I
La Campana Verde

El altavoz de la radio desgranaba sus ruidosas notas junto a un cartel que decía:

«Plato del día: Rost Beef. Veinticinco centavos la ración».

Un hombre comía sentado de lado en su silla, a fin de no perder de vista la puerta. Su mirada era fija y sus mejillas pálidas.

Comía como si las viandas no tuvieran gusto alguno y en el momento en que comienza nuestra historia se bebía la cuarta taza de café caliente.

Era un hombre alto, rubio y de poco más de veinte años.

Una de las dos mujeres que le acompañaban era también alta, rubia, joven y muy bella. El impermeable manchado de barro que vestía y el sombrero de fieltro, deformado por la lluvia, conque se tocaba, realzaban sus encantos.

La otra mujer era una anciana de maneras amables y simpático aspecto.

Debía rayar en los sesenta, pero sus mejillas eran frescas como manzanas y las pequeñas arrugas que rodeaban sus ojos contribuían a aumentar la simpatía de su expresión.

El continente de esta señora era decidido y valiente. Apretaba los labios como si esperase algún contratiempo serio y estuviese decidida a hacerle frente a toda costa.

Vigilaba la entrada con más atención todavía que el hombre que las acompañaba.

El joven y la muchacha eran, evidentemente, hermanos. La anciana no tenía ningún parentesco con ellos, pero la llamaban Tía Nora, que era como la llamaba todo el mundo en la ciudad en que residía el terceto.

—Sería mejor que comiera usted algo, Tía Nora —dijo la joven, con una voz cristalina y suave, en la que se advertía un ligero temblor que armonizaba con el terror que reflejaban sus ojos—. Falta una hora para llegar a Nueva York y tal vez tardemos aún muchas en encontrar a Doc Savage.

—¡Comer! —dijo la Tía Nora con aire desdeñoso—. ¿Cómo es posible comer, Alicia? La cara que tenéis Jim y tú le quita el apetito a cualquiera. Parecéis dos conejos sorprendidos por un podenco.

En los labios de Alicia se dibujó una forzada sonrisa y cogió impulsivamente el brazo de la Tía Nora.

—Es usted un prodigio, Tía Nora —dijo—. Está usted tan asustada como nosotros, pero tiene el dominio suficiente para no mostrarlo.

La Tía Nora cogió su sándwich refunfuñando y colocando ambos codos sobre la mesa, comenzó a comer.

La lluvia golpeaba el tejado del comedor y resbalaba por los cristales.

Inundaba las calles de la pequeña ciudad de Nueva jersey. Las alcantarillas absorbían un agua de color plomo.

La radio recogía la música de la emisora de Prosper City, una población industrial de las montañas de Allegheny. La Tía Nora había buscado aquella estación en cuanto entraron en el establecimiento.

—Es un buen aparato éste —dijo indicando el instrumento—. Prosper City está muy lejos y sin embargo…

Se puso súbitamente en pie, llevándose ambas manos a las mejillas y gritando. El joven se levantó también, mirando a la radio con la cara contraída y los ojos dilatados.

Su hermana se puso asimismo en pie, exhalando un gemido agudo. Su taza de café se rompió contra el pavimento de ladrillo.

El ruido que hizo la taza al romperse no fue suficiente para ahogar el extraño clamor que procedía de la radio.

Era como el tañido lento y triste de una campana, mezclado con un pavoroso concierto de gemidos y lamentos. Semejaba el aullar de una horda de arpías que siguiera las lúgubres notas de una campana.

El propietario del establecimiento se levantó de su asiento de detrás del mostrador. Estaba asustado, pero más bien por el desagradable sonido de la radio.

Sin embargo, la mirada de asombro que fijó en el terceto demostraba que no había oído nunca nada semejante.

El clamor cesó tan inesperadamente como había comenzado. El propietario sonrió, pensando evidentemente que no tendría que reparar su aparato. Los tres parroquianos permanecieron inmóviles y como helados de espanto.

Los hilos de la lluvia barrían la calle como las pajas semitransparentes de una gran escoba.

La Tía Nora fue la primera en romper el rígido silencio.

—Prosper City está a unas trescientas millas de aquí —dijo con voz ronca—. No es probable que la Campana Verde sonase por nosotros esta vez.

—Yo tampoco lo creo —dijo la rubia Alice, temblando violentamente—. Pero era la Campana Verde y siempre anuncia la muerte.

Jim hizo la voz más áspera para ocultar su temblor.

—Vámonos de aquí —dijo.

Pagaron al curioso y asombrado propietario del restaurante el consumo que habían hecho y la taza rota. El hombre los vio salir, se encogió de hombros e hizo un guiño a su camarero, señalándose la frente con el dedo.

Según su opinión, las tres personas estaban ligeramente tocadas de la cabeza.

Un coche de turismo bastante viejo aguantaba la lluvia pegado a la acera.

Las cortinillas estaban corridas, pero los cristales de las ventanillas estaban rotos, de manera que el interior se encontraba casi tan húmedo como el exterior.

—¿Tienes bastante gasolina? —inquirió la Tía Nora.

—Sí —afirmó Jim—. Recuerde usted que hemos llenado el depósito en el último pueblo. El indicador no funciona, pero tenemos suficiente.

Crujieron los frenos del coche y el motor se puso en marcha, llevando al viejo vehículo en dirección de Nueva York.

Pocos segundos después de haber partido la vieja máquina, una mancha oscura se movió debajo de los árboles que sombreaban las calles del pueblo.

Perdido en la oscuridad de la noche, aumentada por la lluvia, no parecía poseer substancia ni forma.

Un poco más abajo, una ventana iluminada derramaba alguna luz en la calle.

La sombra entró en la zona luminosa y súbitamente se convirtió en un cuerpo tangible y siniestro.

Su apariencia tenía, sin embargo, poco de humano. Era una forma alta, negra y tubular. Un observador hubiera creído que se trataba de un tubo de goma flexible.

En la parte delantera llevaba la imagen de una campana pintada de verde.

Al lado de la forma pendía un cubo de zinc de diez galones de capacidad, lleno hasta el borde de gasolina.

Asida por los mismos invisibles tentáculos negros que sostenían el cubo, se distinguía una manga de goma de las empleadas para extraer la gasolina de los depósitos de los automóviles.

La misteriosa figura se perdió de nuevo en la obscuridad y la lluvia.

Un momento después sonó el ruido que hacía el cubo al ser vaciado en el arroyo y por la calle se extendió el olor a gasolina que era absorbida por las alcantarillas.

La pequeña ciudad quedó sumida en un silencio, interrumpido solamente por el rumor de la lluvia y la trepidación ocasional de algún automóvil que cruzaba la calle principal.

El viejo coche de turismo marchaba a una velocidad de cuarenta millas por hora. Jira conducía inclinado sobre la rueda y con la cara pegada al arco libre de lluvia del parabrisas.

Las dos mujeres se acurrucaban y se ceñían los impermeables, para librarse del agua que entraba por las ventanillas rotas.

—Me parece que esa señal de la Campana Verde no debía estar dirigida a nosotros —dijo Alice con voz temblorosa.

—Yo no estoy muy seguro de ello —replicó vivamente Jim.

La Tía Nora se adelantó hacia él, con las mandíbulas apretadas y los brazos en jarras.

—Jim —dijo—, tú sabes algo que no nos quieres decir a las mujeres —gritaba para hacerse oír por encina del ruido del motor y de la lluvia—. Lo veo en tu modo de proceder. Sabes más de lo que dices acerca de la Campana Verde.

Jim Cash no replicó.

—Contesta —insistió con energía la Tía Nora.

—Acierta usted, Tía Nora —replicó Jim con una lúgubre sonrisa.

—¿Qué es ello? —demandó imperiosamente la anciana—. ¿Qué es lo que sabes?

—No se lo puedo decir.

—¿Por qué?

—Por la sencilla razón de que, desde el momento en que ustedes supieran lo que yo sé, estarían condenados a muerte. La Campana Verde las mataría para que no pudieran hablar.

—¡Ésas son tonterías! —la Tía Nora trataba de hablar como si ella misma creyese lo que decía—. No podrían saber si nosotras estábamos enteradas…

—Sí, Tía Nora. Parece como si lo supieran todo.

La Tía Nora palidecía y los tendones de sus manos se crisparon.

—Escucha, hijo mío —dijo—. ¿Tiene la Campana Verde conocimiento de lo que tú sabes?

Jim Cash se estremeció tan violentamente, que estuvo a punto de perder el dominio del coche.

—No lo sé —gritó con voz aguda—. Quizá sí; no estoy seguro. Y la tensión de estar siempre esperando la muerte, y pensar al mismo tiempo que tal vez no corro peligro alguno, me está volviendo loco.

La Tía Nora se recostó en los húmedos almohadones.

—Es una tontería que no nos lo digas, Jim —dijo—. Pero así son todos los hombres. Siempre quieren tener a las mujeres apartadas de posibles peligros. No me gusta el procedimiento, pero respeto tu criterio en ese sentido. De todas maneras, pronto estaremos hablando con Doc Savage y te podrá quitar ese peso de encima.

—Parece que tiene usted mucha fe en Doc Savage —murmuró Jim con aire de duda.

—La tengo —declaró la Tía Nora con vehemencia.

—Pero admite usted que ni siquiera le conoce.

La Tía Nora hizo un ruido parecido al relincho de un caballo de carreras.

—No tengo necesidad de conocerle. He oído hablar de él y es suficiente.

—Yo también he oído hablar algo de él —admitió Jim—. Por eso es por lo que me he dejado convencer por ustedes y voy a verle.

—¡Hablar algo de él! —dijo desdeñosamente la Tía Nora—. Si hubieras tenido las orejas más abiertas hubieras oído hablar de él más que algo. Doc Savage está especializado en asuntos como éste. La misión que se ha asignado en la vida consiste en sacar a su prójimo de toda clase de apuros y castigar a las personas que lo merecen.

—No creo que ningún hombre pueda… —comenzó a decir, escéptico, Jim.

—Doc Savage puede. Puedes creer lo que te dice una vieja con la suficiente experiencia para no dar crédito a la mitad de las cosas que oye. Doc Savage es un hombre que ha sido adiestrado desde la cuna en el arte de reparar agravios. Dicen que es una verdadera maravilla; probablemente, el hombre más fuerte que haya existido jamás. Además ha estudiado tanto que lo sabe todo, desde electricidad y astronomía hasta guisar.

—¿No habrá usted prestado demasiada atención a las fantasías de la gente, Tía Nora?

—¿No te he dicho que sólo creo en la mitad de las cosas que se me cuentan? —protestó la Tía Nora.

Jim Cash sonrió. El optimismo de la vieja parecía animarle.

—Dios haga que Doc Savage esté a la altura de sus esperanzas —dijo tristemente—. No sólo por nosotros, sino por todos los habitantes de Prosper City.

—Ahora has hablado —convino la Tía Nora—. Si Doc Savage no nos puede ayudar a nosotros y a Prosper City no sé lo que va a pasar.

El coche corrió sin novedad por espacio de cerca de una milla. Luego el motor comenzó a fallar y a poco se detuvo completamente.

—Se ha acabado la gasolina —dijo la Tía Nora.

Jim meneó la cabeza.

—Acabamos de poner. Debe ser que ha entrado agua en el carburador.

—Se te ha acabado la gasolina —insistió la Tía Mora con firmeza.

Jim se apeó de su asiento, sacó una varilla para medir, y se acercó a la parte posterior del coche. Metió su varilla en el depósito y abrió la boca lleno de asombro.

—¡Vacío! —exclamó—. No lo entiendo.

—Quizás te ha engañado el encargado del surtidor —dijo Alicia—. Tal vez no ha echado la gasolina que le has pedido.

—Eso debe de haber sido —convino la Tía Nora. Extendió un mapa de carreteras y lo consultó a la luz de una lámpara de bolsillo—. A unas dos millas de aquí hay un pueblo pequeño. Lo mejor será que vayas hasta allí andando, Jim.

Jim Cash vaciló.

—No me gusta dejarlas aquí solas —dijo.

La Tía Nora abrió un bolso de grandes dimensiones y sacó de él dos revólveres de aspecto muy eficiente.

Le dio uno a Alice, que lo cogió de una forma que indicaba su costumbre de servirse de aquella clase de herramientas.

—Si alguien se atreve a meterse con nosotras descubrirá que es una diversión muy poco saludable —declaró secamente la Tía Nora—. Anda, Jim, que no corremos ningún peligro.

Tranquilizado al ver las armas, Jim Cash se alejó a través de la lluvia.

Caminaba por la parte izquierda de la carretera, a fin de poder ver las luces de los coches que se aproximaban y evitar ser atropellado por ellos.

Algunos pasaron por su lado en ambas direcciones. No intentó detenerlos, sabiendo que sería inútil. Los automovilistas que recogen peatones a altas horas de la noche son escasos.

Descendió una pequeña colina. Al pie de ella cruzó dos puentes. Uno encima de un arroyo y el otro sobre la línea de un ferrocarril eléctrico.

Apenas había salvado el segundo puente, cuando varias lámparas portátiles enfocaron sobre él la luz blanca de sus rayos.

Pudo distinguir las figuras que sostenían aquellas lámparas.

Parecían grandes cilindros de goma y cada uno llevaba pintado sobre el pecho una campana verde.

Las negras figuras le contemplaron en silencio y una inmovilidad siniestras.

La lluvia resbalaba sobre ellas y les daba un brillo misterioso.

Jim Cash se quedó helado de espanto. Su palidez de antes se transformó en una blancura absoluta.

—¡Campanas verdes! —murmuró con voz ronca—. Aquel aviso de la radio era para nosotros.

Sus propias palabras disiparon la parálisis que le invadía. La actividad volvió como una explosión. Con la mano derecha buscó ávidamente una pistola que siempre llevaba en el bolsillo.

Otra de aquellas formas misteriosas y negras surgió de la oscuridad por detrás de Jim Cash y se lanzó convulsivamente sobre él. Le cogió por sorpresa y le derribó. Las lámparas se apagaron como obedeciendo a una señal. En la cavernosa oscuridad que sucedió se produjo una lucha entre las campanas verdes y Jim. El arma que éste trataba de sacar cayó al suelo. Sus vestidos se rasgaron.

Trató de gritar. La voz se ahogó en su garganta y terminó en un ruido igual al que podrían hacer dos piedras ásperas al ser frotadas una contra otra.

Se extinguieron los rumores de la lucha. Siguió un silencio ominoso.

Luego el grupo se dirigió hacia el puente que salvaba la línea del ferrocarril.

Empujaron el cuerpo de Jim Cash por encima de la barandilla, después de otro breve y duro combate. El grupo descendió a las vías.

Una luz se encendió por un momento. Jim yacía impotente entre sus aprehensores. El ferrocarril estaba electrificado.

La corriente no estaba conducida por líneas aéreas, sino por un tercer riel, que corría a lo largo de los otros.

Este tipo de conducción es corriente en los alrededores de Nueva York, donde los numerosos cruces hacen las redes de cable demasiado intrincadas.

El riel electrificado estaba protegido por una especie de cubierta de madera.

Un trapo negro, a manera de mordaza, impedía los gritos de Jim. Fue arrojado de cabeza contra el tercer riel. Con una frenética contorsión muscular consiguió evitar el caer sobre él.

Las siniestras figuras volvieron a la carga. Otra vez consiguió evitar el acero electrificado. Luchaba desesperadamente por la vida.

El escudo que protegía el riel le ayudaba. El menor contacto con el metal, cargado con una fuerte corriente, significaba la muerte instantánea.

La tercera vez, Jim pudo pasar un brazo por encima de la cubierta de madera y salvarse de nuevo. Se arrancó la mordaza de la boca y exhaló un grito penetrante pidiendo auxilio.

Las campanas verdes cayeron sobre él siempre en silencio. Esta vez le arrojaron contra el riel con los pies hacia adelante. Una de sus piernas tocó el acero.

El contacto produjo una llamarada eléctrica. El cuerpo de Jim se retorció en una convulsión y se hizo un ovillo alrededor del hierro fatal.

Allí permaneció rígido e inmóvil. Una delgada columna de humo pardo se elevó como el espíritu que se separase de un cuerpo.

Las campanas verdes se perdieron en la oscuridad.