XI
Doc Savage vence a un enemigo

Una vez en tierra, Karl Zad se dirigió rápidamente hacia cierto sitio.

Fue directamente hacia el zabit, encargado de la policía del pueblo.

—Yo soy Karl Zad, un honrado mercader de esta ciudad, —empezó diciendo—. A bordo de aquel submarino, el Helldiver, hay parte del botín de una caravana del desierto que fue robada hace unas seis semanas, cerca de aquí.

—Al menos, hay dos maletas nuevas, conteniendo parte del botín. Y seguramente debe haber más.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —le preguntaron.

—Porque esas gentes han pretendido venderme a mí parte del botín. Yo he ido al submarino a ver las mercancías que me ofrecían, ignorando, naturalmente, que se trataba de ladrones. Cuando me enteré de la verdad, les dije que tenía que volver a tierra para buscar el dinero. ¡Y he venido enseguida a avisarle a usted de lo que ocurre!

El zabit se tragó toda esta andanada de mentiras.

Se puso el turbante agarró su rifle y llamó a una escolta de hombres armados, de tez muy obscura.

El grupo, perfectamente armado, se dirigió a buen paso hacia la playa, para trasladarse al submarino.

Karl Zad, mientras tanto, se dirigía en dirección opuesta a la que había tomado la policía de la ciudad.

Volvió rápidamente hacia su casa, sin volver la cabeza ni mostrar interés alguno hacia las gentes con las que se cruzaba.

Uno vez en su casa, fue hacia la habitación subterránea donde tenía escondida la estación emisora de radio, y destapó esta.

A los pocos momentos se había puesto en comunicación con Mohallet.

—¡Nuestro plan marcha perfectamente, oh, amo! —le dijo—. He llevado todo aquello a bordo… parte de las mercancías que guardaba aquí, en mi casa.

—Espero que no hayas llevado nada de valor verdaderamente —refunfuñó el avaro Mohallet.

—Claro que no. Se trata solamente de objetos y artículos que pueden identificarse como pertenecientes al botín tomado a las caravanas del desierto. Joyas con detalles y señales evidentes, amén de papeles y documentos sin valor, de las carteras de los mercaderes robados.

—¡Ah, muy bien! —aprobó Mohallet—. Ahora, una vez que Doc Savage y sus hombres estén en la cárcel, nosotros robaremos el submarino.

—¡Oh, yo también lo espero así, oh, amo mío!

—¿Tú no les has hablado de algo de valor que pudieran encontrar en su viaje?

—No, no; —Ellos me han preguntado por un paraje conocido por el nombre de Crying Rock. Yo les dije que sabía dónde estaba.

—Has mentido, entonces, ¿no es así?

—¡Y claro que sí! Yo tenía que decirles que lo sabía en efecto. Naturalmente, yo no había oído hablar jamás ni nombrar siquiera semejante sitio.

—¡Muy bien, muy bien! —se oyó exclamar ahora a la voz de Mohallet, en un tono que revelaba lo mal que lo pasaría Karl Zad si era cierto que él sabía dónde estaba el paraje llamado Crying Rock.

Karl Zad preguntó después:

—¿Y qué se oculta detrás de toda esta aventura, mi amo?

—¡Una cosa, que a ti no te importa! —repuso Mohallet en tono agrio y duro.

El rostro de Karl tomó una expresión de cólera infinita; pero su voz siguió siendo dulce y suave, cuando repuso, humildemente:

—¡Muy bien, mi amo, muy bien!

En ese instante las cortinas que tapaban una puerta, en la parte opuesta de la estancia, se abrieron silenciosamente. Y un gran gigante de bronce, atravesó silenciosa y velozmente la habitación.

Una mano de hierro se abatió en el aire y volvió a caer, silenciosa y sutil como una pluma, con una fuerza demoledora…

Karl Zad no llegó a ver, siquiera a Doc Savage. Quedó dormido instantáneamente. Y tal había sido la fuerza del golpe, que la víctima estaría privada de sentido lo menos una hora.

Doc Savage se acercó entonces al micrófono de la radio, y se inclinó sobre el aparato.

Enseguida empezó a hablar con una imitación perfecta de la voz de Karl Zad:

—¡Espera un momento, oh, amo mío, y veré a ver si la policía ha detenido ya a Doc Savage y a sus cinco ayudantes, y los ha traído a tierra!

Sí; la voz era imitación perfecta de la de Karl Zad. Un espía, escondido en la habitación contigua no habría podido apenas apreciar la diferencia.

Doc Savage no salió de la casa enseguida.

Lejos de ello, pasó a la estancia inmediata, agarró la caja que había traído con él desde el submarino y regresó a la habitación donde estaba la radio y Karl privado de sentido.

Abrió la caja y extrajo un receptor de radio muy sensible.

Cortó la comunicación del transmisor de Karl Zad.

Luego afinó y adaptó su propio aparato, hasta encontrar la onda —señalada por un largo silbido del aparato— del transmisor de Mohallet, y acabó de ajustar el aparato hasta que la onda estuvo perfectamente captada y el sonido adquirió fuerza y consistencia.

Esto le permitió averiguar la dirección de que venían las ondas.

Luego hizo un cálculo de la orientación de la brújula. Más tarde, cuando estuviera en el submarino, podría trazar una línea en un mapa, utilizando aquel cálculo y aquella dirección. En algún sitio de aquella línea, tenía que estar Mohallet actualmente.

Doc restableció luego la comunicación con el transmisor de Karl Zad.

—¡No, no hay noticias! —dijo al fin, imitando la voz de Karl de modo maravilloso.

—Muy bien. Avísame cuando las haya —dijo la voz de Mohallet—. Y aquí termina nuestra conversación. ¡Naltarack salid!

La onda de Mohallet quedó cortada.

Luego, Doc destrozó por completo la emisora de Karl Zad.

Y cuando terminó su tarea, el aparato era incapaz de poder enviar mensaje alguno nunca más.

Doc salió de la casa.

Cuando llegó a la playa, el zabit árabe y su escuadrón de policías, volvían del submarino. Doc les esperó.

Los vio llegar muy coléricos.

Y el zabit le dijo furioso:

—¡Nos han llamado para que registráramos el submarino de usted! Pero, por lo visto, ha sido una broma yanqui, porque no hemos podido encontrar nada de particular a bordo.

Para cerciorarse de que no se equivocaban, registraron incluso la caja donde Doc llevaba su aparato de radio.

Savage les dijo:

—Yo puedo probarles a ustedes que hemos venido aquí directamente desde Nueva York.

Los policías le creyeron enseguida, a todas luces.

—¡No lo entiendo! —acabó por murmurar el jefe, disgustado.

Doc intervino de nuevo, para decir:

—Yo les aconsejaría que fueran a registrar la casa de ese hombre que me ha denunciado… ese Karl Zad, el mercader.

—¡Wallah! —gritó el zabit, aceptando con entusiasmo la idea—. ¡Así vamos a hacerlo!

Doc alquiló uno de los innumerables botes de los remeros indígenas que pululaban en la playa, y regresó al submarino.

Encontró a sus hombres intrigados y furiosos. Johnny, sobre todo, hervía materialmente de cólera.

—¡Todo esto ha sido una emboscada! —decía Johnny a gritos, agitando sus brazos delgados como cañas—. ¡Pero os juro que cuando agarre a ese Karl Zad, lo voy a pelar vivo!

—Yo creo que la policía va a encargarse de ello, querido —le repuso Doc Savage—. Ahora han ido a registrar su casa. Y yo tengo entendido, por lo que he podido colegir, que tiene la casa llena de botín y cosas que le comprometen.

Doc explicó luego a sus amigos cómo el hallazgo del taco ennegrecido de un cartucho ya disparado, le había puesto sobre la pista de Karl Zad.

Sus cinco amigos, cuando terminó el relato Doc, se echaron a reír de buena gana.

—¿De modo que cuanto ha hecho Mohallet solo le ha servido para darnos una idea de su paradero, no es eso? —preguntó luego, radiante de alegría, Renny, con su vozarrón de gigante.

Johnny jugando con sus gafas enormes, donde iba, en el círculo izquierdo, la gran lente de aumento dijo:

—Y creo que Karl Zad debe haber traído a bordo, en sus dos maletas, algo que nos comprometiera. ¿Qué ha sido de ello, Doc?

Doc Savage era un hombre que sonreía muy rara vez, pero ahora lo hizo de buena gana, al tiempo que contestaba:

—Muy sencillo: yo lo agarré todo, lo subí a la cubierta del submarino, y luego lo arrojé al agua por la borda.