XIII
Ordenes

En pocos segundos se formó un círculo de pistolas alrededor de Doc.
Judborn Tugg comenzó a gritar:
—¡Matadle! ¡No le dejen escapar! ¡Es el asesino de vuestro jefe!
Long Tom estaba en aquel momento cerca de Tugg. El electricista —pálido, delgado y de aspecto enfermizo— no parecía contrincante adecuado para el voluminoso Tugg. Pero saltó sobre él y sus puños empezaron a operar rápidamente sobre Tugg.
Antes de que pudieran separarlos, Tugg había perdido tres dientes, tenía la nariz hinchada y los dos ojos negros.
Long Tom se defendió tan ferozmente de los guardias que intentaron detenerle, que ambos cayeron al suelo. El aspecto de Long Tom era extremadamente engañador.
Generalmente, no perdía la serenidad, pero en algunas raras ocasiones montaba en cólera y no había quien le contuviese. Las acusaciones contra Doc le hicieron estallar.
Un guardia se colocó detrás de él y le dio un golpe en la nuca con un rompecabezas. Long Tom cayó al suelo sin sentido.
Doc Savage fue conducido al sótano de la casa y allí se le ordenó que se desnudara.
Todas las piezas de su vestido fueron cuidadosamente registradas, Esta indignidad fue sugerida por el maltratado y tembloroso Tugg.
—No hay que arriesgarse —le dijo a la policía—. No sabemos qué clase de armas puede llevar escondidas entre la ropa.
Luego le dieron una camisa azul y unos pantalones de dril y descalzo fue conducido a uno de los coches de la policía, un coche cerrado, pero sin cortinas.
Doc ocupó el asiento posterior, con un guardia a cada lado y otros tres delante.
Otros cinco automóviles llenos de hombres, dos delante y tres detrás, les daban escolta. En uno de los últimos iba conducido Long Tom, por su agresión a Tugg.
Todos los demás fueron dejados en libertad. La policía tenía ya a Doc y creía que todo estaba arreglado.
Los coches eran conducidos despacio y haciendo la menor cantidad de ruido posible. Cuando entraron en la parte más poblada de la ciudad, por todas las ventanas salía la música de la radio. Evidentemente, la estación de radio de Prosper City ponía a aquella hora un programa muy popular.
De pronto, de todos los altavoces, surgió la conocida serie de lamentos, dominados por las notas tristes y lúgubres de una ronca campana.
El clamor duró sólo algunos momentos.
—La Campana Verde —murmuró uno de los guardias.
Todos miraron a Doc, como si sospechasen que el hombre de bronce fuera la causa del ruido.
Doc no hizo ninguna demostración de haberlo oído. Sus manos reposaban sobre sus rodillas, juntas y sujetas por las esposas. Tenía los pies igualmente esposados.
En Prosper City entraban tres líneas de ferrocarril. Para evitar cruces peligrosos, las vías pasaban por puentes que cruzaban por encima de las calles. La caravana de autos avanzaba hacia uno de estos puentes.
Pasaron los dos primeros. El de Doc se encontraba a una veintena de pies de distancia. Mantenía una marcha lenta.
Levantando los puños por encima de la cabeza, Doc dio un salto.
Impulsado por los tremendos músculos de sus piernas, su cuerpo pasó a través del techo como si éste hubiera sido de papel.
Quedó sobre la armazón metálica, que era lo bastante fuerte para soportar su peso. Las esposas de las muñecas y de los tobillos no parecían molestarle en lo más mínimo.
Cuando el auto llegó debajo del puente, él estaba de pie.
Oculto por el parapeto, Doc probó la resistencia de las esposas de acero contra sus músculos de bronce.
La cadena que unía los dos aros que sujetaban sus piernas se rompió. La de las muñecas siguió el mismo camino.
Echó a correr por entre los rieles, inclinado todo lo posible. Los guardias subían por el talud, disparando y gritando.
Un tren hubiera sido muy oportuno, pero no se advertía la menor señal de que hubiera uno siquiera.
Doc siguió corriendo, hasta que una bala silbó peligrosamente cerca de su cabeza, advirtiéndole que sus perseguidores habían llegado a las vías superiores.
Se arrojó hacia la derecha, deslizándose literalmente sobre el estómago por el talud. Los empleados del ferrocarril habían sembrado el declive de una variedad de hierba alta, que suministraba un excelente escondite.
Doc ganó una cerca; dejó algunos trozos de su vestido en el espino al pasar a través de ella y se metió en un gallinero, en el momento en que las balas empezaban a llover sobre las tablas.
Cruzó un patio, rodeado por una bandada de gallinas asustadas, pasó a través de una casa vacía y se encontró en la calle.
Estaba a salvo. Se encaminó directamente a casa de la Tía Nora Boston.
La razón de la fuga de Doc estaba en el breve y horrible clamor de la Campana Verde. Aunque no tenía ninguna prueba acerca del significado de aquel ruido, decidió que sólo podía tener un propósito.
El rumor público decía que el tañido de la Campana Verde era presagio de muerte o de violencia por parte de los hombres que componían la siniestra banda.
Por consiguiente, razonó Doc, aquel ruido por la radio era una señal para que todos se reunieran en algún punto donde recibían órdenes.
Doc estaba seguro de que Tugg era uno de ellos, si no el jefe mismo, y quiso observar las reacciones de Tugg a la llamada por radio.
Llegó a un árbol muy alto situado cerca de la casa de la Tía Nora, el mismo que había servido a Slick de observatorio en otra ocasión.
Algunas pequeñas erosiones de la corteza y un hilo o dos arrancados de la ropa de Slick, explicaron a Doc lo ocurrido cuando él trepaba.
Se colocó en una rama larga. Cerca de las tiendas del circo estaba ocurriendo algo. Judborn Tugg agitaba los brazos y gritaba. Monk y Johnny se movían frente a él y hacían gestos de amenaza.
Tugg parecía estar insultando gravemente a los dos amigos de Doc. Un momento después, Monk y Johnny cogían al pomposo Tugg y le arrojaban del jardín.
Doc Savage, al ver aquella pantomima, sintió un nuevo respeto por la sagacidad de Tugg.
Había conseguido que le expulsasen violentamente, de manera que su partida tan pronto después de la llamada por radio, no despertaría las sospechas de nadie.
Doc descendió silenciosamente de su árbol y siguió a Tugg.
Éste entró en su limosina, pero sólo la utilizó por muy poco espacio y a una escasa velocidad. Pronto la dejó a un lado del camino, junto a un campo llano y cubierto de espesos arbustos, y se dirigió al viejo granero.
Brillaba el sol y Tugg no daba media docena de pasos sin volver la vista atrás. Sin embargo, Doc estaba apenas a sesenta pasos, cuando su enemigo entró en el ruinoso edificio.
Doc se acercó, pero se vio obligado a retirarse al oír otros hombres que se retiraban.
La cuadrilla de la Campana Verde se estaba reuniendo en asamblea.
Llegaban por parejas y por grupos de tres o cuatro. El último cerró la puerta.
Cada uno de ellos venía vestido con el tétrico uniforme de la Campana Verde. Ninguno permaneció de guardia en la puerta. La exótica mascarada hubiera llamado la atención a cualquiera, pero sin duda más de un ojo vigilaba a través de los intersticios de las tablas.
Para reunir la vasta cantidad de conocimientos contenidos en su notable cerebro, Doc había acudido a los maestros en cada cosa y luego, por medio de un estudio intensivo, mejorar lo que ellos le enseñaban.
Había acudido a los cazadores de animales salvajes para aprender a rastrear.
Tan silenciosamente como la sombra proyectada por una nube, se acercó al edificio.
Una voz hueca y extraña murmuraba en el interior. Las palabras cuando llegaban a oídos de Doc, estaban tan deformadas que eran casi ininteligibles.
Lo que Slick había descubierto con sus ojos, lo descubrió Doc solamente por medio del oído. La voz procedía de un tubo subterráneo.
—¿Están todos aquí? —preguntaba.
—Sí, señor —contestó Tugg a gritos.
—Han venido ustedes para recibir órdenes —continuó la voz sepulcral de la Campana Verde—. ¿Se han asegurado de que nadie les seguía cuando se acercaban?
Un clamor general, evidentemente de asentimiento, respondió a esta pregunta.
—Muy bien —prosiguió la voz—. Por fin tenemos a Savage en la cárcel. Pero quedan sus hombres. Es para oír su suerte para lo que les he llamado a ustedes.
Doc Savage no prestaba toda su atención a las palabras de la Campana Verde; al mismo tiempo se arrastraba lentamente por entre las hierbas, aplicando de cuando en cuando el oído al suelo.
No creía que la cañería estuviera enterrada a mucha profundidad, pues de otra manera, debido a la naturaleza pantanosa del terreno, se llenaría de agua.
La Campana Verde, dondequiera que estuviera, tenía forzosamente que hablar fuerte, para que su voz llegase al granero. Doc pensó que podría localizarle por el oído.
—¡Tugg! —tronó la voz de la Campana Verde.
—¡Aquí estoy! —gritó el aludido.
Si no sabía que la figura a quien se dirigía era solamente un maniquí de palos y tela, debía extrañarle mucho que se le preguntase su identidad.
—Debe usted recordar que hace algunas semanas le mandé hacer ciertos preparativos del domicilio de la Tía Nora Boston.
—Sí, recuerdo —repuso Tugg.
—¿Qué hizo usted? Quiero estar seguro.
—Escondí una botella de veneno entre unos matorrales de la ladera de la montaña, cerca de casa de la Tía Nora. El matorral es inconfundible. En él crecen cuatro árboles. Forman una línea recta, como si hubieran sido plantados adrede así.
—¿Dónde está exactamente la botella?
—Enterrada entre los dos árboles centrales.
—¿Qué clase de veneno contiene?
—Cianuro. Es el veneno más mortífero que he podido encontrar.
Doc Savage comenzó a escarbar silenciosamente con los dedos. Su sensible oído le había guiado bien, pues el agujero que hizo quedaba precisamente encima de la cañería, que era de arcilla.
—Tugg, usted cogerá ese veneno y…
En medio de las palabras, Doc descargó un golpe seco con el puño sobre la cañería. Ésta no era muy sólida y se rompió.
—¿Qué ruido ha sido ése?
—Me parece que ha salido de debajo de sus pies —le contestó Tugg.
—Bueno, no importa —se apresuró a añadir el jefe, temiendo que sus secuaces se pudieran dar cuenta de que la figura que tenían delante era sólo un maniquí.
Doc cubrió el agujero con las manos, para evitar que se perdiera demasiado volumen de voz. Luego cogió un poco de polvo fino y lo dejó caer ligeramente en la abertura.
El polvo era ligeramente absorbido en dirección opuesta al granero, al entrar en la cañería. Ello le mostró la corriente y le dio la dirección.
Pero era posible que la conducción hiciera algún recodo antes de llegar al final.
—Tugg —continuó diciendo la Campana Verde—, usted mismo irá a buscar el cianuro que escondió cerca de la casa de Tía Nora. Supongo que hay bastante cantidad en esa botella.
—Mucho —replicó Tugg.
—Bueno. Pues esta noche se llevará usted un grupo de hombres para descubrir la conducción de aguas de la casa. Sé que, debido a la situación de la finca en las afueras de la ciudad, es una conducción pequeña. Derramará usted en ella el veneno. Supongo que podrá usted encargarse de los detalles de la operación.
—Sí, sí —convino Tugg.
Doc se apartó del granero, siguiendo el camino que empleaban los secuaces de la Campana Verde para llegar hasta él. Caminaba despacio y registraba la tierra con la vista.
Pronto halló lo que esperaba: una colilla de cigarrillo. Continuó sus pesquisas y logró añadir dos puntas de puro a su provisión. EL hallazgo más importante fue una caja de fósforos en la cual quedaba uno aún. Doc había temido que tendría que producir el fuego que necesitaba a la manera de los indios, frotando un palo con otro.
Volvió a acercarse al granero. Las puntas de cigarro procedían de la cuadrilla de bandidos.
Doc juntó todo el tabaco en un puñado y lo quemó en el agujero que había hecho en la cañería. La corriente lo hizo arder, arrastrando el humo.
Doc escuchó la conferencia de los enmascarados. Judborn Tugg contaba lo ocurrido en casa de la Tía Nora.
Doc pensó que el relato de Tugg era completamente ocioso, puesto que la Campana Verde había tomado parte activa en los sucesos, asesinando a un policía.
Entre el grupo de los fabricantes y mineros de Prosper City, o de las demás personas que se encontraban allí, estaba el misterioso personaje.
Doc empezó a describir círculos alrededor del granero, olfateando el aire al mismo tiempo. El humo del tabaco tiene un olor fuerte y esperaba localizar por medio de él la salida de la cañería.
Desde su niñez practicaba Doc diariamente unos ejercicios especiales, destinados a desarrollar el sentido del olfato, que era en él realmente fenomenal.
Dio una vuelta entera sin descubrir lo que buscaba. La segunda vez tampoco tuvo éxito. El último círculo fue mucho más ancho. Doc apresuró el paso. Había esperado tener mejor suerte.
Oyó como los miembros de la cuadrilla salían del granero. Los dejó marchar sin ocuparse de ellos. El único miembro que le importaba era Judborn Tugg, y éste no sería difícil de encontrar cuando le hiciera falta.
Doc concentró toda su atención en descubrir la salida de la cañería.
Judborn fue uno de los primeros en salir y en alejarse rápidamente de aquella vecindad. El día era caluroso y el capuchón con que iba disfrazado la molestaba.
Se lo quitó tan pronto como estuvo a una prudente distancia.
Aunque su nombre se mencionaba libremente en las reuniones, Tugg cuidaba de tener siempre la cara oculta. Esto era una pequeña precaución.
Si ocurría algún contratiempo, podría decir que él nunca había asistido a semejantes reuniones, sino que debía ser alguien que asumía su nombre.
Tugg entró en su coche y regresó a la ciudad, sin apresurarse y fumando uno de sus lujosos cigarros. Para recoger el veneno tendría que esperar a que se hiciera de noche.
Se detuvo a la puerta de su casa. Pocos meses antes tenía criados que le abriesen la puerta. Recientemente los había despedido, pretextando apuros económicos.
La verdadera razón era, sin embargo, que no quería gente en su casa que pudiera enterarse de cosas peligrosas para él. Tugg era soltero y comía en un restaurante.
Entró en su lujosa biblioteca y en el momento en que pisó el umbral se quedó como de piedra.
Sentada en una ancha butaca se encontraba la figura negra y lúgubre de la Campana Verde. El verde de la insignia y el de las gafas eran casi del mismo tono.
La figura tenía una pistola en la mano.
El arma era suficiente para advertir a Tugg de que ahora estaba frente a su jefe en persona.
El siniestro personaje siempre tenía un arma en la mano cuando se mostraba a alguno de sus hombres, para asegurarse de que ninguno de ellos sentiría la tentación de arrancarle la capucha.
—¿Qué… qué quiere usted? —tartamudeó Tugg—. Acabamos de hablar.
—Acaba usted de estropearlo todo —El tono de la Campana Verde era profundo y colérico.
Tugg dejó caer su cigarro, que permaneció sobre la alfombra sin que él se diera cuenta.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que Savage le ha seguido a usted hasta el granero y ha oído todo lo que se ha hablado allí.
Tugg meneó violentamente la cabeza.
—Imposible. Savage está preso.
—Se ha escapado. —El arma de la Campana Verde no se apartaba una línea del corazón de Tugg—. La policía ha dejado huir a Savage y él le ha seguido a usted.
—¡A mí! —Tugg estaba casi sofocado—. No lo creo.
—No discutamos eso ahora —dijo la Campana Verde—. Savage estaba allí. Le oí y estoy seguro de ello. Ahora vengo a darle a usted nuevas órdenes. No vaya usted a recoger la botella de cianuro.
Tugg se dio cuenta enseguida de las posibilidades.
—Si Savage nos ha oído hablar de ese veneno, seguramente se apresurará a destruirlo. Podíamos organizar una emboscada…
—Ya está preparada —le interrumpió la Campana Verde.
—No sabía que hubiera usted dispuesto de algunos de los hombres…
—La clase de emboscada que he dispuesto no necesita hombres y es mucho más eficaz por eso mismo. La Campana Verde se despidió a continuación. Desde una ventana vio Tugg como se perdía de vista entre los arbustos de su jardín, lo cual le hizo maldecir la ocurrencia que había tenido de plantar tan profusamente su jardín.
Hubiera deseado seguirle y averiguar la identidad de aquel demonio que tenía aterrorizada a la población de Prosper City.