VII
Los pájaros huyen

Los hombres morenos de Mohallet estaban en las ventanas del hotel. Este era un edificio de ladrillo, situado entre otros edificios destinados a oficinas.

El hotel tenía una fachada alta y ornamental, a la moda de veinte años atrás.

Monk contó los pisos del hotel. Eran diez. Los edificios de ambos lados, en cambio, tenían catorce pisos.

Esto quería decir que los gangsters encerrados en el hotel no podrían escapar saltando a los tejados de las casas contiguas.

Monk se acercó a un policía, preguntándole:

—¿Tienen ustedes la espalda de la casa guardada?

—¡Oh sí, señor! Hay allí cuarenta policías.

¡SSSSSSSS!… Un fino proyectil de acero vino silbando por el aire, hasta dar contra el auto tras el cual estaban ellos resguardados, y fue rebotando por la calle.

—¡Eso es lo que nos tiene intrigadísimos, señor!… —comentó el policía—. No acabamos de comprender qué clase de armas usan esos hombres. No producen fogonazos ni hacen el más pequeño ruido al disparar. Y, por tanto, no podemos descubrir dónde se ocultan los enemigos.

—Son ametralladoras magnéticas —explicó Long Tom al policía—. Una especie de pistolas ametralladoras. Nosotros hemos podido descubrir y apoderarnos de una de ellas.

Doc, de un brinco, salió al arroyo y recogió el misterioso proyectil. Luego se puso a examinarlo con toda atención, sobre todo la punta del mismo.

Èl había creído que en la punta llevaba veneno; pero no había tal cosa.

Savage fue después en busca del capitán que mandaba las fuerzas que sitiaban el hotel, y le dijo:

—Ordene usted a sus hombres que se pongan al abrigo de algo, que se escondan. Los proyectiles que están disparando con estas armas silenciosas, no están envenenados, a lo que parece; pero los individuos esos de tez morena que hay ahí dentro, tienen espadas y balas envenenadas. ¿No ha habido entre sus hombres o entre el público algún herido grave?

—Todavía no ha habido ni el más leve herido —repuso el capitán—. Hasta ahora todo se ha reducido a mucho ruido. ¿Es que tiene usted alguna idea?

—¡Apaguen la luz de la calle! —ordenó Doc Savage—. Quiero decir que la calle debe quedar completamente a obscuras. Será preciso que se ordene apagar también los grandes anuncios luminosos aquellos de Broadway, que mandarían aquí sus reflejos. ¿Comprende?

El capitán pareció intrigado, pero no quiso insistir, preguntando nada a Doc para que le aclarara sus palabras. Pero Doc Savage no era hombre que daba explicaciones.

El capitán estaba perfectamente enterado del poder y la influencia de este hombre de bronce, que empezaba por gozar de la estima y la consideración de los más altos jefes de la policía neoyorkina.

Todo el mundo sabía en la gran ciudad que la maravillosa habilidad de Doc Savage, había salvado en una ocasión la vida del mismo Comisario General de la policía de Nueva York.

Doc miró a Long Tom.

—¡Muy bien! —se apresuró a decir este, que solo necesitaba una mirada para comprender—; ¡ya comprendo lo que proyectas! Yo llevaré la cosa conmigo…

Long Tom partió velozmente en dirección al rascacielos donde vivía Doc Savage. Sabido es que allí tenía Doc su magnífico laboratorio.

La orden de apagar todas las luces de la calle, le había dicho a Long Tom el método que Doc pensaba utilizar en el asalto del hotel.

Varios policías habían partido para transmitir la orden. A los pocos momentos, las luces empezaron a apagarse.

Y los grandes anuncios luminosos de Broadway, las mismas monstruosidades de iluminación que han valido a cierta parte del Broadway su denominación de la Calle Blanca, fueron también apagándose uno por uno.

Un verdadero abismo de sombras y obscuridad, se esparció por todas aquellas calles y avenidas que momentos antes eran torrentes de luces y animación.

Los reflectores de la policía enfocaron entonces al hotel sitiado.

Los gangsters intentaron apagar aquellos focos que les ponían en evidencia, consiguiéndolo con algunos, tres o cuatro; pero inmediatamente eran encendidos otros.

Los sitiados intentaron encender luces en ciertas partes del hotel; pero los tiros de la policía, convenientemente apostada, iban apagando una por una las bombillas eléctricas.

Muchos cameraman de periódicos y casas de películas, acudieron, ignorando y despreciando el peligro, encendiendo a su vez reflectores para tomar vistas.

Las mangas de luz alumbraban las calles hasta muchas manzanas más allá.

En las nubes, se reflejaban las luces, tomando un aspecto fantástico, como si fueran relámpagos de colores.

Long Tom volvió presuroso, abriéndose febrilmente paso entre la multitud.

Traía dos grandes maletines consigo.

Doc Savage los abrió y de uno de ellos extrajo un aparato que parecía una linterna mágica.

Luego pareció como si girara unas llaves misteriosas en un lado del aparato.

Pero no ocurrió nada, aparentemente al menos.

Pero en realidad la linterna había empezado a emitir rayos de luz de una onda demasiado corta para ser percibida por el ojo humano.

Mientras tanto, Long Tom sacaba de la otra maletilla unos lentes especiales muy largos. Eran fluoroscópicos, perfeccionados por Doc Savage. Utilizando estos gemelos, era posible distinguir las cosas bajo los rayos proyectados por la extraña linterna.

Todas las luces habían sido ya apagadas.

A los fotógrafos y cameraman se les advirtió que no encendieran más reflectores so pena de detención.

Doc y sus hombres se adaptaron los extraños lentes.

Para los curiosos que presenciaban el espectáculo, Doc Savage y sus hombres avanzaron hacia el hotel en medio de una completa obscuridad.

Pero para Doc y sus camaradas, en realidad, la fachada del hotel era perfectamente visible, aunque a sus ojos aparecía bajo una extraña luz, debido a los rayos infra-violeta.

Long Tom llevaba la linterna proyector.

Uno de los hombres morenos, se asomó por una ventana. La ventana estaba sumida en la más completa obscuridad, y el árabe creía de buena fe que nadie podía verle. Tomando puntería lentamente, Monk hirió a su enemigo en un hombro de un balazo.

El árabe pareció quedarse dormido de repente, caído de bruces sobre el alféizar de la ventana.

No tardaría en despertar, de todos modos, sin haber sufrido una herida grave ni mucho menos.

Otro de los árabes sufrió la misma suerte de un modo casi idéntico.

—¡Ya he quitado a dos de las filas enemigas! —murmuró alegremente Monk.

Un centinela árabe estaba sentado junto a la puerta del hotel.

Parecía mirar fijamente a Doc, mientras el hombre de bronce se acercaba.

Sin embargo, en medio de la absoluta obscuridad que reinaba, el hombre no veía nada absolutamente.

Doc propinó al centinela un rotundo puñetazo en la barbilla, y el árabe se desplomó al suelo inerte, como si fuera manteca caída en una sartén al rojo.

Doc y su gang empezaron a subir las escaleras.

Monk murmuró:

—¡Espero que no hayan hecho daño alguno a la muchacha rubia!

En el corredor del segundo piso, no encontraron a nadie tampoco.

En el tercer piso, por la parte de atrás había otro árabe de centinela junto a una ventana.

Tenía en la diestra una pequeña pistola ametralladora, y una linterna eléctrica en la mano izquierda.

De vez en cuando, encendía la linterna, dirigiendo una manga de luz hacia el corredor.

En una de las veces que encendía la linterna, acertó a dirigir la manga de luz sobre Doc Savage y su gang, que llegaban.

El centinela lanzó un grito, al tiempo que levantaba su automática, apuntando a Doc Savage.

Renny estaba junto a Doc en aquel momento. Y solo un segundo después, se dio cuenta de lo que había ocurrido.

Porque en aquel instante solo sintió un tirón en la mano. Poco después comprendió que Doc Savage le había arrebatado vivamente la pistola ametralladora.

El disparo de Doc hizo estremecer el corredor.

Esta vez no se trataba de una de aquellas balas casi inofensivas sino que era un proyectil mortal.

La bala disparada con maravillosa precisión, fue a dar contra el cristal de la linterna.

Sonó un chasquido de cristal roto y la linterna fue rodando por el suelo, hecha pedazos.

El árabe empezó a gritar, extendiendo las manos lleno de terror. Para él, todo cuanto le rodeaba había quedado sumido en una obscuridad completa.

Se volvió, se cogió al alféizar de la ventana, y se subió encima.

De la ventana bajaba una larga escalera de los bomberos.

El árabe era un hombre hábil y astuto.

Golpeó con los pies varias veces el alféizar, para imitar a un hombre que se lanza al vacío; y luego, lenta y sigilosamente, retrocedió pegado a la pared.

Lo que ocurrió después fue una cosa risible y graciosa. El árabe había quedado de nuevo sumido en las tinieblas, como un hombre que se quedara ciego de repente; pero él pensaba que otro tanto les ocurría a sus enemigos.

Estos, imposibilitados de ver según el árabe, no podían percibirle.

Así es que continuó hacia adelante, moviéndose con inmenso sigilo.

Sigilosamente, extrajo de su espalda, de una vaina atada a su espina dorsal, una larga espada plana, cuya punta envenenada iba pronta para ser hundida en un pecho enemigo.

De haber sido la batalla en plena oscuridad, aquel hombre habría resultado un enemigo peligroso.

Pero, dadas las condiciones en que luchaban Doc y sus amigos, la cosa variaba mucho.

Monk tomó puntería despacio, y le disparó una de las balas romas destinadas a privar de sentido a la víctima por cosa de una hora.

El hombre vaciló sobre sus pies, intentó atacar en la obscuridad a su enemigo misterioso y para él invisible, pero enseguida se desplomó, quedando inmóvil, come si hubiera quedado dormido repentinamente.

Doc y su gang siguieron entonces escaleras arriba.

De algunas habitaciones salían gemidos plañideros, lamentos de terror; otras puertas cerradas parecían puertas de sepulcros, a juzgar por el silencio que reinaba en aquellas habitaciones.

Algunos huéspedes del hotel, en fin, saliendo con luces al encuentro de Doc y sus camaradas, hacían ciertas preguntas a Savage.

Pero este les aconsejaba a todos que se encerraran de nuevo en sus habitaciones y esperasen.

De pronto oyeron a un hombre, que gritaba:

—¡Están en la habitación inmediata a la mía!… ¡Les oigo aquí dar golpes!…

Doc corrió hacia la puerta de la que salían las voces aquellas.

Empujó la puerta para ver si estaba abierta o cerrada.

Estaba echada la llave por dentro. Doc se decidió a llamar, pero nadie la contestó.

—¡Espera! —dijo Renny con su voz ronca—; ¡yo los arreglaré enseguida!

Levantó en el aire uno de sus puños enormes, descargando un formidable puñetazo contra la puerta, que con un ruido de explosión, se vino abajo.

Renny, luego de sacarse algunas astillas de la mano, apartó la puerta y entraron.

En el muro de enfrente se veía un agujero de unos dos pies de diámetro. El suelo aparecía cubierto de escombros y cascotes, procedentes del boquete.

Dos hachas de bombero se veían apoyadas en el muro. Una tercera, con el pico roto, yacía por el suelo, donde había sido arrojada sin duda al romperse mientras se ejecuta la operación.

La abertura parecía pequeña para permitir el paso de Doc Savage.

Pero este con una agilidad verdaderamente elástica de felino, pasó a través del boquete.

Renny y Monk, mucho menos hábiles que su jefe, y gigantescos como Savage, no pudieron conseguirlo.

Ham pinchando con fuerza a Monk con la punta de su famoso bastón de estoque, gritó:

—¡Quítate de delante, y deja pasar a los hombres que tienen figura de persona!

Se escabulló a su vez por el agujero, en pos de Doc Savage. Long Tom y Johnny pasaron enseguida, detrás de Ham. Se encontraron en una especie de despachito sucio.

La puerta del fondo tenía rotos sus cristales, como si hubiera sido forzada también para dar paso a alguien.

En el hall encontraron un portero del hotel privado de sentido. Y en el techo, se veía un tragaluz abierto.

Desde el tejado de este alto edificio, era muy fácil seguir recorriendo todos los tejados de la manzana.

Así lo hicieron Doc y sus compañeros.

En el último edificio, descubrieron otro tragaluz entreabierto.

—¡Han logrado huir, llevándose a la muchacha rubia! —dijo Long Tom con rabia contenida. Y los pobres cuatro diablos a los que nosotros hemos puesto fuera de combate, habían sido dejados como retaguardia para dar tiempo a estos, a que escaparan.

Mohallet había conseguido escapar limpiamente.

Una investigación más detenida lo probó sin duda alguna.

Un golfillo, vendedor de periódicos en el Broadway, había visto a los hombres morenos pasar con la hermosa muchacha rubia, aunque el chico no le dio mayor importancia a la cosa.

Doc fue de nuevo en busca del capitán que mandaba las fuerzas de los sitiadores, y le habló un momento.

Los cuatro árabes, ligeramente heridos, fueron llevados a una habitación del hotel, antes de permitir que entraran los reporteros de los periódicos.

Y cuando al fin se les permitió a estos entrar, no se hizo la más ligera mención del cuarteto escondido. Se hizo creer a todos ellos que el gang entero de Mohallet había conseguido escapar.

Pero todos se hubieran asombrado de haber podido averiguar, el destino que de momento había decidido Doc Savage dar a sus cuatro prisioneros.

Iban a ser enviados a una institución especial que Doc sostenía al Norte del Estado de Nueva York. Muy pocas personas conocían aquella institución.

En el remoto establecimiento, los cuatro árabes iban a sufrir una delicada y extraña operación en el cerebro, que les haría olvidar por completo toda su vida pasada.

Tanto es así que ni siquiera iban a conocer su propia personalidad cuando volvieran en sí después de operados.

Antes de proceder al interrogatorio, Savage hizo una completa inspección de la estancia donde se había abierto el agujero en la pared.

Numerosas puntas de cigarros árabes, demostraban que los hombres de Mohallet habían utilizado esta estancia para algo más que para abrir el agujero que les sirvió de escape.

Monk y Renny fueron enviados, provistos del aparato pulverizador, a ver si conseguían encontrar el rastro del gang de Mohallet por medio de los procedimientos químicos que ponían en evidencia las huellas de las pisadas.

Cuando se hubieron marchado, Doc continuó su investigación.

Examinó detenidamente las paredes, levantó la alfombra del piso, miró los muebles uno por uno con toda atención…

Luego pensó que debía examinar también el cuarto de baño, y pasó a él.

Dos o tres minutos después, Doc volvió al despachito, cogiendo una de las hachas con pico de los bomberos.

Volvió a entrar en el cuarto de baño. Y se oyó un gran golpe.

Johnny, Ham y Long Tom corrieron a la puerta a ver lo que ocurría.

Cuando llegaban al umbral pudieron ver a Doc que envolvía un voluminoso objeto en una toalla.

Miraron al baño.

Era una de esas bañeras de hierro esmaltado que ahora son tan frecuentes.

Un gran trozo había sido arrancado de un golpe, de uno de sus lados.

Evidentemente aquel pedazo del baño era lo que Doc estaba envolviendo tan cuidadosamente en la toalla.

Renny y Monk, como dos montañas de duda y de asombro, volvieron poco después diciendo que Mohallet y sus hombres parecía que habían subido á un taxi poco después de salir a la calle.

Al menos, el famoso rastro de olor debido al aparato que pulverizaba, iba a terminar junto a la acera.

—Otras dos o tres personas han visto también a la muchacha rubia —añadió luego Monk—. ¡Diablo, la verdad es que debe ser una hermosura, para atraer la atención de este modo!

—¿Y lleva la muchacha todavía sus pantalones bombacho a la moda turca? —preguntó Ham.

—¡Desde luego!

—Entonces, ya está todo explicado: el traje ese de odalisca del harén, es lo que causa el asombro de las gentes.

Todas las miradas se posaron ahora en aquel bulto envuelto en la toalla, que Doc sostenía cuidadosamente.

Porque a todos les intrigaba mucho el hecho de que Doc Savage hubiera arrancado un pedazo de la bañera de este cuarto del hotel, y se lo llevara como el que se lleva un objeto precioso.

En vista de que el interrogatorio al que pensaba someter a los cuatro prisioneros habría de durar cierto tiempo, Savage optó por atar y amordazar a los árabes, colocándolos luego en grandes canastas de las dedicadas a recoger la ropa sucia en los lavaderos del hotel.

Esta última medida era para burlar a los reporteros.

Las grandes canastas fueron cargadas en un camión del lavadero, en el cual subieron también Doc y sus amigos, llevando el primero el trozo de la bañera.

Los prisioneros fueron subidos al piso ochenta y seis, en el ascensor rapidísimo de Doc Savage.

Renny examinó a los cuatro heridos con su ojo experto. Luego comentó:

—¡Son bandidos de marca!, ¿sabéis? Y me parece que nos va a costar Dios y ayuda para sacarles nada del cuerpo…

Doc se acercó también a examinarlos. Y dijo, al cabo de un instante:

—¡Aún tardaran algún tiempo en volver en sí! ¡Vamos a jugarles una buena pasada!

Enseguida, hablando rápidamente, bosquejó su plan.

Los otros le escuchaban atentamente y sonriendo…

Luego, con movimientos rápidos, todos pusieron manos a la obra.