VII
Clements prepara una trampa

El descubrimiento de que el chofer era Doc Savage en persona, sorprendió tanto a Monk y a Renny, que ambos estuvieron a punto de caer del estribo en que viajaban. Ole Slater dio un salto en su asiento.

Alice hizo un gesto de asombro. Long Tom y Johnny se echaron a reír. No era aquélla la primera vez que el hombre de bronce se disfrazaba de una manera notable.

Era un maestro en ello, lo mismo que era un maestro en muchas otras cosas.

—Estaba cerca cuando usted pidió un taxi por teléfono —explicó Doc a la Tía Nora—, ha sido cosa fácil detener el coche y sobornar al chofer para que me dejase ocupar su lugar.

—¿Dónde está el chofer? —quiso saber la Tía Nora.

—Nos esperará en su casa de usted para llevarse el coche. Así podré entrar yo también sin que la policía que está vigilando sospeche.

La Tía Nora exhaló un suspiro de felicidad, y expresó su opinión de que Prosper City vería pronto el final de todas las tragedias que la afligían.

La fonda que regentaba la Tía Nora era un gran edificio cuadrado, de dos pisos y rodeado de un jardín muy bien cuidado. Doc y sus compañeros encontraron el lugar muy agradable.

La estratagema de Doc para entrar en la casa tuvo un éxito completo. El verdadero chofer se llevó el coche, dejando a Doc detrás.

Los guardias estacionados fuera del jardín de la Tía Nora no sospecharon nada.

La casa estaba situada en las afueras de la ciudad, al pie de una cadena de colinas cubiertas de bosque, que los naturales del país llamaban montañas.

En estas montañas había minas de carbón y de ellas partían largas galerías que se prolongaban hasta debajo de Prosper City.

Alice Cash aprovechó una oportunidad para informar de que la Tía Nora había reunido una pequeña fortuna con la venta de aquel carbón, pero la buena señora la había gastado toda en socorrer a los necesitados.

Salió el sol y con el nuevo día llegaron guardias para vigilar el establecimiento de la Tía Nora. Doc tuvo cuidado de permanecer oculto.

El hombre de bronce comenzó al acto a tomar medidas para mejorar las condiciones de Prosper City. Sacó del bolsillo un fajo de billetes de banco.

La Tía Nora se frotó los ojos cuando vio el importe de los billetes, que eran en su mayoría de mil dólares. Doc le entregó aquella pequeña fortuna con instrucciones acerca de su empleo.

La Tía Nora hizo una visita a los comerciantes de Prosper City que más se habían distinguido por sus obras de caridad. Cada uno de ellos recibió un importante pedido de comestibles y ropas.

Los comerciantes recibieron estos pedidos con considerable alegría. Un viejo verdulero, que sostenía a toda la vecindad a crédito, porque no podía sufrir el ver a sus antiguos clientes pasar necesidades, se sentó para llorar.

Antes de mediodía estaban tomadas las disposiciones para la entrega de más de veinte camiones de alimentos en casa de la Tía Nora.

Había algunos comerciantes que no habían dado crédito a ninguno de los indigentes ni contribuido a las obras de caridad. A éstos no se les compró nada.

En la ciudad había en aquellos momentos un circo ambulante, que, naturalmente, estaba cerrado. La Tía Nora alquiló la gran tienda y ordenó que fuera levantada en su jardín para albergar las provisiones.

Siguiendo las instrucciones de Doc, Ole Slater alquiló varios automóviles abiertos. Alice Cash, Ole Slater y los cuatro ayudantes de Doc, recorrieron en ellos la ciudad, anunciando por medio de altavoces, que habría una distribución de alimentos y una reunión, en casa de la Tía Nora, aquella misma noche.

—Díganles —advirtió Doc— que en esta reunión se expondrá un plan para que todos los hombres de Prosper City tengan trabajo dentro de un par de semanas.

Decir que este anuncio fue una sensación en Prosper City es un reflejo pálido de la realidad.

Pocos creyeron que la cosa fuese posible, pero todo el mundo decidió asistir a la reunión para ver qué era lo que en ella se proponía.

La misteriosa Campana Verde no permanecía mientras tanto inactiva. Los agitadores, que desde el principio habían sido los directores de las huelgas, improvisaron tribunas en las esquinas y comenzaron a difamar a la Tía Nora, diciendo que era una mujer siniestra y Doc Savage un asesino o algo peor.

Afirmaban que la buena señora estaba en liga con «los intereses».

Quiénes fueran «los intereses» es lo que no decían de un modo explícito, pero incluían desde luego a todos los fabricantes y propietarios de las minas.

La Tía Nora, afirmaban, trataría de convencer a los obreros que volvieran a trabajar por salarios de hambre.

¿Para qué trabajar y morirse de hambre de todas maneras cuando los ricos se llenaban de oro los bolsillos?

Este argumento hubiera sido bueno si hubiera tenido algún fundamento cierto. Pero a aquellos individuos les importaba muy poco el bienestar de los trabajadores.

Estaban a sueldo de la Campana Verde y su único propósito era mantener cerradas las fábricas y las minas. ¿Por qué? Sólo la Campana Verde lo sabía.

Estos agitadores a sueldo se declaraban protectores de la clase trabajadora y proferían amenazas contra todos los que asistieran a la reunión de la Tía Nora.

—No trabajaremos hasta que se nos den salarios decentes —exclamaba un orador—. Seréis tontos si escucháis las palabras de esa vieja embustera…

En este punto, uno de los admiradores de la Tía Nora derribó al que hablaba desde su improvisada tribuna y tuvo necesidad de acudir la policía para detener la pelea que siguió.

Éste no fue el único incidente. Aquel día, muchos agitadores fueron a parar al hospital, golpeados y maltrechos.

El jefe de Policía se presentó en casa de la Tía Nora con el bigote erizado de rabia.

—Prohíbo esa reunión para esta noche —exclamó—. Ya está usted tratando de crear más dificultades. En este momento están ocurriendo disturbios en toda la ciudad.

—Judborn Tugg debe haber vuelto —le replicó la Tía Nora.

Clements se puso de color de púrpura, pues era cierto que Judborn Tugg y Slick Cooley habían regresado aquel mismo día.

—¿Y qué tiene eso que ver con lo que digo? —preguntó.

—¿No le ha ordenado Tugg que suspenda mi reunión? —insistió la Tía Nora.

Esto era verdad, y así lo admitió Clements sin avergonzarse. Clements era un hombre honrado, aunque tonto, y el pomposo Tugg era un ídolo para él.

—El señor Tugg es el ciudadano más honrado que tenemos en Prosper City —declaró con la firmeza del ignorante que tiene una idea fija—. Es cierto que opina que sus tonterías sólo serán causa de más disturbios y yo creo lo mismo. Por lo tanto, no consentiré semejante reunión.

—Pues le romperán a usted la cabeza si lo intenta —replicó la Tía Nora airadamente.

Este argumento era el menos apropiado para convencer a un hombre tan violento como Clements.

Alice Cash adujo las únicas razones que podían variar la determinación del jefe de Policía.

—Esta noche vamos a distribuir alimentos entre los indigentes —dijo con suavidad—. Espero que no tenga usted el mal corazón de impedirlo.

Clements cedió. Él podría ser testarudo y tonto y un adorador de Tugg, pero también un hombre de buenos sentimientos.

Si se iba a dar de comer a los hambrientos, él no lo impediría.

Convino en permitir que se celebrase la reunión, pero aseguró que tendría preparada a toda la policía de la localidad.

Doc Savage oyó la conversación desde una estancia contigua y felicitó a Alice cuando se reunió con él.

—Ha tenido usted la habilidad de evitar lo que podría haber sido un grave inconveniente para nuestro propósito —le dijo.

Alice dedicó a Doc una encantadora sonrisa de gracias. Era evidente que se sentía atraída por el gigante de bronce.

Cuando hubiera pasado ella el dolor por la muerte de su hermano, la atracción sería aún mayor.

Ole Slater se daba cuenta y no podía ocultar su preocupación. Estaba muy enamorado de la adorable Alice.

Hubiera sido una tranquilidad para él saber que Doc Savage acostumbraba a huir del amor, pues su peligrosa carrera no le permitía pensar en aceptar la responsabilidad de una esposa, que estaría siempre en peligro de quedarse viuda; además, sus enemigos podrían atacarle a través de ella.

No era posible que una mujer se viera expuesta a semejante vida.

Más tarde telefoneó Ham desde Nueva York e informó de que estaba investigando las vidas pasadas de los cuatro testigos, que, falsamente, juraron haber visto a Doc asesinar a Jim Cash.

—Quizá descubra algo acerca de ellos que les obligue a confesar la verdad —dijo con esperanza—, pero, francamente, no soy muy optimista.

Puesto que Doc se veía obligado a permanecer oculto, sus cuatro ayudantes se encargaron de los preparativos para el cónclave de aquella noche.

Renny, que como ingeniero había dirigido la construcción de rascacielos, dirigió la erección de las tiendas del circo. Long Tom, el famoso electricista, instaló un sistema de altavoces que permitieran oír a todo el mundo cada una de las palabras que se pronunciasen en la reunión.

También instaló luces adecuadas al caso.

Monk, que como teniente coronel del ejército, durante la guerra, había aprendido a mandar, organizó con los amigos de la Tía Nora, un cuerpo que se encargase de la distribución de los alimentos y las ropas.

En Prosper City quedaban aún dos bancos abiertos. Johnny visitó uno de ellos, después de averiguar que Judborn Tugg era director del otro.

El que eligió Johnny era el menos importante de los dos.

Cuando salió del establecimiento, dejó a todos los empleados aturdidos y desconcertados, con un cheque depositado a nombre de Doc Savage.

La cifra que indicaba el importe del cheque llenaba todo el espacio destinado al efecto. Los banqueros telefonearon a Nueva York antes de convencerse de que el cheque era bueno.

Pronto se esparció por la ciudad el rumor de este enorme depósito y los periódicos locales telefonearon a Nueva York para informarse de quién era aquel Doc Savage.

Les dijeron que se trataba de un hombre misterioso que poseía una riqueza fabulosa de origen desconocido, y que su única ocupación consistía en defender la vida a aquellas personas que eran incapaces de hacerlo por sí mismas.

También supieron que Doc estaba acusado de haber asesinado a Jim Cash.

El periódico llevaba esta historia en su primera página en la edición de aquella noche. También publicaba un editorial, que comenzaba así:

«¿Quién es Doc Savage? ¿Un Midas o un asesino? ¿Se trata de un hombre cuyo poder y riqueza van a salvar a Prosper City, o de un charlatán con siniestros propósitos?».

Mucho antes de la puesta del sol, una gran cantidad de hombres, mujeres y niños comenzaron a invadir el jardín de la Tía Nora. La mayor parte de la población de Prosper City se disponía a asistir a la reunión.

Los primeros que llegaron fueron los más pobres y su aspecto inspiraba lástima. En sus semblantes se veía el hambre reflejada.

Aparecieron también algunos de los agitadores a sueldo de la Campana Verde, que empezaron a proferir amenazas.

La escuadra formada por Monk cayó sobre estos individuos y se produjo una pequeña batalla. Uno de los agitadores sacó una pistola y trató de matar a Monk. Erró el primer tiro y Renny descargó sobre su mandíbula un puño que era tan duro y tan voluminoso como un bloque de cemento.

El pistolero cayó con la mandíbula rota.

Clements apareció como por encanto al frente de un pelotón de policías.

Eran por lo menos treinta, provistos de gases lacrimógenos y otras armas.

—¡Ya sabía yo que tendríamos disgustos con motivo de esta reunión! —gritó el jefe de la policía—. Quedan arrestados todos ustedes.

—Se refiere usted a esta gentuza, sin duda —dijo Monk, señalando a los agitadores.

—No me refiero a ellos, que están en su derecho si quieren hacer discursos. Éste es un país libre. Me refiero a ustedes.

Ole Slater, que estaba de muy mal humor, sin duda a causa de las inconfundibles señales que mostraba Alice Cash de estarse enamorando de Doc, le pegó al policía que tenía más cerca.

Otros dos policías cayeron sobre Slater y le golpearon con sus mazas.

—Queda detenido todo el mundo —repitió Clements con voz aguda—. Y después vamos a registrar la casa. Nos han dicho que Doc Savage está escondido en ella.

—¿Qué? —preguntó Monk, adelantando la cara.

—Judborn Tugg dice que uno de sus amigos ha visto a Doc Savage en una ventana de esta casa —repitió Clements.

Doc Savage estaba escuchando desde una ventana de la casa. Sus extraños ojos dorados no demostraron ninguna emoción al oír las palabras del jefe de Policía.

Y, sin embargo, la noticia de que él estuviera escondido en casa de la Tía Nora era desconcertante. Procedía, desde luego, de la misteriosa Campana Verde.

Pero ¿cómo había podido averiguar que Doc estaba allí? O tal vez sólo era una suposición.

Doc se acercó a una ventana de la parte posterior. Había cerrado ya la noche, pero el jardín estaba brillantemente iluminado por las luces instaladas en él por Long Tom.

Alrededor de la casa había estacionado un cordón de policías. Era dudoso que ni siquiera un mosquito pudiera pasar por entre ellos sin ser descubierto.

Doc estaba cogido en una trampa.

Doc volvió a la ventana delantera. La lona que formaba la pared de una de las tiendas del circo estaba a poca distancia. Se puso de frente a ella y los músculos de su cuello se anudaron en extrañas posiciones.

Habló en voz alta, empleando una lengua extraña y musical, y sus palabras parecieron salir de la pared de la tienda.

Era el idioma de los antiguos mayas. Los amigos de Doc lo habían aprendido en un venturoso viaje que hicieron a Centroamérica.

Era una de las lenguas menos conocidas de la tierra y, ciertamente, ni Clements ni sus guardias la entendían.

—Poneos de frente a esa pared —fue lo primero que les dijo Doc. Monk y los otros cuatro se pusieron inmediatamente a mirar a la lona de la tienda.

Esto acentuó la impresión de que la voz procedía de allí. Doc sabía muy bien que la mayor parte del éxito de un ventrílocuo consiste en hacer creer a sus oyentes que la voz parte de un sitio determinado.

Doc añadió algunas órdenes, hablando rápidamente. Acabó de hablar antes de que la policía volviese de su asombro.

Clements se lanzó sobre la tienda, levantó la lona y se quedó atónito al no ver allí a nadie. Se volvió contra Monk y los otros.

—¡Arriba las manos! —rugió—. Ustedes llevan armas y aquí no está permitido.

Las armas a que se refería Clements eran las pequeñas ametralladoras que podían disparar con tan terrorífica velocidad.

Monk no hizo caso de la orden.

—Antes tengo que hablar de esto con mis amigos —dijo con su voz suave.

—Nada de eso —insistió Clements.

Monk y los otros sacaron entonces sus armas.

—Ya lo creo que sí, y si ustedes no nos dejan hablar, tendremos muchos disgustos aquí.

Clements retrocedió sin dejar de mirar las armas que empuñaban sus adversarios. Por fin cedió.

—Bueno. Hablen ustedes, pero sin apartarse de mi vista.

Los cuatro amigos no siguieron esta orden al pie de la letra, pues se retiraron detrás de la lona de la tienda y Monk entró en la casa y volvió a salir con las manos vacías, pero con un paquete muy sospechoso debajo de la ropa.

La conferencia duró tal vez un minuto. Luego todos salieron de la tienda y arrojaron sus armas al suelo.

—¿Está usted satisfecho? —dijo Monk.

—No —declaró Clements—. Ahora vamos a registrarles.

Los guardias se adelantaron hacia ellos. Contando a los cuatro ayudantes de Doc y a los veinte hombres que Monk había contratado para la distribución de los alimentos y las ropas, había un hombre por cada guardia.

Comenzó el registro. De pronto Monk tosió fuertemente e instantáneamente, cada uno de los cautivos tocó con la mano derecha la cara o una mano del policía que le estaba cacheando.

Los policías cayeron al suelo y allí quedaron, roncando fuertemente.

Monk y los otros, muy satisfechos, se quitaron de los dedos unos dedales de metal, confeccionados de manera que se confundían con las propias uñas, cada uno de los cuales iba dotado de una aguja hipodérmica, que al entrar en contacto con la piel inyectaba un líquido que producía un sueño de varias horas.

Las instrucciones para aquella operación las había dado en lengua maya el mismo Doc. Los dedales eran de su invención.

Clements y sus guardias fueron conducidos a los coches y acostados sobre los cojines. Algunos de los hombres que presenciaban la escena se prestaron a llevárselos de allí.

—Estamos libres de esta gente hasta medianoche por lo menos —dijo Monk sonriendo.

La multitud fue aumentando rápidamente. Entre los que llegaban se veía a personas de importancia. Propietarios de fábricas y de minas, empujados a la bancarrota por la continua huelga.

Era una situación extraña. Los industriales deseaban que sus establecimientos trabajasen y los obreros necesitaban trabajo, pero la odiosa organización de la Campana Verde contenía los deseos de ambas partes.

Fábrica abierta era fábrica quemada. Y si un obrero aceptaba trabajo corría el riesgo de ser apaleado o algo peor. Todos temían la terrible locura producida por los manejos de la Campana Verde.

Muchos se daban cuenta de que existía detrás de todo aquello un propósito implacable, pero nadie podía presumir cuáles fueran las razones.

¿Por qué la Campana Verde trataba de arruinar la industria de Prosper City?

¿Se trataba de un demonio que profesaba un odio terrible a la ciudad entera?

Nadie lo sabía.

La multitud se mostraba reacia a entrar en la gran tienda del circo. Muchos de los presentes habían experimentado ya la venganza de la Campana Verde.

Se reunieron fuera en grupos y hablaron. Algunos se asustaron y se fueron.

Los agitadores de la Campana Verde no habían hablado enteramente en vano.

Con el fin de aplacar sus temores, Long Tom instaló una radio portátil y por medio del sistema de altavoces destinado a transmitir los discursos de aquella noche, extendió la música de la emisora local por todo el jardín de la Tía Nora y aun por los caminos adyacentes.

Inesperadamente, una especie de aullido sobrenatural ahogó las notas de los violines y los saxofones. El aullido subía y bajaba, cambiando de tono.

Parecía el grito de muerte de un monstruo repetido por todos los altavoces.

El tañido de una campana ronca dominaba todo aquel estruendo. Podía haber sido el anuncio de un cataclismo.

El ruido misterioso cesó de pronto y la música continuó como si nada hubiera ocurrido.

En el jardín de la Tía Nora los hombres palidecieron y las mujeres se acercaron a sus maridos como en busca de protección.

Otras abrazaban a sus hijos llenas de terror.

—¡La Campana Verde! —murmuró uno—. Significa la muerte o la locura para alguien, como casi siempre que suena.

Doc Savage, inmóvil como una estatua de bronce, contemplaba la escena desde una ventana de la casa. Había visto a los salvajes de tierras remotas vivir en perpetuo temor de cosas que no acertaban a comprender.

Había visto a los pasajeros de un gran transatlántico esperar aterrados el desastre inevitable.

Pero nunca había presenciado un terror tan grande como el producido por el lúgubre tañido de la Campana Verde en aquella multitud.

El cerebro desconocido, origen de todos aquellos extraños sucesos la causa de la pobreza y la miseria que afligían a aquella desgraciada ciudad, había conseguido su primer propósito. En Prosper City reinaba el terror.