XII
El cadáver de la parra

Los armarios formaban una fila en el centro de la habitación. En el lugar que debía ocupar el de Jim quedaba un hueco, Doc se escapó por él.
El suelo de la fábrica era una composición de caucho, lo cual explicaba como el hombre se había podido acercar sin ser oído.
Además, el recién llegado no estaba en realidad muy cerca, sino al otro extremo de la habitación, a unos cincuenta pies de distancia.
No sonó ningún disparo, La luz era demasiado escasa para permitir una puntería acertada. Incluso estaba demasiado oscuro para poder identificar las caras.
Pero Doc había reconocido la voz que le ordenaba levantar las manos.
Era Collison Mac Alter, el dueño de la fábrica.
Doc estaba oculto a la vista de Mac Alter por la fila de armarios. Sacó del bolsillo uno de los petardos y lo encendió.
Lo arrojó por encima de los armarios. El petardo estalló cerca de Mac Alter con un estampido terrible.
El fabricante dio un grito y disparó su revólver al mismo tiempo. Las dos detonaciones fueron casi iguales en intensidad. El aire se llenó de un olor acre.
Doc Savage guardó silencio. El rincón donde había estallado el petardo estaba muy oscuro. Collison Mac Alter no sabía probablemente si había herido o no a alguien.
Doc estaba desconcertado. ¿Era Collison uno de los esbirros de la Campana Verde? ¿No sería el mismo jefe de la cuadrilla?
Para averiguar la verdad, Doc decidió emplear una pequeña estratagema.
Se adelantó silenciosamente a lo largo de la fila de armarios, hasta que llegó todo lo cerca de Mac Alter que le fue posible.
Empleando su voz ordinaria, pero haciéndola entrecortada y doliente, dijo:
—¿Me ha querido usted matar, Mac Alter?
El arma se le cayó a Mac Alter de las manos y gritó con voz angustiada:
—¡Doc Savage! Creí que era usted uno de la cuadrilla de la Campana Verde.
Doc esperó. Si Collison era de la Campana Verde, aquello podría ser una treta para descubrirle y meterle una bala en el cuerpo.
Pero Mac Alter se acercó apresuradamente al lugar en que creía que estaba Doc. El hombre de bronce sacó su lámpara del bolsillo.
Mac Alter no llevaba arma alguna en las manos. Estaba pálido y temblando.
En vista de ello salió de donde estaba oculto.
—No se apure; no me ha dado usted.
Mac Alter se enjugó la frente empapada en sudor frío y se apoyó flácidamente contra uno de los armarios.
—¡Qué terrible equivocación! —murmuró.
—¿Acaba usted de llegar aquí? —le preguntó Doc.
—No, hace dos horas que estoy en la fábrica.
Mac Alter hizo una pausa, esperando, aparentemente, alguna observación de Doc. En vista de que éste guardaba un absoluto silencio, continuó.
—Debo confesar que no soy un hombre valiente cuando se trata de correr peligros físicos. Después de salir de la reunión de casa de la Tía Nora Boston, fui a mi casa, pero no pude dormir. En vista de ello vine aquí para considerar de nuevo su proposición. Vi como llegaban los secuaces de la Campana Verde y encerraban al vigilante. Francamente —murmuró—, tuve miedo de mostrarme.
—No se puede llamar a eso cobardía —observó Doc—. Eran demasiados para un hombre solo.
—Sí, eso mismo pensé yo —convino Mac Alter—. De todas maneras, ignoro la causa de su presencia aquí. De pronto comenzaron a disparar, pero no me fue posible ver contra quién se dirigían sus tiros. Supongo que sería contra usted. Ni aun entonces me atreví a hacer fuego contra ellos. Nunca me lo perdonaré.
Mac Alter trató ansiosamente de ver a través de la penumbra la expresión de la cara de Doc. Quería saber si su historia había sido creída por el hombre de bronce.
Lo que vio le dio poca satisfacción en un sentido o en otro.
—¿Qué es lo que podían buscar? —demandó.
—Jim Cash tenía sin duda pruebas documentales de la identidad de la Campana Verde —replicó Doc—. Las había escondido en su armario, y escribió el lugar en que se encontraban, con tinta invisible, en uno de sus brazos. Por qué lo hizo así es un misterio y cómo la Campana Verde pudo llegar a averiguarlo, otro misterio.
Estos dos enigmas quedaron indirectamente resueltos cuando Doc llegó a casa de la Tía Nora Boston.
Collison Mac Alter condujo a Doc en su limosina hasta casa de la tía Nora.
Doc iba oculto en la parte posterior y la policía no se atrevió a detener a un hombre de la categoría de Collison Mac Alter para registrar el coche.
Ham estaba llamando por teléfono desde Nueva York cuando llegaron a casa de la Tía Nora.
—¿Cómo van las cosas, Doc? —preguntó.
—Podrían ir mucho mejor —le contestó Doc.
—Tengo que informarte de una cosa extraña —contestó diciendo Ham—. Puede ser importante. Nuestro cartero fue raptado anoche por una cuadrilla de hombres vestidos con capuchones negros. Durante la noche consiguió escapar. El objeto del rapto era, al parecer, arrebatarle la correspondencia que tenía para nosotros. Dice que sólo había una carta procedente de Prosper City.
—Eso explica lo que ha ocurrido aquí, Ham. Jim Cash escondió las pruebas que tenía contra la Campana Verde y escribió el lugar donde se encontraban en su brazo. Debió de escribirme una carta en la que me advertía que en caso de que él fuera asesinado, buscase la información en su cadáver.
—Este asunto es más difícil de lo que parecía —observó Ham.
—La Campana Verde puede tener aún en Nueva York algunos de sus hombres. Ten cuidado con ellos.
—Ya lo tengo —afirmó Ham—. Y creo que conseguiré que esos cuatro testigos falsos acaben diciendo la verdad.
—Cuando lo hayas conseguido podrás hacer el favor de venir aquí para sacarme de otro lío. Me acusan de haber asesinado al jefe de Policía de la ciudad.
—Está bien. ¿Y cómo anda ese Monk de los demonios?
—Se entiende muy bien con Alice Cash —replicó Doc, sabiendo que ésta era la respuesta que el mismo Monk hubiera dado.
La conversación terminó con una fuerte protesta del abogado. Nada molestaba tanto a Ham como los éxitos de su enemigo con las muchachas.
Monk llegó poco después, acompañado de Ole Slater, la Tía Nora y los demás. Alice Cash estaba tranquila y mantenía constantemente los ojos bajos.
El cuerpo de su hermano estaba ya en el cementerio.
Monk miró a Doc y meneó lentamente la cabeza.
—La policía está registrando toda la ciudad, buscándote —declaró; y en tono más bajo, para que no llegase a oídos de Alice, agregó—: Nos han seguido hasta el cementerio y han registrado hasta el ataúd de Jim Cash. Nos han detenido además dos veces cuando veníamos hacia aquí.
—Y lo peor —añadió Renny—, es que se presentarán aquí cuando menos lo esperemos.
Johnny salió y regresó a poco con la última edición extraordinaria del periódico de Prosper City.
—La gente de este periódico parece muy decente —observó—. Dicen que Clements ha sido asesinado, pero no mencionan el nombre de Doc en relación con el asunto. Dicen, simplemente, que no hay pruebas suficientes para afirmar quién pueda ser el asesino.
Renny, distraído, hizo chocar sus puños, que produjeron el mismo ruido que si hubieran chocado dos ladrillos.
—¿Y el arma con que Tugg mató a Clements? —preguntó.
—Tugg es demasiado listo para conservarla —le advirtió Doc.
Ole Slater entró corriendo del jardín.
—Señor Savage —exclamó—. ¡La policía!
Doc se acercó a la puerta. A la entrada del jardín sonaban las voces de una violenta discusión. La guardia montada por Monk, trataba de impedir el paso a la policía.
—Yo se lo he mandado —confesó Monk.
—Bien hecho —dijo Doc—. Así tendremos algunos momentos para pensar lo que se puede hacer.
—Va a ser muy peligroso salir de aquí.
—No pienso salir.
—¿Cómo? —inquirió Renny.
Doc, sin contestar, salió al jardín y comenzó a dar la vuelta a la casa. No sabía cómo iba a permanecer en la casa sin ser aprehendido por la policía.
Estaba buscando un escondite donde no se sospechase su presencia. Antes de haber completado la vuelta a la casa lo había descubierto.
A la espalda de la casa había un enorme tanque de hierro galvanizado, lleno de agua. En él desaguaban algunos de los canalones del tejado.
La Tía Nora era una mujer económica que se lavaba su ropa y opinaba que para esta operación no había agua mejor que la de la lluvia.
—Ayudadme —dijo Doc, y entre todos transportaron el tanque a alguna distancia de la casa—. Cuidado no tiréis el agua.
Ole Slater soltó una escéptica carcajada.
—No es fácil que consiga usted escapar sumergiéndose en ese tanque —declaró—. La policía lo registrará con seguridad.
—No se apure usted —le dijo Monk—. El plan no es tan sencillo como todo eso.
Ole Slater se puso encendido de cólera. No estaba de humor para aguantar bromas de Monk, especialmente después de las atenciones que éste dispensaba a Alice.
Doc llamó a Monk y ambos volvieron a entrar en la casa. Aunque la explosión había destruido los aparatos de Doc, la provisión de productos químicos de Monk estaba intacta. Monk se puso a trabajar.
Doc entró en la habitación de Renny. EL ingeniero había traído de Nueva York, entre otras cosas, unos pequeños tanques de oxígeno, provistos de un tubo de goma, que terminaba en una boquilla apropiada para respirar el contenido del tanque debajo del agua.
Otra pieza especial servía para mantener las narices tapadas. A poco apareció Monk, llevando en las manos dos botellas, una pequeña y la otra grande, que contenían líquidos de una naturaleza muy diferente. Entregó a Doc la botella pequeña y todos salieron a continuación al jardín.
El hombre de bronce se proveyó de una gruesa piedra y se sumergió cuidadosamente en el tanque de agua. Se sentó en el fondo y se colocó la piedra sobre las rodillas para mantenerse allí.
Monk derramó en el agua el líquido contenido en la botella grande. Luego encendió un fósforo y se lo aplicó.
De toda la superficie del agua contenida en el tanque se elevó una llama brillante, que producía un humo pardo y rojizo.
Monk dedicó a Ole Slater su sonrisa más burlona.
—Este producto arde sin causar apenas calor —dijo—. La policía creerá que estamos quemando algo en el tanque y nunca presumirá que debajo del fuego haya agua. ¿Cree usted ahora que registrarán el tanque?
—No, desde luego, no —contestó Slater humildemente—. Pero ¿y si el señor Savage quisiera salir del agua? No podría hacerlo sin quemarse.
—¿No ha visto usted el frasquito que le he dado antes de meterse?
—¿Y qué tiene que ver eso?
—Está lleno de un fluido que flota y que extingue el fuego producido por el otro. Doc sólo tiene que destapar la botellita para que el fuego se apague.
Ole Slater se frotó la cara con las manos.
—Los recursos de usted parecen no tener límite.
—Nadie ha puesto nunca a Doc en un apuro del que no pudiera salir —le replicó Monk.
Se envió entonces recado a los hombres que guardaban la puerta de que podían dejar entrar a la policía. Cuando llegaron los guardias, Long Tom y Johnny empezaron a arrojar cosas a las llamas del tanque.
Cesaron en su tarea antes de que llegaran lo bastante cerca para ver que sólo arrojaban latas de conserva vacías, que no podían añadir ningún calor al fuego producido por el líquido.
—Vamos a registrar esta casa —declaró violentamente el sargento que mandaba a la policía—, y la vamos a registrar de verdad.
—Pueden ustedes empezar cuando quieran —le dijo Monk—. Sólo les advierto una cosa. No piensen en amenazar a Alice Cash ni a la Tía Nora.
—Cueste lo que cueste me he de asegurar de que ninguna de ellas ha visto a Doc Savage.
Monk hizo una señal y sus tres compañeros se agruparon con gesto amenazador. Los cuatro formaban un grupo digno de ser tenido en cuenta.
—Puede usted hacer todas las preguntas que guste —refunfuñó Monk—. Pero el que haya alguien que las conteste será harina de otro costal.
—¿Dónde está Doc Savage?
—Ésa es una de las cosas que no me da la gana de contestar.
—No quiere usted contestar por miedo a que detengamos a su amigo —dijo el sargento con tono siniestro.
—Yo no le tengo miedo a nada ni a nadie —replicó Monk, golpeándose el pecho con fuerza—. Lo único que pasa es que no quiero contestar esa pregunta.
En este momento llegaron más guardias, tres camionetas llenas, provistos de ametralladoras y carabinas. Alrededor de la residencia de la Tía Nora se formó un cordón.
La policía empezó su registro. Entraron en las tiendas del circo y no dejaron en ellas nada por revolver. Llegaron a subir a lo alto de las tiendas para convencerse de que no había nadie oculto encima.
Del inflamado tanque no hicieron el menor caso, salvo para arrojar la colilla de algún cigarrillo entre las llamas.
Llegaron a la casa. Las puertas estaban todas guardadas. El escrutinio comenzó por el sótano. Las paredes y el suelo eran de ladrillo.
Los ladrillos fueron virtualmente examinados uno por uno, para asegurarse de que no había trampas por ningún lado.
Otros agentes de la policía se esparcieron por las demás dependencias de la casa.
A poco llegaron otras dos docenas de personas, aproximadamente. Eran los propietarios de las fábricas y de las minas de Prosper City.
Evidentemente, habían celebrado una conferencia y venían en corporación a discutir con Doc Savage las medidas en que hablan de transferirle la propiedad de sus negocios.
Cuando se enteraron de que la policía estaba buscando al hombre de bronce, tuvieron una explosión de indignación. Ninguno de ellos podía admitir la idea de que Doc Savage hubiera asesinado a Clements.
Obsequiaron a la policía con un fuego graneado de palabras. Los guardias sudaban y renegaban, pero no podían ordenar a toda aquella gente que se fuese, pues se trataba de las personas más poderosas de Prosper City.
—La idea de que Savage haya asesinado a Clements es ridícula —afirmaba el propietario de una mina—. Hemos hecho investigaciones y resulta que es un hombre conocido en todo el mundo por sus buenas acciones.
El pomposo Judborn Tugg, que había comparecido también, empezó a discutir.
—Mis queridos amigos y compañeros —comenzó a decir en tono de discurso—: Este Doc Savage es dos veces asesino y quizás algo peor.
—No lo creemos —replicó uno.
—Yo mismo le he visto matar a Clements. Otra media docena de personas fueron también testigos del horrible crimen. Además, ese hombre está tratando de comprarles a ustedes sus negocios por una fracción de lo que valen. ¿No lo ven ustedes? No sólo es un asesino, sino un formidable estafador.
El trueno de la voz de Renny le interrumpió:
—Cuando llegue el momento, Tugg, probaremos que es usted mismo la Campana Verde, o que está usted a sueldo de ella.
Tugg se adelantó hacia Renny con los puños cerrados y como dispuesto a agredirle, pero se detuvo mucho antes de llegar al alcance de las poderosas manos del amigo de Doc.
—Sus palabras no pueden ofenderme —dijo con tono desdeñoso y a continuación se eclipsó, al darse cuenta de que todo el mundo, menos la policía, estaba en contra suya.
—Continúen registrando —ordenó el sargento—. Vamos a investigar esta casa desde arriba…
No pudo acabar la frase. Sonó un ruido de pasos precipitados en el exterior y un guardia entró gritando:
—¡Uno de nuestros hombres está colgado de la parra debajo de una ventana! ¡Tiene clavado un cuchillo!
Todo el mundo corrió excitadamente alrededor de la casa.
Debajo de la ventana del segundo piso, pendiente de un grueso brazo horizontal de la parra, colgaba un cuerpo vestido con el uniforme azul de la policía. Las hojas de debajo estaban tintas en sangre.
El cadáver estaba colgado del cuello por una cuerda y había sido apuñalado repetidas veces, a juzgar por los numerosos canalillos formados por su sangre.
El cuchillo había quedado en su pecho, clavado en la última herida.
¡El arma era uno de los cuchillos de cocina de la Tía Nora Boston! El puño era de asta. Visto desde abajo, el puño parecía la cabeza de una serpiente asomada al bolsillo del muerto.
Monk miró a la ventana y empezó a sentirse como si estuviera sumergido en agua helada. La ventana de donde pendía el cuerpo era la de su cuarto.
—¡Le han asesinado debajo de nuestras mismas narices! —murmuró Renny al oído de Monk—. ¿Por qué le habrán matado?
Monk cruzó las manos y luego las separó. Se estaba imaginando el interior de la prisión de Prosper City.
Lo más probable era que todos los que estaban presentes quedasen detenidos. Sólo en las novelas se consiente que toda una cuadrilla permanezca en la escena del crimen, con el fin de que el héroe pueda atrapar al malhechor.
Todos irían a parar a la cárcel.
Silenciosos y sombríos en presencia del asesinado, los guardias entraron en la casa y subieron al segundo piso.
La cuerda de que estaba suspendido el cadáver era una de las que Monk había usado para atar uno de los paquetes que había traído de Nueva York.
No era lo bastante larga para bajar el cuerpo hasta el suelo y lo subieron a la ventana.
No había ninguna indicación de la causa por la cual el guardia había sido asesinado. Ninguna lesión indicaba si había habido lucha.
—De todas maneras —advirtió Monk—, si hubiera habido lucha lo hubiéramos oído desde abajo. Este individuo sólo hace algunos minutos que está muerto.
—¿De quién es esta habitación? —inquirió el sargento.
—Mía —confesó Monk.
El guardia sacó un par de esposas del bolsillo y se precipitó sobre Monk.
—Queda usted detenido y acusado de asesinato —declaró.
—Olvida usted una cosa, sargento —protestó Monk.
—¿Qué?
—Que desde que ha llegado usted no me ha perdido de vista ni un minuto, y puesto que el muerto es uno de los hombres que vinieron con usted, es evidente que no puedo haberle matado yo.
El sargento tuvo que renunciar de mala gana a la detención de Monk, porque, sin duda alguna, no podía ser él el asesino. Se mordió los labios nerviosamente.
—Que baje todo el mundo al vestíbulo —gritó el sargento—. Tenemos que llegar al fondo de todo esto.
El grupo de hombres que representaban todas las minas y fábricas de Prosper City, comenzaron a protestar de que a ellos se les tratase así; pero sus protestas fueron inútiles.
—Esto es muy serio —declaró el sargento—. Tenemos que interrogar a todo el mundo.
—Tiene usted razón —convino Tugg, levantando la voz todo lo que pudo—. Yo me someto voluntariamente a cualquier examen y creo que aquél que se oponga es porque tiene algo que ocultar.
Tugg recibió varias miradas siniestras en premio de sus palabras.
Él replicó con una sonrisa desdeñosa, pues sabía que así merecería mejor la estimación de la policía.
Siguieron diez o quince minutos de interrogatorios. Los agentes de la ley trabajaron a conciencia, pero el resultado que obtuvieron no hizo sino aumentar su perplejidad. Casi cualquiera de los presentes podía ser el asesino.
Los únicos que habían estado continuamente junto a la policía desde que comenzó el registro eran los cuatro amigos de Doc.
Collison Mac Alter, la Tía Nora, Ole Slater, Alice Cash y los demás no encontraron dificultades para probar dónde se encontraban en el momento en que probablemente se había cometido el crimen.
El grupo de industriales estaba francamente alarmado. Los esfuerzos de cada uno para justificar eran casi frenéticos.
—Todos ustedes esperarán aquí en el vestíbulo —dispuso el sargento—. Nosotros vamos a terminar el registro de la casa. Doc Savage puede estar cerca y haber sido él quien ha asesinado a nuestro compañero.
Johnny había estado examinando con su lente de aumento el cuchillo que había servido para cometer el crimen.
—Han limpiado todas las huellas dactilares —anunció con sentimiento.
La policía siguió su registro con escrupulosa minuciosidad. Las paredes fueron golpeadas, y examinados hasta los libros y las revistas que se encontraron en la casa.
—Tienen ustedes unas ideas muy extrañas acerca del tamaño de una persona —observó Monk.
—Calle usted —le ordenaron—. Ahora estamos buscando el arma con que fue muerto Clements.
Monk se sobresaltó visiblemente.
—Oiga, ¿y les ha dicho a ustedes alguien que podría estar aquí?
—Nosotros no acostumbramos a denunciar el origen de nuestras informaciones —le dijo el sargento. Pero un movimiento de sus ojos hacia Judborn Tugg indicó claramente de dónde procedía la indicación.
La habitación de Monk parecía estar perseguida por un mal espíritu, pues fue en ella donde se produjo el otro acontecimiento desagradable.
Monk había llevado de Nueva York un traje de repuesto, que estaba colgado en un armario. En uno de sus bolsillos fue hallada el arma con que se había dado muerte a Clements.
El número de la pistola, había sido limado recientemente, y la prueba de que aquélla era el arma que se buscaba, habían de darla los peritos armeros.
Pero a Monk no le cupo la menor duda acerca de que era precisamente aquélla la pistola homicida y de que alguien la había puesto en su habitación.
Así lo proclamó en voz alta.
—Además —añadió—, explica el asesinato del guardia. El pobre hombre sorprendió a la Campana Verde o a alguno de sus hombres en la operación y por eso le mataron.
—El que esté aquí el arma demuestra que Doc Savage ha estado también aquí —insistió el sargento—. EL debe de ser el autor del crimen.
Monk se encogió de hombros. ¿Para qué discutir? Los industriales de Prosper City comenzaron a protestar de nuevo. Si estaban seguros de que Doc Savage era el culpable. ¿Para qué detener a todo el mundo? Alguno de ellos hizo la ominosa predicción de que si aquello continuaba pronto habría una nueva sección de la policía en la ciudad.
Los guardias cedieron en parte. Pero insistieron en que todos debían permanecer, cuidadosamente vigilados, en casa de la Tía Nora.
Los cuatro amigos de Doc, pensando en su jefe sumergido en el tanque de agua, no recibieron con muy buena cara esta nueva disposición.
El tanque seguía ardiendo y continuaría lo mismo durante ocho horas, pero luego, ¿qué?
Doc tenía todas las probabilidades de ser descubierto y ninguna de escapar.
—Tendríamos que advertir a Doc de cómo se presentan las cosas —murmuró Monk al oído de Alice.
Alice demostró entonces que su ingenio no cedía en nada a su belleza.
Consiguió permiso de la policía y se retiró a descansar a su habitación. En una hoja de papel grueso escribió un breve sumario de lo ocurrido.
Hizo un rollo con el papel y lo introdujo en una botella de cuello ancho. El papel se abrió en el interior y la superficie escrita quedó legible desde fuera.
Alice ató un pesado pisapapeles a la botella. La moda femenina imponía entonces las mangas largas y anchas.
Alice escondió su botella en una de ellas y consiguió acercarse al tanque sin despertar sospechas, y arrojar el mensaje entre las llamas.
La botella se hundió en el agua y cayó sobre la rodilla derecha de Doc. El fuego de la superficie iluminaba el agua más de lo que hubiera iluminado la luz del sol.
Además, aunque el fuego no producía mucho calor, la temperatura del agua empezaba a ser agradable.
Doc leyó el mensaje y llegó a una rápida decisión. En realidad, apenas pareció considerar nada. Tal era la presteza con que su cerebro analizaba las situaciones y llegaba a la conclusión de cuál era el mejor procedimiento.
Quitó el corcho de la botella que le había entregado Monk. El líquido era de color lechoso y ascendió a la superficie formando espirales que semejaban el humo de una pequeña hoguera. Las llamas se extinguieron al momento.
Doc se desprendió de la piedra que le servía de áncora y salió del tanque.
Gritos de sorpresa saludaron su aparición. Alice Cash se llevó las manos a las mejillas, asustada.
El sargento de policía se adelantó con el revólver en una mano y las esposas en la otra.
—¡Queda usted detenido! Si se mueve es hombre muerto.