III
El príncipe árabe

Durante quince o veinte segundos, hubo un silencio absoluto.

El ruido de la fuga de la muchacha rubia y de los cuatro árabes, había cesado por completo.

—¡Por el Buey Apis! —repitió el asaltante de Doc, que aún se mantenía en pie.

—¿Es que nos hemos tirado una plancha?

—¿Pues quién os creíais que era yo?, preguntó Doc, muy divertido.

—¿Y cómo diablos íbamos a saberlo? ¿Cómo íbamos imaginarnos que eras tú? Oímos gritar a la muchacha, y pensamos que alguien la retenía a la fuerza, pero no podíamos ver quién era. Vinimos creyendo aclarar el misterio. Y como te oímos hablar árabe, acabamos de desorientarnos. ¿Comprendes?

—Pero ¿vosotros habíais visto a la muchacha esa antes?

—¡Y claro que sí! La vimos enseguida que llegamos a la calle aquella, después de oírte decir que te habían asaltado cuatro pájaros nocturnos. Pero oye: ¿cómo diablos te las arreglaste para hablar a través del transmisor de la radio de tu coche, sin que se enteraran tus cuatro enemigos?

—Es que las ventanas de cristal del auto, estaban cerradas herméticamente —repuso Doc.

Los cuatro árabes se habrían asombrado si hubieran podido oír estas palabras. No estaban enterados de la breve descripción que de ellos había hecho, a media voz, Doc Savage, al verlos aparecer ante su coche, ya que, como sabemos, Doc había hablado sin mover siquiera los labios.

Como tampoco podían haber supuesto los árabes, ni remotamente, que en el auto de Doc, este llevaba una estación emisora, de radio completa, de onda corta, y cuyas ondas eran recogidas por una estación receptora instalada en las habitaciones que Doc tenía en el rascacielos donde vivía en Nueva York.

—Pero ¿vosotros habéis seguido hasta aquí a esa muchacha? —preguntó Doc.

—En efecto. Ella iba, siguiendo a su vez a alguien… a un hombre. No pudimos verle bien… estaba muy oscuro. Yo creo que ese individuo te iba espiando a ti y a tus cuatro captores…

—Me parece que vamos a estar de acuerdo… ¡A ver: enciende una cerilla, y veamos si podemos hacer volver en sí a Monk!

El hombre de la voz fuerte y ruda encendió una cerilla. La luz vacilante, reveló un personaje extraordinario. Era un verdadero gigante y, sin embargo, sus manos eran tan enormes que el resto de su persona parecía desproporcionado y mezquino.

Su rostro era alargado, de puritana, y seria expresión; su boca, fina y de gesto duro. Su expresión habitual era la de un hombre que encuentra pocas cosas en el mundo que le satisfagan y alegren verdaderamente.

Este hombre era Renny. El coronel John Renwick, conocidísimo entre los ingenieros, y uno de los tres o cuatro más grandes ingenieros de los Estados Unidos.

Había hecho una gran fortuna ejerciendo tal profesión. Su única diversión ahora era derribar marcos de puertas con sus grandes puños.

Un segundo miembro del grupo, estaba caído sobre las sucias tablas del muelle, roncando levemente, sumido en hondo sopor inconsciente.

Peludo, tosco y ordinario, con los brazos más largos que las piernas y un rostro de horrible e increíble fealdad… este hombre era Monk.

Pesaba sus buenas doscientas setenta libras, y era casi tan ancho como alto.

Si se hubiera juzgado por las apariencias, se habría podido creer que en la estrecha frente de este hombre, apenas cabía una cucharada de cerebro; pero la verdad era que este hombre, el teniente coronel Andrew Blodget Mayfair —pues así se llamaba— era una persona conocida en todo el mundo y, sobre todo, en los Estados Unidos, como un químico verdaderamente portentoso.

Despertaron a Monk empleando el sencillo procedimiento de agarrarlo entre los dos y zambullirlo en las frías aguas del río.

Se despertó gimiendo y quejándose, y se llevó enseguida ambas manos a la mandíbula inferior.

Amargamente, miró a Doc, y dijo en tono plañidero:

—¡No tienes qua decirme nada! Ha sido a ti a quien hemos atacado… ¡Sufrimos una equivocación lamentable!…

Su voz tenía una nota dulce, como la de un niño.

—¿Tenéis linternas? —preguntó Doc Savage.

—¡Claro que sí!

Renny sacó una de un bolsillo. Era pequeña, pero muy potente. La corriente no era suministrada por una batería o una pila, como suele ocurrir en la mayoría de los modelos conocidos, sino por un pequeño generador accionado por un motor de muelle, que giraba al torcer sobre su eje la culata de la linterna.

Distraídamente, Monk sacó otra linterna idéntica. Luego dijo, rascándose la barbilla, en tono prudente y avisado:

—La verdad: cuando se me presente ocasión de nuevo de atacar a alguien en la obscuridad, me cuidaré muy bien de encender la linterna y enterarme quién es primero.

—Vamos a dar una vuelta por aquí —dijo Doc Savage—. Hay que registrar este muelle.

Renny protestó ruidosamente:

—¡Pero si todos se han marchado… Todos han huido!…

—¡Oh, sí, la muchacha rubia y los cuatro árabes, sí! —repuso Doc Savage—. Pero es que por aquí había otro individuo. ¡Quizás más de uno!… Vamos a dar una vuelta y a ver.

Empezaron a registrar cerca de la orilla del muelle, siguiendo luego adelante.

—Si oís un chirrido extraño… ¡echarse enseguida, al suelo! —aconsejó Doc Savage.

—¡Escucha! —murmuró Monk—. Nosotros oímos unos ruidos extraños, al final del muelle, poco antes de caer sobre ti. ¿Qué era eso?

—Una especie de proyectiles, que eran dirigidos contra mí.

—¡Pero no oímos ruido de disparos! —protestó airadamente Renny—. ¡Ni siquiera el leve chirrido de un arma de fuego cuando está, provista de un aparato silenciador!

—Ya lo sé.

—Entonces… ¿qué es lo que ha disparado los proyectiles esos? No puede haber sido un rifle de aire, porque este hace ruido.

—Un rifle de aire, provisto de un aparato silencioso —dijo Monk con su vocecilla atiplada.

—¡Tú, dandy peludo, calla! —dijo Renny, en tono desabrido—. ¡Tú no podrías hacer que un rifle de aire se convirtiera en una arma tan silenciosa que no oyéramos un leve rumor al ser disparada!

Doc intervino, sonriendo:

—¡Bueno, muchachos, cuando acabéis de discutir daremos una vuelta por aquí!

Renny restregó uno contra otro sus enormes puños, haciendo un ruido como si rozara dos piedras entre sí. Luego dijo:

—¡Muy bien!, ¡vamos!…

Se pusieron a buscar, mirando debajo de cada bala de mercancías, debajo de cada fardo, entre las grandes piezas de la maquinaria del puerto, cerciorándose al mismo tiempo de que las tapas de todas las cajas y cajones que se veían por allí estaban sólidamente clavadas.

—Bien —exclamó Monk, cuando hubieron terminado las pesquisas sin resultado alguno—; ¿tú tienes idea, Doc, a dónde diablos haya ido a parar el que hizo los disparos contra ti?

—¡Yo; lo único que puedo decir es que debe haberse escabullido al mismo tiempo que desaparecían la muchacha rubia y los cuatro árabes esos! —repuso Savage.

—De todos modos, no hemos podido encontrar la cápsula vacía de proyectil alguno por aquí —dijo Monk, con aquella vocecita atiplada que resultaba ridícula en un hombre de su estatura.

—Es que yo creo que acabaremos por poner en claro que esos proyectiles no han sido disparados utilizando pólvora —dijo Doc Savage.

Renny volvió a restregar sus puños uno contra otro, y exclamó:

—¡Oye: mira lo que estaba pensando! Ya te dije antes, Doc, que cuando nosotros vinimos hasta aquí siguiendo a la muchacha rubia, ella iba espiando a alguien a su vez, ¿te acuerdas? Bueno, pues verás: nosotros no pudimos descubrir más que confusamente dos veces, al individuo a quien ella seguía; pero yo podría jurar que llevaba encima, algo así como un gran caja-funda de violín o de violonchelo.

—Yo podría jurarlo también —asintió a su vez Monk.

—En ese caso, ya no cabe la más pequeña duda de que fue ese individuo el que disparó contra mí los proyectiles —dijo Doc.

Una nueva búsqueda hizo a Doc encontrar bien pronto el fardo cubierto de arpillera junto al cual había hecho caer en montón a los cuatro árabes enemigos, antes de proceder a su gracioso interrogatorio. Con sus dedos de hierro desgarró fácilmente la arpillera, descubriendo un fardo de cuentas.

Eran unas cuerdas gruesas, de más de dos pulgadas de diámetro. Al otro lado del fardo, los dedos de Doc encontraron bien pronto incrustado el extraño proyectil.

Monk y Renny se acercaron más a examinarlo.

—¡Por el Buey Apis! —exclamó Renny—. Es la primera bala que veo de esta clase en mi vida.

La bala, en efecto, era muy extraña. Recordaba una bomba en miniatura, una bomba de las que usan los aeroplanos, y tenía media pulgada de diámetro por unas cuatro de longitud.

Hasta tenía unas aletas diminutas en la cola terminada en punta. Además, el proyectil era de sólido acero y no de plomo.

Monk cogió el extraño proyectil, se lo llevó a la nariz lo olfateó y luego dijo, moviendo la cabeza negativamente:

—¡No, no huele a pólvora!

Doc asintió.

Ya de antemano estaba seguro de eso.

Monk le preguntó:

—¿Tienes alguna idea de cómo ha sido disparado este proyectil?

—No tengo una idea exacta para poder decir nada todavía.

Monk y Renny cambiaron una mirada a la luz de las linternas. Para una persona extraña y que no hubiera conocido a Doc Savage, la respuesta de este podría haber supuesto que se encontraba profundamente intrigado por el misterio; mas para Renny y Monk, que conocían a este notable hombre de bronce y su carácter tanto como él mismo, la respuesta de Savage significaba que tenía una idea acertada de la manera cómo se había disparado el proyectil.

Pero habría sido una contradicción con su carácter y su modo de ser si hubiera comunicado su idea y su opinión a sus camaradas.

Renny, cambiando de tema, preguntó:

—¿Tienes alguna idea de lo que les hacia buscar el submarino, Doc?

—En absoluto —repuso Savage—. Pero ya podéis pensar que no seria para nada bueno.

—¡Desde luego! —añadió Monk, sonriendo—. ¡Oye, Doc, no sé cómo describirte el aspecto de la muchacha rubia esa! ¡Era una cosa maravillosa! ¿Qué te pareció a ti?

—¡Oh, iba vestida como si acabara de salir del harem de un príncipe turco! —dijo Renny, sonriendo.

—¿Cómo? —preguntó entonces vivamente Monk—. ¿Quieres decir que esa chica estaba casada?

Renny miró duramente a Monk y volviéndose luego hacia Doc, le preguntó:

—¿Tú pudiste ver bastante bien a esa muchacha para decir si su traje era algo de teatro, Doc?

—¡Oh, sí, la vi muy bien! —repuso Savage—. Y puedo aseguraros que no se trataba de una actriz. Su traje era propio de ella, quiero decir, el que usa la muchacha corrientemente. Algunas de las prendas que llevaba encima eran del tejido peculiar que usan algunas tribus de la parte Sur de las costas de Arabia. ¡No se trataba de una actriz en modo alguno!

—Me parece muy extraño —murmuró Monk—. Porque la verdad es que los mismos árabes no van vestidos así cuando vienen a los Estados Unidos.

Una rociada de gotas de agua, semejante a una lluvia menuda, surgió del río cayendo sobre los hombres y el muelle.

Doc y sus dos camaradas se dirigieron entonces hacia la parte de tierra, llegando pronto a la primera calle, donde no tardaron en encontrar un taxi vacío.

El coche les llevó pronto hasta la callejuela oscura donde se encontraba el rascacielos en que Doc Savage tenía sus habitaciones.

Había empezado a llover débilmente, y en la oscuridad relucía la hermosa limosina de Doc, donde él la había dejado junto a la acera.

Savage entró en su coche, llevándolo hacía la gran puerta de hierro.

Un montacargas especial bajó el auto hasta el garaje subterráneo del rascacielos, donde había otros varios coches, todos pertenecientes al hombre de bronce.

Eran coupés, faetones, y una serie varia de camiones de carga. Todos ellos coches magníficos, de potentes motores.

Un ascensor subió poco después a los tres amigos al piso ochenta y seis.

—AL salir, dejamos a Ham en el despacho —dijo Monk.

Avanzando por el corredor, pronto encontraron una puerta que tenía una placa con letras diminutas y discretas, donde podía leerse:

«Clark Savage (hijo)»

Los tres amigos, deteniéndose ante aquella puerta, penetraron en ella.

Un hombre estaba sentado en una silla al otro extremo del despacho ricamente amueblado, en el que acababan de penetrar Doc y sus amigos.

Como estaba de espaldas, solo le veían la copa de un sombrero nuevo y elegante, algo torcido sobre la cabeza.

—¡Ham debe haberse dormido trabajando, el muy necio! —murmuró Monk, con la peor de las intenciones, sonriendo.

El hombre que estaba sentado en la silla se puso entonces de pie vivamente.

—¡Oh! —murmuró Monk—. ¡Usted no es Ham ni mucho menos!

El desconocido era un árabe, delgado y elegantemente vestido.

Era un individuo alto, ancho de hombros y grandes músculos que sobresalían de una piel suave y reluciente como seda de color moreno.

El ojo derecho del extraño personaje se movía, mientras examinaba a Doc y a sus compañeros, al tiempo que el izquierdo permanecía extrañamente fijo.

Al sonreír mostraba casi todos sus dientes en una larguísima sonrisa; pero los dientes eran postizos, de platino, y en el centro de cada uno de ellos brillaba un claro diamante de regular tamaño.

La combinación de aquella dentadura postiza llena de pedrería y aquel ojo izquierdo fijo, resultaba en extremo extraña.

El desconocido parecía un payaso de carnaval.

—¡Yo soy Mohallet! —dijo, al fin, en correcto inglés.

Monk parpadeó varias veces con sus ojillos diminutos, que parecían hundidos entre pozos de grasa.

Luego preguntó, muy intrigado:

—¿Pero dónde está Ham?

El árabe frunció el ceño, y pareció intrigado. Luego contestó:

—Si se refiere usted al señor que se presentó ante mí como el brigadier general Teodoro Marley Brooks, hace un momento penetró en la estancia inmediata.

—¡A ese me refiero! —dijo Monk.

Y, cruzando la estancia, se dirigió hacía una puerta lateral, pasando a una gran pieza cuyos muros casi desaparecían por completo, tapados por estantes de libros.

Era la biblioteca de Doc Savage, una de las más completas y notables que existían, en cuanto a libros científicos y curiosos se refería.

Más allá había otra estancia, incluso más grande que la biblioteca, con ser esta enorme. Grandes mostradores y tableros, cajas y cajones e infinidad de mesas llenas de aparatos científicos se veían por doquier.

Un hombre delgado, con rostro de mal genio, estaba sentado ante una de las mesas del laboratorio. Estaba vestido con elegancia impecable.

Su traje tenía un aspecto verdaderamente regio.

Estaba afilando cuidadosamente un estoque largo y puntiagudo en una pequeña muela. Era un estoque de bastón.

—¿Quién es ese amigo tuyo que está ahí fuera, en el despacho, Ham? —preguntó Monk.

Antes de contestar a su amigo, Ham siguió afilando unos momentos el estoque y luego lo envainó. El objeto aquel se convirtió entonces en un inofensivo bastón negro. Luego Ham, para retardar todavía más el contestar a Monk, agitó el bastón varias veces en el aire, como satisfecho de su obra.

Ham, uno de los cinco ayudantes de Doc Savage, era tal vez uno de los abogados más astutos, inteligentes y sagaces que habían salido de la Universidad de Harvard.

Y no se le veía jamás en sitio alguno sin su bastón de estoque.

Él y Monk estaban rara vez juntos, sin discutir o pelearse, aunque amable y bondadosamente en el fondo.

Monk se indignó al ver que Ham tardaba en contestarle.

—¡Bueno, te advierto —dijo, en tono irritado—, que el día menos pensado te voy a romper la cara bonita que tienes!, ¿eh?

Ham frunció el ceño, mirando torvamente a su amigo, antes de contestar:

—¡Y yo a ti, el día menos pensado, voy a desollarte, dejándote los huesos al aire!

Monk se echó a reír bondadosamente, preguntando otra vez:

—Pero, bueno… Dime, ¿quién es ese árabe que tiene la boca llena de pedrería?

—A mí me ha dicho que era míster Mohallet —repuso Ham—. Vino hace un momento, preguntando por Doc.

Los dos amigos cambiaron una larga mirada en silencio, y luego se dirigieron hacia el despacho donde estaban los otros.

Mohallet seguía sonriendo, luciendo su maravillosa dentadura enjoyada, y preguntaba en este momento a Doc:

—¿Es usted Doc Savage?

Doc asintió, mirando fijamente el ojo izquierdo e inmóvil del árabe; era un ojo artificial, con la órbita de cristal, lo cual explicaba su inmovilidad.

Mohallet continuó al cabo de un instante:

—Hace algunos meses, toda la prensa del mundo se ocupó de una expedición que había hecho usted al Polo, utilizando un submarino. ¿Me permite usted que le pregunte si tiene todavía ese submarino?

—Sí, señor. Ese submarino era el Helldiver. Y, en efecto, todavía lo tengo.

Mohallet sonrió más largamente todavía, y añadió:

—Perfectamente, señor. Pues yo soy un agente que envía desde Arabia el Príncipe Abdul Rajah. Y mi misión es entrevistarme con usted y ver si quiere alquilarnos ese submarino.