XVII
El contacto fatal

La sirena de la ambulancia que corría hacia el lugar del supuesto accidente, seguida por un coche de la policía, que hacía más ruido aún, fue oída por muchas personas de Prosper City.

Entre ellas estaba Doc Savage, que supo así que Long Tom no había tardado en poner en práctica su consejo.

En aquel momento se encontraba Doc rondando por las inmediaciones de la casa de la Tía Nora. Los rumores procedentes del interior llegaban hasta sus agudos oídos.

Gritos, maldiciones, gemidos. Los prisioneros estaban siendo sometidos a un interrogatorio.

Los ruidos en cuestión no eran agradables para Doc. En algunas ocasiones recurría él también a la tortura, pero era siempre de un carácter que no producía daños permanentes.

Además de que la aplicación de castigos físicos no era medio apropiado para arrancar confesiones a aquellos endurecidos discípulos de la Campana Verde.

Soportarían impávidos los golpes y los pellizcos. Los hombres no le tienen miedo a las cosas que pueden comprender.

Los procedimientos de Doc eran tan extraordinarios, que impresionaban al hombre corriente, sumido por lo general en la ignorancia, como algo sobrenatural e incomprensible.

Y los hombres le tienen miedo a las cosas que no comprenden.

Doc salió de la oscuridad y se aventuró atrevidamente por la zona iluminada.

El hombre de bronce quería interrogar personalmente a los prisioneros.

Pero además tenía otros planes. Deseaba ensayar una treta y esa treta requería su presencia en la casa.

Su aparición produjo un revuelo parecido al producido por el paciente combate. La policía se arremolinó, pero no sacaron armas ni esposas.

Empezaron a hacer preguntas, que fueron ignoradas por Doc.

Collison Mac Alter dio un salto cuando vio a Doc y luego se dejó caer en una silla.

—Le detendrán a usted —murmuró—. ¿Cómo comete usted la imprudencia de dejarse ver aquí? Monk y Renny hicieron gestos de desdén. Conocían los métodos de Doc y estaban seguros de que el hombre de bronce podría escapar de la policía en cuanto quisiera.

La Tía Nora Boston obsequió a Doc con la más amable de sus sonrisas y expresó su opinión de que sería fácil convencer a la policía de que no molestase a Doc, especialmente si se conseguía hacer hablar a los dos prisioneros.

También Alice Cash dedicó a Doc una sonrisa radiante. Se alegraba de que estuviera de nuevo entre ellos y no hizo ningún esfuerzo para disimularlo.

Últimamente había tenido muy pocas ocasiones de ver a aquel gigante de bronce que hacía cosas tan maravillosas.

Ole Slater también recibió amablemente a Doc, pero su amabilidad no parecía natural. Miraba de cuando en cuando a Alice.

Era evidente que con cada hora que pasaba aumentaba el temor que Ole sentía de perder el cariño de su novia.

—¿Han dicho algo? —preguntó Doc, indicando a los prisioneros.

Monk asió por un brazo a uno de ellos y le hizo prorrumpir en gemidos.

—Mucha música como ésta —explicó—. Pero nada que nos saque de dudas.

Los extraños ojos dorados de Doc se pasearon por los prisioneros, escrutando sus caras y haciéndose cargo de su estado nervioso.

Eligió el más débil de todos.

No pronunció una palabra. Se limitó a mirarle fijamente. De sus labios partió la misteriosa melodía que era como una parte de su propio ser. Las notas invadieron toda la estancia, sin que se pudiera decir de dónde partían.

Doc sabía que aquella música facilitaba el hipnotismo.

El hombre elegido para el experimento era un cobarde y ni siquiera intentó resistir.

Empezó a debatirse, tratando de romper la cadenilla de las esposas.

—¿Qué quiere usted saber? Hablaré, pero no me siga usted mirando.

El asombro se reflejó en la cara de todos los presentes. Habían visto cómo aquel hombre desafiaba golpes y amenazas de muerte y ahora sucumbía a la sola mirada del gigante de bronce.

Ni Monk ni Renny mostraron ninguna emoción. Habían visto antes cosas parecidas. La presencia de Doc ejercía una acción misteriosa sobre los malhechores, especialmente cuando éstos sabían cuán peligroso era como enemigo.

—¿Quién es la Campana Verde? —demandó Doc.

Collison Mac Alter se movió nerviosamente: sus ojos empezaron a pasearse por las puertas y las ventanas.

La Tía Nora se estremeció y se llevó las manos a las mejillas. Alice Cash miraba a Doc, fascinada. Ole Slater sacó un revólver y comenzó a vigilar a todos los presentes. La mayor parte de los industriales de Prosper City se encontraban allí. Alguna de las personas que estaban en el cuarto era con seguridad la Campana Verde.

Ole Slater parecía dispuesto a capturar al culpable si se pronunciaba su nombre.

—No sé quién es la Campana Verde —gimió el interrogado.

—¿Quién asesinó a Clements? —preguntó a continuación.

Una convulsión agitó al forajido, mientras decidía si contestaba o no.

—Judborn Tugg —confesó.

Varios agentes de la policía se precipitaron hacia la puerta gritando:

—¡Ya hay bastante! ¡Vamos por Tugg!

—¿Quién mató a Jim Cash? —insistió Doc.

—No sé nada de esa muerte —murmuró el hombre.

—¿Y al policía que fue hallado colgando de la parra debajo de la ventana de Monk?

—La Campana Verde. El guardia sorprendió al jefe cuando estaba guardando el arma que empleó Tugg para matar a Clements. Por eso le mató.

Doc hizo con el brazo un gesto que señalaba a todos los presentes.

—¿Cree usted que la Campana Verde es alguna de estas personas?

—Seguro, alguno de ellos debe de ser.

Estas palabras tuvieron la virtud de hacer que cada uno se apartase un poco de su vecino. Todos sospechaban desde luego que la Campana Verde se hallaba entre ellos, pero las palabras causaron de todas maneras gran sensación.

Doc se dirigió entonces a todos y demandó:

—¿Alguno de ustedes quiere hacer preguntas?

—Sí —gritó Ole Slater con voz aguda—. ¿Cuál es la causa de todos estos horrores? ¿Por qué pretende la Campana Verde arruinar la ciudad? ¿Es un loco que nos odia a todos?

—No lo sé —murmuró el prisionero—. Ninguno de nosotros sabe nada de eso.

Ésta fue la única información que pudo obtenerse. Los otros cuatro prisioneros insistieron en que no sabían más de lo que había dicho su compañero.

—Y es, probablemente, la verdad —comentó Doc Savage.

El hombre de bronce empleó a continuación una pequeña aguja hipodérmica en cada uno de los cautivos. Los cinco quedaron sumidos en un profundo sueño, del que sólo saldrían mediante la aplicación de otra droga.

Los cinco fueron cargados en una ambulancia llamada por Doc. El conductor recibió instrucciones secretas y una respetable suma de dinero.

La ambulancia partió en dirección del hospital de Prosper City, donde los prisioneros deberían permanecer bajo la vigilancia de la policía.

Sin embargo, la ambulancia nunca llegó allí. En efecto, pasó más de un año antes de que los cinco maleantes fueran vistos en otra ciudad muy lejana de Prosper City y tan cambiados que nadie les hubiera reconocido.

Los cinco cautivos fueron en realidad a la institución secreta que Doc mantenía en el Estado de Nueva York, donde sufrieron una operación en el cerebro que les hizo olvidar el pasado y recibieron una instrucción que les permitiría vivir en adelante como personas decentes.

Los policías que habían salido para practicar la detención de Judborn Tugg regresaron muy disgustados.

—El pájaro ha volado —explicaron—. No hemos encontrado ni rastro de él.

—¿Faltaban algunos de sus vestidos? —preguntó Doc.

—No parecía. Daremos una orden general de detención contra él.

—Pierden ustedes el tiempo —les aseguró Doc—. Tugg es un hombre que gusta de los trajes llamativos y no hubiera salido de la ciudad sin llevarse algunos de los que tiene.

—Entonces, ¿qué ha sido de él?

Doc no respondió a esta pregunta, con gran perplejidad de los agentes de la autoridad.

Doc tenía ya una idea acerca del paradero de Tugg, pero esta idea formaba parte de su teoría acerca de la personalidad de la Campana Verde y, a falta de pruebas, no estaba aún dispuesto a darla a conocer.

En esto apareció Johnny, el geólogo. Llevaba debajo del brazo un rollo de papeles azules.

Hizo una señal de asentimiento al cruzarse sus ojos con los de Doc, afirmando así haber obtenido los mapas que éste necesitaba.

Doc se hizo cargo de los mapas, pero no los consultó inmediatamente.

Subió a su cuarto, buscó el pequeño fragmento de madera perteneciente a la caja empleada por la Campana Verde para producir la locura, se encerró y estuvo trabajando sobre él por espacio de media hora.

Luego lo bajó al comedor, reunió a todo el mundo en torno de la mesa y pronunció un discurso.

—Esto —dijo mostrando el trozo de madera— puede llevarnos a descubrir quién es la Campana Verde. En realidad, estoy seguro de que será así.

Estas palabras, sin ninguna preparación previa, produjeron una enorme sensación. La noticia se esparció por la casa y todo el mundo trató de entrar en el comedor.

—Todos ustedes saben, o por lo menos lo han oído decir —continuó Doc—, que la Campana Verde trató de volverme loco por medio de un aparato de ondas sonoras ultracortas. El resultado del intento fue que el aparato vino a caer en mis manos.

Monk, Renny y Johnny se miraron desconcertados. ¿Qué pensaba hacer su jefe y amigo?

—Descubrimos que en la caja había huellas dactilares, probablemente de la Campana Verde —prosiguió Doc—. El hecho de que tratase de destruirla lo demuestra.

—¿Y quiere usted decir que en ese trozo de madera existen huellas dactilares? —preguntó un guardia—. Es un trozo de aquella caja, ¿no?

—Sí —asintió Doc con gravedad—. Y lleva pruebas que casi con seguridad nos llevarán al descubrimiento de quién es la Campana Verde.

Monk miró a Renny.

—Ésta es la primera mentira que le oigo decir a Doc —declaró.

—¿Mentira? —protestó Renny—. ¿Qué mentira?

—Cuando ha dicho que hay huellas dactilares en ese trozo de madera. No hay ninguna. Yo mismo lo examiné cuidadosamente.

—Doc no ha dicho que las hubiera —observó Renny.

Monk se rascó lo alto de la cabeza.

—Es cierto —admitió—. No lo ha dicho, pero lo ha dejado entender.

—Supongo que espera a que la Campana Verde trate de apoderarse de él y se denuncie en el acto de hacerlo —apuntó Renny.

Esta conversación se desarrolló en tono muy bajo y que nadie pudo oír.

Además, los dos amigos se pusieron las manos delante de la boca de manera que si la Campana Verde era capaz de entender las palabras por el movimiento de los labios no pudiera verlos.

Doc Savage ordenó que todo el mundo se apartase de la mesa. Llevaba su trofeo cuidadosamente en un pañuelo.

—Debemos tener cuidado de que la Campana Verde no se apodere de este trozo de madera —advirtió, depositándolo sobre la mesa.

Los guardias formaron inmediatamente un círculo alrededor de la mesa, manteniendo a todas las demás personas a distancia.

—Hum —murmuró Monk—. Con tantas precauciones va a ser difícil que la Campana Verde intente apoderarse de eso.

—Traigan un microscopio —ordenó Doc—, y una cámara para sacar fotografías de las huellas. Supongo que ustedes tendrán todos esos aparatos a mano.

—¿Crees que de veras hay huellas en ese pedacito de madera? —le preguntó Renny a Monk en voz muy baja.

Como respuesta a esta pregunta todas las luces se apagaron, tanto en el interior como en el exterior de la casa. La corriente había sido cortada en el interruptor general.

Con la oscuridad sobrevino un profundo silencio.

—¡El trozo de madera! —gritó una voz.

La excitación se apoderó de todos los que se encontraban en la habitación.

Los guardias empezaron a gritar y a sacar sus armas. Algunos empujaron a sus vecinos y éstos, pensando que se trataba de la Campana Verde que buscaba la salida, los rechazaron a puñetazos.

Al cabo de un momento se habían organizado una docena de combates en el comedor. Monk, Renny y Johnny permanecieron pegados a la pared, esperando ver en qué acababa aquello, pues estaban seguros de que los acontecimientos no habrían cogido desprevenido a Doc.

Pronto se encendieron lámparas de bolsillo. Los combatientes descubrieron que sus enemigos eran en realidad amigos.

Cesaron los golpes y empezaron las excusas.

—¡Ha desaparecido! —gritó una voz. Y, en efecto, el trozo de madera no estaba ya sobre la mesa.

Collison Mac Alter levantó ambas manos gritando:

—¡Quiero que me registren y creo que todos los presentes deben hacer lo mismo!

Ole Slater se acercó, abriéndose paso por entre la multitud y exclamando:

—Opino lo mismo que Mac Alter.

—Pues yo no —refunfuñó la Tía Nora Boston.

—¿Por qué no, Tía Nora? —preguntó Alice, llena de sorpresa.

—Es inútil registrar, hija mía —dijo la Tía Nora—. Ese demonio, quienquiera que sea, no es tan tonto que se vaya a dejar sorprender con semejante prueba encima.

A pesar de todo, se efectuó el registro, al cual se sometieron hasta los guardias.

Monk logró acercarse a la mesa para preguntar a Doc:

—¿Cómo diablos lo ha podido coger? Había un cordón de guardias alrededor de la mesa.

Doc le señaló una pequeña cortadura que había sobre el tablero.

—Con un cortaplumas atado a un hilo. Se ha asomado por encima del hombro de uno de los guardias y ha arponeado el trocito de madera.

—Esta vez ha sido más listo que nosotros —refunfuñó Monk.

—Nada de eso, Monk —replicó el hombre de bronce sonriendo ligeramente.

De la cocina partió un grito y todo el mundo corrió hacia allá.

La Tía Nora estaba inclinada sobre el fogón y miraba la hornilla de carbón con los ojos desorbitados y la boca abierta.

En la hornilla yacía el fragmento de madera, tan carbonizado que apenas parecía el mismo. Clavado en él había un pequeño cortaplumas que había tenido las cachas de celuloide.

—Iba a echar más carbón al fuego —murmuró la Tía Nora— y he visto esto…

Alice Cash respondió a la pregunta.

—Yo lo conozco —confesó—. Lo tenía en mi escritorio para afilar lápices.

Siguieron otras preguntas en las cuales también participó la policía pero todas las investigaciones resultaron infructuosas.

¿Quién había depositado el trozo de madera y el cortaplumas en la hornilla?

Doc consiguió averiguar lo que les había ocurrido a las luces en el momento oportuno.

Alguien había cogido un tenedor del armario de la cocina y lo había clavado en los hilos, produciendo así un cortocircuito y fundiendo los plomos. En el tenedor no se encontraron tampoco huellas digitales.

Monk siguió los pasos de Doc y mientras el hombre de bronce procedía a la instalación de nuevos plomos, el químico reanudó la conversación que había sido interrumpida por el descubrimiento de la Tía Nora.

—Dices que la Campana Verde no ha sido esta vez más listo que nosotros —murmuró—. ¿Qué quieres decir con eso?

Doc miró cuidadosamente a su alrededor para asegurarse de que nadie le escuchaba.

—En aquel pedazo de madera no había huella dactilar alguna —dijo.

—Ya lo sabía —replicó Monk.

—Pero en cambio estaba empapado en algunos productos químicos de tu colección. La fórmula que he empleado es muy fuerte y basta el más ligero contacto con la piel para que ésta absorba lo suficiente para que resulte afectado el hígado y aumenten las secreciones de la vesícula biliar.

—¿De manera que…?

—El pigmento biliar será absorbido por la sangre y la piel se pondrá amarilla. En otras palabras, la Campana Verde, al tocar ese trozo de madera, ha contraído una fuerte ictericia.

Monk no volvía de su asombro.

—¿De manera que quienquiera que haya cogido ese trozo de madera comenzará a ponerse amarillo?

—Ni más ni menos. Todo lo que tenemos que hacer es procurar que no nos maten y esperar a que alguien se ponga amarillo.

—¿Cuánto tiempo tardará?

—Eso es difícil de decir. Depende del individuo. Un día; tal vez una semana, pero no más.