III
El desquite de la Tía Nora

Cuando las dos mujeres salían detenidas del edificio apareció el gorila en escena. Este personaje tenía algunas cualidades humanas. Llevaba las uñas manicuradas, aunque la operación había sido practicada con un cortaplumas de bolsillo. Sus ojos brillaban con inteligencia y su cara era tan fea, que resultaba agradable.

El traje que llevaba era de los más caros, aunque parecía que hubiera dormido con él puesto. Pesaría unos ciento veinticinco kilos y sus brazos velludos eran algunos centímetros más largos que sus piernas zambas.

Se acercó a Slick y se detuvo ante él.

—Yo he visto como metía usted mismo el dinero en ese bolso —dijo con una voz tan suave que parecía de un niño.

Y a continuación le dio a Slick un puñetazo en la nariz. Slick llevaba el cabello pulidamente peinado hacia atrás. El golpe fue tan violento que se le echó hacia adelante, como si súbitamente soplase un viento por detrás.

Slick describió una parábola en el aire y dio en tierra con los hombros, resbalando después una veintena de pies por el suelo.

La Tía Nora comenzó a dar saltos de alegría y a gritar:

—Eso es lo que yo hubiera querido hacer con él.

Alice Cash dedicó una sonrisa de gratitud al individuo que parecía un gorila.

—¿Dice usted que este hombre ha metido en el bolso ese fajo de billetes? —preguntó el guardia.

—Sí —afirmó el gorila.

El guardia se dirigió furioso a Slick, que se levantó apresuradamente del suelo y corrió hacia la puerta. Se dio cuenta de que el guardia le alcanzaría antes de llegar y sacó dos revólveres.

Ambos estaban dotados de un silenciador y comenzó a hacer fuego con ellos. Las balas no alcanzaron al policía, que enseguida buscó protección y sacó su arma.

Slick consiguió ganar la puerta. Un taxi acertó a pasar por ella en el mismo momento. El pistolero se metió en él de un salto y aplicó el cañón caliente de uno de sus revólveres al cuello del chofer.

El coche partió como si hubiera estallado detrás de él una carga de dinamita.

El guardia salió también, pero no se atrevió a disparar a causa del tráfico.

Volvió a entrar en el rascacielos y llamó por teléfono a la Central de Policía para que saliesen a perseguir el taxi.

—Se nos ha escapado —le dijo al gorila y a las dos mujeres, cuando acabó de dar su parte—. Y ahora estas dos señoras tienen que responder de estos dos revólveres que llevaban en el bolso.

—Me han dicho que vienen a ver a Doc Savage —dijo el gorila con su voz infantil.

—Eso es diferente —dijo el guardia sonriendo, y se alejó como si en su vida hubiera visto a las dos mujeres ni sus armas.

Alice Cash se quedó con la boca abierta ante la mágica influencia del nombre de Doc Savage.

La Tía Nora sonrió después de tragar saliva varias veces.

—¿Cómo ha podido usted sacarnos de esto? —le preguntó a su salvador—. En Nueva York son muy severos con la gente que lleva armas prohibidas.

El gorila se echó a reír.

—El hecho de que vengan ustedes a ver a Doc Savage lo ha arreglado todo.

—Doc Savage debe de tener una gran reputación en esta ciudad —dijo la Tía Nora pensativa—. ¿No es usted, verdad?

—¿Quién? ¿Yo? ¡No! Yo soy sólo uno de los cinco ayudantes de Doc Savage.

—¿Cómo se llama usted?

—Teniente Coronel Andrew Blodgett Mayfair.

—Pero apostaría a que no le llaman a usted todas esas cosas.

—No. Es suficiente llamarme «Monk», para que atienda enseguida.

Monk podía haber añadido que era un químico cuyo nombre se mencionaba con respeto en los círculos científicos de América y de Europa, pero no le gustaba cantar sus propias alabanzas.

El ascensor las condujo rápidamente, acompañadas de Monk, al piso ochenta y seis, cuando estaban cerca de la puerta de la oficina de Doc Savage, oyeron en el interior el murmullo de una voz.

La Tía Nora hizo un gesto de colérica sorpresa.

—Conocería esa voz en cualquier parte —exclamó—. Es Judborn Tugg.

—¿Quién es ése? —preguntó Monk con interés.

—Un sinvergüenza que no nos quiere bien. Slick Cooley, el individuo a quien usted ha pegado abajo, le sigue como la sombra al cuerpo. Tan bribón es el uno como el otro.

Monk pensó un momento acerca de lo que le decía y luego hizo seña a las dos mujeres de que se apartasen un poco.

A continuación abrió la puerta de la oficina y permaneció en ella, moviendo nerviosamente las manos, como si se encontrase embarazado.

—Dispensa —dijo—. No sabía que estuvieses acompañado.

Y se dispuso a retirarse. Sólo Doc observó que los movimientos, al parecer inconscientes de las manos de Monk habían emitido un mensaje por señales.

«Sal aquí fuera un momento, sin alarmar a tu visitante» había dicho Monk.

Doc se levantó, diciendo:

—Perdone un momento. Tengo que hablar con este hombre.

A pesar de su enorme peso y rápido paso, no hizo ningún ruido al acercarse a la puerta.

Realizaba todos sus movimientos con un extraño silencio y con una ligereza natural que indicaba unos músculos tremendamente desarrollados.

Judborn Tugg, en lugar de sospechar nada, se alegró de que Doc Savage saliera un momento de la habitación.

Tugg no se había repuesto aún de la impresión que le causara la petición de Doc de un millón de dólares en pago de sus servicios y pensó que aprovecharía la oportunidad para recobrar el equilibrio perdido.

Doc cerró la puerta del corredor y pocos segundos después estaba en presencia de las dos mujeres.

La Tía Nora abrió la boca y no trató de disimular su asombro al ver al gigante de bronce. Se puso en jarras y una ancha sonrisa llenó de arrugas su simpática cara.

—¡Alabado sea Dios! —murmuró—. Usted es la respuesta a las plegarias de esta pobre muchacha.

Alice Cash no se quedó exactamente con la boca abierta, pero sus labios se entreabrieron ligeramente y sus ojos se dilataron con el asombro.

A continuación echó una ojeada de disgusto a sus maltratadas ropas.

La presencia de Doc Savage solía causar esta impresión en las mujeres jóvenes. Los ojos femeninos acostumbraban a advertir en el acto la buena presencia de Doc Savage.

Los hombres, en cambio, sólo se fijaban en su tremendo desarrollo muscular.

Monk hizo las presentaciones del caso.

—¿Qué le estaba contando Judborn Tugg? —preguntó la Tía Nora con ansiedad.

—Muchas cosas —repuso Doc Savage tranquilamente—. Es uno de los embusteros más grandes que he conocido en la vida.

Si Judborn Tugg hubiera oído estas palabras su sorpresa no hubiera tenido límites, pues según su opinión, podía decir cualquier mentira con el mismo aplomo que la verdad. Pero Doc Savage, con sólo prestar atención al tono de su voz, había descubierto todas sus facultades.

La Tía Nora cruzó las manos y dirigió a Doc Savage una mirada suplicante.

—Necesito su ayuda —dijo—, pero no tengo un céntimo con que pagarle.

Los extraños ojos dorados de Doc Savage estudiaron a la Tía Nora y a Alice Cash. Sus facciones bronceadas permanecieron tan sin expresión como si en realidad fueran de metal.

Sin decir una palabra se volvió y entró en su despacho.

—No me interesa su proposición —le dijo a Tugg.

Tugg se quitó el cigarro de la boca, como si de pronto le amargase.

—Le puedo pagar bien —advirtió—. Quizá le pagase el millón que pide, con tal de que usted hiciera el trabajo que necesito.

—No.

Tugg se puso como la grana. Para él era inconcebible que un hombre rechazase tan bruscamente un millón de dólares.

Su asombro hubiera sido mucho mayor al saber que Doc Savage se proponía acudir en auxilio de la Tía Nora Boston, que acababa de confesar que no le podría pagar ni un céntimo.

—Si cambia usted de opinión me podrá encontrar en el Hotel Triplex —dijo Tugg con voz fuerte y colérica.

—No cambiaré de opinión —repuso Savage; y extendiendo una mano, cogió a Tugg por el cuello de la chaqueta.

Antes de que Tugg se diera cuenta de lo que ocurría, se encontró en el aire.

Su chaqueta se rompió por dos o tres sitios, pero resistió su peso. Impotente, como un gusano en la punta de un palo, fue conducido al corredor y depositado en uno de los ascensores.

—Si quiere usted conservar la salud será mejor que no se presente de nuevo en mi casa —le dijo Doc, en el mismo tono de un médico que aconseja a un paciente con síntomas peligrosos.

El ascensor se llevó a Tugg.

Monk, con una expresión inocente, se acercó a Doc y le preguntó:

—¿No ha dicho ese pájaro que se hospedaba en el Hotel Triplex?

Doc asintió e invitó a la Tía Nora y a Alice Cash a que entrasen en su despacho.

Monk se acercó al teléfono público que había instalado en el corredor.

Llamó al Hotel Triplex y preguntó por el director.

—Tiene usted un huésped que se llama Judborn Tugg —dijo Monk—. Doc Savage acaba de expulsarle de su despacho.

—En ese caso le echaremos también del Hotel Triplex —replicó el director.

Cuando Judborn llegó al Hotel Triplex, encontró sus maletas esperándole en el pasillo. El administrador en persona las vigilaba.

—Lo siento —le dijo con frialdad—, pero no podemos seguir teniéndole en este hotel.

Tugg estuvo a punto de morir de la sofocación. Después empezó a gritar y a maldecir, agitando los brazos y amenazó con demandar al hotel por daños y perjuicios por un millón de dólares.

—Haga el favor de marcharse de aquí cuanto antes, o le mandaré detener por alterar el orden —le advirtió el administrador, entrando en el establecimiento.

Un momento después, una limosina oscura y con las cortinas corridas, se acercó a la acera.

El chofer sacó la cabeza y dijo:

—Sube.

Era Slick Cooley, parcialmente disfrazado con un impermeable y un sombrero metido hasta los ojos.

Judborn Tugg metió sus maletas delante y ocupó el asiento posterior. En este momento los cabellos se le pusieron de punta.

El asiento posterior estaba ya ocupado por una figura vestida con una especie de saco negro, que llevaba pintada en el pecho la imagen de una campana verde.

La siniestra aparición llevaba un revólver en cada una de sus enguantadas manos.

—No se preocupe usted de los revólveres —dijo con una voz, hueca e inhumana—. Soy la Campana Verde y los revólveres son sólo una precaución para recordarle que no debe caer en la tentación de arrancarme la capucha para descubrir mi identidad.

Slick condujo la limosina fuera de la corriente del tráfico.

—Bajaba por la calle cuando me llamó desde este coche —le dijo a Tugg—. No llevaba chofer…

—No hice más que detener el coche delante de usted antes de ponerme la capucha —interrumpió la voz sepulcral de la Campana Verde—. Incidentalmente, este auto es robado, pero no creo que el propietario lo eche de menos en algunas horas. ¿Qué le ha ocurrido a usted, Tugg?

Tudborn Tugg estaba haciendo esfuerzos para identificar la voz de la Campana Verde, pero no le fue posible distinguir nada familiar en ella.

Rápidamente explicó el desgraciado final de su visita a Doc Savage.

—No me ha servido usted para nada —la voz ronca de la Campana Verde se hizo colérica—. Este Doc Savage es un tipo de hombre diferente del que usted ha creído.

Tugg, aún irritado por el recibimiento que le habían dispensado en el hotel, dijo enfadado:

—Ésta es mi primera equivocación.

La Campana Verde le miró fijamente. Los agujeros abiertos en la capucha para los ojos, estaban protegidos por lentes de un verde intenso. El efecto de la mirada era por demás siniestro.

—No hay que emplear ese tono conmigo —dijo—. Sabe usted muy bien, Tugg, que puedo pasarme sin aquéllos que no cooperan en la forma que a mí me gusta. Usted no es una excepción. Le tengo a mi servicio sólo como agente. Pretende usted ser ciudadano principal de Prosper City y yo le dejo que lo sea, porque me conviene. Su fábrica de tejidos estaba al borde de la bancarrota, gracias a su mala administración, cuando yo aparecí en la escena. Sigue usted teniendo el control del negocio porque yo le di el dinero necesario para pagar el interés de sus préstamos.

Judborn Tugg se deshinchó como una cámara de automóvil que ha pisado un clavo.

—No he querido ofenderle —murmuró—. Estaba excitado por la manera como me ha tratado Doc Savage.

—Yo me encargaré de ese hombre —dijo la Campana Verde con tono amenazador.

—Es un individuo peligroso, especialmente si tiene un cerebro en relación con su increíble fuerza física —dijo temblando Tugg.

—No queremos que Doc Savage esté contra nosotros —replicó la Campana Verde—. Ya he puesto en marcha un plan que tendrá a Doc Savage tan ocupado que no podrá intervenir en nuestros asuntos.

—Me gustaría verle muerto —dijo con rabia Tugg.

—Puede que se cumplan sus deseos —dijo su jefe—. El final de mi plan es la muerte de Doc Savage en la silla eléctrica.

Ordenó a Slick que se metiese en una calle oscura y allí se apeó y desapareció entre las sombras de la noche. Slick y Tugg abandonaron el coche robado un poco más lejos.