XIX
Muerte en las entrañas de la tierra

Doc entró en la caverna. No era probable que la descubrieran. La cuadrilla de la Campana Verde se consideraba segura en aquel lugar.

El jefe estaba presente en persona. Se sentaba exactamente en la misma postura que el maniquí de palos del viejo establo.

Sin duda muchos de los reunidos ignoraban que hubiera ninguna diferencia entre las dos figuras.

El maniquí del establo era lo que había dado a Doc la idea que le condujo al desabrimiento de aquella reunión subterránea.

La cañería por donde salía la voz de la Campana Verde y que se internaba doscientos cincuenta pies en la tierra sólo podía conducir al túnel de una mina.

Los mapas geológicos de la región le habían mostrado un lecho de roca dura por debajo del campo pantanoso. El plano de aquella vieja mina mostraba la existencia de una galería por debajo de la marisma.

La Campana Verde se había limitado a hacer un taladro y meter en él una cañería de hierro, un trabajo relativamente fácil, disponiendo de un martillo hidráulico.

La Campana Verde estaba hablando.

—¿Estáis todos aquí? —preguntó con voz hueca—. Es importante esta noche. No debe faltar ninguno. De nuestro trabajo de esta noche depende el éxito o el fracaso.

Hubo una afirmación general, pero el jefe no quedó satisfecho con ella.

—Descúbranse —ordenó—. Quiero saberlo con certeza.

Las capuchas negras se levantaron, algunas de ellas con marcada repugnancia. Las lámparas de bolsillo suministraron luz suficiente para inspeccionar las caras.

Doc los miró con interés y vio con disgusto que tres de los presentes eran industriales de importancia en la ciudad.

Eran aquellos tres hombres los que más obstáculos habían puesto en su proyecto de comprar todas las fábricas.

Collison Mac Alter no estaba entre ellos.

La Campana Verde no se despojó de su capucha. Los miró a todos a través de sus gafas verdes, que despedían un reflejo malicioso a la luz de las linternas.

—Estamos todos —decidió—. Ahora a trabajar.

El misterioso personaje se levantó y desapareció en uno de los oscuros rincones de la caverna. Una cadena se arrastró por el suelo de piedra.

Cuando regresó arrastraba una figura encadenada. ¡Judborn Tugg! Llevaba en la cara numerosas señales y heridas; manchas rojas salpicaban sus vestidos y sus cabellos.

Tenía la nariz rota y aplastada y le faltaban la mayor parte de los dientes.

Evidentemente, había sido sometido a una tortura.

—Este gusano —rugió la Campana Verde, dándole un puntapié—, ha sido traidor.

—No pude evitarlo —balbuceó Tugg.

—¡Calla! Has estado a punto de hacerme traición, cuando ibas a ser la piedra angular del imperio industrial que quiero levantar, con Prosper City como centro. Hubieras sido la cabeza aparente de todas mis empresas.

La voz de la Campana Verde se hizo más aguda y el jefe le propinó a su víctima otro puntapié.

—Por medio de este hombre hubiera comprado todas las fábricas y las minas, cuando sus propietarios hubieran estado arruinados y dispuestos a venderlas por nada.

Esta información no fue una sorpresa para Doc, pues ya había supuesto que una idea semejante era la causa de todas las desgracias de Prosper City.

La Campana Verde tenía dinero, ambición y astucia. La combinación consistía en empujar a las empresas a la ruina y luego adquirirlas por una miseria.

—Nadie puede ir contra mí —siguió diciendo, dirigiéndose a Tugg—. Tengo millones y tendré muchos más.

—Déjeme —suplicó Tugg—. No le puedo hacer ningún daño. Le he cedido todo lo que poseía.

—No a mí —la Campana Verde se volvió y señaló a uno de los tres industriales presentes—. Aunque quizás usted no lo sepa aún, es usted el propietario de las fábricas de Tugg y compañía. Este canalla le ha vendido a usted todas sus propiedades por un dólar. Ahora voy a pagarle el dólar.

La Campana Verde sacó una moneda de plata y se la ofreció a Tugg, manteniendo la mano derecha oculta entre los pliegues de su ropón.

El pobre Tugg no supo qué hacer, salvo tomar el dólar. Extendió la mano con tal propósito.

Con la rapidez del rayo, la Campana Verde sacó la otra mano armada de un cuchillo que hundió en el corazón de Tugg. La hoja entró con la misma facilidad que un alambre candente penetra en la manteca.

Tugg exhaló un grito agudo y comenzó a agitarse convulsivamente en el suelo. La Campana Verde le puso un pie encima y le sujetó hasta que cesaron todos los movimientos. Luego se apartó del cadáver con toda tranquilidad.

—Ustedes se preguntarán por qué no le he matado de un tiro y por qué le he sujetado después de herirle —dijo con voz monótona. Levantó un brazo para señalar—. Mirad. Ahí está la explicación.

A un lado de la caverna se habría una pequeña galería, abierta sin duda en otro tiempo, para seguir alguna veta mineral.

—En ese túnel hay una habitación, que se encuentra a pocos metros de esta cámara. En ella está la emisora de radio con que acostumbraba a convocaros.

Doc, oculto entre las sombras, hizo con la cabeza una ligera señal de asentimiento.

Quedaba explicado porque las señales de radio procedían, al parecer, de la casa de la Tía Nora Boston. La estancia estaba precisamente debajo del edificio.

—En ese cuarto hay también algunos miles de litros de nitroglicerina —continuó la Campana Verde—. La carga está conectada con unos hilos eléctricos a un sismógrafo. ¿Sabe alguien lo que es un sismógrafo? —preguntó.

—Una pesa que se mueve cuando hay un terremoto —dijo una voz.

—Ésa es una buena descripción. Los contactos van a parar a esa pesa que se mueve. Cualquier oscilación violenta de la tierra haría estallar la carga.

Esta noticia hizo agitarse a todos los reunidos.

—No teman —advirtió la voz del enmascarado—. El sismógrafo está ajustado de manera que no puede ser accionado por ningún terremoto lejano. Sólo una convulsión próxima puede establecer el contacto. Esta convulsión será provocada por una pequeña carga de nitro, que tengo preparada a una media milla de aquí.

Una carcajada repugnante se escapó de la figura que tan implacablemente había asesinado a Judborn Tugg.

—La casa de la Tía Nora Boston está precisamente encima de esa mina. Y no a muchos metros, por cierto. La casa y todas las personas que están dentro volarán en pedazos.

Doc Savage preparó en silencio su transmisor y comenzó a transmitir un mensaje por medio del alfabeto Morse. El aparato funcionaba sin ruido y las señales llegarían hasta los oídos de Monk, a pesar de la tierra que separaba a ambos aparatos.

—¿Es eso necesario? —preguntó uno de los presentes.

La Campana Verde lanzó una maldición.

—¡Necesario! ¡Imperioso! Es preciso que nos desprendamos de Doc Savage y de sus amigos. Es un demonio muy hábil. Mañana me tendría cazado en una trampa.

—¿Mañana?

—Precisamente.

—¿Cómo?

—¡Calle usted! —gritó con excitación la Campana Verde.

Doc había acabado de transmitir su mensaje y escuchaba con interés.

Sabía por qué la Campana Verde estaba seguro de ser cogido al día siguiente.

Al descubrir que su piel empezaba a adquirir color amarillo, se había dado cuenta de que Doc le había cazado en una trampa.

—Os he llamado a todos aquí esta noche para advertiros que no os debéis acercar a casa de la Tía Nora Boston —agregó la Campana Verde—. Ahora que lo sabéis, podéis marchar.

Todos, como un solo hombre, se volvieron hacia la salida.

El movimiento tomó a Doc por sorpresa. No tuvo tiempo para apartarse del paso del grupo y quedarse en la caverna, con el fin de desconectar el sismógrafo. Lo único que pudo hacer fue retirarse a lo largo del túnel.

Así lo hizo, corriendo por la galería. Trescientos metros sin un recodo.

Tenía que recorrer aquella distancia antes de que los hombres que buscaban la salida empezaran a alumbrarse con sus lámparas.

Corrió como había corrido pocas veces en su vida, pero no pudo cubrir a tiempo la distancia.

Un rayo de luz se proyectó a lo largo del túnel. Sonaron varios gritos.

—¡Savage! ¡Ahí está Savage! ¡A él!

Un instante después, Doc se convirtió en una bala disparada a lo largo de un gigantesco cañón de roca. Una fuerza irresistible le levantó y le proyectó hacia adelante. Los tímpanos estuvieron a punto de rompérsele.

Cayó, se contrajo como un contorsionista de circo, pero ni aun así se detuvo.

Una ráfaga de viento de fuerza colosal le empujaba.

Las paredes de roca se hundían sobre él. Grandes monolitos le alcanzaban y le adelantaban. Por fin, la pared de la galería transversal detuvo su carrera y cayó junto a ella exhausto y casi sin sentido.

El mundo entero parecía precipitarse sobre su cabeza.

Uno de los secuaces de la Campana Verde, olvidando la nitroglicerina y el sismógrafo, había disparado su revólver. La detonación había provocado el estallido de toda la carga.

En aquel momento, los fragmentos de la residencia de la Tía Nora Boston debían de estar flotando en el espacio a algunos cientos de pies de altura.

Todas las personas que se encontrasen en ella habrían muerto sin duda alguna.

También habían muerto los siniestros esbirros de la Campana Verde. No había posibilidad de que ninguno de ellos se hubiera salvado.

El lúgubre personaje había sufrido la misma suerte que él tenía reservada para otras personas.

Su destino había sido el mismo de muchos de los enemigos de Doc Savage.

Diez minutos después salía éste de la mina abandonada. Apenas se podía mover aún. Pocas veces en su vida se había encontrado tan maltratado; pero los gases mortíferos producidos por la explosión llenaban la mina y no podía permanecer en ella.

Media hora después se encontró con Monk. Éste miró con asombro las lesiones de su amigo.

—Parece como si te hubiera cogido un terremoto —observó.

—¿Cómo están los otros? —preguntó Doc.

—Sin novedad. Todos se marcharon al recibir tu aviso de que lo hicieran con la mayor rapidez posible —Monk se echó a reír ruidosamente—. ¡Pobre Ham! En la carretera ha perdido su bastón de estoque. Iba a regresar por él cuando ha ocurrido la explosión.

—¿Cómo ha tomado la Tía Nora la pérdida de su casa?

—Bien. Dice que era muy vieja y que hace años que trataba de venderla.

—Es una maravilla de mujer —dijo Doc, palpándose distraídamente varios músculos que le dolían—. La tendremos que encargar de la beneficencia de Prosper City, y reembolsarla de la casa y de todos los gastos que ha hecho antes.

—Con eso quedará muy satisfecha —convino Monk—. Pero no me has dicho aún lo que ha ocurrido ahí debajo.

Doc le explicó brevemente lo ocurrido.

—La Campana Verde y toda su cuadrilla han acabado —concluyó—. Dentro de pocos días podremos entregar esas fábricas a sus dueños y marcharnos.

—Parece que tienes muchas ganas de marcharte —observó Monk, pensando en la bella Alice Cash.

—Tenemos que volver a Nueva York —arguyó Doc—. Puede presentarse alguna cosa, como siempre ocurre.

Doc hablaba por experiencia. No podía saber lo que les esperaba en Nueva York. Pero el peligro, la aventura y el misterio le esperaban siempre en todas partes.

Un rastro misterioso le arrastraría a las profundidades de la tierra, por las negras soledades de un río subterráneo.

Un río negro que les llevaría en dirección desconocida y que terminaría en una orgía de muerte, peligros y maravillas.

Pues al final de aquel extraño y horroroso viaje les esperaba una cosa que no cabía en la más volcánica de las imaginaciones.

¡La Ciudad Fantasma! La cosa más extraña y fantástica que jamás vieran los ojos de un hombre moderno.

Un lugar fabuloso, situado en la más extensa de las regiones inexploradas del globo: el Gran Desierto de Rub El Khali.

Su aventura siguiente, muy distinta de aquella ciudad industrial americana, sería la Ciudad Fantasma.

* * *

—¿De manera que la Campana Verde descubrió que se estaba poniendo amarilla? —preguntó Monk pensativo, caminando al lado de Doc entre las sombras de la noche.

—No cabe ninguna duda —afirmó Doc—. Por eso se decidió a precipitar sus planes.

—¿No me vas a decir quién era? —preguntó Monk sonriendo.

—No me ha sido posible verle la cara —respondió sencillamente Doc.

—¿Quieres decir que hemos resuelto el caso sin saber de quién se trataba?

—Creo que todo el mundo se dará cuenta enseguida de su identidad. Está perfectamente clara.

—¿Por qué?

—Por el modo misterioso que tenía la Campana Verde de enterarse de todos nuestros movimientos.

No habían dejado de caminar mientras hablaban y de pronto les salió al encuentro Alice Cash. Al ver a Doc se tranquilizó y enseguida se apuró al advertir sus lesiones.

—¿Han visto ustedes a la Tía Nora? —preguntó un momento después.

—No debe de estar muy lejos. La he visto hace un minuto —replicó Monk—. ¿La quiere usted para algo importante?

—No mucho. Quería saber si había visto a Ole Slater.

—¿No está con los demás?

—No, y no sé qué le puede haber ocurrido. La última vez que le he visto esta tarde no se encontraba muy bien.

Monk se tuvo que tragar dos veces la saliva antes de poder hablar.

—¿Qué le ocurría? ¿No estaría cambiando de color?

—Es la cosa más extraña que he visto en mi vida. Ole Slater se estaba poniendo amarillo.