XIV
El beso del cochinillo

Doc, sus tres hombres y la bella muchacha rubia, pudieron avanzar, pues, hacia la playa sin que hicieran fuego sobre ellos. Todos conservaban sus armas.

—¡Oye, Doc! —preguntó Monk de pronto, en voz apenas perceptible—. ¡Tú no te has traído ninguna pieza de la maquinaria del submarino! ¿Dónde las has escondido?

—¡Yo no he quitado pieza ninguna! —repuso Doc Savage también en tono confidencial.

Monk parpadeó, mirando con sus ojillos diminutos a su jefe y amigo, y siguió diciendo, con su eterna ingenuidad:

—En ese caso, deben haber sido Johnny y Long Tom los que…

—¡No seas tonto, hombre! —le atajó Doc, impaciente—. Todo debe reducirse a alguna artimaña de Johnny y Long Tom. Habrán quitado alguna pieza o maniobrado en las máquinas para dar la sensación de que faltan piezas en realidad. ¿Comprendes?

Desde el submarino enviaron ahora varios botes a recoger a los americanos y a la muchacha. En cada uno de los botes venía un solo hombre.

—Finjamos que creemos a pies juntillas en la buena fe de Mohallet y sus promesas, ¿sabéis? —dijo Renny. Un grupo de árabes negruzcos aparecieron entre las rocas, a espaldas de los americanos y la muchacha rubia.

Todos empuñaban sus rifles, dispuestos a hacer fuego, aunque se mantuvieron a la expectativa. No se acercaron siquiera. Se habían acostumbrado a respetar a estos poderosos enemigos.

Doc y sus camaradas subieron a los botes. De mala gana, la muchacha rubia les siguió a su vez. Su lindo rostro aparecía contraído con una expresión penosa.

—¡Se siente apenada por habernos metido en este atolladero! —murmuró Monk.

Doc, comprendiéndolo así también, se dirigió a la joven, por medio de los dedos, diciéndole:

—¡No se atormente usted por nosotros!

La muchacha sonrió amargamente.

—¡Es una muchacha valiente! —comentó Ham jugando distraídamente con su bastón de estoque—. Me habría gustado que nos hubiera contado su historia.

—Tendremos que esperar hasta que hayamos salido de este atolladero —dijo Doc Savage—. Os advierto que si sabemos ganar tiempo, ese pájaro de Mohallet empleará el intervalo para planear un complot endiablado y pretender hundirnos.

Cuando Doc y sus compañeros llegaron al submarino, Mohallet y los hombres que les esperaban en la cubierta, no llevaban arma alguna, a la vista al menos.

—¡Ya veis cómo sostengo mi palabra! —le dijo a Doc Savage—. Ahora, tú tendrás la bondad de colocar en su sitio las piezas que faltan de la maquinaria del submarino.

Y se quedó mirando a Doc, como si se preguntara interiormente dónde diablos podían estar escondidas las piezas que faltaban en las máquinas.

—¿Dónde están mis otros dos hombres? —preguntó Doc Savage.

Johnny y Long Tom fueron traídos ante Doc y sus compañeros. Venían desarmados a pesar de que tenían sus brazos atados.

—¡Suéltenlos! —ordenó Doc con voz ruda y firme.

Se le obedeció seguidamente.

—Bien —siguió diciendo Doc Savage—; ahora vamos a la sala de máquinas, y colocaré las piezas que faltan en la maquinaria.

—Todos en un grupo, hagan el favor —ordenó Mohallet a los prisioneros.

Monk había conservado con él su famoso cochinillo durante toda la aventura. No quería desprenderse de tan potente y eficaz instrumento de tortura contra Ham.

Y llevó el cochinillo de aspecto tan extraño y horrible, bajo el brazo, cuando bajaba la escotilla, mientras las orejas del cerdito se agitaban como enormes abanicos abiertos.

Avanzaban uno a uno, muy juntos. La muchacha rubia y Mohallet, cerraban la marcha.

—¿Qué le habéis quitado a la maquinaria del submarino, tú?

—Nada —repuso Long Tom en el mismo tono—. He cortado algunos circuitos en los cables eléctricos que gobiernan el timón de inmersión. Eso es todo.

Mohallet, que ya hemos dicho que iba en la retaguardia, no oyó esta breve conversación.

Ahora se adelantó, reflejando en su rostro una falsa sonrisa, que dejaba al descubierto toda su dentadura brillante y llena de pedrería. No estaba dispuesto a dejar a sus enemigos que tramaran ningún complot contra él.

—Yo tengo que intervenir en todas las conversaciones que sostengáis, como es natural —le dijo a Doc y a sus amigos.

Doc Savage estaba muy sereno. Pero ahora habló rápidamente, en voz muy baja. Las palabras, eran una extraña mezcla de sonidos guturales y chasquidos bizarros.

El único ojo de Mohallet contempló ahora fijamente a Doc Savage. El otro permaneció inmóvil y fijo, como la pupila de un muerto.

Mohallet no había comprendido una sola palabra de lo que acababa de decir Doc Savage.

En realidad, solo Monk y Mohallet habían podido oír aquellas palabras.

Mohallet no había entendido aquel lenguaje, que muy pocos entendían.

Era la lengua nativa y pura de los antiguos Mayas, el legendario pueblo de Centro América que en épocas remotas tuvo una civilización que recordaba la de los egipcios, y que rivalizó con ellos.

Doc y sus hombres habían aprendido correctamente aquel idioma, en una visita que hicieron al país, visita que fue la base de la fabulosa riqueza que poseía Doc Savage en la actualidad.

En un valle perdido de una República de Centro América, existía una mina de oro de fantástica riqueza.

Un puñado de supervivientes de la antigua raza de los Mayas vivían allí todavía, ignorados por el resto del mundo, y explotando aquella mina maravillosa.

Doc instaló en el país una poderosa estación de radio. Y al mediodía, en ciertos días de la semana, Doc transmitía algunas palabras en la misteriosa lengua de los Mayas por medio de aquel aparato.

A los pocos días de estar allí Doc y sus camaradas, los Mayas organizaban una larga caravana de asnos portadores de un inmenso tesoro. Cada uno de los animales llevaba sobre su lomo una verdadera fortuna de muchos millones.

Era el pago de la tribu al poderoso mago que les había llevado la radio. Y aquella riqueza, como fácilmente se comprenderá, iba a ser empleada en adelante por Doc Savage para deshacer entuertos e injusticias, premiando a los buenos y castigando a los malvados, en toda la superficie del Globo.

Mohallet había quedado desconcertado y absorto al oír las extrañas palabras pronunciadas por Doc Savage.

—¡Es preciso que habléis en idioma que yo entienda! —rugió en tono amenazador, mostrando sus dientes llenos de brillantes, en un gesto furioso.

Doc no le hizo el menor caso, mientras Monk, sonriendo con una sonrisa horrible en su faz monstruosa rascaba al cochinillo detrás de una oreja.

—¡Bien! —dijo este al fin, en tono dulce y amable—, yo voy a llevar a mi cerdito a mi camarote.

—¡Tú te estarás aquí con nosotros! —gritó Mohallet, cada vez más irritado.

Pero Monk fingió que no le oía o que ignoraba que se dirigía a él, y se marchó lentamente de la estancia.

Por los ojos de Mohallet pasaron dos relámpagos de ira infinita; pero no dijo nada.

Doc y los otros continuaron hacia adelante. Varios secuaces de Mohallet vinieron a unirse a su amo y jefe. Era evidente que temían alguna traición por parte de sus enemigos.

Doc, al llegar al compartimiento donde estaban los timones de inmersión, hizo tiempo, disimuladamente.

A los pocos instantes, Monk apareció de nuevo, esta vez sin el famoso cerdito.

—¡Muy bien! —murmuró Doc en voz alta—. Ahora vamos a arreglar las máquinas.

Long Tom le dijo a Doc, en tono bajísimo de susurro:

—¡Ten cuidado! ¡Mohallet piensa jugarnos alguna mala partida, en cuanto hayamos arreglado los motores!

—¡Déjalo! —repuso Doc Savage en el mismo tono—. Déjalo que lleve adelante su plan y así nos descubrirá su juego. En el fondo de todo este asunto, debe haber algo muy importante, y yo estoy impaciente por averiguarlo.

—¡A ver: arregla las máquinas! —ordenó Mohallet en tono imperioso e impaciente.

Doc repuso, antes de hacer nada:

—Pero habíamos convenido que tú nos dirías previamente el uso que pensabas hacer del submarino.

—Ya os lo diré… cuando estén hechas las reparaciones en los motores —dijo Mohallet en tono brutal.

Long Tom se adelantó, a una seña de Doc, y volvió a abrir los circuitos que había cerrado en los cuadros de mando de los timones de inmersión.

Fue cosa de un momento.

Enseguida se volvió a Mohallet, y le dijo con una sonrisa burlona:

—¡De haber conocido tú o tus hombres algo de los submarinos, os habría bastado con hacer lo que yo acabo de hacer!

—¡Hijo de un camello! —rugió Mohallet, desencajado y furioso al tiempo que de sus dientes cubiertos de piedras preciosas salían vivísimos destellos.

De pronto ocurrió algo terrible e inesperado.

Mohallet, de un vivísimo impulso, saltó hacia atrás, empujando a la muchacha rubia, que fue dando traspiés hasta pasar por la puertecilla que comunicaba esta sala de máquinas con la estancia contigua.

Y, con sorprendente e increíble rapidez, corrió detrás de la muchacha, la levantó en vilo, y huyó con ella en dirección a la popa de la nave.

La muchacha intentó defenderse pero, naturalmente, no podía nada contra la fuerza del gigante árabe. Mohallet, llevando entre sus brazos su preciosa carga, atravesó ahora, varios compartimientos, donde no se veía ya maquinaria alguna, sino las literas de los tripulantes. Eran los pequeños camarotes de la tripulación.

Doc echó a correr detrás del fugitivo, sin cuidarse del grupo de árabes que, a sus espaldas, intentaban detenerle el paso; no se dieron cuenta que Doc Savage no intentaba defenderse con la acometividad y la fuerza en él habituales.

Doc y sus cinco amigos se encontraron en la sección de camarotes, formando un pequeño grupo, vacilante, dando traspiés al avanzar entre las literas.

De repente, las puertas que comunicaban estos departamentos hacia popa y hacia proa, se cerraron de golpe. Enseguida se oyó un gran ruido de cerrojos y fallebas que eran corridos.

Renny se lanzó furioso contra una de las puertas, con toda su enorme humanidad; luego descargó varios puñetazos contra la puerta con sus puños de hierro. Pero la puerta era de acero y resistió bravamente la acometida.

Doc, mientras tanto, luchaba contra la puerta del otro extremo. Pero las planchas de acero de las puertas estaban hechas a prueba de violencias, y solo saltarían bajo la ametralla de una explosión que volara el buque.

—¡Estamos cogidos en una ratonera! —rugió al fin Monk, desolado y furioso.

—¡Y los bandidos esos se han llevado a la muchacha!…

Muy emocionados, los cinco ayudantes de Doc miraron a su jefe con una expresión interrogante.

Pero este se mostraba muy sereno… sin dar la más leve muestra de inquietud.

Luego, buscando una litera confortable, se echó cuan largo era.

Ham volvió a envainar su bastón de estoque, y miró a Doc fijamente.

Luego sonrió, arreglándose su americana impecable.

—¡Dime la verdad, Doc! —dijo sonriendo—; tú esperabas algo por el estilo, ¿no es así?

—¡Algo por el estilo, no! —opuso Doc, sonriendo también un poco—. ¡Yo esperaba esto precisamente!

—¡Pero, diablo, ahora estamos en peor situación que…!

—¡Calla, hombre, calla! —le interrumpió Doc Savage—. Nosotros vamos a jugar la misma pasada a estos pajaritos. No son tan listos como parece.

—¿Qué quieres decir? ¿Que el submarino no va a marchar todavía, a pesar de lo que le hemos hecho?

—No, no; no quiero decir eso. El submarino marchará, si esta gente lleva alguien que sea experto a bordo y entienda la maquinaria.

—¡Pero seguramente, no llevan ningún perito a bordo! Lo prueba el hecho de que no hayan podido descubrir que lo que le pasaba a la maquinaria era que estaban cerrados los circuitos de los motores, sencillamente.

—Eso no prueba nada, amigos míos. Este submarino no es de los sistemas más corrientes. Un experto en submarinos, puede haber ignorado esto de los motores y encontrarse ante un dilema en un caso así…

Pronto la teoría de Doc Savage se vio confirmada por los hechos.

El Helldiver se puso en marcha, probando de este modo que entre los secuaces de Mohallet había alguno o algunos que entendían el mecanismo de los sumergibles.

Doc y sus camaradas oyeron cómo se cerraba de golpe una escotilla por la parte de la proa, y comprendieron que los que iban en aquella parte se unían a Mohallet y los otros en las salas de máquinas.

Durante dos horas, el Helldiver navegó con velocidades distintas. Varias veces, una mayor o menor inclinación del piso de la estancia, indicó a Doc y sus camaradas que el buque viraba cambiando de rumbo.

—¿Qué diablos significa este viaje, Doc? —preguntó Monk muy intrigado.

—¡Quizás —repuso Savage al azar—, los del gang de Mohallet se están familiarizando con el manejo y dirección del submarino!

El viaje, aquella marcha sin rumbo aparente, continuó durante algún tiempo todavía.

Luego, el submarino hizo tres inmersiones, casi consecutivas, muy cortas, desde luego. La primera de ellas fue francamente lamentable pues el sumergible casi cayó perpendicularmente al fondo del mar; la segunda fue mejor; la tercera exacta y correcta, como hecha por unas manos de experto.

—Están haciendo pruebas para adiestrarse —comentó Ham.

Monk dijo a su vez, mirando a su eterno enemigo con el ceño fruncido:

—Yo preferiría que siguieran adelante, y se dejaran de estos pasteles de cerdo, la verdad…

Pronto vio cumplirse sus deseos. El submarino volvió a la superficie y pronto reemprendió una buena marcha. Luego viró y empezó a sumergirse lentamente.

—Mohallet y los suyos han ido bordeando la costa con el submarino durante algún tiempo —dijo Doc Savage—. Y ahora se acercan a la orilla directamente, quiero decir, en línea recta.

Los otros parecieron sorprendidos. Doc Savage, gracias a sus agudas facultades y a sus más desarrollados sentidos, había podido seguir con cierta exactitud la marcha del submarino.

Los otros no tenían la más pequeña idea del sitio a donde pudieran haberse dirigido.

Doc se acercó a una de las paredes de acero de la estancia, y aplicó el oído a ellas.

Durante largo rato solo percibió el lejano rumor adormecido de los motores.

De pronto el barco experimentó una ligera sacudida. Se sintió un leve golpe, dado adrede con el casco del buque. Este había tocado el fondo del mar.

Los motores se detuvieron, aparentemente mientras los hombres de Mohallet se cercioraban de que la nave no había sufrido averías ni daño alguno.

Estas gentes ignoraban que el submarino estaba hecho a prueba de golpes mucho más importantes.

—¡Callad! —dijo de pronto Doc—. ¡Escuchad ahora!

Sus camaradas aplicaron también, un oído a las planchas de acero humedecidas de la estancia.

Y todos pudieron percibir ahora un ruido extraño, mezcla de murmullo lejano, de gorgoteo inexplicable y de silbido leve. Débil como fantástico, aquel ruido continuaba sin interrumpirse ni un momento.

Monk buscó durante unos instantes una frase que definiera sus impresiones.

Al fin pareció encontrarla y dijo:

—¡Parece un monstruo que gritara!…

—¡Esto debe ser Crying Rock! —repuso Doc, recordando, de pronto, las palabras de la muchacha.

Un momento después los motores del submarino se ponían de nuevo en marcha.

El Helldiver avanzó ahora lentísimamente, mientras su casco, provisto, como sabemos, de listones de acero por todas partes rozaba de vez en cuando en un fondo rocoso.

—¡Diablo! —murmuró Johnny quitándose las gafas para limpiarlas—. A mí, la verdad, me gustaría saber a dónde nos llevan…

Pasaron cinco minutos…, diez…, quince. La quietud y el silencio casi absoluto continuaba. Los motores marchaban apenas. El Helldiver debía estar haciendo escasamente tres millas por hora.

¡Un choque!… Esta vez parecía que el submarino había recibido un golpe en la parte superior. Pero fue un choque blando, poco violento.

—¿Qué diablos ocurre? —murmuró Johnny, guardándose sus famosas gafas en un estuche de forma especial para alojar también el magnífico lente de aumento—. ¡Esta vez los listones de la tapa del submarino han rozado con algo!

—Seguramente estas gentes están, llevando el submarino a algún lugar donde van a anclarlo —dijo Doc. Una aguda inclinación del submarino, que subía, y un ruido sordo de los depósitos de aire que soltaban lastre, indicaron que la nave volvía a la superficie.

Los motores cesaron de funcionar. El Helldiver retrocedió levemente, y al fin se detuvo con una ligera sacudida. La nave había sido anclada.

—Parece que estamos en un río, señores —dijo Doc a sus camaradas.

Las voces de los hombres de Mohallet se oían ahora perfectamente, aunque no se entendían las palabras a causa del espesor de las paredes metálicas del buque. De todos modos, el tono de las palabras parecía agudo y excitado.

Ham, luego de tender el oído unos instantes, dijo, golpeando el muro metálico con su bastón de estoque:

—¡Dijérase que esas gentes están muy asustadas!… ¿Qué diablo puede ocurrirles?

Monk sonrió, dando a su rostro feísimo una expresión aún más horrible.

Luego dijo:

—¡Habeas Corpus debe haber empezado a surtir sus efectos!

Ham se irguió, todo crispado, y dijo con una expresión terriblemente triste y furiosa:

—¡No me nombres el cerdo ese, vaya!… ¡Cuando hayamos salido de este mal paso, lo primero que voy a hacer es sacarle los jamones a tu animalito y comérmelos!

Monk miró a su enemigo con ironía e intención, y murmuró:

—¡Yo he prometido darle un gran beso al dulce y pequeño ser que nos va a sacar de este atolladero!

Ham debía haber sido más cauto y astuto; pero estaba loco de furia y de celos. Pensó que Doc y Monk debían haber conspirado con la bella muchacha rubia para que fuera ella la que los libertara.

—¡Y yo también!… —gritó entonces Ham—. Y también prometo besar a quien nos liberte de este mal paso.

—¿Qué quieres decir, vamos a ver? —preguntó astutamente Monk.

—¡Lo juro por mi vida! —dijo Ham, mirando fijamente al feo rostro de Monk—. ¡Y tengo la seguridad de que la muchacha recibirá mi beso con alegría y agrado!

—¡Bueno, camaradas, ya habéis oído el juramento de Ham! —dijo solemnemente Monk, volviéndose hacia sus amigos—. ¡Ham acaba de jurar y prometer solemnemente que dará un beso a mi cochinillo Habeas Corpus!

—¿Qué dices? —exclamó Ham, asombradísimo.

—Sí, hombre, el cerdito! —explicó Monk dulcemente—. Es que yo le he puesto al cochinillo unos polvos especiales entre las cerdas. Son unos polvos que producen un picor vivísimo, como esos que usan a veces para jugar los chicos, pero muchísimo más activos y enérgicos. Uno de los gangsters de Mohallet debe haber tocado al cochinillo y enseguida ha enloquecido de comezón y ardor en la piel; a su vez, los otros deben haberse acercado a su camarada, y les ha ocurrido otro tanto. ¿Lo comprendes ahora?

Y Monk se quedó mirando a su eterno enemigo con una expresión y una sonrisa burlonas.

Luego añadió radiante:

—De modo y manera, querido Ham, que no tendrás más remedio que besar al cochinillo. Porque los hombres de Mohallet se apresurarán a sacarnos de aquí para que les demos algo que calme su enloquecedora comezón y el picor que les atormenta.

Ham frunció el ceño dando, a su rostro una expresión terriblemente triste y colérica, pero no dijo nada.

El rescate y la libertad del grupo, habían perdido de golpe todos sus encantos.