XV
El mundo de las tinieblas

La voz de Mohallet se dejó oír de pronto, a través de la puerta de la estancia que comunicaba con la parte de popa.

Era una voz temblorosa a causa del pánico o quizá de la ira.

—¡Wallah! —rugió—. ¡Cuando hablasteis en esa lengua que yo no entendía, tramasteis un complot contra mí!… ¡Ese diablo de kanzir… el cerdo!… ¿Qué les ha hecho a mis hombres? ¡Uh, y a mí también!…

Doc se acercó a la puerta y preguntó:

—¿Están atacados todos tus hombres?

—¡Los idiotas… sí, todos! —repuso Mohallet—. Como los perros que cuando empiezan a rascarse les pegan la picores y la sarna a los otros perros, así mis hombres se han ido contaminando unos a otros el terrible mal.

—¡Oh, eso es muy grave! —dijo Doc con sarcasmo.

—¡Será muy grave para ti también, hombre de bronce! —amenazó MohalIet—. Porque vamos a poner una bomba a bordo del submarino y a marcharnos, a dejaros aquí, si no nos dices con qué se nos puede quitar la comezón y el picor horribles.

—¡Oh, lavaros! —contestó Doc—; así se os quitará tal vez.

—¡Oh, maldito seas! Eso solo aumenta nuestra agonía. ¿Qué es lo que nos habéis dado, hombre de bronce?

—¡Oh, eso que os hemos dado puede o no ser grave, según los casos! Si veis que, al cabo de algunas horas de sufrir ese dolor, se os pone la carne blanca, entonces es muy grave, porque la carne se cae a pedazos.

Mohallet lanzó un juramento a gritos, y dijo:

—Estás intentando asustarnos, ¿no es eso?

Al fondo de la estancia, Monk le dijo en tono de susurro a su enemigo Ham, que seguía triste y enfurruñado:

—Doc los ha reventado, ¿sabes? Porque eso que le acaba de decir a Mohallet es verdad en parte: los polvos esos producen al cabo de cierto tiempo unas ampollas que hacen caer pedazos de piel.

—Y cuando las vean, se van a morir de miedo.

Doc, mientras tanto, continuaba atormentando a Mohallet:

—No te divertirás, ni mucho menos, si ves caérsete la piel a pedazos, amigo mío. Luego se te caerá la carne… Pero no morirás enseguida, sino que la agonía se prolonga, hasta que puedas ver tus propios huesos. ¿Muy bonito, verdad?

Mohallet lanzó ahora una retahíla de sus maldiciones y juramentos más escogidos.

Johnny, el huesudo arqueólogo, le dijo en voz muy baja a Long Tom:

—¡Todo eso es una fantasía de Doc!… Esos polvos no deben producir ese efecto que él dice.

—Ni Doc lo afirma de modo rotundo; lo deja entender —repuso Long Tom.

Mohallet gritó ahora:

—¡Bien: vamos a marcharnos y a dejar a bordo una bomba encendida!…

—¡Muy bien: ya podéis marcharos! —repuso Doc Savage en tono desafiador—. ¡Largaos y moríos!…

Mohallet se alejó, sin duda para aterrar a sus prisioneros; pero volvió casi enseguida, sin duda empujado por el picor y el dolor agudísimo de los famosos polvos.

—¡Estamos dispuestos a devolveros la libertad, hombre de bronce, si aceptáis!…

—¡No aceptamos nada! —le interrumpió Doc Savage en tono seco y breve.

Los juramentos y maldiciones de Mohallet, hicieran palidecer a los anteriores. Esta vez echó fuera todo su horrible repertorio, que le llevó maldiciendo y jurando lo menos tres minutos sin tomar aliento.

—¿Qué condiciones son las tuyas? —preguntó al fin.

—La primera, que sea esa muchacha rubia la que nos devuelva la libertad —repuso Doc Savage—. Después, que tú y todos tus hombres os adelantéis, uno a uno, y nos entreguéis las armas; y, por último que, una vez desarmados os reunáis todos en la cubierta.

—¿Y después?

—Después, os daremos un antídoto para los polvos esos que os atormentan tanto. No podemos prometer nada más.

Mohallet se marchó otra vez.

Hubo una larga pausa, durante la cual se oían a lo lejos gritos y carreras.

Luego se oyeron ruidos de cajas y cajones, que eran movidos en salas y camarotes de la nave.

—¡Estas gentes nos están preparando alguna jugada! —dijo Monk inquieto.

El rumor de agua corriente contra el casco del submarino, continuaba oyéndose.

—No entiendo dónde estamos —dijo Renny, el de los grandes puños—; Porque el caso es que en todas estas costas no hay río ninguno.

Mohallet se acercó de nuevo a la puerta y gritó furioso:

—¡Bien, escuchad: aceptamos vuestras condiciones!

Cumpliendo las mismas, fue la muchacha rubia, en efecto, la que vino a descorrer los enormes cerrojos y a levantar las barras de hierro que afirmaban las puertas.

Los ojos de la hermosa muchacha relucían de alegría y de contento. Y dijo algo dichosa y animada en su lengua ininteligible.

—¡Arrojad las armas! —gritó entonces Doc Savage a los diablos morenos aquellos, agrupados en la cámara de popa.

Una pistola fue rebotando por el suelo de acero, y luego siguieron otras muchas. Enseguida empezaron a caer también rifles.

—¡No olvidad las espadas y puñales envenenados! —gritó Doc luego.

Entonces, reluciendo bajo la luz eléctrica que alumbraba las salas, una serie de espadas, de cuchillos y puñales, fueron cayendo también al suelo. Al fin hubo un gran montón de armas que se esparcían por toda la estancia.

—¡Por el Buey Apis! —murmuró Renny—. Estas gentes llevaban armas suficientes para un ejército.

Por último, Mohallet rugió:

—¡Bien: ya están ahí todas las armas! ¡Ahora, la cura!…

Doc permaneció unos momentos inmóvil, contemplando a los árabes.

Todos parecían atormentados por la picazón y el dolor agudísimo. Se rascaban como desesperados por todo el cuerpo.

Pero sus esfuerzos por calmar la comezón, solo les servían para aumentarla, ya que sus dedos esparcían más y más los polvos fatales.

—¡Bien: ahora, a cubierta! —ordenó Doc en tono seco y breve.

Los árabes retrocedieron, obedeciendo la orden.

Poco después resonaban en las escaleras de una toldilla los pasos rudos de los demonios morenos.

—Ve preparando el antídoto de los polvos, Monk —siguió diciendo luego Doc Savage.

Monk corrió a su pequeño camarote.

En todos sus viajes, Monk llevaba consigo una serie de frascos y de botes, de redomas y cajitas que eran, en realidad, un laboratorio en miniatura.

Ahora todo aparecía en desorden, pero ninguno de los frascos o botellas apareció roto.

Monk maniobró hábil y rápidamente, preparando un producto que calmaría instantáneamente la picazón y el dolor de sus enemigos. A un hombre que conocía tanto la química como Monk, esto era un verdadero juego de niños.

El cerdo Habeas Corpus apareció. El feísimo animalucho no parecía molestado apenas por los famosos polvos.

—Esto es una ventaja del cochinillo, que tiene seguramente la piel endurecida por los picotazos de las pulgas y los piojos de Arabia —comentó divertidamente Monk, sonriendo. Luego frotó vigorosamente al animal con el antídoto, al tiempo que murmuraba con una larga sonrisa burlona—. ¡Te has de poner bien guapo… que te va a dar un beso Ham!…

Monk vino a unirse a Doc. El grupo se dirigió hacia la cubierta, pero con grandes precauciones y muy alerta, temerosos de caer en una nueva emboscada.

—¡Por el Buey Apis! —murmuró Renny al asomar la cabeza por la escotilla.

Estaban rodeados por la más completa oscuridad. Cuando bajaron al interior del submarino un sol de oro brillaba en el cielo radiante.

Era por la mañana. No había podido caer la noche, por tanto, tan pronto ni con tanta rapidez. Además, no había noche, por oscura que fuese, tan lóbrega y terrorífica como estas tinieblas espantosas que les rodeaban.

Se oía un rumor de agua corriente, continuo, como un ronco suspiro. El aire vibraba incesantemente con el rumor del agua, pero un rumor distinto al de la corriente, que recordaba un silbido grave, de aire o de agua, que se absorbe y luego se precipita en el vacío: era el estrépito de una catarata.

Doc y sus hombres no habían percibido el ruido de la catarata hasta ahora; solo oyeron el rumor del agua corriente y chocando contra las paredes del buque.

Era evidente que el submarino había sido anclado.

La voz de Mohallet se dejó oír ahora, en tono duro y autoritario, viniendo del abismo y por la parte de la derecha:

—¡Wallah! ¡El remedio… pronto!…

Un coro de voces de agonía contestó a estas palabras de Mohallet. Eran los gansters de este, que pedían a gritos que los curasen.

Doc Savage comprobaba ahora que, como él había sospechado al principio, había sido la insistencia y presión de los hombres de Mohallet sobre este lo que hizo al bandido rendirse y aceptar las condiciones de Savage.

Doc, al oír las voces, apretó el botón de su linterna eléctrica. Entonces pudo ver, como sus compañeros, una especie de inmenso túnel de paredes de roca, pulidas y brillantes a causa de la corriente de agua durante siglos y siglos.

—¡Un río subterráneo! —murmuró Renny a voces. Estamos en una enorme corriente de agua subterránea.

La voz del ingeniero resonó a lo lejos chocando en las paredes de granito el sonido y retumbando, saltando y rebotando con el eco que parecía luego devolver las palabras hacia el buque.

De pronto, casi inmediatamente de los ruidos y rumores del eco, se oyó un estrépito horripilante, un estallido de cataclismo.

Fue como si las dos mitades del Globo se hubieran separado y luego volvieran a juntarse con un fragor de palmada gigantesca.

***

Después del fragor espantoso de la explosión, que parecía iba a aplastar los cráneos de Doc y sus camaradas, y que fue seguida de otros ruidos menores, que recordaban el que produce un puñado de perdigones encerrados en una caja metálica, aunque de muchísimo mayor volumen, se hizo un silencio relativo.

El vozarrón de Renny gritó luego, llegando de la parte de popa:

—¿Todos sin novedad, amigos míos?

Long Tom le contestó, a gritos también:

—¡Más te valía callarte! ¡Mira lo que nos has traído con tus gritos de antes!

Doc se puso en pie. Luego llevó a la muchacha rubia con él hacia una de las escotillas de una sola portezuela. Abajo no había gritado siquiera cuando sobrevinieron las explosiones, limitándose a lanzar sendas exclamaciones ahogadas.

Ahora permanecía silenciosa. Era evidente que, sabiendo de antemano que sus palabras no eran entendidas por sus salvadores, prefería guardar silencio.

Por fortuna solo había sido abierta la escotilla de una sola portezuela. Abajo había agua, pero también por suerte no la suficiente para poner en peligro la flotabilidad del submarino.

Doc puso en movimiento las bombas de achique antes de descender a la sala de máquinas.

Doc hizo girar el mecanismo quo ponía en marcha automáticamente los motores de la nave.

Pero ninguno de ellos se puso en movimiento.

Entonces abrió los conmutadores eléctricos para poner en marcha estos motores, pero fue con el mismo resultado negativo.

Bajó a la sala de motores.

A la primera ojeada se hizo cargo de lo que ocurría.

Mohallet había tenido la suficiente astucia esta vez para hacer lo que él mismo había supuesto que hicieron antes Doc y sus hombres, es decir: llevarse algunas piezas esenciales de la maquinaria, piezas ligeras, en realidad, que podían ser transportadas fácilmente a mano.

Doc regresó a la cubierta, pasando junto a la muchacha rubia, que se esforzaba en sonreír, como queriendo demostrar su gratitud y simpatía hacia su salvador.

Doc había intentado poner en marcha los motores del submarino para ir en busca de sus hombres, en caso de que alguno de ellos hubiera desaparecido de a bordo a consecuencia de las explosiones.

Por suerte, al llegar a la cubierta, se los encontró a los cinco sanos y salvos, aunque mojados y con una expresión interrogante en los rostros.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Johnny.

Doc no contestó enseguida.

En lugar de ello volvió a penetrar en el interior del submarino, cogió una botella vacía, echó dentro un poco de fósforo y luego la tapó cuidadosamente.

Vuelto a la cubierta, arrojó la botella al agua.

Inmediatamente el fósforo se inflamó, produciendo una luz vivísima en medio de aquella profunda oscuridad.

La luz brillante del fósforo vacilaba, lanzando destellos de acá para allá, pero no se movía gran cosa. Así, pues, Doc Savage se decidió a encender su poderosa linterna eléctrica.

Dirigiendo la manga de luz hacia, uno de los lados de la caverna, pudo comprobar que el submarino no se movía.

—Una explosión que ha cegado la boca del río —dijo Savage al fin—. Mohallet debe haber hecho colocar dinamita o nitroglicerina allá…, pues ya sabéis que llevábamos bastante a bordo, marcadas con las correspondientes etiquetas.

Sin duda envió allá a uno de sus hombres para provocar la explosión a una señal suya. El individuo ese, puesto de guardia, oyó la voz de Renny, y a causa de la distancia no distinguió bien las palabras, creyendo que el que gritaba era Mohallet. Entonces pegó fuego a la mecha.

—Y el río, a consecuencia de las explosiones, está ahora cegado y bloqueado. Nuestro buque no se mueve. Quizá estas gentes han querido cegar el río para evitar que nosotros podamos huir o salir de este infierno.

Permanecieron unos momentos en silencio, observando la corriente y el submarino, para cerciorarse de que no se movía nada.

Y al hacer esto pudieron comprobar un hecho de interés innegable.

—¡El río sube! —gritó Johnny—. Muchas rocas que antes sobresalían del agua, no se ven ahora.

De pronto se oyeron gritos en la orilla. ¡Eran los hombres de Mohallet! Y las condiciones acústicas de la inmensa caverna hacían que aquellas voces y gritos, agrandados enormemente, recordara a los ladridos furiosos de una manada de coyotes o de lobos furiosos en la noche.

—Ellos mismos se han metido en un mal paso —contentó Monk, sonriendo.

—Y a nosotros también —añadió Doc—. Porque esas gentes se han llevado partes esenciales de los motores de nuestro barco; y luego han cegado la boca del río, para evitar que podamos huir, desde luego.

Doc se dirigió a una escotilla y, abriéndola, extrajo un bote plegable, de los que había varios a bordo. Luego lo echó al agua.

Long Tom trajo, de su magnífico equipo eléctrico, un poderoso reflector portátil, que se atornillaba en la proa del bote plegable.

Doc pasó al bote, él solo, y se dirigió al encuentro de Mohallet, para ver si se ponía de acuerdo con el jefe del gang enemigo.

Encontró al bandido y sus secuaces —un grupo inquieto de gentes, que se rascaban sin cesar, en la orilla.

Entre rascarse incesantemente y observar, con los ojos muy abiertos y saltones, las aguas, que crecían sin tregua, todos aparecían excitados e inquietos.

A la vista de Doc, no maldijeron ni juraron esta vez.

Antes al contrario: el más empedernido de los pecadores no habría visto aparecer durante el Diluvio Universal a Noé y su Arca con una emoción mayor y unas miradas más ansiosas que estos hombres. Mohallet intentó llegar a un acuerdo con su enemigo, y dijo:

—Bien: tú debes prometernos que cuando lleguemos a la Ciudad Fantasma, nos repartiremos las riquezas y el botín contigo por partes iguales.

—¿La Ciudad Fantasma? —preguntó Doc Savage, sin comprender—. ¿Qué es eso?

—Ya te lo diré cuando nos toméis a bordo del submarino. Debes también devolvernos nuestras armas y dejar que seamos nosotros los que gobernemos y dirijamos la nave.

—¡Qué gracioso! —repuso Doc, con una sonrisa de sarcasmo.

—Piensa que tenemos en nuestro poder partes esenciales de la maquinaria del submarino, que os son indispensables si queréis escapar de aquí antes de que las aguas llenen esta caverna.

—Pero ¿sabes tú el tiempo que el Helldiver puede permanecer bajo el agua?

—¿Y eso qué tiene que…?

—¡Pues mi buque —interrumpió Doc Savage— puede permanecer con una panne, en un aprieto, quiero decir, durante varios días, sin resentirse lo más mínimo!

—Pero no os podríais marchar de aquí nunca…

—De todos modos, podríamos esperar hasta que vosotros os hubierais ahogado —repuso Doc, breve y secamente—. Además, llevamos a bordo trajes de buzo especiales, de esa clase que no necesita mangueras, de aire y respiración, sino que tienen depósitos de aire para muchas horas. En el submarino existen compuertas especiales, que cierran por fuera y por dentro automáticamente y permiten a los tripulantes, una vez vestidos con el traje de buzo, abandonar el barco, ir y venir bajo las aguas mientras el submarino está sumergido. De modo que no tendremos más que esperar, y cuando os hayáis ahogado, venir y recoger las piezas de la maquinaria que retenéis en vuestro poder.

—¿Y quién te dice a ti que encontraríais nuestros cadáveres? —preguntó Mohallet, en tono desesperado.

—Aunque así fuera —opuso Doc, convencido y sereno—, puestos en un apuro, tendríamos tiempo de sobra para reparar la maquinaria del submarino y ponerlo en marcha.

Doc cambió ahora el inglés por el árabe, a fin de que pudieran entenderle también aquellos de los secuaces de Mohallet que no entendían el inglés, y repitió sus palabras de antes. Esto produjo el efecto que él esperaba: los árabes empezaron a pedir a gritos, casi violentamente, una completa sumisión al enemigo.

Y la cosa terminó siendo traídas las piezas que faltaban al submarino y echadas en el pequeño bote de Doc Savage.

Este, inmediatamente, puso en marcha el motor, alejándose de la orilla.

Sonaron mil gritos salvajes… Muchos de los árabes habrían preferido marcharse con él.

Doc dejó el trabajo de reparar el submarino a sus cinco ayudantes.

Aún no había tenido tiempo de interrogar a sus anchas a la muchacha, rubia; de todos modos, aún había de diferir aquello un poco más.

Savage quería primeramente inspeccionar por sí mismo el lugar de la explosión.

Así, pues, llevando encendido el reflector en la proa, que trazaba un rayo de luz blanca en las tinieblas de la cueva, Savage se dirigió río abajo.

Reflexionaba, y empezó a olfatear intensamente el aire con su agudo sentido del olfato.

El aire era fétido y maloliente, como el de una bodega. Si había alguna ventilación en el techo o las paredes de la caverna debían ser ranuras insignificantes.

Dirigió la manga de luz hacia arriba. El techo de la caverna tendría seguramente una altura de trescientos pies. El muro de enfrente estaba seguramente a dos veces esta distancia.

El sitio era vastísimo, enorme, pero no dejaba de tener precedentes en la geografía del Globo. Las cavernas famosísimas de Carlsbad, en Nueva Méjico, tenían mayor anchura y altura que esta.

Esto, desde luego, no restaba grandeza y majestad al lugar. La oscuridad era grandiosa, increíble. La manga de luz del reflector parecía una raya blanca que atravesara una masa de ébano.

Si esto era un río, pensó Doc, el agua debía de ser dulce, como es lógico.

Para salir de dudas, hundió un dedo en el agua y luego se lo llevó a la boca.

Pero pudo comprobar que el agua era extremadamente salada.

Al fin apareció ante sus ojos la escena de la explosión.

Era una especie de gran agujero, donde las aguas del río se precipitaban, formando un leve salto o catarata, en el mar.

En la boca misma, a causa de las mareas altas, existían una especie de ribetes o cornisas en las paredes de granito, y allí había sido donde Mohallet mandó colocar la dinamita que produjo la explosión.

El río, por lo que podía colegir al menos Doc Savage, estaba completamente cegado. Se puso a examinar la superficie de las rocas amontonadas en la boca.

Luego, acercando el bote a los mismos pedruscos derrumbados, estuvo escarbando y haciendo tanteos, a ver si podía deducir el espesor de la masa de piedras y tierra que obstruía la salida.

En esta tarea empleó su buena media hora.

Al volver al submarino pudo comprobar que sus ayudantes lo habían reparado todo durante su ausencia y que la nave estaba en condiciones de reanudar la marcha.

Doc puso el submarino en marcha, pues, dirigiéndolo hacia el lugar de la orilla donde estaban Mohallet y sus secuaces.

Entre la comezón insoportable y el agua que subía sin cesar y que ahora les llevaba a las rodillas, los árabes parecían enloquecidos de terror.

Varios, impacientes por subir a bordo del submarino, se echaron al agua.

Los otros, en su inmensa mayoría, excitados con el ejemplo, les imitaron. Y los que no sabían nadar, que eran muchos, se agolparon en la orilla, temerosos de quedarse en tierra.

Agitando los brazos, gritando de un modo salvaje, se dirigían al submarino.

Aquí y allí, algunos se hundían, desapareciendo de la superficie.

Y los que conseguían mantener su cabeza a flote, gritaban con gritos agudos. Todo esto producía un estrépito enloquecedor, que ensordecía.

Doc, Renny y Monk se echaron al agua para auxiliar a los infelices.

La tarea no era nimia, ya que en cuanto se acercaban a un árabe, este intentaba, por instinto y empujado por el miedo, subírsele encima. Y tenían que defenderse de ellos dejándolos privados de conocimiento a puñetazos, para poder salvarlos.

Los otros tres hombres de Doc, esgrimiendo sus pistolas ametralladoras, estaban en la cubierta y en la sala de máquinas del submarino, y fueron llevando hacia dentro el tropel sucio de hombres morenos.

Mohallet fue uno de los primeros que vinieron a bordo.

Bajó las escaleras de la toldilla con un gran ruido de pasos fuertes, llevando ahora, ocultos sus dientes llenos de pedrería por sus labios muy apretados.

Los otros miembros del enjambre moreno fueron al fin recogidos y subidos penosamente al submarino.

Inmediatamente, un griterío terrible se elevó en el aire, pidiendo el remedio que calmara la picazón que enloquecía a aquellos hombres.

Monk se dirigió a su camarote y se puso a preparar un nuevo frasco del antídoto de la picacera, pues el primero había sido arrastrado por las aguas al producirse la explosión que cegó la boca del río.

Los prisioneros habían sido llevados al sitio convenido de antemano por Doc y sus camaradas, esto es, al gran camarote del Helldiver. Esta estancia, preparada para alojar una tripulación bastante numerosa, era la mayor que había a bordo. Allí se acomodaron, aunque con cierta dificultad, Mohallet y sus hombres, que eran unos treinta en total.

Mohallet había dejado seguramente el resto de su gang a bordo de su yate negro de las franjas de oro.

Johnny y Long Tom acompañaron a Monk, protegiéndole con sus pistolas ametralladoras, cuando Monk fue al camarote grande donde estaban los prisioneros, a entregarles el frasco de la loción de antídoto.

Monk abrió la puerta, alargó el frasco a un prisionero y al mismo tiempo se asomó. Intentaba decir a los prisioneros que una simple aplicación de aquel líquido seria suficiente para calmar la picacera insoportable.

—¡Eh! —gritó para llamar la atención de todos.

E intentó penetrar en la estancia.

Pero una lluvia de puñetazos, una verdadera avalancha de cuerpos oscuros, le cerraron el paso.

Monk retrocedió, gritando y protestando. Los puños de Monk eran algo terrible y ruidoso; pero ahora eran muchos enemigos contra él.

Y se vio obligado a retirarse. Enseguida se cerró la puerta de acero y se oyó el ruido de los cerrojos y las barras de hierro que eran echados por dentro.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Johnny.

—¡La muchacha rubia, que la tienen allí dentro, con ellos, prisionera! —repuso Monk—. Durante el desorden y la confusión al recoger a bordo a esas gentes, se ve que se han apoderado de ella y la han llevado con ellos al gran camarote.

Acercando entonces su rostro feísimo a la plancha de acero de la puerta, Monk ordenó a gritos a los árabes que libertaran a la muchacha.

Y dijo a gritos que arrancaría las orejas, los brazos y las piernas de todos si no le obedecían.

Pero dentro sonó un gran coro de carcajadas soeces.

Monk golpeó repetidamente la puerta, aun teniendo la certeza de que le sería imposible penetrar por allí en la estancia inmediata.

De pronto se le vio partir.

A bordo llevaban un hacha cortante, y Monk pensaba que quizá con aquella herramienta podría romper la puerta metálica.

Doc salió al encuentro de Monk, deteniéndole, al tiempo que le decía:

—¡Déjalos! El agua está subiendo rápidamente. Lo mejor que podemos hacer es remontar el río hacia arriba, a ver si encontramos la salida. Y si no la encontramos, podemos decir que estamos enterrados en vida.

—Pero la muchacha, hombre…

—Verás: podemos hacer unos agujeros en la puerta y de este modo ver que no le hagan daño alguno a la muchacha.

—¡Muy bien! —aceptó entonces Monk, partiendo hacia la sala de máquinas.