XVI
Un hombre que desaparece

Durante diez o quince segundos reinó un silencio profundo, sólo turbado por el zumbido de los insectos nocturnos. Un relámpago iluminó el lejano horizonte.

El rayo de luz que iluminaba la Campana Verde permanecía inmóvil. El gigante de bronce que sostenía la lámpara era apenas visible.

Doc Savage había estado vigilando a sus cuatro ayudantes, para prevenirles de un posible accidente como aquél.

El hombre de bronce avanzó lentamente sobre la negra figura de la Campana Verde.

El lúgubre personaje levantó de súbito el puño cerrado y se golpeó el pecho.

La Campana Verde que llevaba pintada en él emitió un sonido sordo y apagado. Debajo de la tela debía de llevar una especie de gong pequeño.

¡Una señal!

Las sombras que les rodeaban se animaron súbitamente. Formas negras, dotadas de unos brazos que se movían como tentáculos, surgieron por todas partes.

Brillaron algunos relámpagos cárdenos. Las detonaciones estremecieron el aire.

Doc apagó su linterna. A pesar de toda la finura de sus sentidos, no se había dado cuenta de que los esbirros de la Campana Verde estaban cerca y dispuestos a ayudar a su jefe.

Corrió haciendo «zig-zags» para evitar las balas que le perseguían como si fueran pequeños animales feroces y se dirigió al lugar en donde había visto a su principal enemigo.

Uno de los enmascarados se puso en su camino, agitando con frenesí un par de pistolas. El gigante de bronce, sin detenerse apenas, descargó uno de sus endurecidos puños sobre el centro nervioso espinal del individuo, que cayó sin herida alguna, pero absolutamente incapaz de hacer el más pequeño movimiento.

Doc conocía todos los secretos del sistema nervioso y los efectos de determinadas presiones sobre los músculos.

Cuando llegó al sitio en que estaba la Campana Verde, se encontró con que el siniestro pájaro había volado. Doc no sintió ni decepción ni sorpresa.

El jefe de la banda se había salvado por la presencia de sus hombres.

Mientras las balas perseguían a Doc, él se había desvanecido entre las sombras de la noche.

Los enmascarados comenzaron a registrar entre los coches. Dos chocaron entre sí y dispararon sus armas, creyéndose mutuamente enemigos.

Ambos cayeron al suelo, retorciéndose y maldiciendo.

El ruido de los disparos había alarmado ya a cuantas personas se encontraban en la casa. Renny corrió a una de las luces que iluminaban las tiendas del circo, la arrancó de su sitio y la dirigió hacia los coches.

Con la luz se acabó la batalla. Los agentes de la Campana Verde eran enemigos de la luz.

Además, Renny, Monk y los otros acudían corriendo desde la casa y para contender con ellos hubiera sido necesario un pequeño ejército.

Los bandidos huyeron.

Doc los persiguió. Dos veces consiguió hacer presa en alguno de ellos, que quedó tendido en el camino, paralizado e indefenso.

Conforme había supuesto, no fue posible hallar rastro de una figura encapuchada y con gafas verdes.

El zar siniestro había logrado escapar.

Doc abandonó pronto la persecución de los que huían. No podía pretender acorralarlos a todos.

Recogió a los dos que había puesto fuera de combate y los condujo junto a los coches. Otros tres yacían ya allí. El que Doc había paralizado y los dos que se habían herido mutuamente.

Los amigos de Doc, la policía y los auxiliares contratados por Monk salían ya por todas partes. Las capuchas fueron arrancadas de la cara de los bandidos.

—Son maleantes conocidos en toda la ciudad —dijo Ole Slater después de verles la cara.

—Aquí hay dos más —anunció Doc, sin salir al área iluminada, y luego se alejó de aquellos contornos a toda prisa.

La policía corrió al lugar desde donde había hablado, pero sólo encontraron a los dos prisioneros. Los agentes estaban muy excitados, pero su excitación era debida a los acontecimientos desarrollados en los últimos minutos y no a la presencia de Doc Savage.

No hicieron ningún esfuerzo para perseguirle.

Esta actitud era significativa. Doc estaba acusado de haber asesinado a Clements y había una orden de detención contra él, pero la policía se preocupaba ya muy poco de cumplir la orden.

Los prisioneros fueron recogidos y conducidos a la casa. Un médico fue llamado para que atendiese a los dos heridos y los cinco fueron entregados a la policía, que se dispuso a pasar la noche interrogándolos.

Nadie prestó la más mínima atención al coche de Long Tom; y ciertamente, nadie se preocupó de levantar el capó. Cualquiera que fuera el objeto que la Campana Verde había depositado en él, aún estaba allí.

En la casa, Monk daba señales de gran satisfacción.

—Yo sé —dijo suavemente, con los ojos fijos en los prisioneros—, cómo se las ha arreglado Doc para dormir a estos dos pájaros. Los voy a despertar y después les voy a hacer hablar como fonógrafos.

Renny hizo chocar sus enormes puños y añadió:

—Sí, nosotros les haremos hablar.

Un policía se echó a reír y confesó:

—Todos empezamos a pensar lo mismo.

Monk sonrió agradablemente.

—Lo cual quiere decir que empiezan ustedes a pensar que Doc Savage no es en realidad el asesino de Clements ni de Jim Cash.

—Algo así —admitió el guardia.

Éste era sólo un parecer individual, pero reflejaba un estado de la opinión general.

Long Tom suspiró. Le hubiera gustado atender y echar una mano en el interrogatorio de los cautivos. Los procedimientos para arrancarles información serían, probablemente, bastante duros.

Los prisioneros ignoraban seguramente la identidad de la Campana Verde, pero quizá supieran otras cosas.

Por ejemplo, podrían saber que Doc no había asesinado a Jim Cash ni a Clements, ni al guardia que fue hallado muerto colgado de la parra.

—Siento mucho no poder asistir a la reunión —dijo Long Tom—. Pero tengo que ir a un recado y no puedo esperar.

El electricista regresó a la cocina para reanudar su interrumpida cena. No sabía cuánto tiempo estaría fuera ni cuánto tendría que trabajar.

No era una tarea sencilla la instalación de los aparatos necesarios para localizar la estación secreta de la Campana Verde. El misterioso transmisor nunca funcionaba por más de medio minuto y en tan breve espacio era difícil precisar con exactitud una dirección. Pero Long Tom tenía un intrincado plan que se proponía poner en práctica.

Sonreía mientras comía. Las cosas se estaban animando. La mayor parte de la ciudad estaba de parte de Doc. La policía estaba ya casi dispuesta a ignorar todas las acusaciones, por muy graves que fueran, contra Doc. Los agitadores de la Campana Verde temían abrir la boca en público.

Long Tom ignoraba que alguien había depositado un objeto misterioso debajo del capó de su automóvil.

Cuando acabó de comer, Long Tom recogió algunas otras piezas de su equipo y salió de la casa.

Alrededor de los coches reinaba de nuevo el silencio. Los mosquitos zumbaban como aeroplanos pequeños. Long Tom estaba de muy buen humor.

Abrió el departamento posterior de su roadster para dejar allí las cosas que llevaba, y se quedó con la boca abierta.

Ante sus ojos encontró un trozo de cristal. Vio enseguida que se trataba de una de las alas del parabrisas que había sido arrancada de su sitio.

El cristal llevaba escritas unas palabras que despedían una luz azul y extraña. La escritura era perfecta. El mensaje era bastante largo, pero ocupaba muy poco espacio.

La comunicación era, desde luego, de Doc. El hombre de bronce solía dejar misivas de esta especie, escritas en cristal con una sustancia de su propia invención, que era no sólo invisible para el ojo, sino para los microscopios más poderosos.

Cuando la escritura se sometía a los rayos ultravioleta, también invisibles para el ojo humano, las letras despedían aquel extraño resplandor azul.

Una pequeña linterna de rayos ultravioletas reposaba en el suelo del coche, enfocada sobre el trozo de cristal.

Tom leyó el mensaje.

La Campana Verde había puesto una sustancia química encima del motor del coche. Al calentarse hubiera producido un gas mortífero. Yo lo he quitado. Pero será mejor que dejemos creer a la Campana Verde que has sido muerto por el gas. Así podrás trabajar en paz.

Long Tom se apresuró a apagar la linterna de rayos ultravioleta. La comunicación estaba sin firmar, pero no había necesidad de ello.

Sólo una mano podía escribir con aquella perfección: la mano de Doc Savage. La lectura de la nota sólo había durado unos instantes. Nadie al ver a Long Tom hubiera podido suponer que hacía nada más que dejar los enseres de que iba cargado.

Se sentó detrás del volante, puso en marcha el motor y se alejó, pensando activamente. Lástima que Doc no hubiera dejado también alguna idea acerca de cómo podría Long Tom fingir su muerte.

Pero, generalmente, Doc dejaba los detalles de las operaciones a sus hombres. Todos ellos eran los más diestros y astutos en sus respectivas profesiones.

Long Tom sonrió de pronto. Ya tenía la idea.

Por la parte Sur de la ciudad corría un río no muy grande, pero que con el curso de los siglos había labrado un profundo cauce.

Una fábrica había puesto en él un dique para accionar una pequeña central hidroeléctrica. En aquel punto el agua era bastante profunda.

Por encima de la presa estaba el puente.

Long Tom dio algunas vueltas por la ciudad, para desprenderse de posibles perseguidores, y por fin se encaminó hacia este puente. Estaba seguro de que nadie seguía su pista.

A algunos cientos de metros del puente, descargó todos sus aparatos y los escondió entre unos matorrales. Luego llegó hasta el puente, abrió del todo la gasolina y saltó a tierra.

El automóvil se precipitó contra la barandilla de madera del puente. Las tablas cedieron. El coche se lanzó al agua y desapareció debajo de ella.

Las burbujas produjeron un ruido bastante fuerte, como si la máquina de acero y goma fuera en realidad un ser viviente que se ahogaba.

Un vecino se acercó corriendo, atraído por el ruido. Se asomó al puente y escuchó el ominoso murmullo de las burbujas. Encendió varios fósforos y los arrojó al agua. Después salió corriendo y pidiendo socorro.

Long Tom se alejó sonriendo de aquellas inmediaciones. Recogió sus aparatos y se dispuso a trabajar.

Pensaba instalar dos indicadores en puntos muy separados. Estos aparatos se diferenciaban de los corrientes en que funcionaban automáticamente. Long Tom pensaba instalarlos señalando la estación de Prosper City.

Cuando empezase a funcionar la otra, siendo más poderosa, harían variar las agujas en su dirección. Una señal especial indicaría la situación exacta.

La sirena de una ambulancia despertó los ecos de la ciudad. Long Tom escuchó, haciendo con la cabeza señales de asentimiento.

Aquella gente iba a recoger su cadáver del interior del coche hundido. Al no encontrarlo supondrían que había sido arrastrado por la corriente.

La Campana Verde creería que Long Tom había sucumbido a las emanaciones de su gas en el momento en que cruzaba el puente.