VIII
La voz del infierno

Balid era uno de los cuatro prisioneros. Como había sido el enemigo al que primero abatió Savage, de un puñetazo formidable en la mandíbula inferior, fue también el primero en volver en sí. Los otros habían sido heridos por las balas que privaban del sentido, y por tanto tardaron más tiempo en despertar.

Al despertar, los brazos y las piernas de Balid intentaron hacer los movimientos naturales de un durmiente que se despereza. Pero, con gran asombro del árabe, no podían moverse.

Balid comprendió que estaba en un sitio donde hacía mucho calor.

Y abrió los ojos.

Entonces lanzó un breve grito ahogado de inmensa sorpresa.

Una espantosa aparición surgió ante sus pupilas dilatadas por el espanto, a pocos metros de donde él estaba: era nada menos que un horrible esqueleto de ocho pies de altura, que lanzaba unos extraños destellos de luz verdosa.

El horrible esqueleto de fuego, extendió de pronto uno de sus brazos y luego el otro. A los ojos muy dilatados de Balid le parecieren que aquellos brazos tenían lo menos veinte pies de largo.

El pavoroso esqueleto abrió luego su boca descarnada, por la que salió una llama corta y cegadora. Enseguida surgió un leve chorro de humo blanquecino.

El árabe intentó gritar, pero su terror era tan grande que las palabras y los sonidos se ahogaban en su garganta.

Era que la voluta aquella de humo acababa de tomar la forma del busto del amo de Balid, es decir, de Mohallet. La cabeza de Mohallet aparecía cortada limpiamente, de un tajo que cercenaba su cuello de oreja a oreja.

Y de aquel cuello cortado de un solo tajo, iban cayendo riachuelos de una sangre muy roja…

La espantosa aparición se desvaneció de repente.

Uno de los brazos luminosos del esqueleto, se alargó y tocó a Balid. Hubo un leve susurro misterioso. Y el árabe sintió un dolor intolerable de agonía, un dolor que se le hacía insoportable y le cogía de pies a cabeza.

Intentó moverse, levantarse y huir; pero no podía moverse. Sus miembros volvían a darle la sensación de estar paralizados, se sentía arder, arder como si fuera de fuego.

—¡Ya estás aquí! —dijo el esqueleto con una voz ronca de ultratumba.

Esto no era una novedad para el pobre Balid. Sabía que estaba presente, que había recobrado sus sentidos… ¡y de qué modo!… ¡jamás pudo haber imaginado su mente supersticiosa, un sitio más tétrico ni más aterrador!

—¡Estás a medio camino de la larga y terrible jornada, entre la esfera terrestre y el más allá eterno! —siguió diciendo la voz de ultratumba—. ¡Y precisamente aquí es donde vuelve a la vida tu parte material y se despide tu futuro eterno!

Balid intentó temblar, aunque su cuerpo no podía moverse en lo más mínimo. ¡Estaba muerto!… ¡Estaba seguro de esto! No había otra explicación posible de este fenómeno.

Ante los ojos de Balid surgió ahora en la obscuridad un libro. En la cubierta, con letras luminosas, se leían estas palabras, escritas en árabe:

«HECHOS Y HAZAÑAS DE BALID»

El volumen desapareció antes de que Balid pudiera leer nada más.

La voz de ultratumba siguió diciendo entonces:

—Esto es un resumen de los hechos y hazañas de tu vida. ¡Aquí está todo, absolutamente todo! Y, por cierto que es un relato poco edificante. Quizá, quizá te sitúa en el mismo puesto del demonio. Pero hay otra cosa que tal vez pudiera salvarte. Confesar los hechos más íntimos y secretos de tu vida terrenal. Si dices la verdad pudieras salvarte. Si mientes ten la seguridad de que yo lo conoceré enseguida.

Balid intentó hablar lanzando algunos sonidos guturales. Al fin pudo decir en voz baja y penosa:

—Yo era uno de los hombres que trajo Mohallet a los Estados Unidos con la muchacha rubia…

Pero la voz de ultratumba le interrumpió:

—¡No, no! ¡Es preciso que empieces tu historia mucho antes de todo eso!

Balid casi sollozaba ahora a causa del terror. Y dijo con voz temblorosa:

—¿Quieres que empiece la historia desde el primer momento en que vi a la muchacha rubia?, ¡oh. Todopoderoso!…

—¡No, no, más lejos que todo eso, antes, mucho antes! Empieza con algo que se refiera a Mohallet.

—Mohallet —gimió Balid entonces—, es el jefe de una tribu de ladrones que opera en las costas del Sur de Arabia. Mohallet tiene muchos prosélitos…

—¿Qué sabes del Príncipe Abdul Rajab?

—No existe tal persona. Ese es uno de los nombres que Mohallet usa a veces.

—Di la verdad, gusano inmundo, —rugió la voz de ultratumba entre sus dientes apretados—; ¡porque si mientes, yo lo conoceré, y te condenaré al fuego eterno!

—Mohallet la encontró en una de sus excursiones por las costas de Arabia, —siguió gimiendo Balid—. Iba vestida de un modo extraño, y en una muñeca llevaba un brazalete muy lindo de plata. Mohallet se lo quitó. Esa muchacha habla una lengua que nos es completamente desconocida, ya que ignoramos qué pueblo o qué tribu sea el que la hable. La retuvimos prisionera, y al cabo de varias semanas, Mohallet había aprendido el idioma que habla la muchacha —Balid hizo una pausa—. Pero cuando el brazo luminoso del espectro se alargó y unos dedos de hierro le empuñaron, produciéndole un nuevo dolor agudísimo, continuó en tono más vivo y ligero:

—Yo no sé lo que Mohallet logró averiguar cuando, al aprender el idioma de la muchacha, pudo hablar largamente con ella. Pero lo único que puedo decir es que, fuera lo que fuera, Mohallet pareció muy contento y excitado. Y una noche, hizo entrar en una lancha con él a la muchacha rubia y a seis hombres, y se fueron. No sé dónde fueron. Pero cuando volvieron, Mohallet venía furioso, y los seis hombres ya no le acompañaban. Solo venía él con la muchacha rubia.

»Más tarde encontramos los cadáveres de los seis hombres, en la playa. Y nos guardamos muy bien de decir nada, porque todos tenían heridas producidas por las balas envenenadas de las pistolas de Mohallet, cuyos proyectiles conocemos nosotros.

La voz le ultratumba preguntó entonces:

—¿Quieres decir que Mohallet los mató para que no pudieran decir adónde habían ido?

—No puedo asegurarlo, pero me parece que fue así, quiero decir, que yo lo pienso así.

—Continúa.

—Luego, al frente de un pequeño ejército, Mohallet intentó penetrar en el gran desierto de Rub’ Al Khali, donde no había penetrado jamás ningún hombre del mundo. En las costas de este desierto viven tribus salvajes y feroces. Y las tribus nos rechazaron, causándonos numerosas bajas.

—¿Cómo? Mohallet intentó penetrar en el gran desierto, y no pudo conseguirlo, ¿no es eso?

—En efecto. Y entonces vino a los Estados Unidos en su yate.

—¿En su yate, dices?

Balid intentó rectificar, tomando la tangente, y dijo:

—¡Bueno, quizá, oh, Todopoderoso!, no se trata de un yate de propiedad de Mohallet. El yate se lo robó Mohallet a un inglés, hace unos meses.

La voz de ultratumba preguntó ahora:

—¡Bien! Y dime, ¿Mohallet vino en busca del submarino que pertenece a Doc Savage, no es así?

—En efecto.

—¿Y para qué quiere el submarino?

—¡Oh, no sé! Solo tengo sospechas… Quizá pretende llegar con el submarino a algún punto de que le hablara la muchacha rubia…, un sitio quizá situado en el gran desierto de Rub’ Al Khali.

—¡Di la verdad, gusano!… ¿Qué es lo que busca Mohallet?

—¡Oh, estoy diciendo la verdad!… Y la verdad es que yo no sé lo que busca.

—¿Dónde está anclado el yate de Mohallet, quiero decir en qué muelle de Nueva York?

—En un sitio que los americanos llaman el río Hudson, en las cercanías de la calle número cien.

—¡Muy bien! —dijo ahora la voz de ultratumba—. Has hablado bien. Has dicho la verdad.

De pronto, se oyó una espantosa carcajada de Monk, al tiempo que su vozarrón de gigante decía:

—¡Y tanto que ha hablado bien!… Y para recompensarle de alguna manera, vamos a volverle a la vida.

Se oyó entonces un chasquido de la llave de la luz al ser girada… y la estancia se llenó de claridad.

Balid miró en torno, con una expresión de susto infinito en sus ojos muy abiertos.

Estaba en el gran laboratorio de Doc Savage.

Volvió sus ojos junto a sí, y se vio metido en un cajón que le llegaba al cuello, un cajón que parecía lleno de arena. La arena estaba calentada, hasta un grado desagradable, por medio de unos hilos eléctricos.

El esqueleto que le había producido tanto terror, no era otra cosa que un simple maniquí de madera, frotada con fósforo. Las articulaciones eran cintas o trapos, lo cual había permitido al fantoche alargar los brazos.

Del brazo derecho del esqueleto, pendía un hilo eléctrico también, desnudo.

Al tocar a Balid, este cable había producido al desdichado fuertes descargas.

El libro en el que Balid había visto escritas las terroríficas palabras referente a sus hechos y hazañas, era, sencillamente, un libro viejo, en el que se habían escrito con fósforo algunas palabras.

En uno de los bolsillos de Balid, se había encontrado un monedero, con el nombre del árabe grabado, y esto permitió a Doc y a sus camaradas averiguar el nombre del infeliz.

En el libro habíase escrito también una breve historia relatando lo sucedido en el hotel del distrito de Times Square, aunque Balid no había tenido tiempo de leerla.

Linternas hábilmente disimuladas, habían servido para comunicar al esqueleto la llama que parecía surgir de su boca. Un poco de guata blanca, había servido para imitar el humo. Y la cabeza de Mohallet y su cuello cortado de un tajo y sangrante, había sido sencillamente un dibujo pintado por Doc Savage de dos pinceladas y ejecutado de memoria.

Porque hay que añadir que Doc poseía una gran habilidad como artista.

Balid lanzó un gemido plañidero, y luego cerró sus ojos fuertemente.

Empezaba a desear estar verdaderamente muerto. Había dicho cuanto sabía acerca de Mohallet y de la muchacha rubia. Si Mohallet llegaba a enterarse de esto, le sometería a una serie de suplicios poco agradables antes de darle muerte de un modo terrible.

Doc, hablando ahora con su voz normal, dijo:

—¡Bien! Vamos a ir a echar una ojeada a ese yate de Mohallet.

Con una aguja hipodérmica, administró sendas inyecciones a los cuatro prisioneros. Esto mantendría privados de sentido a los cuatro hombres, hasta que se les suministrara otra inyección de una mezcla que los reviviría.

De momento, Doc no necesitaba para nada a los prisioneros.

Dentro de pocas horas, una misteriosa ambulancia vendría a la ciudad, y conduciría al ilustre cuarteto árabe a la institución de Doc Savage, donde se les sometería al maravilloso tratamiento del hombre de bronce.

El ascensor velocísimo de Doc, bajó ahora al pequeño grupo de hombres a los subterráneos del rascacielos, donde estaba el garaje.

Entraron en uno de los coches más grandes de Doc, precisamente la misma limosina que Savage conducía cuando fue asaltado horas antes por los árabes.

Quince minutos más tarde, detenían el coche en el extremo de la calle número cien.

Empleando gemelos de noche, empezaron a examinar las orillas del Hudson.

Al fin, Monk encendió una luz química de su propia invención.

Esta luz esparcía un resplandor muy intenso. Por cierto que este invento había valido a Monk, al feísimo y maravilloso químico, una medalla del ministerio de la Guerra, que había adquirido su secreto.

La luz intensísima no mostró yate alguno.

—Balid debe habernos mentido, —sugirió Renny en tono amenazador y terrible.

—Yo no lo creo así, —repuso Doc pensativamente—. Aunque era un granuja, era también muy supersticioso, y creía de buena fe el camino del infierno.

—En ese caso Mohallet se ha perdido para siempre, ¿verdad?

—Es muy probable, —asintió Doc—. El asunto ese del hotel, le ha llenado de terror. El pobre diablo pensó que el clima de Nueva York ya no le convendría en adelante… ¿comprendéis? ¡Y el infeliz ha desplegado las velas de su barca! —¡Venid conmigo!

Volvieron á la limosina.

Una sirena de la policía, gimió a lo lejos, en la noche, al tiempo que el coche de Doc y sus camaradas partía en dirección al Sur.

Savage llevó el auto directamente hacia el muelle donde estaba su famoso almacén.

Cada uno de los hombres se dirigió ahora vivamente hacia un aeroplano.

Las ruedecillas de goma de los aparatos estaban perfectamente engrasadas, y los aparatos, anfibios, como ya sabemos, empezaron a descender por la rampa que bajaba hacia el río por la misma fuerza de las hélices al ponerse en marcha.

Elevándose en el aire, y empleando luego de vez en cuando los poderosos cohetes luminosos de Monk, Doc y sus cinco ayudantes exploraron a conciencia todos los muelles y los estuarios del Hudson, buscando el yate de su enemigo.

El capitán de un ferry-boat les dio las señas y una exacta descripción de un barco que había estado anclado al pie del muelle donde terminaba la calle número cien.

—Era un buque de regular tamaño, —les explicó—. Un yate magnífico, que no les costará trabajo alguno reconocer. Va pintado todo negro, con franjas doradas en las chimeneas.

Como los aeroplanos de Savage iban todos provistos de estaciones emisoras y receptoras de radio, Doc dio una completa descripción del yate a sus amigos.

Luego, volando por encima del río, yendo de aquí para allí sobre la isla de Manhattan, buscaron sin cansarse el yate negro.

Los cinco ayudantes de Doc Savage eran todos excelentes pilotos aviadores.

Al llegar a la boca del puerto, uno de los oficiales de la aduana de guardia, le dijo a Doc que recordaba haber visto pasar, camino del mar un yate negro que marchaba a una velocidad fantástica.

Doc Savage informó enseguida por radio a sus cinco amigos:

—¡El enemigo intenta escapar!… Es preciso que intentemos alcanzarles y cortarles la retirada.

Al volar sobre el Atlántico, Doc y sus cinco camaradas se encontraron una espesa niebla que hacía invisibles las aguas. Además, había empezado a llover, y la niebla y la lluvia los cegaban por completo impidiéndoles ver los buques y el mar.

Los aeroplanos volaban de acá para allá, aunque inútilmente.

Varias veces Doc amaró con su aparato sobre las aguas, y, sacando un pequeño aparato introducía en el mar un tubo de goma, aplicando el otro extremo a un oído.

Este aparato, muy usado durante la Gran Guerra, delataba la presencia de un buque que navegara en muchas millas a la redonda.

El aparato descubría y revelaba el ruido de las hélices de la nave.

Doc oyó el rumor de numerosas hélices de buques. La boca del puerto de Nueva York, es un sitio frecuentadísimo por todas las naves de la Tierra.

Así, pues, era imposible descubrir el ruido de las hélices del yate qué ellos iban buscando.

Ni siquiera los cohetes y las luces de Monk, a pesar de ser tan intensos, podían disipar la espesa niebla.

Y durante varias horas, los aeroplanos recorrieron el mar en una búsqueda infructuosa.

—¡Es inútil! —dijo al fin Doc por radio—. La niebla nos ha vencido. Los transmisores y receptores de las radios estaban sincronizados precisamente con la misma longitud de onda. El efecto era muy parecido al de una línea telefónica.

Cualquiera de los miembros del gang de Doc, podía ponerse al habla con sus compañeros cuando quería.

—¿Quieres que volvamos a Nueva York? —preguntó luego la voz del elegante Ham.

Monk repuso, con la peor intención del mundo en un tono burlón en sus palabras:

—¡El dandy está impaciente por volver a ver a su esposa y a sus trece hijitos!…

—¡Ah! ¿Está el aparato el mono con alas? —repuso Ham, riendo a través del aparato.

—¡Pero oíd, idiotas! ¿No estáis ya cansados de pelearos siempre? —rabió el vozarrón de Renny—. ¡Cuando tropezamos con obstáculos infranqueables en este asunto tan serio, vosotros seguís con vuestras bromas!…

De pronto, la voz aguda de Johnny, preguntó:

—Oye, Doc: ¿tú te llevaste un pedazo de la bañadera de un cuarto del hotel a tu casa, no es así?

—En efecto —repuso Doc.

—¿Y por qué hiciste eso?

—Muy sencillo —repuso Doc de nuevo—; porque parece ser que Mohallet tuvo sujetada o atada en esa bañadera a la muchacha rubia mientras la retenía prisionera en el hotel.

—Bueno, ¿y qué?

—Que la muchacha había escrito una especie de mensaje en uno de los lados de la bañadera.

—¿Y qué clase de tinta empleó para ello la muchacha?

—Una pastilla de jabón.

—¿Y qué dice ese mensaje?

—¡Oh, no sé! —repuso Doc—. Las palabras no me recuerdan ninguna lengua conocida.

—¿Queréis que regresemos a Nueva York e intentemos descifrar ese mensaje? —dijo ahora Long Tom, tomando parte por primera vez en la conversación aérea.

Doc Savage contestó vivamente:

—¡Muy bien! —Volvamos hacia Nueva York.