenciosa que existe en la actualidad.

Long Tom siguió tocando y examinando el arma con creciente curiosidad.

Y Doc murmuró:

—¡Mirad: las balas están envenenadas!

Doc se dirigió hacia la puerta, murmurando:

—Vamos a ponernos al habla con la policía.

—Pero ¿no vamos a registrar esta casa? —preguntó muy extrañado Monk.

—Ya lo hice en mi primera visita —repuso Savage—. Y no he encontrado nada.

—Los gangsters habían escogido esta casa, que estaba vacía, para tendernos la trampa.

Tres manzanas más allá encontraron una farmacia de las que no cierran en toda la noche. Doc pasó a la cabina del teléfono y se puso al habla con el cuartel general de la policía.

Al poco rato, luego de hablar unos instantes con la policía, colgó el auricular y dijo, volviéndose hacia sus amigos:

—¡Tenemos mala suerte, amigos míos! En este asunto hemos tenido un mal principio.

Se dirigió vivamente hacia la puerta, seguido de sus camaradas.

En la esquina de la calle se veía un taxi, y todos corrieron hacia él.

—¿Qué has querido decirnos con eso de que hemos tenido un mal principio, Doc? —preguntó Renny, con su voz de gigante.

—Muy sencillo —repuso Doc Savage—. El coche que yo había pedido a la policía siguió al del chofer que nos llevó a nosotros a aquella casa, tal como yo lo había pedido por teléfono; pero Mohallet se encontró con el chofer y lo ha matado. La policía ha visto el cadáver. Y ahora andan persiguiendo a Mohallet.

—¿Pero ha podido escapar? —rugió Renny.

—No, exactamente. Mohallet se ha refugiado en su hotel, donde lo tiene sitiado la policía. Y alrededor del hotel creo que hay una verdadera batalla en estos momentos.

Todos entraron en el taxi, Doc se colocó de pie en el estribo. Y sin dejar de sonar la sirena, a una velocidad vertiginosa, el coche partió en dirección a Broadway.

Un coche de los bomberos no habría corrido más a través del enorme tráfico de las calles neoyorquinas.

Los policías fruncían el ceño, adelantándose o poniéndose en la punta de los pies para ver quién iba en el estribo de aquel coche; luego, al reconocer a Doc Savage, tocaban sus pitos fuertemente, deteniendo el tráfico en seco y haciendo paso para el coche que conducía el conocido personaje.

Alrededor del hotel de Mohallet, en el distrito de Times Square, reinaba una gran confusión. La policía tenía acordonado el hotel.

Las patrullas provistas de radio, los coches de los detectives, autos blindados y motos también blindadas, se veían por doquier, ensombrando las calles inmediatas.

Sonaban tiros. Se veía a los policías correr alrededor de la casa esgrimiendo las pistolas.

Cerca había paradas algunas ambulancias, entre el trepidar de los motores.

Monk salió del auto, sonriendo con una sonrisa que aún hacia más horrible su feísimo y monstruoso rostro.

¡Esto era lo que a él le gustaba: lucha, emoción!

Los otros bajaron detrás y se acercaron al cordón de la policía.

—¡Eh, no pueden pasar ustedes! —gritó un sargento, que era un individuo de gran estatura. Pero al ver a Doc Savage se detuvo, sonrojándose.

Enseguida, como deseoso de atenuar su falta, se acercó a Savage, diciéndole:

—Si necesitan ustedes algunas armas nosotros tenemos de sobra, señor.

—No, muchas gracias —repuso Doc—. Nosotros tenemos también las suficientes.

Y esto a pesar de que Doc no llevaba encima, armas de fuego. Ya hemos dicho que rara vez las llevaba, a pesar de que su habilidad como tirador estaba en consonancia con sus otras habilidades, pero casi siempre Doc lo fiaba todo a sus puños, aparte de algunos aparatos y utensilios científicos.